Cómo amar a personas que no te agradan

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English: How to Love People You Don’t Like

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Por Greg Morse sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Belén Mariel Goñi

“No hay nada que me haga dudar más de si perseveraré hasta el final como pasar mucho tiempo en presencia de él”. Han pasado meses, las interacciones se multiplicaron y las buenas intenciones dejaron de ser suficientes para sostener la voluntad de mi amigo.

Según él, este caballero en particular era de los que se quejan sin cesar, escuchan poco al otro, responden de una forma agresiva, reciben las respuestas ajenas con actitud presuntuosa, sonríen muy poco y chismosean libremente (aun cuando todavía no terminaron de masticar la comida que tienen en la boca). Al igual que Agustín antes de la conversión, este caballero se deleitaba en provocar ofensas innecesarias: salía a andar en bicicleta, no porque disfrutara el ejercicio, sino porque le gustaba pedalear tranquilamente por el medio de la calle, escuchando las bocinas de los autos; le divertía enfadar a los automovilistas. Era de las personas que dejan su goma de mascar debajo de las mesas.

Mi amigo intentó en vano disfrutar su compañía, pero después de un año seguía preguntándose piadosamente, en palabras de Jesús: “¿Hasta cuándo os tendré que soportar?” (Marcos 9:19). Incluso empezó a orar pidiéndole al Señor que le permitiera obedecer su palabra y tener por ambición el llevar una vida tranquila, ocupándose de sus propios asuntos (1 Tesalonicenses 4:11). Lamentaba que su amor fuera tan pobre que solo pudiera cubrir un puñado de faltas.

No quería admitirlo, se sentía muy poco cristiano reconociéndolo y sabía que Dios había puesto a ese hombre en su vida, pero igualmente le desagradaba. Quizás hubiera preferido tener un uñero o usar calcetines mojados. Se preguntaba cómo podía obedecer el llamado de Dios de amar a este hombre si ya no podía soportar estar cerca de él.

Contenido

Un mandato desagradable

Indiscutiblemente, Jesús llama a los suyos a amar a personas que no nos caen tan bien, ya sea dentro o fuera de la iglesia. El amor que él nos enseñó no se basa en las afinidades naturales o en los intereses en común. No miramos a nuestro prójimo con los ojos entrecerrados, como quien intenta encontrarles la forma a las nubes, para descubrir en las personas algo de ellas que merezca nuestro afecto antes de decidir acercarnos. Lo único que necesitamos para amar a cualquier persona sobre la faz de la Tierra, sea quien sea, es el mandato de nuestro maestro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10:27).

Mal que nos pese, no elegimos quién se mudará a la casa de al lado o a quién encontraremos sangrando al costado de nuestro camino (Lucas 10:25-37). La expectativa de Dios en cuanto al amor —de hecho, su mayor razón para darnos este mandato— es que extendamos ese amor a quienes no amamos por naturaleza. Jesús incluso nos llama a amar a quienes tengamos más razones para detestar: nuestros enemigos (Lucas 6:35).

Mientras que incluso los no creyentes aman a quienes también los aman e invitan a su casa al cómico, al rico y al atractivo, Dios llama a su pueblo a amar a personas que difícilmente nos agraden, sin esperar reciprocidad. Sin embargo, al igual que mi amigo, genuinamente nos preguntamos: ¿Cómo amar a esas personas? Jesús y Pablo nos cuentan el secreto.

Llevemos a la práctica nuestra esperanza

Pablo nos comparte la receta divina que los colosenses habían descubierto:

Damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando siempre por vosotros, al oír de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis por todos los santos, a causa de la esperanza reservada para vosotros en los cielos. (Colosenses 1:3-5)

Los colosenses amaban a “todos los santos”, no porque “todos los santos” fueran fáciles de amar. Más adelante, Pablo llamó a los mismos colosenses a continuar soportándose unos a otros y perdonándose unos a otros (Colosenses 3:13). Pablo no vivía en las nubes. Sabía que habría personas a las que tendríamos que “soportar” y muchas otras a las que tendríamos que perdonar.

