No puedes agradar a Dios y a los hombres

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English: You Cannot Please God and People

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Por Marshall Segal sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Javier Matus

Cinco remedios para el temor al hombre

Agradar a los hombres es un plan y una trampa muy usados de Satanás. Si pensamos que agradar a los hombres comenzó con el entrenamiento de la autoestima, el movimiento de la tolerancia o las redes sociales, hemos subestimado cuán entrelazada esta tentación ha estado con la humanidad. El pecado de agradar a los hombres es tan antiguo como los hombres. Desde la caída, hemos estado tentados a vivir para la alabanza y la aprobación de los demás. El hombre siempre ha caído en el temor al hombre.

Nuestra obstinada, a menudo sutil, debilidad por la estima de los demás tiene raíces que se extienden por todas partes —en la sociedad, en la historia y, con demasiada frecuencia, en nosotros. Y Dios odia el agradar a los hombres. El apóstol advierte: “¿Busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10). En última instancia, nadie puede servir a ambos Dios y al hombre. Y Dios sabe a quién servimos realmente (1 Tesalonicenses 2:4), a quien más anhelamos agradar.

Jesús puso el dedo en el antiguo temor del hombre cuando se enfrentó a los orgullosos agradadores de hombres de Su época: “¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?” (Juan 5:44). Agradar a los hombres los había cegado a Jesús. Sin control, también tapará nuestros ojos. “Amaban más la gloria de los hombres”, nos dice Juan 12:43, “que la gloria de Dios”. Esa preferencia es la esencia y el peligro de agradar a los hombres.

Cómo matar el agradar a los hombres

Entonces, ¿cómo exponemos nuestra propensión a agradar a los hombres y comenzamos a matarla? Pablo confronta de frente esta tentación en particular en dos pasajes notablemente similares, Efesios 6:5-9 y Colosenses 3:22-25, ambos dirigidos específicamente a los siervos:

Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales… no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres. (Efesios 6:5-6)
Siervos, obedeced en todo a vuestros amos terrenales, no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios. (Colosenses 3:22)

El apóstol llama a los siervos a relacionarse con sus amos de maneras contraculturales, a pesar de lo que puedan estar sufriendo y aguantando. Sin embargo, sus amonestaciones se aplican mucho más allá de los amos y siervos, de los jefes y empleados, maridos y esposas, padres e hijos, amigos y vecinos. Los dos pasajes son un libro de texto de varias oraciones sobre cómo resistirse a agradar a los hombres en cualquier relación, incluyendo al menos cinco lecciones importantes.

1. Ama con temor y temblor.

Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales con temor y temblor. (Efesios 6:5)

El antídoto para el temor al hombre no es la falta del temor, sino un temor mejor, más sano y vivificante: el temor a Dios. Para evitar agradar a los hombres, debemos amar a los hombres con temor y temblor hacia Dios. Gran parte de nuestro cautiverio a los sentimientos y deseos de los demás se debe a nuestra relativa indiferencia hacia los ojos y el corazón del cielo. Hemos desarrollado una alergia devastadora al temblor —los temblores vitales que cualquier alma sana siente ante la maravilla asombrosa de Dios (Salmo 96:9).

Pablo hace el mismo punto en Colosenses 3:22: “Obedeced en todo… no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios”. ¿Cuántos de nosotros tememos mucho más la decepción o la desaprobación de los demás que lo que tememos desagradar a Dios? Sometiendo nuestros temores mutuos a un mayor temor de Dios, con el tiempo aclarará y purificará nuestras motivaciones en las relaciones. En vez de preocuparnos constantemente por lo que otros puedan pensar o cómo podrían responder, necesitamos dedicar más tiempo a meditar en la santidad, la justicia y la misericordia de Dios.

2. Haz siempre lo que Dios dice que hagas.

[Obedezcan] no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios. (Efesios 6:6)

Esta lección y exhortación puede parecer demasiado simple para ser útil en la práctica: Resuelve hacer lo que Dios dice que hagas. “Haciendo la voluntad de Dios”. El que agrada a los hombres busca desesperadamente las voluntades de otras personas; el que teme a Dios se enfoca en discernir y buscar la voluntad de Dios. Bueno, sí, pero ¿cómo sabemos cuál es la voluntad de Dios en una situación determinada?

Pablo responde esa pregunta con claridad y sencillez sorprendentes: “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tesalonicenses 4:3). La voluntad de Dios para ti es que seas santificado —que de manera constante y progresiva te parezcas cada vez más a Él. Cuando te enfrentas a una decisión, una buena pregunta para hacer es: ¿Qué elección me hará más como Jesús? ¿Qué me haría confiar más en Dios (2 Corintios 1:9; 12:9)? ¿Qué ayudaría a que otros se acerquen a Él (1 Pedro 3:18)? ¿Qué Le traería la mayor gloria (Juan 17:4; 12:27-28)?

Sin embargo, muchas decisiones no son tan en blanco y negro como quisiéramos. Por lo general, no hay un camino manifiestamente de Jesús y un camino manifiestamente pecaminoso. Así que, más allá de la sencillez de nuestra búsqueda de la santificación (santidad), Pablo también dice: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). Los que temen a Dios escuchan con la mayor atención posible todo lo que Dios dice en Su palabra, meditando en Su ley día y noche (Salmo 1:2), y luego, a su mejor conocimiento y habilidad, se esfuerzan por obedecer.

