El Dragón Que Se Esconde En Tus Deseos

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English: The Dragon Hiding in Your Desires

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Por Scott Hubbard sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Javier Matus


Contenido

Por qué la tentación se siente tan inofensiva

Muchos de nosotros no logramos superar la tentación porque nos rehusamos a usar nuestra imaginación. El dragón de los deseos engañosos se acerca deslizándose para matar, y ponemos nuestra espada en el suelo.

Una y otra vez, Dios se nos acerca en los momentos de tentación y nos invita a imaginar lo que realmente enfrentamos. ¿Qué sucede realmente cuando pasas una mujer y te sientes tentado a mirar atrás? ¿O cuando te paras frente a un espejo y sientes que aumenta la inseguridad? ¿O cuando las fantasías de una vida mejor comienzan a llenar tu mente?

No estamos meramente “siendo tentados” en estos momentos. Bestias salvajes están atacando (Génesis 4:7). Ídolos nos están pidiendo que nos inclinemos (Ezequiel 14:3). Una adúltera nos está invitando a su puerta (Proverbios 9:13-18). Una enfermedad gangrenosa amenaza con propagarse (2 Timoteo 2:16-17). ¿Por qué Dios empapa nuestra imaginación con esas imágenes horribles? Porque reaccionamos de manera diferente a la vaga idea de “tentación” que a un lobo a nuestra puerta. Uno puede ser hospedado, incluso mimado; el otro necesita morir.

En Romanos 6:15-23, Pablo nos llama a mirar detrás de las tentaciones de hoy e imaginar la realidad espiritual. Detrás de cada tentación hay un amo, despiadado y cruel. Él sostiene la vida, el honor y la felicidad con una mano, y oculta la muerte y el infierno a sus espaldas. Cada vez que desobedecemos a Dios nos ponemos al servicio de este amo.

Dos amos

¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? (Romanos 6:16)

Ser humano es ser un siervo —si no para el verdadero Dios, entonces para otra cosa. Aquí, Pablo pone todas las alternativas bajo una sola pancarta: el pecado. O juramos lealtad a Dios, nuestro Creador y Redentor, o al pecado, el amo del miserable ejército de Satanás.

Por nuestra cuenta, somos propensos a ver nuestras opciones de manera diferente. Podríamos, como Adán y Eva, pensar que la alternativa a servir a Dios es convertirse en nuestro propio dios (Génesis 3:4-5). Estiramos el brazo hacia el fruto del deseo prohibido e imaginamos que estamos ejercitando nuestra libertad. Pero si la realidad espiritual llegara a hacerse visible, nos veríamos encadenados, atados y jalados a cada paso.

Aunque el pueblo de Dios ha sido decisivamente liberado de la esclavitud al pecado (Romanos 6:17), Pablo asume que, todos los días, los cristianos deben continuar respondiendo a la pregunta “¿A quién servirás?” (Romanos 6:19). Con cada aumento del deseo pecaminoso, tenemos una opción: seguir a Jesús a una vida nueva o volver a nuestro antiguo amo de esclavos. Uno de ellos nos ordena a tomar nuestra cruz ahora, solo para levantarnos de entre los muertos; el otro promete una vida fácil ahora, solo para matarnos al final.

Dos recompensas

Así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. (Romanos 6:19)

Con el tiempo, la obediencia que damos, a Dios o al pecado, nos cambia. Los momentos de preocupación, chismes, cobardía o pereza, acumulados por el hábito, nos moldean —al igual que los momentos de confianza, las palabras de gracia, el ánimo o la resiliencia. Eventualmente, nos hacemos parecidos al que obedecemos.

Por toda la liberación que el pecado promete, entregarnos a él nos degrada, nos deshonra, nos deshumaniza. Él trafica en “pasiones vergonzosas” (Romanos 1:26), y nos lleva a hacer “cosas de las cuales ahora os avergonzáis” (Romanos 6:21). El pecado recluta solo con engaño (Romanos 7:11): promete darnos lo que queramos, y luego nos deja con menos de lo que habíamos tenido originalmente.

