Cristianismo y Liberalismo/Dios y el Hombre

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English: Christianity and Liberalism/God and Man

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Por John Gresham Machen sobre Método Apologético
Capítulo 3 del Libro Cristianismo y Liberalismo

Traducción por Glorified Word Project


En el capítulo anterior se comentó que el cristianismo se basa en un relato sobre algo que ocurrió en el primer siglo de nuestra era. Pero antes de que ese relato pueda ser recibido, se deben aceptar ciertas presuposiciones. El Evangelio cristiano consiste en un relato de cómo Dios salvó al hombre, y antes de que ese Evangelio pueda ser entendido, es necesario saber algo (1) acerca de Dios y (2) acerca del hombre. La doctrina de Dios y la doctrina del hombre son las dos grandes presuposiciones del Evangelio. Respecto de estas presuposiciones, y respecto del Evangelio mismo, el liberalismo moderno está en diametral oposición al cristianismo.

Se opone al cristianismo, en primer lugar, en su concepción de Dios. Pero acá nos encontramos con una forma particularmente insistente de esa objeción hacia materias doctrinales que ya han sido consideradas. Es innecesario, se nos dice, tener una “concepción” de Dios; la teología, o el conocimiento de Dios, se dice, es la muerte de la religión; no deberíamos esforzarnos en conocer a Dios, sino simplemente sentir su presencia.

Respecto de esta objeción, se debe comentar que si la religión consiste simplemente en sentir la presencia de Dios, es desprovista absolutamente de cualquier tipo de cualidad moral. Puro sentimiento, si acaso existe tal cosa, es amoral. Lo que hace, por ejemplo, que el afecto por un amigo humano sea algo tan ennoblecedor es el conocimiento que poseemos del carácter de nuestro amigo. El afecto humano, aparentemente tan simple, está lleno de dogma. Depende de una gran cantidad de observaciones guardadas en la mente respecto del carácter de nuestros amigos. Entonces, si el afecto humano realmente depende del conocimiento, ¿por qué debe ser distinto en cuanto a esa relación personal suprema que es la base de la religión? ¿Por qué debemos indignarnos ante una calumnia dirigida a algún amigo humano, mientras que al mismo tiempo somos pacientes con las calumnias más malintencionadas dirigidas contra nuestro Dios? Ciertamente hace una gran diferencia lo que pensemos de Dios; el conocimiento de Dios es la base misma de la religión.

¿De qué forma, entonces, será conocido Dios? ¿Cómo podremos familiarizarnos tanto con Dios que sea posible establecer una comunión personal? Algunos predicadores liberales dirían que nos familiarizamos con Dios sólo a través de Jesús. Esa afirmación parece ser leal a nuestro Señor, pero en realidad es altamente despectiva hacia Él. Porque Jesús mismo reconoció claramente la validez de otras formas de conocer a Dios y el rechazar esas otras formas es rechazar aquellas cosas que estaban en el centro de la vida de Jesús. Jesús claramente vio la mano de Dios en la naturaleza; las azucenas del campo le revelaban la mano de Dios detrás de ellas. También vio a Dios en la ley moral; la ley escrita en los corazones del hombre era la ley de Dios, que revelaba Su justicia. Por último, Jesús vio a Dios claramente en las Escrituras. ¡Qué profundas fueron las formas en que nuestro Señor usaba las palabras de los profetas y salmistas! Decir que tal revelación de Dios fue inválida, o que es inútil para nosotros hoy, es ser despectivamente indiferente hacia las cosas más cercanas a la mente y corazón de Jesús.

