Cuando las palabras duras son bondadosas
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Última versión de 22:48 2 mar 2019
Por Jon Bloom sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Belén Mariel Goñi
El misionero a la india William Carey exhortó en cierta ocasión una reunión bautista en Inglaterra diciendo “Esperen grandes cosas de Dios, intenten grandes cosas para Dios". Me encanta esa frase.
Pero debemos atender la enseñanza que nos da la Biblia a través de Simón el mago: si pretendemos grandeza solo para que otros nos vean grandes, estamos en un grave peligro espiritual.
La situación de Simón
Después de que Esteban había sido lapidado hasta la muerte, se desató una intensa persecución contra los cristianos en Jerusalén. Muchos tuvieron que dejar los poblados y aldeas del área de Judea y Samaria.
Felipe, consiervo de Esteban para las viudas helenistas, llegó a un poblado de Samaria donde predicó y realizó señales y prodigios. Muchos samaritanos confesaron su fé y fueron bautizados. Simón fue uno de ellos.
Simón era una figura local, una especie de mago. Había cautivado a los locales con sus artes y le habían dado el título de “El gran poder de Dios”. A él le encantaba. Simón disfrutó de su reputación y se alimentó de la admiración y respeto que recibía.
Pero cuando Felipe llegó, todo cambió. Simón observó con codicia y admiración como el verdadero y gran poder de Dios fluía a través de Felipe, un poder que lo superaba por mucho.
Después Pedro y Juan llegaron de Jerusalén y, cuando ellos oraban, la gente se llenaba del Espíritu Santo. Esto atrajo aún más multitudes. Todos estaban hablando de ellos. Todos estaban cautivados con ellos, o así le parecía a Simón.
Ya nadie estaba cautivado con Simón, era una estrella en declive y, al igual que muchos que han experimentado la droga eufórica que es la admiración de otra gente, quería tener de nuevo esa emoción.
Si pudiera obtener este poder de Jesús, entonces podría ser grande otra vez. La gente lo admiraría de nuevo. Simón estaba dispuesto a pagar cualquier precio por esa droga.
Así que en un momento de discreción se acercó a Pedro y Juan con una propuesta: si le revelaban el secreto que poseían, si compartían ese poder con él, una pequeña fortuna de plata sería suya y nadie lo sabría jamás.
En una fracción de segundo Simón se dió cuenta de que no había calculado bien. Los ojos de Pedro parecían ver su corazón directamente.
Y luego, las palabras de Pedro parecieron abrirlo en canal:
Entonces Pedro le dijo: Que tu plata perezca contigo, porque pensaste que podías obtener el don de Dios con dinero. No tienes parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios. Por tanto, arrepiéntete de esta tu maldad, y ruega al Señor que si es posible se te perdone el intento de tu corazón. Porque veo que estás en hiel de amargura y en cadena de iniquidad. (Hechos, 8:20-23, LBLA)
Simón se contrajo y dijo dócilmente: “Rogad vosotros al Señor por mí, para que no me sobrevenga nada de lo que habéis dicho”.
El Simón en nosotros
Las palabras de Pedro a Simón pueden haber sonado duras, pero estaban llenas de misericordia. El amor hacia la propia gloria es un cáncer del alma extremadamente peligroso y espiritualmente fatal si no se trata. Este cáncer requiere un diagnóstico franco y serio. Ambos, Pedro y Juan, se habían beneficiado de las misericordiosamente severas represiones del Gran Médico. Quizás Simón se arrepentiría y haría lo correcto.
La Biblia no nos dice si lo hizo. La literatura eclesiástica temprana sugiere que Simón luego se convirtió en un hereje, lo que, de ser cierto, significaría que trágicamente había ignorado la advertencia de Pedro.
Pero Dios no quiere que ignoremos la advertencia. Este relato está en la Biblia para que recordemos que el poder de Dios no es un bien que puede ser intercambiado. No es un medio para que busquemos nuestra propia grandeza o riqueza.
Todos podemos vernos reflejados en Simón. A todos nos ha tentado buscar nuestra propia gloria, incluso en la obra del reino. Cuando reconozcamos ese deseo tan familiar, debemos tratar seriamente con él. Debemos confesarlo (a menudo a otros, no sólo a Dios), arrepentirnos y combatirlo. Porque, si lo dejamos, puede convertirse en un cáncer espiritual capaz de volvernos ciegos hacia la verdadera gloria, y a la larga matarnos.
Así que esperemos grandes cosas de Dios e intentemos grandes cosas para Dios, pero tomemos el consejo de Pedro y hagámoslo “por la fortaleza que Dios da, para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo” (1 Pedro 4:11).
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