La Depresión de una Médica

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English: A Doctor’s Depression

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Por Kathryn Butler sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por María Veiga


Contenido

Cómo Dios se Convirtió en mi Sanador

Durante mi año en la UCI, mientras me formaba como cirujana traumatóloga, la amenaza de una tragedia me acechaba a diario. Cada mañana, ajustaba la configuración del respirador y ajustaba los goteos en un intento desesperado por mantener con vida a la gente. Cuando todos los esfuerzos fracasaban, por la tarde me encontraba en una sala de conferencias, acompañando a una familia llorosa con noticias horribles. Mi voz se quebraba al explicar los límites de nuestra ciencia, detallar los sombríos detalles de la muerte y ofrecer escasas palabras de condolencia. Durante las peores semanas, estas reuniones se repetían de tres a cuatro veces al día.

Sin embargo, incluso con la pesadez y el dolor que me imponía la UCI estos días, mi mayor desafío me aguardaba en el viaje nocturno a casa. Todas las noches, pasaba por una salida a una autopista que conducía a las montañas. Sabía que, más adelante, a kilómetros de distancia, un puente cruzaba el río Connecticut. Y cada noche, luchaba contra el impulso de tomar esa salida, conducir hasta ese puente y tirarme por encima de la barandilla.

Cuando vivir se siente como morir

Como médico, cuando la depresión se apoderó furtivamente de mí, supe lo que estaba pasando. En la facultad de medicina, estudié los signos y síntomas del trastorno. Comprendí la compleja interacción entre la neurobiología, los acontecimientos vitales y el estado de ánimo, y recordaba a pacientes concretos que entrevisté y que salieron del hospital con sonrisas renovadas después del tratamiento. Sabía qué ayuda necesitaba y cómo acceder a ella.

Aun así, todo ese conocimiento no alivió el dolor. Vivir se sentía como morir. Había perdido la capacidad de deleitarme, y las cosas que antes me emocionaban, un amanecer brillando en el horizonte o una canción favorita, perdieron su poder. A diario, luchaba por completar las tareas mundanas de levantarme de la cama y conducir al trabajo. A diario, luchaba con un vacío profundo y persistente y me desesperaba por las palabras que se repetían en mi mente como un estribillo terrible: nada importa. Aunque conocía remedios para la depresión, no tenía antídoto para esas palabras. En ese momento, no creía en la existencia de Dios. Y sin él, de hecho, nada importaba.

Enfrentado al mal

Este primer, y peor, episodio de depresión fue una lucha fundamentalmente espiritual. La depresión es hereditaria en mi familia, y como alguien con tendencia a la melancolía, siempre he tenido una personalidad propicia para ella. Sin embargo, fue un momento de crisis existencial en urgencias, aproximadamente un año antes de mi ingreso en la UCI, lo que me arrastró de la melancolía a una oscuridad implacable.

Una noche, durante mi residencia, cuidé a tres adolescentes que habían sido agredidos: uno con un bate de béisbol, otro con un cuchillo y otro con una bala. Luché por salvarlos a todos y fracasé en cada ocasión. Al salir tambaleándome de la habitación del último chico, mi ya frágil creencia en Dios se desmoronó como hojas de otoño bajo un viento azotado. ¿Cómo podía Dios permitir tanta maldad?, pensé. Sin fundamento en las Escrituras ni comprensión del evangelio, no tenía respuestas para una pregunta tan inquietante. A la mañana siguiente, conduje hacia las montañas, me paré en el puente que cruzaba el río Connecticut e intenté orar. Al no encontrar respuesta, decidí que Dios guardaba silencio porque no existía.

A partir de entonces, la depresión se apoderó de mi corazón. No percibí ningún propósito en la vida, ningún significado ni esperanza. Todo parecía gris, como si alguien me hubiera robado toda alegría y color. Un sollozo contenido me oprimía el pecho constantemente. Hasta la más mínima rutina se me antojaba ardua, incluso agonizante. Y cada día, mientras me dejaba llevar por el cuidado de los moribundos, soñaba con regresar al puente en las montañas y entregar mi vida.

Grande es tu fidelidad

Aunque había rechazado a Dios, él me fue fiel con hermosas pinceladas de gracia. Cada noche, cuando luchaba contra el impulso de tomar esa salida hacia el río, recordaba a mi amado esposo, Scott. Aunque el desaliento nublaba mi pensamiento, aún tenía la suficiente claridad para saber que mi suicidio lo destrozaría. Y así, cada noche, cuando la señal de salida me tentaba, Dios me recordaba al esposo bondadoso y desinteresado que me esperaba, y yo respiraba hondo y me dirigía a casa.

