Un descanso más dulce que el sueño

De Libros y Sermones Bíblicos

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English: A Rest Sweeter Than Sleep

© Desiring God

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Por Scott Hubbard sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por María Veiga


Contenido

Oración nocturna para una conciencia atribulada

De vez en cuando, cuando me acuesto a dormir, una inquietud se apodera de mi. Una vaga inquietud. Una sensación persistente de alguna tensión sin resolver. Alguna puerta en el alma que se balancea sobre sus goznes. El despertar de una conciencia inquieta.

Al revivir el día, veo porqué. Oraciones apresuradas o salteadas. Una oportunidad de evangelización evitada. Quejas alimentadas. Palabras de autopromoción coladas en las conversaciones. La “petición de oración” que probablemente era un chisme. Tiempo precioso desperdiciado. Alientos no pensados ni expresados. Como dice el antiguo libro de oraciones: “He dejado de hacer las cosas que debía haber hecho; y he hecho las cosas que no debía haber hecho”.

¿Fue esta una respuesta adecuada a tu Dios? Me pregunto. ¿Era este “andar de una manera digna” de él? A veces me quedo dormido con estas preguntas sin resolver, intermitente y auto reprochándome, pero lo suficientemente cansado como para sucumbir al sueño.

Pero no siempre. Hace algunos años, encontré una ayuda inesperada en el poema de un pastor fallecido hace mucho tiempo, que hizo las mismas preguntas, sintió la misma culpa, pero encontró en Jesús un descanso mucho más dulce que el sueño.

“El oficio de tarde”

El “Even-Song” (el oficio de tarde) de George Herbert (1593-1633) cierra una serie de tres poemas en su colección El Templo comenzando con “Mattens” y continuando con “Sinne (II)”. Los títulos “Mattens” y “Even-Song” se refieren a las oraciones de la mañana y la tarde en la iglesia anglicana. Y “Sinne” — bueno, eso captura lo que a menudo sucede entre esas oraciones de la mañana y la tarde.

“Even-Song” no es una oración para todas las tardes. Herbert no asume que siempre terminamos el día con reproches hacia nosotros mismos, con el pecado arruinando las resoluciones del día. Pero sí asume que a veces lo hacemos, y que, a menudo, incluso los cristianos más fieles se arrodillan junto a sus camas deseando profundamente haber caminado de una manera más digna de su Dios.

¿Qué decimos al final de esos días, cuando sentimos el abismo entre la bondad de Dios y nuestra respuesta indigna? Más de una vez, “Even-Song” me ha encontrado a mi lado, hablando claridad y consuelo a mi conciencia atribulada. Se ha convertido en un fiel amigo nocturno.

Al acercarse la noche

Bendito sea el Dios de amor,
que nos dio ojos, luz y poder este día,
tanto para estar ocupados como para jugar.
Pero mucho más bendito sea Dios de arriba,

que me dio la vista,
que a sí mismo negó:
porque cuando ve mis caminos, muero:
pero yo tengo a su hijo, y él no tiene ninguno.

Al acercarse la noche, Herbert mira hacia atrás, recordando los dones matinales de Dios: “ojos, luz y poder este día, / tanto para estar ocupado como para jugar”. Nuestro Padre, “Dios de amor” que es, abre los almacenes de su corazón desde el primer momento del día. Como Herbert celebra en “Mattens”, “No puedo abrir mis ojos, / pero tú estás listo para atrapar / mi alma matutina y mi sacrificio”. “Tuyo es el día” (Salmo 74:16), dice el salmista. Y Herbert, rodeado de los dones de Dios, lo siente.

Sin embargo, para los pecadores como nosotros, un don se destaca sobre el resto. El Dios que nos da “ojos y luz” para las labores diurnas también nos da otro tipo de visión, “que a sí mismo le negó: / porque cuando ve mis caminos, muero”. Aludiendo al Salmo 130:3, Herbert recuerda que Dios, en Cristo, no “se acuerda” de nuestras iniquidades, aun cuando nosotros sí las veamos; en cierto sentido, él no ve los pecados que nosotros vemos.

¿Y por qué? Porque “yo tengo a su Hijo, y él no tiene ninguno”. Dios entregó a su Hijo en la cruz —y al mismo tiempo, entregó el sol que de otra manera brillaría sobre nuestra culpa. Jesús sepultó nuestros pecados en la oscuridad el Viernes Santo, y el Domingo de Pascua, no resucitaron con él. Y así, en la gloria del evangelio, Dios ya no “se acuerda” de los pecados de su pueblo (Hebreos 8:12); ya no los ve. Están enterrados, escondidos, invisibles, guardados para siempre en la oscuridad.

Pero no siempre se sienten enterrados, escondidos, invisibles. Y así, Herbert nos lleva de nuevo a su “mente atribulada”.

Mente atribulada

¿Qué te he traído a casa
por este amor tuyo? ¿He saldado la deuda,
que el favor de este día engendró?
Corrí, pero todo lo que traje fue dinero.

Tu dieta, cuidado y gasto
terminan en burbujas, bolas de viento;
de viento para ti, a quien he cruzado,
pero bolas de fuego salvaje para mi mente atribulada.

Como un buen padre, Dios nos encuentra con su favor mañana tras mañana; su “dieta, cuidado y gasto” nos envía al día fortalecidos y renovados. Pero con demasiada frecuencia, cuando nos acercamos a casa por la noche, hurgamos en nuestros bolsillos, preguntándonos cómo pudimos haber tomado tanto y traer tan poco. “¿Qué te he traído a casa?”, pregunta Herbert. “Corrí, pero todo lo que traje fue dinero” —o, unas líneas más adelante, “burbujas, bolas de viento”. Nada sustancial.

