Los sermones transforman vidas
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Última versión de 19:41 15 jul 2025
Por Scott Hubbard sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por María Veiga
Pastor, sé que esto puede ser fácil de olvidar entre la presión y el estrés del ministerio. Sé que, cualquier domingo, una docena de pensamientos pueden dominar tu mente antes de este. Sé que puede parecer falso en épocas en que el fruto parece pequeño y la maleza grande. Así que, ¿puedo recordarte?
Los sermones transforman vidas.
Los milagros de nuestro Señor Jesús sanaron cuerpos, pero fueron sus sermones los que sanaron almas. Con un sermón, Dios cortó y luego sanó tres mil corazones, trayendo un despertar con una palabra. Con sermones, Pablo llamó a judíos y griegos, esclavos y libres, a entrar en el reino de Dios. Y con sermones, Timoteo, Tito y mil pastores más custodiaron el evangelio para la siguiente generación.
En los siglos transcurridos desde entonces, Dios ha usado los sermones para salvar y santificar, para llamar y comisionar: rescatando a pecadores de caminos peligrosos, enviando a santos comunes a través de océanos, arrebatando a los débiles de las manos de Satanás y construyendo comunidades tan improbables que solo pueden jactarse en él. Domingo tras domingo, sermón tras sermón, a veces de forma silenciosa y a veces de forma culminante, Dios cumple sus propósitos.
No, los sermones no pueden sustituir el cuidado personal del alma, el discipulado de vida a vida ni los numerosos mandatos mutuos que Dios da. No son la única fortaleza del cristiano. Pero ¿qué poder transformador, transformador para la eternidad y que avergüence al diablo, puede tener un sermón, incluso en el domingo aparentemente más común?
Hoy, conozco a dos familias que se dirigen al campo misionero gracias a los sermones. Veo a decenas de cristianos animados, sostenidos y llamados a más gracias a los sermones. Y puedo rastrear el hilo de mi propia vida espiritual hasta un sermón normal, sencillo y fiel.
Domingo Ordinario
El 13 de abril de 2008, entré por casualidad a la Iglesia Comunitaria Mountain View. Alguien me había recomendado otra iglesia con la palabra "montaña" en el nombre (un problema de Colorado), y las confundí.
Incluso dejando de lado este accidente, entré al edificio un poco perdido. Hacía poco que había empezado a tomar en serio a Jesús, conmovido por las palabras de un evangelista universitario, y mi cabeza era un revoltijo de nociones teológicas. Alguien me dijo que debía esperar hablar en lenguas. Otros describieron la verdadera conversión como algo aparentemente dramático y deslumbrante. No sabía qué pensar.
La reunión era normal, por lo que recuerdo. Puede que la iglesia cantara algún himno que no conocía, pero por lo demás, ya estaba familiarizado con algo así. El pastor predicó con sencillez, sin ningún toque de elegancia. No recuerdo nada de su sermón, excepto que provenía del Evangelio de Juan.
Pero esa tarde, sentado solo en mi dormitorio universitario, mi confusión se calmó y mis dudas se hicieron a un lado. Y le dije a Jesús que quería seguirlo.
Sermones que Salvan
Al reflexionar sobre ese domingo, diecisiete años después, me impacta el patrón común que sigue. A Dios le encanta tomar a personas inquietas, llevarlas a una reunión por caminos extraños y salvarlas mediante las palabras de hombres sencillos.
Consideremos primero los caminos inusuales que llevan a la gente a nuestras iglesias. «Nunca conocemos el camino traicionero que otros toman para llegar al banco que compartimos domingo tras domingo», escribe Rosaria Butterfield (Openness Unhindered, 22). Y a menudo tampoco conocemos los caminos extraños, tortuosos y aparentemente accidentales que otros toman.
Cada semana, alguien entra por casualidad en una iglesia porque la vio desde la calle, porque uno de los miembros dijo algo hace tres meses, porque los algoritmos de internet hicieron aparecer el nombre, o porque la súplica de un ser querido finalmente prevaleció. Algunos vienen buscando, otros escépticos, otros confundidos; todos llegan al alcance de la palabra salvadora de Dios. Consideren también a los hombres sencillos que Dios usa a menudo. El predicador que escuché —y a quien volvería a escuchar con frecuencia— tenía habilidades promedio. Nadie ha recopilado sus sermones en un podcast. Pero era fiel, claro, serio y sincero, y Dios se complació en usar esa combinación para el bien de mi alma.
¿Y tú? Probablemente no seas Spurgeon ni Whitefield ni nada parecido. Pero el Dios que salva compara su palabra con la lluvia o la nieve que cae y no vuelve vacía (Isaías 55:10-11). E incluso el predicador más común puede ser una nube.
Finalmente, consideren la clase de almas que pueden sentarse entre nosotros un domingo cualquiera. Para cuando entré a la reunión en abril de 2008, alguien ya había plantado, otro ya había regado, y Dios, con solo unas gotas más, estaba listo para dar el crecimiento (1 Corintios 3:6). ¿Cuántas veces se han sentado personas así escuchando nuestra predicación? ¿Cuántas veces más lo harán?
Pastor, algunas de las caras que ve el domingo ya han escuchado el evangelio, ya están considerando a Cristo, y ahora necesitan una última palabra sincera antes de acercarse a él.
Prediquen con Expectativa
Mi exhortación, hermanos, es esta: prediquen con expectación. Prediquen como si quienes los rodean no estuvieran presentes por casualidad. Prediquen como si una semilla estuviera a punto de germinar.
Mientras Pablo viajaba por el mundo gentil, llevaba consigo esta inapelable seguridad:
Aquellos a quienes nunca se les ha hablado de él verán,
y aquellos que nunca han oído, entenderán. (Romanos 15:21)
Verán. Entenderán. Sí, lo harán, porque Dios lo había prometido a través de sus profetas (Isaías 52:15), y sus promesas no regresan vacías. Pablo sabía que Jesús murió para justificar no solo a algunos, sino a muchos; sabía que su Señor había llevado sobre sí el pecado de muchos (Isaías 53:10-12). Así, predicó como si su ministerio fuera uno de los medios de Dios para traer a muchos a casa.
El corazón de Dios no ha cambiado dos mil años después. Su Espíritu no se ha apartado. Su palabra no es menos como el martillo que una vez fue, no es más fría que el fuego de antaño (Jeremías 23:29). Predicas el mismo evangelio salvador al servicio del mismo Dios misericordioso por el mismo Espíritu poderoso.
Entonces, ¿quién sabe qué sucederá este domingo? Una oveja perdida podría oír la voz del Pastor en la tuya. Un corazón endurecido podría ablandarse. Un alma desesperada podría volver a creer que hay perdón en Dios. Una familia podría dar sus primeros pasos hacia el campo misionero. O una semilla, ya plantada y quizás regada durante mucho tiempo, podría finalmente germinar.
Porque los sermones transforman vidas.
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