El supuesto matrimonio entre personas del mismo sexo

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English: So-Called Same-Sex Marriage

© Desiring God

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Por John Piper sobre Homosexualidad

Traducción por Rosana Bergquist


Lamentando la nueva calamidad
Jesús murió para que pecadores heterosexuales y homosexuales fueran salvos. Jesús creó la sexualidad y tiene una voluntad clara en cuanto a cómo experimentarla con gozo y en santidad.

Su voluntad es que el hombre deje a su padre y a su madre y que los dos sean una sola carne (Marcos 10:6-9). En esta unión, la sexualidad encuentra el significado designado por Dios, ya sea en la unificación físico-personal, en la representación simbólica, en el júbilo sensual o en la procreación fructífera.

Jesús ofrece una misericordia increíble a aquellos que hayan olvidado el camino de Dios para la satisfacción sexual y hayan entrado en una relación sexual con una persona del mismo sexo, o en una relación extramatrimonial heterosexual (fornicación), o en adulterio:

«Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados, ya han sido santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6:11).

Pero en este día no se ha aceptado esta salvación de nuestros actos sexuales pecaminosos. Por el contrario, hubo una institucionalización masiva del pecado.

Con una decisión de 5 a 4, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América dio el fallo para que los estados no puedan prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo.

La Biblia no calla en este tipo de decisiones. Junto con la más clara explicación del pecado de sexo entre homosexuales (Romanos 1:24-27) se presentan los cargos por la aprobación y la institucionalización de este. A pesar de que las personas saben intuitivamente que las obras homosexuales son pecado (así como lo son el chisme, la calumnia, insolencia, arrogancia, jactancia, deslealtad, insensibilidad, crueldad), «no sólo las hacen, sino que también dan su aprobación a los que las practican» (Romanos 1:29-32). «Y ahora lo repito hasta con lágrimas, muchos… se enorgullecen de lo que es su vergüenza» (Filipenses 3:18-19).

Esto es lo que el tribunal más alto de nuestra nación hizo hoy: sabiendo que estas obras son malas, «dan su aprobación a los que las practican».

Tengo la impresión de que no nos estamos dando cuenta de la calamidad que está ocurriendo a nuestro alrededor. Lo que es nuevo —nuevo para Estados Unidos y nuevo para la historia— no es la homosexualidad. Esa ruptura ha estado presente desde que todos fuéramos quebrantados con la caída del hombre. (Y además existe una gran diferencia entre la tendencia y el hecho, así como hay una gran diferencia entre mi tendencia al orgullo y el propio hecho de jactarse.)

Lo que hoy es nuevo no es ni siquiera la celebración y la aprobación del pecado de homosexualidad. Se ha abusado de comportamiento homosexual —y se ha disfrutado de este y se ha celebrado en las artes— por milenios. Lo que es nuevo es su normalización e institucionalización. Esta es la nueva calamidad.

El motivo principal por el que escribo no es para organizar un contraataque político. No creo que ese sea el llamado de la iglesia per se. La razón por la que escribo es para ayudar a la iglesia a sentir el gran pesar de estos días y la magnitud del atentado contra Dios y contra su imagen en el hombre.

Los cristianos pueden ver de manera más clara la ola de dolor que está por venir. El pecado lleva en él su propia miseria: «Hombres con hombres cometieron actos indecentes, y en sí mismos recibieron el castigo que merecía su perversión» (Romanos 1:27).

Y además del poder de autodestrucción que tiene el pecado, con el tiempo llega la ira final de Dios: «…inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría. Por estas cosas viene el castigo de Dios» (Colosenses 3:5-6).

Los cristianos sabemos lo que está por venir, no solamente porque lo vemos en la Biblia sino también porque hemos probado el doloroso fruto de nuestros propios pecados. No nos escapamos de la verdad de que cosechamos lo que sembramos. Nuestro matrimonio, nuestros hijos, nuestra iglesia, nuestras instituciones: todos están en problemas por nuestros pecados.

La diferencia es que nosotros nos lamentamos por nuestros pecados. No los celebramos y no los institucionalizamos, sino que nos volvemos hacia Jesús para que nos perdone y nos ayude. Clamamos a Jesús «quien nos libra de la ira venidera» (1 Tesalonisenses 1:10).

Y en nuestros mejores momentos, gemimos por el mundo y por nuestra propia nación. Durante los días de Ezequiel, Dios puso una marca de esperanza «en la frente de los hombres que gimen y se lamentan por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella» (Ezequiel 9:4).

Es por esta razón que escribo. No es por razones políticas, sino por amor al nombre de Dios y compasión hacia la ciudad de destrucción.

«Ríos de lágrimas vierten mis ojos, porque ellos no guardan tu ley.» (Salmos 119:136)

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