Acercarse a Dios con los puños llenos de viento puede no molestar a los espiritualmente nominales, a quienes les importa poco si agradan a Dios o no. Pero para aquellos que han probado la bondad de Dios y han visto la cruz como su costo, ese viento puede convertirse en “bolas de fuego salvaje para mi mente atribulada”. El sol se ha puesto sobre los remordimientos del día, sin tiempo ahora para remediarlos, dejándonos con un alma aguijoneada. Una almohada de autorreproche. Una conciencia ardiente.

En noches como estas, algunos simplemente intentan dormir para olvidar su culpa. Otros buscan alguna racionalización. Y otros rezan, pero no de una manera que apague el fuego en sus mentes. ¿Qué hace Herbert?

Cerrando nuestros ojos cansados

Pero aún sigues adelante,
Y ahora con la oscuridad más cerca de los ojos cansados,
Diciendo al hombre: Es suficiente,
Descansa de ahora en adelante; tu trabajo está hecho.

Así, en tu caja de ébano
nos encierras hasta que el día
ponga nuestra enmienda en nuestro camino,
y dé nuevas ruedas a nuestros relojes desordenados.

Herbert, con un fuego salvaje quemando su mente atribulada, se vuelve a Dios y dice: “Pero aún sigues adelante”. El “Dios de amor” tiene aún más amor almacenado, más favor que ofrecer. Comenzó el día dándonos “ojos”, y ahora, cuando la noche alcanza nuestras almas agobiadas, “con oscuridad cierra los ojos cansados”. Y no solo con el sueño: Dios, en su misericordia, cierra nuestros ojos a nuestros pecados, tal como él, en Cristo, ya ha “cerrado” los suyos.

Cuando Dios cierra los párpados del alma, ordenándole que se vuelva ciega a los pecados confesados del día, Herbert lo imagina “diciéndole al hombre: Es suficiente, / De ahora en adelante descansa; tu trabajo está hecho”. En respuesta a nuestros cansados pesares del final del día, Dios no da más trabajo, sino descanso. Nuestro trabajo, por más lamentable que sea, puede realizarse al final del día porque la obra perfecta de redención de Dios ya está hecha (Juan 19:30; Hebreos 10:12-14). Y nosotros, por la fe, “hemos recibido a su Hijo”.

Así, Dios nos “encierra” en “tu caja de ébano”, seguramente una referencia a un ataúd. Los escritores bíblicos veían el sueño como una imagen de la muerte cristiana (Juan 11:11; 1 Tesalonicenses 4:14), y Herbert, aprovechando el tema, trata la noche como un ensayo diario para el momento en que nuestra caja de ébano será de madera y no de noche. En ese último crepúsculo, algunos de los verdaderos hijos de Dios, como Christian en El progreso del peregrino, mirarán hacia atrás y preguntarán, afligidos: “¿Para qué te he traído a casa / para este tu amor?” Nuestras noches agitadas nos enseñan a responder a esa pregunta, preparándonos para acostarnos en paz en nuestra cama final mientras esperamos que Dios cierre nuestros ojos, nos ponga a dormir y nos guarde para el día de la resurrección, que “pondrá nuestra enmienda en nuestro camino” —que nos levantará sin pecado y completos, hijos de la mañana eterna.

Hasta entonces, vivimos como viejos relojes, “relojes desordenados” cuyas manecillas de horas y minutos comienzan el día alineados con Dios, pero a menudo se desvían lentamente. Y cada mañana, Dios nos da cuerda, sin importar cuán desordenados estemos desde ayer, y una vez más nos fortalece para correr.

Descansa más profundamente que el sueño

Reflexiono, ¿qué muestra más amor,
el día o la noche: ese es el vendaval, este el puerto;
ese es el paseo, y este el cenador;
o ese el jardín, este el bosque.

Dios mío, tú eres todo amor.
Ni un solo minuto escapa de tu pecho,
sin que traiga un favor de arriba;
y en este amor, más que en la cama, descanso.

Mientras Dios nos lleva de la mañana a la tarde, nos movemos de favor en favor, de misericordia en misericordia, de bondad en bondad. Al final del poema, Herbert reflexiona sobre cuál de los dos, el día o la noche, “muestra más amor”: ¿el vendaval que nos envía a través de las aguas del día o el puerto que nos sostiene en la orilla de la noche? ¿El paseo que nos lleva a través de las labores del día o el cenador que nos recibe en el descanso de la noche? ¿El jardín de la fortaleza diurna o el bosque del perdón nocturno?

La pregunta no puede responderse. En Cristo, Dios nos da poder para trabajar para él y nos da perdón para descansar en él. Ambos tienen su favor peculiar; los hijos de Dios los aprecian a ambos. Y así, “ni un minuto pobre escapa de tu pecho, / Sino que trae un favor de lo alto”. Ningún minuto del día está sin adornar por el amor de Dios, ya sea el amor diurno o el amor nocturno, el amor fortalecedor o el amor perdonador.

Herbert concluye: “Y en este amor, más que en la cama, descanso”. En Jesús encontramos un descanso debajo de nuestro descanso, una almohada debajo de nuestra almohada, consuelo del alma que rodea el consuelo del sueño. Tal descanso y consuelo dependen, en última instancia, no de lo que le damos a Dios (aunque anhelamos darle mucho y más), sino de lo que él nos ha dado: “su hijo”. Y así, incluso la frustración y la futilidad que sentimos hacia el final del día pueden convertirse en una misericordia, llevándonos a un descanso más profundo que el que puede dar el sueño.


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