Que mi deleite esté en ella
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Greg Morse sobre Matrimonio
Traducción por Janet Castillo
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Una oración para todo esposo
Casi ya sin poder agacharse, su amor hizo que se convirtiera en un jardinero aficionado. Todas las mañanas, Roy, de 90 años, se sujetaba a un árbol para blandir su cuchillo y podar las raíces de un árbol contiguo que amenazaba con destruir la tumba de su esposa. Aun cuando ya había pasado más de una década desde su partida, él hablaba de ella y la cuidaba como si se hubiera ido con el Señor ayer. Hizo uso de su fuerza para protegerla en vida y ahora doblaba su envejecida espalda para protegerla en la muerte.
La felicidad que había tenido en su amada por más de cincuenta años hizo que las lágrimas se asomaran a mis ojos. Él contaba cómo caminaban juntos a la iglesia, cómo criaron juntos a sus hijos, cómo envejecieron juntos, cómo reían, cómo lloraban y cómo oraban juntos.
Nos contó cómo se conocieron y cómo él, un pícaro en su juventud, le dio el primer beso en medio de la calle. El movimiento de arriba abajo de sus cejas, la entonación musical y los ojos humedecidos daban testimonio de que su deleite en ella no había menguado. Rebosaba a través de su sonrisa, se filtraba en sus frases y teñía las rodillas de sus pantalones con la tierra del cementerio.
Siendo ella ahora inasequible, estando fuera del alcance del oído y fuera de este mundo, el corazón de él todavía cantaba su nombre.
¿Es ella nuestro deleite?
Por razones que no siempre podemos articular, escenas como esta nos conmueven, y con justa razón. Su deleite en su esposa comunicaba algo más que el valor de ella; comunicaba algo celestial. Cuando Dios recorre la tierra buscando una analogía para mostrar su omnipotente felicidad en su pueblo redimido, apunta al fervor de los esposos jóvenes, un ardor que, en hombres piadosos como Roy, solo aumenta.
Porque como el joven se desposa con la doncella,
se desposarán contigo tus hijos;
y como se regocija el esposo por la esposa,
tu Dios se regocijará por ti. (Isaías 62:5)
Cristo se regocija por su novia. Pasaremos toda la eternidad inmersos en el calor de su amor. Sin embargo, aun cuando el diamante de este versículo comienza a cautivarnos, también corta. Cuando otros observan mi relación con mi esposa, ¿pueden ver algo del deleite de Dios en la suya? ¿Pueden ver los demás claramente que llamo a mi novia de la misma manera en que mi Señor llama a la suya cuando dice: “Mi deleite está en ella” (Isaías 62:4)? ¿Se ha oscurecido el amor de Cristo en el mío?
Transmito mi convicción para que los demás esposos lo consideren: ¿Es ella tu deleite? ¿Transmitimos (tal vez no de manera perfecta, pero sí verdadera), como en una pintura, la imagen de la pasión de Dios en nuestros matrimonios? ¿Qué estandarte hacemos flamear sobre ella? En el libro de Cantares, la esposa afirma: “su estandarte sobre mí es el amor” (Cantar de los Cantares 2:4). ¿Puede el nuestro decir lo mismo? Hermanos, que nunca se diga de nosotros:
“Su estandarte sobre mí es la indiferencia”
“Su estandarte sobre mí es la rudeza”
“Su estandarte sobre mí es el lamento”
Señor, ayúdanos.
Casarse con la mujer equivocada
La historia de la primera esposa de Jacob debería advertirnos.
Era evidente para todos que Jacob “amó más a Raquel que a Lea” (Génesis 29:30). Raquel era hermosa; Lea tenía “ojos delicados” y era menos atractiva. Jacob trabajó siete años para ganar a Raquel y “le parecieron unos pocos días, por el amor que le tenía” (Génesis 29:20). Jacob se lamentó por Lea desde el momento en que se dio cuenta de que su tío lo había engañado para que se casara con ella en lugar de su hermana. Después de casarse con ambas, Jacob erigió dos estandartes diferentes sobre cada una de ellas por el resto de sus vidas. Y Dios lo vio.
El Creador de Lea —siendo ella portadora de su imagen y de su preocupación— miró ambos matrimonios de Jacob y ¿qué fue lo que vio? A Raquel, a quien Jacob amaba, y a Lea, a quien Jacob aborrecía (Génesis 29:31). Al ver a su hija ser tan despreciada, Dios consideró su aflicción porque su esposo no la amaba y abrió su vientre en lugar del de su hermana (Génesis 29:32).
De manera culminante y agonizante, Lea dio a luz un hijo tras otro guardando la misma esperanza con cada nuevo hijo: “ahora mi marido me amará. [...] Ahora esta vez mi marido se apegará a mí” (Génesis 29:32, 34). Finalmente, cuando nació su cuarto hijo, Judá, ella perdió las esperanzas de que su esposo la amara y puso su mirada en el Señor para alabarlo.
Más allá de la advertencia que conlleva esta historia, de que las mujeres jóvenes no deberían idolatrar el amor de sus esposos, no debemos pasar por alto la tragedia: el estandarte del esposo sobre ella era el desdén. ¿Se convierte ella automáticamente en una idólatra por anhelar que él se deleitara en ella? ¿Qué pasa con las mujeres que hoy son como Lea? Tal vez su declaración final de alabanza a Dios habla tanto en acusación de su esposo como de la santificación de Lea.
El punto para los esposos hoy radica en lo siguiente: No nos hemos casado con una Lea. No nos casamos con la mujer equivocada. El anillo, el pacto y el matrimonio hacen que ella sea, en todo momento, nuestra Raquel. No debemos pasarla por alto. No debemos despreciarla, compararla ni dar por hecho que ella está allí presente. Ella es carne de tu carne y hueso de tus huesos. Es tu cierva amante, tu graciosa gacela. Tu lirio. Tu hermosa mujer. Fuente de tu deseo y manantial de tu deleite. Y no necesita darte hijos o éxito en tu carrera profesional, ni tener un físico tallado a cincel para recibir de ti un amor que la haga sonrojar y que la proteja hasta el sepulcro.
Una oración para todo esposo
Dios no tolera a su iglesia. No la pasa por alto. No se levanta de mañana pensando que se casó con la mujer equivocada. La familiaridad no apaga su pasión. La eternidad le parecerá solo un momento por su amor a ella. Ella no maquina estrategias para ganarse su abrazo. Él agotó sus fuerzas por ella cuando vivió en la tierra y fue herido por las transgresiones de ella para cortar las raíces de la muerte y protegerla del sepulcro.
Es un amor maravilloso, un amor santo, un amor, para darle una analogía terrenal, que Dios muestra a través del esposo en nuestros matrimonios: “Y como se regocija el esposo por la esposa, tu Dios se regocijará por ti” (Isaías 62:5).
Nuestro deleite en ella habla del deleite de él en nosotros; nuestros matrimonios hablan del suyo (Efesios 5:32). Al igual que Roy, nosotros imitamos al Novio desafiando a Satanás, la carne y el mundo para levantar nuestro estandarte sobre ella: Mi deleite está en ella. No que “ella es la que me cocina y me limpia la casa”. No que “ella es la madre de mis hijos”. Más bien, “ella es mi escogida, mi favorita, la más bella para mí”. Ella se filtra en nuestras frases. Nuestros corazones cantan su nombre.
Oremos una y otra vez: “Señor, que mi deleite en ella crezca”.
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