¿Es La Fe Meritoria?

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English: Is Faith Meritorious?

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Por John Piper sobre Fe

Traducción por Javier Matus


La pregunta que estoy tratando de responder es la siguiente: si la fe es la sine qua non para ser salvo (Efesios 2:8; Hechos 16:31; Romanos 5:5), ¿entonces es correcto hablar de la fe como ameritando la salvación? ¿Uno gana la salvación creyendo en Jesús?

Primero, nota que esta no es una pregunta seria para el universalista. Para él, el llamado a la fe es el llamado a todas las personas a reconocer que ya han sido justificadas y están siendo y serán salvas. Nada crucial depende del acto de fe. Pero no estoy trabajando con la suposición universalista, sino con la suposición de que “somos justificados por la fe” (Romanos 5:1) y que sin fe no somos salvos ni justificados.

En otras palabras, estoy asumiendo que la actitud del corazón y la mente que llamamos fe es tan necesaria para la salvación del individuo como lo son la muerte y resurrección de Cristo, porque es aquello sin lo cual no seremos salvos. ¿Esta insistencia de que nuestra fe es tan necesaria como la muerte de Cristo para nuestra salvación significa que nuestra fe amerita la salvación?

La forma en que respondamos a esta pregunta depende de nuestro uso de los términos involucrados. Los términos clave son “ameritar” y “fe”. Según el uso normal del término, “ameritar” (o “merecer”) algo bueno de alguien significa realizar algún acto o manifestar alguna cualidad que tiene suficiente valor para otra persona que moralmente lo obliga a recompensarlo.

Lo que implica la fe y si “amerita” la salvación puede mostrarse mediante dos ilustraciones. Primero, imagínate a ti mismo como un asesino condenado a muerte y en espera de la ejecución. Eres culpable y todo el mundo lo sabe. Mereces morir. Entonces recibes una carta del presidente de los Estados Unidos que dice que él, por su poder soberano, ha decidido remitir tu sentencia y dejarte en libertad.

La razón que da para esta decisión no es porque haya aparecido ninguna evidencia nueva, sino que él simplemente quiere demostrar a todos su poder en esta declaración de misericordia y transformar tu desprecio por sus leyes en una humilde adoración de su soberanía misericordiosa. Él llama tu atención a su sello en la carta y te instruye que simplemente se la muestres al alcaide, quien luego te dejará en libertad —sin hacer preguntas.

Así que llamas al guardia, le enseñas la carta y consigues una audiencia con el alcaide. Al entrar en su oficina, hueles el aire fresco de la vida y la libertad que sopla en su ventana y ves las copas de los árboles y una cometa volando más allá del muro. Le entregas la carta y él la lee. Sin preguntar, le ordena al guardia que recoja tus cosas. Al salir de las puertas, giras para mirar la enorme prisión y la fila de ventanas donde habías estado una hora antes. Luego empiezas a correr y saltar y gritar y reír y decirle a todo el mundo: “¡El presidente me dejó salir! ¡El presidente me dejó salir!”.

En la segunda ilustración, imagínate a ti mismo como un trabajador pobre no calificado que apenas puede reunir lo suficiente para alimentar a tu esposa y tus tres hijos. Un día recibes por correo una carta de un famoso filántropo rico. La carta dice que, si la llevas a su abogado, éste te pagará cien mil dólares —sin condiciones. La razón por la que da es porque simplemente le gusta dar a los pobres.

No hay ninguna indicación de por qué te envió la carta a ti y no a otro. Solo tienes que ir a recoger el dinero con la carta. Así que sigues sus instrucciones y vas. Al entrar en la oficina del abogado, le entregas la carta. Él dice que te estaba esperando, escribe el cheque y se despide de ti.

La pregunta que plantean estas dos historias es si tú, en cualquiera de las situaciones, podrías hablar correctamente de “ameritar” la libertad o la riqueza. Sí tenías que cumplir una condición: la sine qua non de la libertad y la riqueza era presentar las cartas del presidente y del filántropo. Pero, para usar nuestra definición de ameritar, ¿fue tu presentar las cartas un acto tan valioso para el presidente o para el filántropo que por eso se vieron obligados a recompensarte?

Creo que la respuesta es claramente no. Sólo una cosa obligaba al presidente y al filántropo —su propio honor. En la medida en que estaban comprometidos a mantener su propio honor, era moralmente imposible para ellos rechazar el favor que habían prometido. En otras palabras, había algo tan valioso para ellos que estaban obligados a “recompensarlo”, es decir, su propio buen nombre.

La fe está simbolizada por la respuesta del prisionero y del hombre pobre. ¿Sobre qué base podían, con alguna seguridad, reclamar la promesa de libertad y riqueza? Ningún uso de los términos “ameritar” o “merecer” en nuestra experiencia ordinaria justificaría que el prisionero le dijera al alcaide: “Merezco (o amerito) la libertad porque le traje esta carta”. Tampoco pudo decir apropiadamente: “Mi acto de traerle esta carta es un acto tan valioso para el presidente que él, por lo tanto, está obligado a liberarme”. Esa afirmación contradice completamente la dinámica de esta situación.

El prisionero puede decir una cosa: “Nuestro presidente misericordioso me ha enviado una carta de remisión y creo que su fidelidad a su palabra y su compromiso con su propio honor es tan grande que, a pesar de mi culpa, ciertamente hará lo que ha dicho”.

La fe es el único acto humano que moralmente obliga a otra persona sin llamar la atención al honor de la otra persona. La fe en la promesa de Dios Lo obliga a salvar al creyente no porque la calidad de la fe sea meritoria, sino porque la fe es el único acto humano que llama la atención únicamente al mérito, al honor y a la gloria de Dios y Su compromiso inquebrantable de mantener esa gloria.

El clamor de la fe se encuentra a lo largo de los Salmos:

Pablo explica en detalle la esencia de la fe como la antítesis del mérito cuando dice en Romanos 4:4-5: “Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en Aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”.

Y luego Pablo da la experiencia de Abraham como el gran modelo para toda fe cuando dice: “Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios (las cartas del presidente y el filántropo), sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios” (Romanos 4:20).


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