Ahora bien, tengamos en cuenta que los colosenses no esperaron a que los demás corrigieran su conducta, se volvieran merecedores de amor o realizaran actos amables que hicieran que fuera más fácil amarlos. No, su motivación era inmutable: amaban por la esperanza reservada para ellos en el cielo.

Sirvamos al que no lo merece

Jesús también enseñó de esta manera, expandiendo el llamado a amar más allá del reino de los fieles, él dice:

Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden? Por eso, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, así también haced vosotros con ellos, porque esta es la ley y los profetas. (Mateo 7:11-12)

Nuestro padre le dará buenos regalos a sus hijos. Convencidos de esto, seguros de su provisión eterna y de su incesante cariño, “por la esperanza reservada para nosotros en el cielo”, amemos a otros y hagamos el bien. La ley dorada está forjada en las llamas de la confianza en la provisión temporal y eterna de nuestro padre.

Jesús practicaba lo que predicaba. Esa indispensable verdad motivó a nuestro señor a bajar y servir a los que, en pocas horas, lo traicionarían, abandonarían y desconocerían:

Y durante la cena, como ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el que lo entregara, Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que de Dios había salido y a Dios volvía, se levantó de la cena y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una vasija, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía ceñida. (Juan 13:2-5)

Jesús no se levantó y empezó a hacerlo de pura voluntad. Su benevolencia no fue lo que lo motivó. El texto nos dice que él sabía algo, creía en algo, sostenía en su mente una verdad que lo hacía arrodillarse y lavar los pies de sus discípulos, un acto que anticiparía su cruz (en Juan 13:6-11). Él sabía que todo era suyo, que era el amado de su padre. Practicaba la esperanza reservada para él en el cielo. Su esperanza en el perpetuo mañana le brindó incontables recursos para amar en el hoy.

Dios se mueve hacia los difíciles de querer

Jesús no solamente predicaba o servía de esta manera, también se preparó arduamente para morir de esta manera.

No nos dio un vistazo y eligió la cruz porque se veía más atractiva. No nos miró con los ojos entrecerrados tratando de encontrar una pizca de amor en nosotros para luego ir a la cruz por nosotros. Él bajó del cielo y vino a morir una muerte vergonzosa, sangrienta y brutal, soportando el todopoderoso peso del castigo por nuestros pecados mientras lo desconocíamos, cuando menos merecíamos amor, “siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). Aunque lo estimemos o no, él nos ha estimado. Sus manos fueron atravesadas por nuestro desamor, pero su amor no sufrió cicatrices. “Padre, perdóname” fue su grito.

Isaías predijo lo que pasaría: “Debido a la angustia de su alma, Él lo verá y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). ¿Qué fue lo que vio?

Vio al amor a través de los látigos, los clavos y la cruz. Escuchó algo que no eran ni las burlas, ni las risas, ni los gritos de “¡Crucifíquenlo!”. Vio más que la traición, el abandono y la ira. Vio la eterna bendición de la sonrisa de su padre y el eterno destino de su gente apoyado en la cruz.

Y por el gozo, la recompensa, el premio puesto delante de Él, soportó la cruz (en Hebreos 12:2), despreció la vergüenza y conquistó su muerte. Vio a través de los difíciles de querer y los hizo sus amados.

Tomando nuestras toallas

Nuestro amor también deber ver a través de nuestros vecinos hacia los perímetros del cielo y, calentando nuestros corazones allí, debe verlos de nuevo resuelto a interesarse. No amamos a través, alrededor o por encima de ellos, los amamos enteramente, a pesar de sus molestias, rarezas, defectos e ingratitud. Les pagamos con amor, no porque se lo hayan ganado, nosotros no lo hemos ganado tampoco y aun así somos herederos del mundo.

Dando amabilidad, sacrificio y consideración a aquellos que no pueden (y, por alguna razón, no podrán) devolvérnoslo no nos deja en bancarrota. Nuestra recompensa es “incorruptible, inmaculada, y no se marchitará” (1 Pedro 1:4). Con los bolsillos de nuestra mente llenos de oro celestial y cofres rebosantes de tesoros no perecederos, somos lo suficientemente ricos como para pasar tiempo con los irritantes, exasperantes, los más fastidiosos y los molestos.


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