Pero, de hecho, cuando la gente dice que nosotros conocemos a Dios sólo en la forma en la cual es revelado en Jesús, están negando todo conocimiento real de Dios, cualquiera que sea. Porque a menos que haya alguna idea de Dios independiente de Jesús, la atribución de deidad a Jesús no tiene sentido. Decir que, “Jesús es Dios,” no tiene sentido a menos que la palabra “Dios” tenga un significado anterior asignado a ella. Y esa asignación de significado de la palabra “Dios” se logra por los medios que recién mencionamos. No nos estamos olvidando de las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan, “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.” Pero estas palabras no quieren decir que si un hombre jamás hubiese conocido el significado de la palabra “Dios,” él podría llegar a asignarle una idea a esa palabra simplemente por su conocimiento del carácter de Jesús. Muy por el contrario, los discípulos a quienes Jesús les hablaba ya tenían una concepción certera de Dios; el conocimiento de la Persona Suprema era algo que se presuponía en todo lo que Jesús dijo. Pero los discípulos deseaban no sólo el conocimiento de Dios sino también un contacto personal e íntimo. Y eso vino a través de su discipulado con Jesús. Jesús reveló, de una forma maravillosamente íntima, el carácter de Dios, pero tal revelación obtuvo su verdadero significado sólo sobre la base tanto de la herencia veterotestamentaria, como de la enseñanza misma de Jesús. El teísmo racional, el conocimiento de la Persona Suprema, Creador y Gobernador activo del mundo, se encuentra en la base misma del cristianismo.

Pero, el predicar moderno dirá, es incongruente atribuirle a Jesús una aceptación de “teísmo racional”; Jesús tenía un conocimiento práctico, no teórico, de Dios. En cierto sentido esto es verdad. Ciertamente ninguna parte del conocimiento de Jesús acerca de Dios era meramente teórico; todo lo que Jesús conocía de Dios tocaba su corazón y determinaba sus acciones. En ese sentido, el conocimiento de Jesús acerca de Dios era “práctico.” Pero desafortunadamente ese no es el sentido de la afirmación anterior propuesta por el liberalismo moderno. En términos modernos, lo que normalmente se quiere decir al hablar de un conocimiento “práctico” de Dios no es un conocimiento teórico de Dios que también es práctico, sino un conocimiento práctico que no es teórico—en otras palabras, un conocimiento que no entrega información acerca de la realidad objetiva, un conocimiento que en realidad no es conocimiento en lo absoluto. Y nada podría ser más distante de la religión de Jesús que eso. La relación de Jesús con su Padre Celestial no era una relación con una bondad vaga e impersonal, no era una relación que meramente se vestía en forma simbólica y personal. Muy por el contrario, fue una relación con una Persona real, cuya existencia era tan definitiva y tanto un tema de conocimiento teórico como la existencia de las azucenas del campo que Dios había creado. La base misma de la religión de Jesús era la creencia triunfante en la existencia de un Dios personal.

Y sin esa creencia ningún tipo de religión puede recurrir a Jesús hoy. Jesús fue un teísta, y el teísmo racional está en las bases del cristianismo. Jesús no sostuvo, sin dudas, Su teísmo sobre argumentos; no proveyó de respuestas anticipadas respecto de los ataques Kantianos sobre pruebas teístas. Pero eso no significa que fue indiferente a la creencia que es consecuencia lógica de esas pruebas, sino que la creencia era tan firme, tanto para Él como para los receptores de Su mensaje, que ésta se presupone dentro de su enseñanza. Así que hoy no es necesario que todos los cristianos analicen la base lógica de su creencia en Dios; la mente humana tiene la maravillosa facultad de condensar argumentos perfectamente válidos, y lo que parece ser una creencia instintiva puede realmente ser el resultado de una serie de pasos lógicos. O, más bien puede ser que la creencia en un Dios personal es el resultado de una revelación primitiva, y que las evidencias teístas sólo son la confirmación lógica de la conclusión a la cual se había llegado por otro medio. De cualquier forma, la confirmación lógica de la creencia en Dios es de vital interés para el cristiano; en este punto, al igual que en muchos otros, la religión y la filosofía están conectadas de la forma más íntima posible. La verdadera religión no puede conciliarse con una filosofía falsa, ni tampoco con una ciencia errada; una cosa no puede ser verdadera en la religión y falsa en la filosofía o la ciencia. Todos los métodos usados para llegar a la verdad, si son válidos, llegarán a un resultado armonioso. Ciertamente el cristianismo ateo o agnóstico, a veces conocido como religión “práctica,” no es cristianismo en lo absoluto. En la base misma del cristianismo está la creencia en la existencia real de un Dios personal.

