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Por David Mathis sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Carlos Diaz


Después de hacer la purificación por los pecados, se sentó en los cielos a la derecha del Dios de majestad . . . (Hebreos 1:3)

Imaginen ese momento donde Jesús se sentó por primera vez en el trono de los cielos.

Habiendo tomado toda nuestra carne y sangre, vivido entre nosotros, muerto en sacrificio por nosotros, y elevado triunfante, derrotando el pecado y la muerte, ascendió a los cielos, siendo pionero de nuestro camino, como humano, dentro de la solemne presencia de Dios su Padre. Luego Jesús dio un paso adelante hacia el trono, todo el cielo cautivo con la gran coronación de la historia, una ceremonia tan gloriosa que incluso la más extravagante de las coronaciones terrenales puede apenas reflejarla.

La mayoría de nosotros hoy día incluso no tiene las categorías para el tipo de pompa y solemnidad que acompañaron las coronaciones en tiempos antiguos. Nunca hemos sido testigos de que todo un reino implemente toda su riqueza colectiva y habilidad para adoptar un tributo único en su generación a la gloria de su líder. La extravagancia comunica la importancia de la persona y su posición. Las bodas reales, sin duda, tienen su esplendor, pero el ascenso de un nuevo Rey al trono, y que el momento solemne de colocar sobre su cabeza la corona que denota su poder, es sin igual.

Y aún así toda la majestuosidad de las coronaciones más grandiosas de la historia ahora han sido achicadas por el final celestial al cual la más grande de las ceremonias terrenales era sino la más débil de sus sombras.

Ponle la corona Señor de señores

El primer capítulo de Hebreos nos brinda un atisbo de esta coronación de Cristo, este momento cuando el Dios-hombre es formalmente coronado Señor de señores. Primero, la escena está lista: “Después de hacer la purificación por los pecados, se sentó en los cielos a la derecha del Dios de majestad” (Hebreos 1:3).

Luego Hebreos cita de Salmos 2, el cual era un salmo de coronación para el pueblo antiguo de Dios: “Eres mi hijo”, Dios dice al nuevo rey de Israel, “te he dado vida hoy” (Hebreos 1:5). Era en el día de su ascensión que el nuevo gobernante del pueblo de Dios se convertía formalmente en su “hijo” al servir como su representante oficial de su pueblo. La coronación era el día, por así decirlo, que Dios dio vida al rey humano como señor sobre su pueblo.

Para Él se atribuye toda la majestuosidad

Luego, el versículo 6 menciona “cuando [Dios] trae al primogénito al mundo”. ¿Qué mundo? Esta no es una referencia a la encarnación, sino el regreso de Jesús al cielo, siguiendo su ascensión. Hebreos 2:5 aclara haciendo referencia “al mundo por venir, del cual estamos hablando”. En otras palabras, “el mundo” visto en Hebreos 1 no es nuestra era terrenal y temporal en la cual Jesús vino a través de Belén. En vez de eso, el mundo en el cual Dios trae a su primogénito acá es el reino de los cielos, que es para nosotros “el mundo por venir”, el cielo mismo en el cual Jesús ascendió siguiendo su misión terrenal.

La ambientación es sin duda la gran entronización del Rey de reyes. Y como Jesús, el Dios-hombre victorioso, entra al cielo mismo, y procesa a su silla gobernante, Dios anuncia, “Dejen que todos los ángeles de Dios lo adoren” (Hebreos 1:6). Él: Dios y hombre en una persona espectacular.

Originalmente Dios había hecho al hombre “un como más inferior que los seres celestiales” (Salmos 8:5). Pero ahora los huéspedes angelicales del cielo lo adoran, “al Jesús Cristo hombre” (1 Timoteo 2:5). Tan grande es este hombre, como un miembro genuino de nuestra raza, que no solo eclipsa y sobrepasa la raza de los ángeles, sino que al hacerlo, lleva a su pueblo con él. Ningún redentor ha surgido de ángeles caídos. “Seguramente no son a los ángeles a los que ayuda, sino que ayuda a la descendencia de Abrahám” (Hebreos 2:16). En Cristo, los ángeles ya no miran hacia abajo a la humanidad sino arriba. Ahora experimentamos de primera mano las “cosas dentro de las cuales los ángeles anhelan buscar” (1 Pedro 1:12).

Este nuevo Rey del universo es de hecho completamente hombre, y completamente Dios, y abordado como tal (citando Salmos 45): “Tu trono, Oh Dios, es por siempre y para siempre” (Hebreos 1:8). El versículo 12 (haciendo eco de Salmos 102) vuelve a plantear la gloria — “Tus años no tendrán fin” — la cual es la expresión climática de (e incluso supera) diciendo, “¡Larga vida al rey!” (1 Samuel 10:24; 2 Samuel 16:16; 1 Reyes 1:25, 34; 2 Reyes 11:12; 2 Crónicas 23:11).

Saca a la vista la Diadema real

Finalmente, el gran final suena el gran oráculo de Salmos 110, el cual ha durado mucho en el trasfondo desde la mención de Jesús sentándose en el versículo 3. Nuevamente el Padre dice: “Siéntate a mi mano derecha hasta que haga de tus enemigos una banqueta para tus pies” (Hebreos 1:13). Por generaciones y siglos, el pueblo de Dios había esperado por el día en el cual el hijo más grande del gran David, su Señor, ascendería al trono y escuchara estas palabras sagradas de Dios mismo. Luego, en última instancia, capturado para nosotros en la visión de Hebreos 1, el gran sueño enigmático de Salmos 110 era finalmente completado.

Habiendo terminado el trabajo que su Padre le pidió que cumpliera a cabalidad, el propio hijo de Dios (no solo el de David) ha ascendido al trono; no a un trono en la tierra sino al trono de los cielos. El mismo Padre lo ha coronado Rey de todo el universo. Él ha expuesto la diadema real y lo ha coronado Rey de todo semejante, de toda tribu, de toda nación.

Nosotros que lo llamamos Rey y Señor no solo nos reuniremos un día con “aquella multitud sagrada” para caer ante sus pies, sino que incluyso ahora, él nos brinda la dignidad de participar en la ceremonia de coronación progresiva de los cielos. Lo coronamos con nuestras plegarias, tanto en las vidas diarias de oración contínua (Hebreos 13:15) y juntos en medio de la congregación, a medida que nos reunimos semanalmente con nuestros nuevos semejantes y nuestra tribu en adoración (Hebreos 2:12).

La gloriosa entronización de Cristo no ha finalizado, sino que continúa. La vemos y la experimentamos por la fe, y participamos con nuestras oraciones Y pronto un día, con toda su redención, nosotros al fin nos uniremos en una canción eterna que no tiene fin, y que crece sólo más rica y más dulce por toda la eternidad.


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