No tienes que sufrir en soledad

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English: You Don’t Have to Suffer Alone

© Desiring God

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Por Vaneetha Rendall Risner sobre Sufrimiento

Traducción por Nicolás Saez


"No estás solo".

Tan solo escuchar esas palabras cuando estamos afligidos puede provocar un delicado cambio en nuestro interior y movernos hacia la esperanza cuando no hacíamos más que desesperar. Sufrir puede ser una de las experiencias más solitarias; nos separa de quienes amamos y, a veces, puede hacernos dejar de sentir la cercanía de Dios. Ansiamos la presencia de otros —tanto la presencia de Dios, quien se acerca a nosotros cuando sufrimos, como la de quienes nos ministran su gracia. Sin embargo, hay veces en las que es difícil percibir o experimentar estas presencias.

Contenido

El domingo después de su partida

Aunque hace décadas que formo parte de la iglesia local, no sentía ganas de asistir el domingo después de que mi esposo nos dejara; estaba convencida de que sería incómodo y doloroso. La mayoría no sabía qué había sucedido y yo no sabía bien qué decir. Temía romper en llanto, no quería más que esconderme debajo de las sábanas y evitar a todo el mundo. No me sentía segura de nada. Pero luego de dar vueltas en la cama, finalmente me levanté y manejé hasta la iglesia con mis hijas rogando que Dios nos encontrara allí.

Unos amigos nos esperaban en las filas de atrás; nos habían guardado unos asientos y yo me sentí aliviada al saber que no nos sentaríamos solos. Cuando nos levantamos para el primer himno y a medida que comenzábamos a escuchar nuestras voces armonizarse con las de quienes nos rodeaban, empezó a crecer en mí una extraña sensación: Éramos parte de una comunidad, y aunque nuestro mundo estaba hecho pedazos, había gente alrededor nuestro que nos daría su apoyo. Todavía recuerdo haber salido ese día sintiéndome alentada, agradecida de haber alabado a Dios en su casa, escuchado su palabra, de haber estado acompañada por su gente.

Al cruzar la puerta ese domingo, jamás me hubiese podido imaginar cuánto me ayudaría esta gente los próximos años.

Junto a mí en el fuego

Fue en la iglesia donde me sentí acogida, apoyada e incentivada. Escuchar la palabra de Dios predicada cada domingo me puso los pies en la tierra y me recordó las verdades que serían mis anclas. Recuerdo un sermón en particular sobre la historia de Sadrac, Mesac y Abed-nego en Daniel 3. Mi pastor señaló vívida e inolvidablemente cómo Dios nos acompaña en el fuego. Insistía en la importancia de que haya testigos para nuestras pruebas y en cómo nuestras debilidades le permiten a otros entrever la lealtad y la suficiencia de Dios. Me hacía falta escuchar una y otra vez, a través de la Sagrada Escritura, que Dios nunca se olvida ni se separa de nosotros.

En esos días difíciles e interminables, también escuché la verdad de parte de amigos y personas de mi pequeño grupo. Cada uno de ellos me alentaba y rezaba y lloraba conmigo mientras me guiaban hacia Jesús. Fue su fidelidad la que me permitió experimentar de primera mano a la iglesia como el cuerpo de Cristo: personas redimidas que se aman, se sacrifican y se sirven los unos a los otros. Me hicieron llegar su amor de muchas formas —nos ayudaban con nuestras necesidades materiales, nos compartían sus testimonios de cómo Dios había salido a su encuentro cuando afrontaban el duelo y, cuando las dudas me asediaban, me encaminaban hacia la verdad.

La respuesta de nuestra iglesia fue algo impresionante —esta gente arreglaba nuestras computadoras, nos traía comida para que cenáramos en familia y hasta cambiaba los focos de nuestra casa. Las familias nos invitaban a cenar recordándonos que formábamos parte de una comunidad más grande que nos brindaría su apoyo. Muchas veces, un grupo pequeño se reuniría en mi casa a rezar y a acompañar mis lamentos con salmos mientras le rogábamos a Dios que aliviara nuestras carencias físicas, emocionales y espirituales.

En los momentos en los que ya no sabía cómo seguir, la iglesia me guiaba garantizándome que no estaba sola.

¿Y si la iglesia nos lastima?