Aunque parezca extraño, mientras el liberalismo moderno condena abiertamente las pruebas teístas, y se refugia en un conocimiento “práctico” que de alguna forma será independiente de los hechos establecidos científica o filosóficamente, al predicador liberal le encanta usar una designación de Dios que no es otra cosa sino teísta; le encanta referirse a Dios como “Padre.” El término sin dudas tiene el mérito de atribuirle personalidad a Dios. Efectivamente, muchos de los que lo usan no quieren decir eso realmente; algunos lo usan porque es útil, no porque sea verdad. Pero no todos los liberales son capaces de hacer la distinción sutil entre juicios teóricos y juicios de valor; algunos liberales, aunque probablemente un número que va en disminución, son verdaderos creyentes en un Dios personal. Y tales hombres son verdaderamente capaces de pensar en Dios como un Padre.

El término presenta una concepción muy elevada de Dios. Sin dudas, no es exclusivamente cristiano; el término “Padre” ha sido aplicado a Dios fuera del cristianismo. Aparece, por ejemplo, en la ampliamente aceptada creencia de un “Padre-de-Todos,” que prevalece entre muchas razas incluso en compañía del politeísmo; aparece en distintos lugares del Antiguo Testamento y en escritos judíos pre-cristianos posterior al período veterotestamentario. De ninguna forma tales apariciones del término son carentes de importancia. El uso veterotestamentario, en particular, es un digno precursor de la enseñanza de nuestro Señor; porque aunque en el Antiguo Testamento la palabra “Padre” normalmente designaba a Dios en relación no al individuo, sino a la nación o al rey, el individuo israelita, por ser parte del pueblo escogido, se sentía en una relación peculiarmente íntima con el Dios del pacto. Pero a pesar de esta anticipación a la enseñanza de nuestro Señor, Jesús le trajo tal incomparable enriquecimiento al uso del término, que considerar el pensar en Dios como Padre como algo característicamente cristiano, es un instinto correcto.

Los hombres modernos han sido tan impresionados con este elemento en la enseñanza de Jesús que a veces han tendido a considerarlo como la suma y sustancia de nuestra religión. No estamos interesados, dicen ellos, en muchas cosas por las cuales antiguamente los hombres dieron sus vidas; no estamos interesados en la teología de los credos; no estamos interesados en las doctrinas del pecado y la salvación; no estamos interesados en la obra de la cruz a través de la sangre de Cristo: la simple verdad de la paternidad de Dios y su corolario, la hermandad del hombre es suficiente para nosotros. Podremos no ser muy ortodoxos en el sentido teológico, continúan diciendo, pero por cierto nos reconocerán como cristianos porque aceptamos la enseñanza de Jesús respecto al Padre Dios.