Entonces, cuando estaba en mi punto más bajo y la vida parecía una sombra interminable, Dios me dio lo que mi alma rota más necesitaba: a sí mismo.

Cuidaba a un caballero con una lesión cerebral grave en la UCI, quien los neurólogos creían que nunca volvería a caminar, hablar, comer ni sonreír. Contra todas nuestras predicciones y conocimiento, se recuperó por completo en respuesta a una oración en el nombre de Jesús. Todavía no puedo explicar esta sanación médicamente, pero sé que, a través de ella, Dios me alertó de su presencia y poder soberano.

Me sumergí en el estudio de la religión. Textos y, finalmente, a instancias de Scott, recurrí a la Biblia, donde la lectura de Romanos 5:1-8 me hizo llorar. Durante más de un año, las preguntas sobre el sufrimiento habían echado por la borda mi esperanza. Ahora, a través de un libro antiguo que permaneció abandonado en mi estantería durante años, encontré al Dios vivo y todopoderoso, cuyo amor inagotable nunca cesa (Lamentaciones 3:23-24) y que obra a través del sufrimiento, incluso a través del sufrimiento de su amado Hijo, para nuestro bien y su gloria (Romanos 8:28).

Durante mucho tiempo, negué a Dios y me revolqué en la oscuridad. Pero Dios nunca me soltó (Efesios 2:1-9). En su fidelidad, por su exquisito amor y gracia, me atrajo suavemente a su luz.

Esperanza para Perdurar

Mi recuperación de la depresión no fue instantánea. Así como la enfermedad se apoderó de mí insidiosamente, también la salida de la oscuridad fue larga y ardua. Incluso después de que Dios me devolviera a la realidad, necesitaba un antidepresivo para reunir la energía y la claridad necesarias para dar el siguiente paso. La paciencia y el apoyo de Scott fueron esenciales, al igual que la guía de un pastor cuando finalmente entré en una iglesia. Poco a poco, con paso firme, con ayuda profesional, mucho cariño de mis amigos y una dieta constante de la palabra de Dios, la luz volvió a brillar. Y cuando lo hizo, ¡cuánto me regocijé por la misericordia de Dios!

Como suele ocurrir con la depresión, la luz no siempre permaneció. La depresión suele ser una enfermedad recurrente, con nuevos episodios acechando, esperando a atacar. Luché contra la oscuridad de nuevo después del nacimiento de mi hija, cuando mis propios anticuerpos atacaron mi glándula tiroides. En otra ocasión, descendió sin previo aviso ni provocación clara, apoderándose de mí mientras veía a mis hijos trepar por un castillo de madera en un parque infantil. En ambas ocasiones, los síntomas fueron tan debilitantes como la primera, y la tristeza igual de dolorosa. Convertirme al cristianismo no me curó de la depresión ni me otorgó inmunidad contra su reaparición. Sin embargo, la fe me ha proporcionado un ancla, un puerto seguro para capear la tormenta. Cuando estoy deprimido, la presencia de Dios se siente lejana, pero gracias a las verdades reveladas en las Escrituras, sé, a pesar de mi percepción enferma, que él está conmigo (Isaías 41:10; Mateo 28:20). Sé que nunca me dejará ni me abandonará (Deuteronomio 31:6). Sé que me ha guiado a través de valles sombríos antes y ha prometido permanecer a mi lado, guiándome de regreso a la luz (Salmo 23:4). Tales promesas y garantías del amor de Dios son salvavidas cuando la miseria nubla la visión y oscurece el corazón.

Querido amigo, si la desolación de la depresión te envuelve, aférrate a la palabra de Dios. Busca los Salmos que revelan su misericordia, su soberanía, su amor inquebrantable y su fidelidad. Regresa a ellos como el ciervo regresa a la corriente clara y fresca (Salmo 42:1).

Sepa que no está solo. Hay ayuda disponible. Es posible volver a la luz. Si la oscuridad lo envuelve tanto que contempla quitarse la vida, dígaselo a alguien y, con su ayuda, llame a la Línea de Ayuda para Suicidios y Crisis al 988, de día o de noche. Otras opciones de ayuda incluyen su médico de cabecera, la sala de urgencias o centros de consejería cristiana como Anchored Hope o la Fundación Cristiana de Consejería y Educación.

Cuando la depresión lo envuelva, e incluso cuando no pueda discernir un camino a seguir, sepa que la esperanza en él perdura (1 Pedro 1:3-5) y que en Cristo nada, ni siquiera las angustias de la depresión, podrá separarlo de su amor (Romanos 8:38-39).


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