Los que se entregan a Dios, por otro lado, se encuentran caminando en una vida nueva (Romanos 6:4). Descubren el gran secreto de que la santidad no es algo tedioso, no es algo sombrío, no es algo “religioso”, sino que es, como dice Thomas Watson, “el cielo comenzado en el alma”. Los siervos de Dios se vuelven más dignos, más ennoblecidos, más de lo que siempre se suponía que deberían ser —en una palabra, más como Cristo.

Dios tampoco se contenta con dejar a Su pueblo como simples siervos. Todos los que sirven a Dios se convierten en hijos de Dios (Romanos 8:14), herederos junto con Cristo (Romanos 8:17), y ciudadanos del mundo venidero, donde vivirán en gloria (Romanos 8:21). Tal servicio es la clase más pura de la libertad.

Dos destinos

La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro. (Romanos 6:23)

Muchos de nosotros escuchamos este versículo familiar y asumimos que la muerte es la paga que Dios entrega a los pecadores. Aunque el pecado ciertamente despierta la ira de Dios (Romanos 1:18; 5:9), aquí Pablo tiene una carga diferente. Porque la muerte, nos dice, es la paga del pecado, el pago que el pecado da a sus súbditos más leales.

Pablo no nos haría imaginar a los siervos del pecado disfrutando la vida con su amo hasta que Dios termine su felicidad con la muerte. Más bien, el pecado es el que acecha a sus siervos y, cuando menos lo esperan, entierra un cuchillo en sus espaldas. Como La Mujer Insensata en Proverbios, el pecado atrae a la gente a su servicio con mil ganchos —pornografía y orgullo, éxito y autocompasión, riqueza y reputación. Pero aquellos que entran “no saben que allí están los muertos; que sus convidados están en lo profundo del Seol” (Proverbios 9:18).

Mientras tanto, Dios reúne a Sus siervos, no para dispensar la paga (¿porque, qué podríamos ganar de Él?), sino para entregar una dádiva gratuita: la vida eterna (Romanos 6:23). Esta vida se remonta desde la eternidad para animarnos ahora, aunque solo sea en parte, a medida que el Espíritu de Dios se pasea por las antiguas tierras baldías de nuestras almas. Aquí, nuestra santidad es como una flor que se levanta del hielo, una garantía de la próxima primavera cuando nos paremos en la nueva tierra de Dios, inmortales e incorruptibles, y respiremos la fragancia de la vida eterna (Romanos 8:22-23).

¿A quién servirás?

Hoy, y todos los días, vendrán las tentaciones. Sentirás rechazo de tu cónyuge y querrás tomar represalias. O recibirás críticas y comenzarás a ensayar tu defensa. O notarás los dones de otro y comenzarás a sentirte envidioso. Cuando las tentaciones como estas llenan tu mente y comienzan a capturar tu corazón, no trates de apagar tu imaginación. En cambio, imagina las realidades espirituales y eternas que no puedes ver.

Detrás del deseo de devolver el golpe, de ponerse a la defensiva, de envidiar (o lo que sea) hay un amo. El pecado no te pedirá nada y te lo prometerá todo. Pero síguelo, y él te despojará, te golpeará, te avergonzará. Puede que no pueda robarte de Cristo, pero puede alejarte a rastras y, por un momento, darte una probada de la muerte en vida.

Pero en este mismo momento, otro Amo habla. Este Amo ha recibido en Su cuerpo la paga que ganamos (Romanos 8:3), y ha roto nuestra esclavitud al pecado (Romanos 6:17). Él suplirá Su Espíritu para todo lo que ordena (Romanos 8:13). Imagina al Hombre con las manos perforadas, y luego síguelo. Ven a caminar en la libertad de los hijos de Dios. Ven a sentir los primeros temblores de la vida eterna.


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