Es muy extraño que personas inteligentes puedan hablar de esta manera. Es muy extraño que aquellos que sólo aceptan la paternidad universal de Dios como la suma y sustancia de la religión puedan considerarse a sí mismos como cristianos o pueden recurrir a Jesús de Nazaret. Porque el hecho evidente es que esta doctrina moderna de la paternidad universal de Dios no formó parte alguna de la enseñanza de Jesús. ¿En qué lugar se puede suponer que Jesús enseñó la paternidad universal de Dios? Ciertamente no fue en la Parábola del Hijo Pródigo. Porque en primer lugar, los publicanos y pecadores, cuya aceptación por parte de Jesús produjo tanto la objeción de los fariseos como de la respuesta de Jesús a través de una parábola, no eran hombres de cualquier lugar, sino miembros del pueblo escogido y como tales, pueden ser designados como hijos de Dios. En segundo lugar, no hay que sacar conclusiones de los detalles de una parábola. Así que acá, ya que el gozo del padre en la parábola es como el gozo de Dios cuando un pecador recibe salvación de la mano de Jesús, no se deduce que la relación que sostiene Dios con pecadores aún no arrepentidos sea como la de un Padre con sus hijos. ¿Dónde más, entonces, se puede encontrar la paternidad universal de Dios? Ciertamente no en el Sermón del Monte; porque a lo largo del Sermón del Monte aquellos que pueden llamar a Dios como Padre, son distinguidos de la forma más enfática posible del gran mundo de los gentiles que están afuera. Un pasaje en la prédica ha sido usado sin dudas a favor de la doctrina moderna: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (Mateo 5:44,45) Pero el pasaje no nos permite llegar a tales conclusiones. Dios es, sin dudas, representado acá como preocupándose por todos los hombres sean buenos o malos, pero ciertamente no es llamado Padre de todos. Efectivamente, casi puede decirse que el punto del pasaje depende del hecho de que no es Padre de todos. Él se preocupa incluso por aquellos que no son sus hijos sino sus enemigos; así que sus hijos, los discípulos de Jesús, deben imitarlo al amar incluso a aquellos que no son sus hermanos sino sus perseguidores. La doctrina moderna de la paternidad universal de Dios no se encuentra en la enseñanza de Jesús. Y no se encuentra en la enseñanza del Nuevo Testamento. Todo el Nuevo Testamento y Jesús mismo efectivamente muestran a Dios estando en una relación con todos los hombres, sean cristianos o no, que es análogo a un padre estando en relación con sus hijos. Él es el Autor de todo ser, y como tal, bien puede ser llamado el Padre de todos. Él se preocupa por todo, y por esa razón también puede ser llamado el Padre de todo. Aquí y allá la figura de la paternidad parece ser usada para designar esta relación más amplia que Dios sostiene con todos los hombres, incluso con todos los seres creados. Así, en un pasaje aislado en Hebreos, se habla de Dios como “Padre de los espíritus.” (12:9) Aquí, posiblemente, lo que se considera es la relación de Dios, como Creador, con los seres personales que Él ha creado. Una de las instancias más claras del uso de este sentido más amplio de la figura paternal se encuentra en el discurso de Pablo en Atenas, Hechos 17:28: “Porque linaje suyo somos.” Aquí claramente es la relación que Dios tiene con todos los hombres, sean cristianos o no, la que se tiene en mente. Pero las palabras forman parte de un hexámetro y son tomadas de un poeta pagano; no están representadas como parte del Evangelio, sino meramente pertenecientes a los temas comunes que Pablo descubrió al dirigirse a sus oyentes paganos. Este pasaje es lo que típicamente aparece, respecto de la paternidad universal de Dios, en el Nuevo Testamento en su totalidad. Algo análogo a la paternidad universal de Dios es enseñado en el Nuevo Testamento. Aquí y allá, aun la terminología de paternidad y el estado de hijos es usado para describir esta relación general. Pero tales instancias son extremadamente excepcionales. Normalmente el elevado término “Padre” se usa para describir una relación mucho más íntima, la relación que tiene Dios con el grupo de los redimidos.

Entonces, la doctrina moderna de la paternidad universal de Dios que es celebrada como “la esencia del cristianismo,” en el mejor de los casos pertenece realmente a esa religión vaga y natural que forma la presuposición que el predicador cristiano puede usar cuando el Evangelio es proclamado; y cuando se considera como algo tranquilizador y suficiente, entra en directa oposición al Nuevo Testamento. El Evangelio mismo se refiere a algo completamente distinto; la enseñanza neotestamentaria realmente distintiva respecto de la paternidad de Dios le concierne sólo a aquellos que han sido traídos a la familia de la fe.