Aunque yo me sentí acogida, apoyada y amada en mi iglesia local, conozco a otras personas que, en cambio, resultaron heridas por colegas cristianos cuando más estaban sufriendo y que se sintieron alienados e ignorados en su padecer. Algunos fueron dejados de lado y terminaron lamentándose solos porque, aunque la respuesta de los miembros de la iglesia en principio fue rápida, su ayuda no tardó en desvanecerse. También hay quienes se sintieron juzgados o minimizados cuando quienes los ayudaban intentaban reponerlos en lugar de acompañar su luto. Estas personas abandonaron la iglesia desilusionadas, desalentadas y defraudadas; pareciera que su tiempo en la iglesia solo logro acrecentar su soledad, no aliviarla.

Así que, ¿cómo hacemos los que estamos de luto para salir adelante luego de ser defraudados por la iglesia? Si bien la situación de cada uno es única y no existe una respuesta para todo, Dios designó a la iglesia como el lugar predilecto para que sus hijos se repongan, se sirvan unos a otros y para que crezcan. En su infinita sabiduría, Dios se da a conocer por medio de la iglesia (Efesios 3, 10) La iglesia es el cuerpo de Cristo, sus manos y pies en el mundo; y si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él (1 Corintios 12, 26).

Cuando ya nos sentimos débiles y maltrechos, se requiere valor para decirles a otros cómo fue que nos lastimaron, especialmente en la iglesia. Pero a medida que avanzamos valerosamente, podemos rezar por que Dios nos muestre el camino, por que nos ayude a perdonar o pasar por alto lo que corresponda y por que nos dé la sabiduría para saber qué acciones tomar. Algunas veces, puede parecer prudente dejar nuestra iglesia local y buscar una nueva, pero nunca Dios nos llamará a dejar la iglesia por completo. Esta es uno de los más grandes medios de gracia en nuestras vidas, en especial cuando estamos afligidos.

¿En verdad necesitamos a la iglesia?

Las dudas surgen tarde o temprano: ¿Por qué necesitamos a la iglesia cuando estamos afligidos? ¿Por qué vale la pena encontrar una en la que podamos confiar y en la que nos sintamos acogidos? ¿Por qué no podemos simplemente hacer las cosas por nuestra cuenta?

Necesitamos la iglesia local cuando estamos afligidos porque, sin ella, puede que seamos endurecidos por el engaño del pecado (Hebreos 3, 13). Cuando nuestro sufrimiento persiste y nuestras oraciones parecen ser ignoradas, puede que empecemos a dudar si a Dios le importamos —si es que en verdad se merece nuestra confianza. Nuestros miedos pueden nublar nuestra fe. Cuando esto pasa, podemos resguardarnos en la fe de los santos que nos rodean y dejar que nos guíen (Hebreos 10, 24-25). Podemos confiar en que ellos rogarán por nosotros cuando nos quedemos sin palabras y andar tranquilos sabiendo que, aunque tropecemos y caigamos, alguien estará allí para levantarnos y ayudarnos a encontrar nuestra fuerza en Dios.

En su libro Embodied Hope, Kelly Kapic nos recuerda: “Los santos abogan por nosotros ante Dios cuando nos resulta difícil creer y hablar por cuenta propia. Es más, Dios los envía a hablar con nosotros cuando parecemos incapaces de oírlo nosotros mismos. Sus oraciones sostienen nuestra fe, sus proclamas renuevan nuestras esperanzas".

Cuando ocultamos nuestro dolor

A medida que compartimos nuestro dolor con los miembros de la iglesia, no solo permitimos que nos sean serviciales y nos esperancen, sino que también nosotros les somos serviciales a través de nuestro dolor.

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en toda tribulación nuestra, para que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios (2 Corintios 1, 3-4).

Al ocultar nuestras heridas y debilidades, no solo nos distanciamos de los otros, sino que además perpetuamos sutilmente la mentira de que la vida cristiana promete una existencia de victorias continuas, donde la prosperidad está asegurada y no existe el sufrimiento. Si dejamos entrar a nuestros hermanos y hermanas en Cristo a ese sagrado lugar donde guardamos nuestro sufrimiento, si compartimos nuestros fracasos y flaquezas, nuestro dolor y desesperación, entonces podremos encontrar un sentido de familiaridad único que nos recordará que no estamos solos.

Sufrir puede ser una de las vivencias más solitarias; nos hace sentir aislados y alienarnos de nuestros amigos, de nuestra comunidad y de nuestro Dios. En cambio, si dejamos que la iglesia nos sea servicial cuando estamos afligidos y confiamos en la mano que Dios y nuestros amigos nos ofrecen y dejamos que nos carguen cuando estamos débiles, generalmente descubriremos una intimidad mayor a cualquier otra que hemos experimentado. Dios mismo nos susurra en la Escritura y por medio de sus feligreses que somos amados, acogidos y tomados en cuenta, incluso a medida que cruzamos el valle.


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