El regalo más grande es Dios mismo
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Vaneetha Rendall Risner sobre Sufrimiento
Traducción por Laura Coloma
“No lo tomes a mal, pero rezamos antes de que nuestros hijos nacieran y todos ellos nacieron sanos.”
No estaba segura cómo debía tomar esto. Acabábamos de decirle a un nuevo conocido que nuestro hijo pequeño, Paul, había muerto algunos años antes, luego de haber sufrido tres pérdidas difíciles. Me sentí juzgada. Según esta persona que hablaba conmigo, la muerte de Paul y mis pérdidas eran fáciles de prevenir. Era muy sencillo. No habíamos rezado lo suficiente. Habíamos fallado en hacer nuestra parte. En resumen, era nuestra culpa.
Esta actitud no era nueva para mí. Había sentido esta mezcla de sentencia y presión desde el día en que supe de los problemas cardíacos de Paul a los cuatro meses de embarazo. Los amigos preocupados se volcaron alrededor, asegurándome la curación de nuestro hijo aún no nacido. “Reza, creyendo que se te concederá, y será sanado,” instaban, citando a Santiago 5.
Así que recé. Ayuné. Recité oraciones establecidas. Leí libros sobre sanación. Pedí a los amigos que rezaran. Rogué a Dios. Hice todo lo que sabía hacer.
Pensé que mis oraciones serían efectivas. Sabía que Dios era capaz de hacer aún más de lo que le pedía. Yo había sido fiel. Enseñé estudios bíblicos. Pagué el diezmo. Seguramente Dios haría lo que yo quería.
Pero meses más tarde, sentada al lado de la cuna vacía de Paul, tuve más preguntas que respuestas. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué mi vida fiel no había traído una bendición? ¿Era yo culpable? ¿O era Dios?
Mi arreglo parcial
Nada tenía sentido. En los meses siguientes me enfoqué en la teología. Quería entender a este Dios a quien decía adorar, pero a quien no podía entender. Mientras Dios me reconfortaba gentilmente con su presencia, yo aún tenía preguntas sin respuestas.
Al examinar mis expectativas, me di cuenta que, de forma inconsciente, pensaba que la vida era lineal. Vivía como si las bendiciones de Dios dependieran de mi fidelidad y los problemas eran el resultado de mis errores. Así que, si yo cumplía con mi parte de la relación, Dios seguramente cumpliría con la suya. De lo contrario, ¿qué sentido tenía obedecerle?
En su libro El Dios Pródigo (Prodigal God), Tim Keller habla de esta sutil, pero peligrosa expectativa. Dice, “si como el hermano mayor, buscas controlar a Dios a través de tu obediencia, entonces toda tu moralidad es simplemente una forma de utilizar a Dios para que te de las cosas que realmente quieres en la vida.”
Me avergüenza admitir lo mucho que me describe esta declaración. Mi moralidad era poco más que una forma de utilizar a Dios para obtener las cosas que quería en la vida. La oración era fundamentalmente un amuleto de buena suerte, una forma de controlar mi entorno para poder vivir una vida feliz, libre de dolor. Dios sería mi mensajero cósmico, listo para concederme cualquier deseo. Este era un acuerdo comercial enfocado en mí, no un pacto con el Dios todopoderoso.
Cuando buscaba respuestas en la Biblia, Dios reveló una verdad simple, pero transformadora: Esta vida no se trata de mí; se trata de él. Y mi máxima alegría no yace en nada terrenal. Mi alegría es estar en Dios. El mejor regalo que él me puede dar no es salud, ni prosperidad, ni felicidad, sino más de él mismo – una bendición que nunca puede ser arrebatada; una bendición que se hace más intensa con el tiempo y dura para toda la eternidad.
Su valor insuperable
Esta bendición puede ser encontrada con frecuencia en el sufrimiento. Cuando mis tesoros se desintegran frente a mí, cuando vivo con dolor y con deseos incumplidos, cuando mis sueños son destruidos irreparablemente, comienzo a desear algo más duradero. Es allí donde encuentro a Jesús y me doy cuenta que es más valioso, más preciado, más enriquecedor que cualquier cosa que él pueda darme. Solo él es el máximo tesoro. Vale la pena sufrir, vivir y morir por conocerlo.
Cuando tomo en cuenta la grandiosidad de Cristo, noto la insensatez de pensar que puedo ganar el favor de Dios con mis buenas acciones. Toda mi justicia auto provocada es como trapos de inmundicia y todo lo que se me ha dado es gracia pura. Parte de esa gracia no me está dando todo lo que pido. No sé qué es mejor para mí. Quiero respuestas fáciles, llenar los espacios en blanco, previsibilidad sin dolor. Quiero una vida con instrucciones paso a paso.
Pero Dios no busca una comodidad mediocre. Su arte no tiene rival. Está creando obras maestras. Dios pinta colores inesperados en el lienzo de mi vida, dice “no” cuando yo ruego “sí”, ofrece su presencia cuando quiero sus regalos – porque tiene un plan mejor para mí…un plan que lo glorifica y me brinda alegría eterna.
Dios no cumple cada uno de mis deseos cuando rezo fielmente. Pero él promete satisfacerme con su amor infalible mientras camina conmigo por todas las pruebas. Y dado su valor insuperable, ese es un regalo mucho mejor.
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