No hay nada estrecho respecto de esa enseñanza; porque la puerta de entrada a la familia de la fe es abierta a todos. Esa puerta es el “camino nuevo y vivo” que Jesús abrió a través de Su sangre. Y si realmente amamos a nuestro prójimo, no iremos por el mundo, junto con el predicador liberal, tratando de satisfacer a los hombres con la frialdad de una religión vaga y natural. Pero al predicar el Evangelio los invitaremos a la calidez y gozo de la casa de Dios. El cristianismo le ofrece al hombre todo lo que es ofrecido por la enseñanza liberal moderna respecto de la paternidad universal de Dios; pero es cristianismo solamente, porque ofrece infinitamente más que eso.

Pero la concepción liberal de Dios difiere de forma más fundamental aún de la visión cristiana que en los círculos de ideas relacionados con la terminología de la paternidad. La verdad es que, el liberalismo ha perdido la vista de la esencia y centro mismo de la enseñanza cristiana. En la visión cristiana acerca de Dios, como es mostrada en la Biblia, hay muchos elementos. Pero hay un atributo de Dios que es absolutamente fundamental en la Biblia; un atributo es absolutamente necesario para poder presentar al resto de forma inteligible. Ese atributo es la tremenda trascendencia de Dios. De principio a fin a la Biblia le interesa presentar el tremendo abismo que separa a la criatura del Creador. Es cierto, sin dudas, que según la Biblia, Dios es inmanente en el mundo. No caería un gorrión al suelo sin Su control. Pero Él es inmanente en el mundo no porque se identifique con el mundo, sino porque Él es el libre Creador y Sustentador del mundo. Un tremendo abismo se extiende entre la criatura y el Creador.

En el liberalismo moderno, por otra parte, esta clara distinción entre Dios y el mundo se rompe, y el nombre de “Dios” es aplicado al poderoso mundo que se sustenta a sí mismo. Nos encontramos en el medio de un proceso poderoso, que se manifiesta a sí mismo en lo indefinidamente pequeño y en lo indefinidamente grandioso—en la vida infinitesimal que es revelada a través del microscopio y en los enormes movimientos de las esferas celestiales. A este proceso global, del cual nosotros también formamos parte, le aplicamos el terrorífico nombre de “Dios.” Por ende Dios, se dice efectivamente, no es una Persona distinta a nosotros; todo lo contrario, nuestra vida es parte de la suya. Así, la historia del Evangelio de la Encarnación, según el liberalismo moderno, algunas veces es tomada como un símbolo de la verdad general, que el hombre en su máximo esplendor es uno con Dios.

Es extraño cómo tal representación puede ser considerada como algo nuevo, porque de hecho, el panteísmo es un fenómeno muy antiguo. Siempre ha estado con nosotros, para impedir el crecimiento de la vida religiosa del hombre. Y el liberalismo moderno, aunque no es consistentemente panteísta, de todas formas está panteizando. En todos lados, tiende a derribar la separación entre Dios y el mundo, y la nítida distinción personal entre Dios y el hombre. Aun el pecado del hombre bajo este prisma debería ser considerado, por lógica, como parte de la vida de Dios. Muy distinto es el Dios Vivo y Santo de la Biblia y de la fe cristiana.

El cristianismo difiere del liberalismo, entonces, en primer lugar, en su concepción de Dios. Pero también difiere en su concepción del hombre. El liberalismo moderno ha perdido todo sentido del abismo que separa a la criatura del Creador; su doctrina del hombre es consecuencia directa de su doctrina de Dios. Pero no son sólo las limitaciones del hombre como criatura las que son negadas. Aun más importante es otra diferencia. Según la Biblia, el hombre es un pecador bajo la justa condenación de Dios; según el liberalismo moderno, en realidad no existe tal pecado. En la base misma del movimiento liberal moderno está la ausencia de la conciencia de pecado. [1]

La conciencia de pecado era anteriormente el punto de partida de toda predicación; pero hoy se ha esfumado. Característica de la era moderna, por sobre todo, es la confianza suprema en la bondad humana; la literatura religiosa de hoy está impregnada de esa confianza. Busquemos bajo la dura caparazón exterior del hombre, se nos dice, y descubriremos suficiente sacrificio personal para fundar sobre este la esperanza de la sociedad; la maldad del mundo, se dice, puede ser superada con lo bueno del mundo; no se necesita ayuda del mundo exterior.

