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Por Jack Kinneer sobre Oración
Una parte de la serie Tabletalk

Traducción por Maria Clara Canzani


Los cristianos de habla inglesa de todo el mundo conocen la Oración del Señor en la versión Rey Jaime (Mateo. 6:9–13; Lucas 11:2–4). Los creyentes de diferentes tradiciones eclesiales tienen esta oración en común y puede recitarla al unísono. Nosotros podemos recordarla porque la Oración del Señor en la versión Rey Jaime es memorable y poética. La versión Rey Jaime captura el carácter de la oración en el griego original, que es aún más poético. No cabe duda de que la oración fue pensada para ser aprendida de memoria y estar así inmediatamente disponible en las mentes de los creyentes.

Lamentablemente, el lado negativo de la memorización de la Oración del Señor es que a veces decimos el texto sin reflexión ni intención. Simplemente mascullamos las palabras que conocemos tan bien. Cuando hacemos esto, nosotros nos privamos de la riqueza de esta oración que Jesús nos enseñó.

Debemos enfatizar la palabra nosotros. La Oración del Señor es, en primer lugar, la oración de la iglesia. Tiene la forma de una oración colectiva de creyentes reunidos, no la de una oración secreta de un individuo a solas con Dios. En la Oración del Señor, nos dirigimos a Dios no como “mi Padre” sino “Padre nuestro.” Pedimos el pan “nuestro” de cada día y el perdón de “nuestras” ofensas. Por lo tanto, la Oración del Señor nos muestra cómo deberíamos orar como pueblo de Dios.

La Oración del Señor es también la oración de los creyentes en Jesús que han sido reconciliados con Dios a través de Su sacrificio. En esta oración, no nos dirigimos a Dios en el exaltado lenguaje de la realeza sino en el sencillo lenguaje de la familia. Nos dirigimos al Rey del universo, el Creador del cielo y de la tierra, y el Juez de los vivos y los muertos como “nuestro Padre”. Nosotros no somos simples pecadores perdonados o enemigos reconciliados. Somos familia, hijos de nuestro amado Padre celestial. Cuando llamamos a Dios “Padre,” afirmamos nuestro perdón, la reconciliación y la adopción a través de Su Hijo, Jesús nuestro Señor. Pero Dios no se convirtió en nuestro Padre sólo cuando nos adoptó. Más bien, Él es el Padre eterno de Su Hijo unigénito. Como tal, podríamos pensar en Jesús como el Hijo “natural” de Dios en contraste con nosotros como hijos adoptados. En una palabra, Padre, expresamos la riqueza del amor y la misericordia de Dios.

Puesto que somos Sus hijos, hijos adoptados en Jesús, con toda razón nos preocupamos por los propósitos y los planes de nuestro Padre. Por consiguiente, la oración no comienza con nuestras necesidades sino con el nombre, el Reino y la voluntad de Dios. En el bautismo, hemos sido nombrados con el nombre del Padre. Su Reino nos será dado como una herencia. Y hacer Su voluntad para ser realmente Su hijo. La Oración del Señor comienza con el estado de nuestro Padre en los cielos. Es un estado arruinado por nuestros pecados, pero que ahora se está restaurando en Su Hijo “natural”, Jesucristo.

En la primera petición, solicitamos que el nombre de Dios sea visto como sagrado (santificado). Nuestro pedido es que el nombre de Dios sea apartado de todo uso vano y profano, que sea tratado con los más altos honores, alabado y adorado. Pedimos que sea santificado acá en la tierra como lo es en el cielo. La frase “‘en la tierra como en el cielo” se aplica correctamente a las tres peticiones sobre el nombre, el Reino y la voluntad de Dios. Pero no olvidemos que el nombre que pedimos que sea santificado es el nombre Padre. Los hombres pueden llamar a Dios por el nombre Padre con significado, reverencia y propiedad sólo si Dios es sin duda su Padre. También la oración “santificado sea Tu nombre” es nada menos que un pedido para la conversión de los pecadores a la fe en Jesucristo, para que los redimidos de todas las naciones puedan con razón llamar a Dios “Padre.” Entonces, pedir que el nombre de Dios sea santificado es también pedir que la regla de salvación de Dios pueda llenar la tierra.

Nosotros oramos, “Venga tu reino.” Este Reino por el que oramos no es solo la soberanía de Dios por sobre todas las cosas, sino esa regla de Dios cumplida a través de la encarnación, la muerte y la resurrección de Su Hijo, por la cual los pecadores se hacen hijos. Es el Reino que Jesús proclamó cuando dijo, “‘El Reino de Dios se ha acercado a vosotros” (Lucas 10:11). En esta petición, solicitamos que este Reino de salvación venga más y más a la tierra. Y así ha venido y seguirá creciendo, así como una pequeña semilla de mostaza crece para ser un gran arbusto.

Si el Reino de Dios viene a la tierra como es en el cielo, los que viven en la tierra se someterán a Dios como lo hacen los ángeles en el cielo. En otras palabras, orar porque venga el Reino de Dios es orar para que se haga la voluntad de Dios. Es la voluntad del Padre que se salven los pecadores. A quienes vienen a Jesús con fe, el Padre no da órdenes severas que agobien a Sus siervos, sino instrucciones cariñosas para el bien de Sus hijos. Así que una vez más estamos orando por la conversión y la santificación de los pecadores de todo el mundo.

