Antiguas expectativas
De Libros y Sermones BÃblicos
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Última versión de 11:46 21 may 2013
Por Iain Duguid
sobre Reino de Dios
Una parte de la serie Tabletalk
Traducción por Juan Pablo Molina Ruiz
Cuando Jesús comenzó su ministerio terrenal, él empezó “proclamando el evangelio del reino” (Mateo 4:23). Sin embargo, en ninguna parte de los Evangelios vemos que Jesús da una clara definición del reino. La razón es sencilla: Jesús no tenía que definir lo que significaba el reino, porque sus oyentes eran instruidos en el Antiguo Testamento. La incógnita para ellos era tratar de saber cómo la venida de Jesús se ajustaba a sus expectativas del Antiguo Testamento. Por tal motivo Jesús dijo después, “Por eso todo escriba que se ha convertido en un discípulo del reino de los cielos es semejante al dueño de casa que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Mateo 13:52). El reino de Dios, o el reino de los cielos como es llamado por Mateo, es algo antiguo y nuevo a la vez. Es un concepto tan antiguo como la creación misma; sin embargo, con la venida de Cristo, el reino había llegado a la tierra de una forma totalmente nueva. En el presente artículo exploraremos las raíces antiguas del reino de Dios y analizaremos como se renueva y se cumple en la persona y obra de Jesús Cristo.
El reino de Dios se origina en el acto mismo de la creación. El Señor es rey sobre todo lo que Él ha creado, lo que significa que Él reina sobre todas las cosas en el universo que nos rodean. Él gobierna sobre las estrellas del cielo y los planetas, un gobierno que se refleja en el gobierno subordinado que el sol y la luna ejercen a su vez sobre el día y la noche, las estaciones y los años. Él gobierna sobre la tierra y todas sus criaturas, un gobierno reflejado en el mandato dado a Adán y Eva de gobernar la creada clase baja, ocupándola y controlándola para la gloria del Gran Rey, en cuya imagen fueron hechos. En el jardín del Edén, tenían que someterse a la Ley del Gran Rey y no podían comer del árbol del conocimiento del bien y el mal. Esa primera manifestación del gobierno de Dios fue un tiempo de “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo”, y que Pablo califica como la esencia del reino de Dios en Romanos 14:17. No obstante, cuando Adán y Eva pecaron, todo eso se perdió. El reino de Dios sobre la creación fue desafiado por un acto de rebelión: la justicia fue reemplazada por la injusticia, y el resultado fue que la armoniosa relación de paz y gozo entre el rey y Su pueblo se quebrantó. Sin embargo, Dios estaba decidido a restablecer Su reino de gracia sobre la humanidad. Por esa razón, llamó a Abraham para que se alejara de sus raíces paganas y prometió darle una nación en la cual vivir. A la hora del éxodo, Él sacó a los descendientes de Abraham de Egipto y declaró que ellos pertenecerían a Él de una manera especial: Israel sería Su reino de sacerdotes, Su nación santa (Éxodo 19:5–6). El Señor sería su pastor celestial y les brindaría pastores terrestres, reyes que los gobernarían sabiamente (Deuteronomio 17:15). El Señor ejercería Su dominio soberano sobre el mundo entero con justicia y rectitud para el bien de Su propio pueblo, Israel (Salmo 99).
El pecado desafió el reino del Señor sobre Israel, del mismo modo en que había desafiado antes Su reino sobre la creación. El pueblo elegido de Dios se rebeló contra Él y rompió el pacto, al buscar a otros maestros en Su lugar. Los reyes que Dios había levantado para liderar el pueblo con justicia llevaron a la gente por el mal camino, erigiendo ídolos para que los adoraran. Como resultado, en lugar de justicia, paz y gozo, Israel sufrió las maldiciones del pacto, terminando en exilio de la tierra prometida. El Gran Rey se fue del templo, el lugar de Su residencia terrenal en Jerusalén, dejándolo indefenso contra sus enemigos (Ezequiel 9–10).
Sin embargo, el pecado humano nunca pudo tener la última palabra. Aunque Israel y Judá eran llevados al exilio, los profetas anunciaron la certeza de un nuevo comienzo futuro, un reino nuevo que sería fundado con un nuevo pacto (Jeremías 31:31–33). Estaban por llegar los días en que Dios creara cielos nuevos y una tierra nueva (Isaías 65:17), una creación nueva que significaría un retorno a la paz y a la prosperidad como las del Edén (Isaías 11:6–9). El Señor sacaría de nuevo a Su pueblo de una tierra extranjera hacia un nuevo éxodo, y de los huesos secos del pasado Él formaría un nuevo Israel (Ezequiel 37). Este nuevo pueblo sería guiado por un nuevo rey a la luz del propio corazón de Dios (Isaías 2:2–4; 56:6–7).
