Defiendo la Ira de mi Padre
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Última versión de 20:10 1 oct 2015
Por John Piper
sobre La Ira de Dios
Una parte de la serie Taste & See
Traducción por Gilda Fabozzi
Hay fuerzas culturales tanto dentro como fuera de la iglesia que me hace vigorosa defender la ira de mi Padre que era contra mi antes de cuando fui adoptado. El no necesita mi defensa; sin embargo, creo que lo honraría. Lo que nos ordenó, de hecho, es: “Honra a tu padre” (Éxodo 20:12).
Escribo esto desde Cambridge, Inglaterra, y mi indignación por del ataque a mi Padre es de origen británico. La calumnia en cuestión es este párrafo de un famoso escritor británico:
- Lo que ocurre no es que la cruz es una forma de abuso infantil cósmico—un Padre vengativo que castiga a su Hijo por una ofensa que ni siquiera ha cometido. Con razón, los que están tanto dentro como fuera de la iglesia consideran esta versión retorcida de los hechos moralmente dudosa y una barrera enorme para la fe. De todos modos, además de eso, este concepto contradice totalmente la afirmación: “Dios es amor”. Si la cruz es un acto personal de violencia infligida por Dios al género humano pero sufrida por su Hijo, entonces, esto convierte en una farsa lo que Jesús nos ha enseñado acerca de amar a los enemigos y de no pagar el mal con el mal (Steve Chalke y Alan Mann, The Lost Message of Jesus, [Grand Rapids, MI: Zondervan, 2003], págs. 182-183).
Es el pasaje asombroso de una obra de alguien que dice ser cristiano. En nombre de mi Padre en los cielos, puedo dar buena fe de que, antes de que me adoptara, permanecía bajo su terrible ira. Jesús dijo: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece...la ira de Dios permanece sobre él.” (Juan 3:36). Permaneceremos bajo este castigo hasta que empecemos a tener fe en Jesús. Pablo lo explica así: “éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás.” (Efesios 2:3). Mi propia naturaleza me hizo merecer el castigo.
Mi destino era el de sufrir el “fuego llameante” y el castigo de “los que no... obedecen el evangelio de nuestro Señor Jesús ... [y que] sufrirán el castigo de la destrucción eterna” (2 Tesalonicenses 1:8-9). Yo no era un hijo de Dios. Dios no era mi Padre, era mi juez y mi verdugo. Yo era uno de “los hijos de desobediencia” (Efesios 5:6). Era muerto en delitos y pecados. Y la frase de mi Juez era clara y atterador: "Pues por causa de estas cosas la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia" (Efesios 5:6).
Había solamente una esperanza para mi—que gracias a la infinita sabiduría de Dios, el amor de Dios pudiera satisfacer la ira de Dios, de manera que pudiera hacerme hijo de Dios.
Esto es exactamente lo que ocurrió y lo celebraré para siempre. Después de afirmar que yo era por naturaleza objeto de la ira de Dios, Pablo dice, “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados” (Efesios 2:4-5). “Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo... a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos.” Dios envió a su Hijo para rescatarme de su castigo y hacerme hijo suyo.
¿Cómo lo hizo? Lo hizo de la manera que Steve Chalke llama calumniosamente “abuso infantil cósmico.” El Hijo de Dios sufrió la maldición de Dios en mi lugar. “Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros—pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado de un madero’” (Gálatas 3:13). Si la gente en el siglo XXI considera el más grande acto de amor “moralmente dudoso y una barrera enorme para la fe,” no había muchas diferencias la época de Pablo. “Mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado. Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para los gentiles” (1 Corintios 1:23).
Sin embargo, para los que han sido llamados por Dios y que creen en Jesús, esto es “el poder de Dios y la sabiduría de Dios” (1 Corintios 1:24). Esto es mi vida. Así es cómo Dios pudo convertirse en mi Padre. Ahora que ya no permanezco bajo su castigo (Juan 3:36), ha enviado al Espíritu que me adopta como hijo y que me permite clamar: “¡Abba! ¡Padre!” (Romanos 8:15). Por lo tanto, recito esta oración: “Conozca, Padre Celestial, que te agradezco con todo mi corazón, y que mido tu amor por mí con la magnitud de la ira que merezco y el milagro de tu misericordia poniendo a Cristo en mi lugar.”
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