Cómo resolver la mayoría de los conflictos relacionales

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English: How to Resolve Most Relational Conflict

© Desiring God

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Por Jon Bloom sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Javier Matus


Pocas cosas nos drenan más de nuestra alegría, son tan emocionalmente exigentes y mentalmente distraen tanto como el conflicto relacional. Y pocas cosas causan tantos estragos y destrucción en las vidas como los conflictos relacionales. Y mucho de eso es evitable.

Por supuesto que no todos los conflictos son evitables. Algunos desacuerdos se basan en cuestiones tan fundamentales para la verdad, la rectitud y la justicia que la convicción de conciencia exige que mantengamos nuestra posición, incluso si se rompe una relación. Después de todo, incluso Jesús dejó en claro que, para algunos de nosotros, Su venida resultaría en la separación dolorosa de las relaciones importantes, significativas e íntimas en nuestras vidas (Mateo 10:34-36).

Pero la mayoría de nuestros conflictos en la vida no tratan con cuestiones tan fundamentales. Salen de cosas secundarias, periféricas o triviales, o incluso totalmente egoístas. Y solo hay un camino hacia la paz en estos casos.

Contenido

Pasiones combativas

Santiago nos golpea cuando dice: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?” (Santiago 4:1). Dios sabe que necesitamos que se nos diga esto. Pero no es que todavía no lo sepamos. A menudo lo admitimos a nosotros mismos en la privacidad de nuestros propios pensamientos. Simplemente nos es muy difícil admitirlo a otra persona.

¿Cuántas veces después de un conflicto, una vez que estamos solos, nos hemos sentido culpables por la forma pecaminosa con la que hablamos o tratamos a alguien? ¿Cuántas veces hemos fantaseado con las amables y amorosas cosas que desearíamos haber dicho, y ensayado el perdón y la reconciliación que queríamos? ¿Y cuántas veces, cuando se trata de realmente decirle algo a la persona, de repente vemos que nos es muy difícil reconocer nuestro pecado, y así comenzamos a suavizar y calificar nuestra disculpa? Incluso a veces eso resucita el conflicto en lugar de resolverlo.

¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué la resolución de conflictos nos es tan difícil?

¿Por qué nos detenemos?

Sabemos la respuesta: es el orgullo feo y egoísta. No queremos ponernos en el lugar vulnerable, no queremos perder todo el poder de negociación en la relación. No queremos admitir cuán necios y egoístas somos realmente. Una vez que sale ese gato encerrado, nunca podremos volver a atraparlo. Preferimos que nuestras pasiones permanezcan en guerra antes de renunciar a nuestro orgullo, incluso si eso significa que nuestras familias, amistades e iglesias sufran el daño colateral.

Santiago quiere que tomemos esto muy en serio, y por eso no se anda con rodeos para llamarnos a cuentas. Él llama a estas pasiones combativas amistad con el mundo y adulterio espiritual, y dice que rendirse a ellas nos pone en enemistad con Dios (Santiago 4:4). Cuando les permitimos gobernar nuestro comportamiento, actuamos como los enemigos de Dios. Y, como lo ilustra la parábola de Jesús acerca del servidor que no perdona (Mateo 18:21-35), eso es realmente serio.

El único camino hacia la paz

No puedes negociar ni hacer componendas con el orgullo —debes matarlo. Y esta es probablemente la batalla de la fe más difícil en la que alguna vez participaremos.

El orgullo es el enemigo dentro de nosotros que nos habla como un amigo. Su consejo se parece tanto a la autoprotección, la preservación y la promoción que a menudo nos cegamos al hecho de que está destruyendo a otros y a nosotros. Se eleva con gran indignación como fiscal acusador cuando el orgullo de los demás nos perjudica, pero minimiza, califica, excusa, racionaliza y desvía la culpabilidad de nuestro comportamiento cuando dañamos a otros. Podemos ser engañados fácilmente y creer que nuestro orgullo quiere salvarnos, cuando en realidad es nuestro Judas interno que nos traiciona con un beso.

Debemos, para usar un término antiguo, hacer morir —matar al orgullo. Y solo hay una forma de hacerlo: debemos humillarnos.

La promesa en la humildad

Debemos rechazar el consejo de nuestro orgullo y aceptar las instrucciones de nuestro Señor, que dice “humillaos”, porque los humildes finalmente serán exaltados, pero los orgullosos finalmente serán humillados horriblemente (1 Pedro 5:6; Mateo 23:12).

Y, sí, esto es difícil. Matar el orgullo es difícil. Requiere valor —el valor de la fe. Porque significa nada menos que colocarnos en el lugar vulnerable donde tememos que podamos (y quizá hasta suceda) ser rechazados; en la posición débil donde perderemos nuestra ventaja de negociación; en el humilde lugar donde somos obligados a admitir lo necios y egoístas que realmente somos. Debemos confiar en Dios con la pérdida de capital de reputación que podamos experimentar, y con la posibilidad de que otros puedan usar nuestra confesión y humildad para su ventaja.

Debemos confiar en Dios que Su promesa a través del apóstol Santiago es más confiable que las promesas que hace nuestro orgullo: que, si nos humillamos, Él “[dará] mayor gracia”, porque “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6). Mientras más humildes seamos, más gracia fluirá.

Lo que te hace brillar

Cuando nuestro pecado está alimentando un conflicto relacional, el orgullo nos dice que ocultemos la verdad detrás del disfraz de la defensiva engañosa y la ira manipuladora. Una fachada de dignidad parece más valiosa que la gloria de Dios, y el preservar nuestra reputación parece más valioso que preservar nuestras relaciones. Pero Dios nos dice que expongamos humildemente nuestro pecado, porque Su gloria (y una relación restaurada) nos satisfará mucho más que una presentación superficial y una falsa reputación.

Cuando, a través de la humildad, evitamos las murmuraciones egoístas y las disputas orgullosas, “resplandecemos como luminares en el mundo”, mostrándonos ser hijos de Dios (Filipenses 2:14-15). El orgullo oculta esta luz, pero la humildad le permite brillar. Es la humildad lo que realmente nos hace resplandecer.

Por eso Jesús dijo: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). Los pacificadores que resplandecen más no son aquellos que simplemente median entre las partes en conflicto, sino aquellos que, por su humilde ejemplo de admitir el pecado y perdonar con gracia a otros, demuestran cómo se hace la paz —la única forma en que se logra la verdadera paz.

¿Tienes un conflicto relacional? Entonces tienes una invitación del Señor para mostrar el poder redentor del Evangelio, para disminuir la atadura que el orgullo tiene sobre ti y para permitir que fluya más de Su gracia hacia ti y a través de ti al humillarte. Es una invitación a someterte a Dios, resistir al diablo y verlo huir de ti (Santiago 4:7).


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