Sin embargo, este nuevo comienzo del reino de Dios no sería inmediato o instantáneo. Incluso después del regreso del exilio, las personas se vieron viviendo en un día de pequeñeces, intentando sobrevivir en la ausencia de su rey (Zacarías 4:10). Recibieron la advertencia, mediante el profeta Daniel, de que el fin del mundo todavía no estaba próximo –habría un camino extenso y difícil por recorrer antes de que el reino del Señor y de Sus santos comenzara. El reino venidero que terminaría todos los reinos sólo llegaría después de un tiempo prolongado y duro de la historia (Daniel 8). Los años del exilio sólo fueron una pequeña parte de la era de padecimientos y tribulaciones, que se extenderían no sólo durante setenta años sino durante setenta veces siete años (Daniel 9:24; compárese Mateo 18:22). El reino de Dios iniciaría como una piedra pequeña que luego crecería hasta convertirse en un monte que dominase el mundo (Daniel 2:34–35). Sin embargo, al final, sin importar lo que la oposición espiritual o humana presentara contra él, no cabe duda de que el reino de Dios triunfaría.
Cuando Jesús llegó predicando el reino de Dios, Él hablaba contra el telón de fondo de estas expectativas del Antiguo Testamento. Él proclamó la llegada del gobierno de Dios en la tierra de una manera nueva y concreta: Dios Mismo había llegado para morar entre los hombres para llevar a buen término Su objetivo eterno de tener a un pueblo para Él mismo. Su llegada traería justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Lucas 4:18–19). El reino de Dios había aparecido mediante la llegada de un nuevo Israel, Jesús Mismo. En el evangelio de Mateo, la genealogía de Jesús Lo declara como el nuevo Israel, el descendiente de Abraham, el hijo de David, el niño del exilio (Mateo 1:2–16). Al igual que a Israel, Jesús se dirigió a Egipto cuando era niño y fue sacado de allí de manera segura (Mateo 2:13–15). Él pasó por las aguas bautismales y después pasó cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, igualando la propia experiencia de Israel (Mateo 3–4), antes de subir al monte para entregar a Su pueblo la Ley (Mateo 5). Sin embargo, donde Israel falló en el desierto, Jesús obedeció fielmente. Jesús había venido para cumplir la Ley que había destruido a Israel (Mateo 5:17). Con Su muerte y resurrección, Jesús logró un nuevo éxodo para Su pueblo, sacándolos del sometimiento al pecado y a la muerte (Lucas 9:31). En Él, el nuevo pueblo de Dios –uniendo a judíos, samaritanos y gentiles– se convirtió en realidad (Juan 4; Efesios 2:11–22). En Cristo, la justicia, la paz y el gozo en la presencia de Dios fueron ofrecidos una vez más a la humanidad.
Sin embargo, aunque el reino de Dios llegó a la tierra en la persona de Jesús hace más de dos milenios, su consumación final sigue siendo nuestra esperanza futura. Por tal motivo Jesús enseñó a Sus discípulos a orar por la llegada del reino (Mateo 6:10) y a esperarlo con expectativas, aunque tardara en llegar (Mateo 25). El reino de Dios ha comenzado, trayendo consigo paz y dicha para Su pueblo, pero aún no hemos visto los cielos nuevos y la tierra nueva de la que hablaron los profetas. En un sentido profundo, con la llegada de Cristo, y especialmente con Su muerte y resurrección, el reino de este mundo ya se ha convertido en el reino de nuestro Dios y de Su Cristo (Apocalipsis 11:15). Sin embargo, no hemos llegado aún al nuevo Jerusalén, el cual abarca un nuevo Edén, y lleva así toda la historia humana a una terminación cósmica. Aunque no podemos verlo todavía, el fin de la historia es seguro. La piedra ha golpeado los pies de barro de las estructuras de poder de esta era y ha comenzado su fragmentación final hasta que se conviertan en polvo (Daniel 2:34–35). A pesar de su gloria y de su postura de orgullo, los reyes y los imperios de este mundo tienen los días contados –su desaparición es segura–. El reino de Dios es el único reino que dura por siempre.
Por el momento, esperamos el regreso de nuestro rey desde el cielo con esperanza vibrante. Él vendrá de nuevo para traer plenitud en la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo, que son los frutos prometidos de Su gobierno. Él reinará de mar en mar, sobre hombres y mujeres de toda tribu y lengua y pueblo y lengua. La batalla decisiva ya fue luchada, y la victoria fue hecha manifiesta en la resurrección de Jesús de entre los muertos. En Jesús, el reino de Dios ha venido a la tierra, y Su reino perdurará por siempre.
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