Cuatro mentiras que nos alejan de la oración

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English: Four Lies That Keep Us from Prayer

© Desiring God

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Por Scott Hubbard sobre Oración

Traducción por Andrea Ledesma

Casi nunca afronto un tiempo reservado para orar sin pensar en, al menos, una razón y, con frecuencia, más de una, para hacer algo más.

Algunas razones suenan creíbles: «Necesito dormir» o «Tengo mucho trabajo». Otras, menos creíbles: «Me pregunto quién ganó el juego» o «De verdad debo revisar mi correo». Estoy aprendiendo a esperar que esas razones se entremetieran en sí mismas cuando es momento de orar. También, estoy aprendiendo a llamarlas por su verdadero nombre: mentiras.

Ahora, estas razones obviamente no siempre son mentiras. Por ejemplo, dormir es una actividad esencial en la vida, y podemos honrar a nuestro Dios tanto mientras dormimos como cuando estamos despiertos (Salmo 127:1-2). Pero, cuando regularmente estas razones nos quitan el tiempo que teníamos planeado para rezar, se convierten en mentiras: engaños convenientes que nos alejan del trabajo de la oración que es mortal sobre la carne, que estropea el infierno y glorifica a Dios.

Si pudiéramos desenmascarar estas mentiras y mirarlas a la cara, podríamos ver que no son confiables. Entonces, ten en cuenta cuatro mentiras que se esconden detrás de la falta de oración y cómo el señor Jesús expone cada una de ellas.

«No tengo tiempo para rezar».

De todas las falsedades ante las que nos rendimos, estas palabras inteligentes parecen ser las más verdaderas. «No tengo tiempo» suena como algo simple, como una necesidad matemática. Pensamos que «las 24 horas del día ya están ocupadas, entonces «la oración tendrá que esperar hasta mañana».

No fue así como lo pensó nuestro Salvador. Una vez, cuando curó a un hombre de lepra, se encontraba hablándoles a las personas de Galilea. Ya se agolpaban para estar cerca de él (Lucas 5:1), pero ahora «su fama se difundía cada vez más, y grandes multitudes se congregaban para oírle y ser sanadas de sus enfermedades» (Lucas 5:15). La misión fue un éxito; las multitudes se avecinaban, y no solo para que las curaran, sino para «oírlo». Seguramente, en esta época de demandas inusuales por parte del ministerio, ¿habría justificación para que Jesús omitiera la oración para enseñarles a estos miembros perdidos del rebaño?

Junto a las líneas anteriores, leemos lo siguiente: «Pero con frecuencia Él se retiraba a lugares desolados y oraba» (Lucas 5:16). El itinerario de Jesús no lo manejaban aquellos con las voces más fuertes. Nunca lo engañaron, y a nosotros eso nos sucede con tanta frecuencia que esta o aquella tarea importante debe ocupar el lugar de la comunión privada con su Padre.

Quienes se dedican a orar deben estar preparados, como lo estuvo Jesús, para decirle «no» a las decenas de segundas mejores oportunidades (al menos por el momento). Quienes siguen a Jesús con tanta obediencia cambian la autosuficiencia por la dependencia en nuestro Padre, el estar ocupado con lo superficial por productividad genuina, y la tiranía de lo urgente por la gobernanza del Espíritu.

«No vale la pena hacer el esfuerzo de orar».

Son pocos los cristianos que se atreverían a pronunciar estas palabras. Pero ¿cuántos de nosotros evitamos orar porque creemos que no vale la pena hacer el esfuerzo? Quizás, hemos intentado orar durante extensos periodos en los cuales estábamos concentrados, para solo darnos cuenta de que nuestras mentes se distraen con facilidad, que nuestros deseos son endebles, y que lo que recibimos a cambio es muy escaso como para que nos motive para llegar a más.

En parte, esta mentira es verdad: la oración, tal como Jesús nos advirtió, implica un esfuerzo tenaz. Cuando les dijo a sus discípulos que «debían orar en todo tiempo, y no desfallecer» (Lucas 18:1), supuso que, a veces, rezarían y estarían tentados a desfallecer. Como sucedió con la viuda en la parábola de Jesús (Lucas 18:1-8), la verdadera oración necesita estaciones de pedir sin recibir, de buscar sin hallar, de llamar a una puerta que pareciera estar obstruida desde el interior (Mateo 7:7).

Pero, junto a ese realismo, Jesús desarma esa mentira en la cual ponemos tanto esfuerzo en vano. Todo aquel sincero y fiel que pide recibirá, aquel que busca encontrará, y aquel que llama abrirá una puerta llena de esperanza y que ya no se pospone (Mateo 7:8). Nuestro Padre sabe cómo pagar nuestras luchas en la oración con «cosas buenas» (Mateo 7:11); lo mejor de esto es más de su bondad. Si la oración nos da un atisbo más profundo de su gloria, entonces vale la pena cada momento de juntar nuestra atención, negar nuestra carne y agachar nuestras cabezas.