Ninguno de nosotros sabrá todo lo que Dios quiere y ordena en todo momento, pero podemos comprometernos a hacer, en todo momento, lo que sabemos que Él ha dicho que hagamos.

3. Sacrifica la seguridad de la superficialidad.

Obedeced en todo… no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero. (Colosenses 3:22; Efesios 6:5)

El pecado de agradar a los hombres, casi por definición, presupone duplicidad. Si buscamos constantemente hacer lo que agrada a los demás, es casi imposible mantenerse consistente o mantener la integridad (especialmente si intentamos complacer a varias personas a la vez). Eso significa que una forma en la que luchamos para agradar a los hombres es valorar y proteger la sinceridad.

¿Nos transformamos ante ciertas personas para hacerlas felices o mantenerlas felices? ¿Actuamos o hablamos de cierta manera para encajar con una multitud, y luego nos transformamos para encajar en otro lugar (quizás en ningún lugar siendo honestos acerca de quiénes somos realmente)? La falta de sinceridad camufla las debilidades y embellece las fortalezas. Oculta pecados secretos y exhibe virtudes. Es autoprotector, autofelicitante y siempre proyecta.

El llamado a la sinceridad es el llamado a posponer y abandonar toda superficialidad. Nadie, creyente o no, quiere ser conocido como superficial, entonces, ¿por qué tantos todavía caen en su trampa? En parte porque la superficialidad nos hace sentir seguros, importantes y exitosos. Si podemos proyectar la imagen a otros que amamos y admiramos, entonces pensamos que seremos amados y admirados. El problema, por supuesto, es que nosotros (y Dios) sabemos quiénes somos detrás de todos los disfraces y actuaciones elaborados. Y así, no somos realmente nosotros a quien la gente ama.

La sinceridad, no la superficialidad, es el camino más seguro hacia la paz, el amor, el propósito y la libertad.

4. Obedece a Dios en público y en secreto.

Obedeced… con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo, no sirviendo al ojo. (Efesios 6:5-6; Colosenses 3:22)

Esta prueba puede ser la más inmediatamente esclarecedora: “no sirviendo al ojo”. O, no solo cuando otros estén mirando. Especialmente las personas en particular cuya aprobación o elogio anhelamos. Este punto se superpone con el anterior, pero presiona las diferencias entre nuestro yo público y nuestro yo secreto —quiénes somos cuando estamos solos. Una de las formas más seguras de perder nuestras almas es usar a Dios solo para atraer la atención y el aplauso para nosotros mismos.

Jesús advierte: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos, de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 6:1). Los hipócritas, dice, se anuncian cuando dan a los necesitados, oran o ayunan “para ser alabados por los hombres”. Escuchamos la grave severidad en Sus siguientes palabras: “De cierto os digo que ya tienen su recompensa” (Mateo 6:2). Los que agradan a los hombres disfrutan del placer de la alabanza terrenal por un tiempo, pero si viven para tener eso, eso es todo lo que tendrán. Algunos trofeos más en el trabajo, algunos cumplidos más de los amigos, algunos “me gusta” más en las redes sociales, algunas sonrisas y palmaditas en la espalda más —y luego lo pierden todo.

Para terminar con agradar a los hombres, tenemos que ver las recompensas superficiales, miopes y, en última instancia, vacías de agradar a los hombres. Y tenemos que despertarnos al enorme, interminable y creciente premio de agradar a Dios sin importar si alguien más lo ve o no.

5. Busca tu recompensa de Dios.

Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia. (Colosenses 3:23-24; Efesios 6:8)

Los que agradan a los hombres pueden disfrutar del placer de la alabanza terrenal, pero solo a expensas de una recompensa celestial. Cada vez que preferimos la gloria del hombre a la gloria de Dios, creemos en la aterradora mentira de que las migajas perdidas de la alabanza humana serán más satisfactorias que la fiesta de bodas que nos espera (Apocalipsis 19:9). Contra la tragedia de la hipocresía de agradar a la gente, Jesús nos anima:

Cuando tú des limosna [u ores, ayunes o se amen los unos a los otros], no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. (Mateo 6:3-4)

No podemos medir el valor de esta recompensa. Para aquellos que viven para agradarle, Dios no les negará ningún regalo o placer. “El que no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que Lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?” (Romanos 8:32). Cualquier cosa que recibamos y experimentemos en el nuevo mundo que Dios nos da, ninguna recompensa, logro o aprobación podrá habernos hecho más felices (Salmo 16:11). Matamos de hambre el anhelo de la alabanza y la aprobación de los hombres al luchar por lo que solo podemos obtener de Dios.

Agrada a Dios, ama a la gente

Ahora bien, agradar a Dios no significa despreciar a los hombres. El mismo Hijo de Dios “no vino para ser servido, sino para servir, y para dar Su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45). Consideró a los demás y sus intereses más importantes que los Suyos (Filipenses 2:3-5). ¡Imagínate! Él dijo: “En esto conocerán todos que sois Mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Agradar a Dios no nos libera de amar a los hombres sin descanso y con sacrificio. Sí nos libera de la tiranía de necesitar sus elogios o temer su rechazo.

Así que, agrada a Dios y ama a los hombres, como Cristo. “Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida”, preocupándose por lo bien que será recibido o recordado por los hombres, “a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4). Haz todo lo que haces ante Sus ojos amorosos, vigilantes y temibles. Si aprendemos a alegrarnos y temblar ante Él (Salmo 2:11), la seducción de agradar a la gente se marchitará y menguará.


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