Estas peticiones, “santificado sea Tu nombre; venga Tu reino; hágase Tu voluntad,” no son sólo pensamientos agradables y buenas intenciones. Dado que Dios ha elegido a una gran multitud para la salvación y dado que Cristo ha comprado hombres de cada pueblo y lenguaje para Dios, oramos por lo que sabemos que Dios seguramente hará. En el griego original, estas peticiones tienen la forma literaria de órdenes. Por lo tanto, podríamos traducirlo como “¡Sea honrado Tu nombre! ¡Venga tu Reino! ¡Hágase tu voluntad!”

Dado que Dios es nuestro Padre, Él se preocupa por nosotros así como nosotros deberíamos preocuparnos por Sus intereses. En la segunda mitad de la Oración del Señor, le pedimos a Dios por nuestras necesidades. Primero solicitamos nuestro pan de cada día. El pan representa todas nuestras necesidades, por lo tanto estamos pidiendo que Dios provea para nosotros. Una vez más, realmente le “ordenamos”. Aunque pueda parecer extraño, la oración no es un deseo o una esperanza, como si dijéramos, “quiera Él darnos nuestro pan de cada día.” Es más bien una orden descarada: “¡Danos!” ¿Cómo es esto posible? Me parece inapropiado a mí, y probablemente a ustedes también les parezca lo mismo. Pero no le pareció así a Jesús. Esto porque nosotros tenemos poca fe, como los discípulos. Se nos hace muy difícil creer que nuestro Padre en el cielo sabe lo que necesitamos antes de que lo pidamos. Si Él viste a las flores del campo, cuánto más hará para Sus amados hijos. En esta oración, nos apresuramos como niños a la presencia de nuestro Padre, seguros de Su amor, cuidado y deleite en nosotros. No pedimos un potentado indiferente y distante, sino un Padre que conoce nuestras necesidades antes de que las pidamos.

Es también porque Dios es nuestro Padre que le decimos en la siguiente petición “¡Perdónanos!” Una vez más, el verbo es una orden en el griego original. Dios ha prometido perdón a Sus hijos adoptados a través del sacrificio de Su hijo “natural”. Su perdón no está en duda, al contrario, es una garantía escrita en la sangre de Su Hijo unigénito. Pero no debemos engañarnos a nosotros mismos con que Su perdón implica simplemente mirar hacia otro lado cuando hacemos el mal. Él que perdona nos ordena a nosotros que somos perdonados que seamos como Él. Dios no hace distinciones con las personas, y no tiene hipócritas por hijos. Entonces, aunque pedimos el perdón de Dios, afirmamos que vamos a perdonar a otros. Inmediatamente después de esta oración, Jesús dijo: “‘Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis sus ofensas a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mat. 6:14). Dios no va a ser puesto en ridículo. Él perdona libremente a Sus hijos, y espera que nosotros seamos como Él para perdonarnos libremente unos a otros. Si nos rehusamos a perdonar a los demás, estamos demostrando que no somos Sus hijos sino falsos profesantes de la fe. La justificación es sólo por la fe, pero no por una fe que está sola. La verdadera fe salvadora está siempre acompañada del amor.

Finalmente oramos, “y no nos dejes caer en la tentación. . . .” Acá, por primera vez en la oración, encontramos un verbo que no es una orden. Hasta ahora oramos: “¡Santificado sea Tu nombre! ¡Venga tu Reino! ¡Hágase Tu voluntad! ¡Danos nuestro pan de cada día! ¡Perdona nuestras ofensas!” Pero repentinamente la oración pasa a un deseo: “Y no nos dejes caer en la prueba.” En griego, la misma palabra puede significar tanto “prueba” como “tentación.” Dios no tienta a nadie en el sentido de incitarlo a pecar, sino que pone los hombres a prueba. Él probó a Job, y Job fracasó. Él probó a Israel en el desierto, e Israel fracasó. Él probó a Jesús en el desierto, y el éxito de Jesús fue total.

En este “deseo” le pedimos a nuestro Padre, si es Su voluntad, que no nos ponga a prueba. ¿Quién desea ser puesto a prueba? Pero Dios, para Su Gloria y nuestro bien, todavía puede elegir probarnos. Tenemos promesas de Dios nuestro Padre acerca de Su nombre, Su Reino, Su Voluntad, nuestras necesidades y nuestro perdón. Pero Dios en ninguna parte promete no ponernos a prueba. En esta petición final, le pedimos que nos libre de esto.

Pero si esto no lo complace, tenemos Su promesa de que nunca nos probará más allá de lo que podamos soportar. Él no nos abandonará en el juicio. Y volviendo al formato de orden del verbo, oramos “¡líbranos del mal!” El pecado y el Diablo no triunfarán sobre nosotros, porque Jesús los ha derrotado. Si llega la prueba, tenemos la seguridad de que no nos destruirá. Dios nos librará de “el mal.”

Así termina la oración con el Evangelio con tanta seguridad como comenzó con el Evangelio. Porque el Evangelio es que Dios nuestro Padre nos libera del mal por medio de Su único Hijo. Si Dios nos libra del mal, Su Reino ha llegado, Su voluntad se está cumpliendo, y Su nombre está siendo alabado. Así también nuestras necesidades se están atendiendo y se han perdonado nuestros pecados. Incluso hemos resistido y triunfado en las pruebas. Todo esto nos lo ha prometido Dios.

Nuestro Padre seguramente hará todo lo que solicitamos en esta oración. ¿No deberíamos entonces alabarlo? “Porque Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre.”



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