¿Qué ha producido esta satisfacción con la bondad humana? ¿Qué ha ocurrido con la conciencia de pecado? La conciencia de pecado ciertamente se ha perdido. ¿Pero qué la ha removido del corazón de los hombres?

En primer lugar, la guerra probablemente ha tenido que ver con el cambio. En tiempos de guerra, nuestra atención se deposita tan exclusivamente sobre los pecados de otras personas que a veces tendemos a olvidarnos de nuestros propios pecados. La atención a los pecados de otras personas es, efectivamente, necesaria algunas veces. Está muy bien indignarse con cualquier opresión hacia los débiles que está siendo llevada a cabo por los más fuertes. Pero tal hábito mental, si se hace permanente, si es llevado a los días de paz, tiene sus riesgos. Une sus fuerzas con el colectivismo del estado moderno para obscurecer el sentido de culpa individual y de carácter personal. Si John Smith hoy golpea a su esposa, nadie es tan anticuado como para echarle la culpa a John Smith. Por el contrario, se dice, John Smith es evidentemente una víctima de de esa propaganda bolchevista; se debería llamar al Congreso a una sesión extraordinaria para poder tomar el caso John Smith frente a una ley ajena y sediciosa.

Pero la pérdida de la conciencia de pecado es mucho más profunda que la guerra; tiene sus raíces en un poderoso proceso espiritual que ha estado activo en los últimos setenta y cinco años. Tal como otros grandes movimientos, ese proceso ha llegado silenciosamente—tan silenciosamente que sus resultados han sido obtenidos antes de que el hombre común se diera cuenta siquiera de lo que estaba ocurriendo. No obstante, a pesar de toda la continuidad superficial, ha ocurrido un cambio notable en los últimos setenta y cinco años. El cambio es nada menos que la sustitución de paganismo por cristianismo como la cosmovisión predominante. Hace setenta y cinco años, la civilización occidental, a pesar de sus inconsistencias, aún era predominantemente cristiana; hoy, es predominantemente pagana.

Al hablar de “paganismo” no estamos usando un término de reproche. La Grecia antigua era pagana, pero era gloriosa, y el mundo moderno no ha empezado siquiera a igualar sus logros. ¿Qué es, entonces, el paganismo? La respuesta no es muy complicada. El paganismo es aquella cosmovisión que tiene como meta más alta de la existencia humana el desarrollo harmonioso, saludable y feliz de las facultades humanas existentes. Muy distinto es el ideal cristiano. El paganismo es optimista respecto de la naturaleza humana que no recibe ayuda alguna, mientras que el cristianismo es la religión del corazón quebrantado.

Al decir que el cristianismo es la religión del corazón quebrantado, no queremos decir que el cristianismo termina con el corazón quebrantado; no queremos decir que la actitud cristiana característica es una de golpe continuo al pecho o un llanto continuo que dice “ay de mí.” Nada podría estar más lejos de la realidad. Por el contrario, el cristianismo significa que el pecado es enfrentado de una vez por todas, y luego es arrojado, por la gracia de Dios, para siempre a las profanidades del mar. El problema con el paganismo de la Grecia antigua, como con el paganismo moderno, no estaba en la superestructura, que era gloriosa, sino en los fundamentos, que estaban podridos. Siempre había algo que debía estar cubierto; el entusiasmo del arquitecto se conservaba sólo al ignorar la perturbadora realidad del pecado. En el cristianismo, por otro lado, nada necesita ser cubierto. La realidad del pecado es enfrentada directamente de una vez por todas, y es solucionada por la gracia Dios. Pero entonces, después de que el pecado ha sido removido por la gracia de Dios, el cristiano puede proceder a desarrollar gozosamente toda facultad que Dios le ha dado. Tal es el humanismo cristiano más elevado—un humanismo fundado no sobre el orgullo humano sino sobre gracia divina.