Y los días en los que nuestras oraciones parecen no llegar a ningún lado, sería bueno recordar el consejo de C. S. Lewis: «Cuando llevamos a cabo nuestras “tareas religiosas”, parecemos personas que excavan canales en una tierra que carece de agua, para que, al menos cuando el agua llegue, nos encuentre preparados» (Reflexiones sobre el Salmo [Reflections on the Psalms] 97). Algunos días en la oración, simplemente excavamos y esperamos que llueva. Otros días, bebemos. Pero no podemos beber sin excavar.

«Puedo sobrellevar el día de hoy sin orar».

En cuanto a la última mentira, pocos cristianos, si los hay, dirían en voz alta estas palabras. Pero muchos de nosotros aún encontramos cientos de maneras de decirla sin palabras. Por ejemplo, cuando tengo el mal hábito de encarar mi día con el estómago lleno, habida cuenta de las noticias, y después de haber dormido bien, pero sin rezar, digo «No puedo sobrellevar el día de hoy sin desayuno, información, ni sin dormir ocho horas, pero puedo hacerlo sin orar».

En parte, el poder de esta mentira llega desde el testimonio de nuestra experiencia. A muchos de nosotros nos ha ido bien sin que un día sin orar corrompa nuestras vidas. Quizás, algunos de nosotros incluso nos dimos cuenta de que nos puede ir sorprendentemente bien sin orar: podemos cobrar, criar a nuestros hijos, y tener éxito sin incluso mirar hacia Dios.

Tal pragmatismo se olvida de las solemnes palabras de nuestro Señor: «el que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5). Además de la devota dependencia en Jesús (Juan 15:7), no podemos hacer nada: nada que glorifique a Dios, nada que perdure en la eternidad. Los resultados de nuestros esfuerzos de la falta de oración pueden, en efecto, parecer algo, incluso algo bastante impresionante, pero son, bajo la mirada de Dios, un cero espiritual. Estamos construyendo mansiones sobre un barco que se hunde.

Si nuestro propósito es tener éxito en un mundo que «pasa» (1 Juan 2:17), entonces sí podemos sobrellevar el día de hoy sin orar. Pero, si nuestro propósito es hacer algo que santifique el nombre de Dios, algo que haga que los ángeles aplaudan, algo cuyo eco retumbe aun a través de la eternidad, entonces la oración es tan necesaria como respirar.

«Dios no me oye cuando rezo».

Antes de exponer esta mentira, debemos recordar que el pecado impenitente realmente cierra los oídos de Dios ante nuestras oraciones. Como lo expresa el salmista: «Si observo iniquidad en mi corazón, el Señor no me escuchará» (Salmo 66:18). En tal caso, decir «Dios no me oye» no es una mentira, sino una dura verdad, que puede ser remediada piadosamente por medio del arrepentimiento.

Sin embargo, muchos de nosotros sentimos la ausencia de Dios en el momento de la oración, porque, simplemente, somos santos asediados, afligidos por la carne en el interior y por los demonios en el exterior, y olvidamos muy fácilmente por qué, de todas las personas, nosotros los cristianos tenemos el privilegio de dirigirnos a Dios como «tú, que escuchas la oración» (Salmo 65:2). ¿Y por qué es nuestro ese privilegio? Porque Jesús les dice a sus discípulos, en la edad de la nueva alianza: «pediréis en mi nombre» (Juan 16:26).

Si nosotros mismos llamáramos a las puertas del cielo, y pidiéramos ser escuchados según nuestro propio nombre, nuestros propios méritos, tendríamos toda la razón en dudar de que Dios nos escucharía y nos abriría. Pero no rezamos en nuestro nombre. Rezamos en el nombre de Jesús, el Amado del Padre, quien vino al mundo para, precisamente, llevarnos hacia su Padre (Juan 16:27; 17:3, 6). Si estamos en él, nuestras voces no se encuentran más lejos del Padre que del hijo a su derecha (Juan 16:28; Hebreos 4:14-16).

Es verdad. Es posible que a veces sintamos como si Dios estuviera a un mundo de distancia, alejado del sonido de nuestras quejas. Podríamos sentarnos durante meses o años en ese silencio, mientras el tentador nos sugiere que los oídos de nuestro Padre por fin se han cerrado a nosotros. Pero, incluso entonces, podemos decir con el profeta Miqueas: «Pero yo pondré mis ojos en el Señor, esperaré en el Dios de mi salvación; mi Dios me oirá» (Miqueas 7:7).

Cada mentira se disipa ante la maravilla de esas cuatro palabras: mi Dios me oirá. Si Dios abre sus oídos a nuestros pedidos, inclina su hombro para nuestras cargas, y alza su radiante cara ante nuestras oraciones, entonces ninguna barrera puede alejarnos de él. El estar ocupado, los problemas y la autosuficiencia pueden incluso sugerir que hagamos algo más, pero sabremos qué decir: «Mi Dios, mi glorioso, satisfactorio Dios, que soporta la carga, me escuchará. Estoy orando».


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