Pero a pesar de que el cristianismo no termina con el corazón quebrantado, sí comienza con el corazón quebrantado; comienza con la conciencia de pecado. Sin la conciencia de pecado, la totalidad del Evangelio parecerá ser un cuento sin valor alguno. ¿Pero cómo puede ser revivida la conciencia de pecado? Algo puede ser logrado, sin dudas, a través de la proclamación de la ley de Dios, ya que la ley revela las transgresiones. La totalidad de la ley, más aun, debiera ser proclamada. Difícilmente será sabio adoptar la sugerencia (recientemente ofrecida en medio de muchas sugerencias respecto de las formas en las que tendremos que modificar nuestro mensaje con el fin de retener la alianza de los soldados que estén regresando) de que debemos dejar de tratar a los pecados pequeños como si fueran grandes pecados. Esa sugerencia quiere decir, aparentemente, que no debemos preocuparnos demasiado de los pecados pequeños, sino que debemos dejarlos tranquilos.

En relación a tal expediente, se puede sugerir quizás, que en la batalla moral estamos luchando contra un enemigo de muchos recursos, que no revela la posición de sus armas a través de una acción aleatoria de artillería cuando planea un gran ataque. En la batalla moral, tal como en la Gran Guerra Europea, los sectores más silenciosos son los más peligrosos usualmente. Es a través de “pecados pequeños” que Satanás logra una entrada a nuestras vidas. Probablemente, será prudente vigilar todos los sectores del frente y no perder tiempo introduciendo la unidad de mando.

Pero si la conciencia de pecado va a ser producida, la ley de Dios debe ser proclamada en las vidas de las personas cristianas y también por medio de la palabra. Es bastante inútil para el predicador lanzar fuego y azufre desde el púlpito, si al mismo tiempo los ocupantes de las bancas siguen tomando el pecado muy ligeramente y estando satisfechos con los estándares morales del mundo. Toda esfera de la Iglesia debe hacer su parte en proclamar la ley de Dios con sus vidas para que los secretos de los corazones de los hombres sean revelados.

Todas estas cosas, sin embargo, son en sí mismas bastante insuficientes para producir conciencia de pecado. Mientras más uno observa la condición de la Iglesia, más se siente uno en la obligación de confesar que la conciencia de pecado es un gran misterio que puede ser producido sólo por el Espíritu de Dios. La proclamación de la ley, en palabra y obra, puede preparar el camino para la experiencia, pero la experiencia misma proviene de Dios. Cuando uno hombre tiene esa experiencia, cuando un hombre tiene la convicción de pecado, toda su actitud frente a la vida es transformada; se asombra frente a su antigua ceguera, y el mensaje del Evangelio, que antes parecía ser un cuento sin valor, pasa a ser un instinto iluminado. Pero es sólo Dios quien puede producir el cambio. Por favor, no intentemos estar sin el Espíritu de Dios.

El error fundamental de la iglesia moderna es que básicamente está comprometida en una tarea imposible—está afanosamente comprometida a llamar a los justos al arrepentimiento. Los predicadores modernos están tratando de traer hombres a la iglesia sin requerirles que renuncien a su orgullo; están tratando de ayudar a los hombres a evitar la convicción de pecado. El predicador sube al púlpito, abre la Biblia y se dirige a la congregación con algo así como: “Ustedes son muy buenos,” dice él; “responden a cada llamado que tenga relación con el bienestar de la comunidad. Ahora tenemos en la Biblia—especialmente en la vida de Jesús—algo tan bueno que creemos que es suficientemente bueno para gente buena como ustedes.” Tal es la predicación moderna. Es escuchada cada domingo en miles de púlpitos. Pero es completamente inútil. Ni siquiera nuestro Señor llamó a los justos al arrepentimiento, y probablemente nosotros no tendremos más éxito que Él.


Referencias

  1. Para lo que sigue, ver “La Iglesia en la Guerra,” en The Presbyterian del 29 de mayo de 1919, pp. 10ss.

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