El Pan de los Hijos echado a los Perrillos

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English: Children's Bread Given to Dogs

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Por Charles H. Spurgeon sobre Salvación
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles

“Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Mateo 15: 27.

En este relato se nos presenta el cuadro de un alma para la cual está reservada una segura bendición. Si la historia concluyera omitiendo el último versículo, uno tendría bastante certeza sobre cuál sería el resultado de la súplica de la mujer. Cristo tendría que cambiar Su naturaleza si una persona que viniera, como se nos dice que vino esa mujer, fuera enviada de regreso sin una respuesta. Voy a bosquejar el cuadro de esta mujer con unas cuantas pinceladas, y les voy a pedir que verifiquen si se asemejan a ella, pues, si así fuera, sería una evidencia de que el tiempo de su favor, sí, el tiempo establecido, ha llegado para ustedes.

Esta mujer teníauna grande y apremiante necesidad. Su hija era atormentada por un demonio, y no podía soportar ver el suplicio que ese espíritu maligno provocaba en su hija; el dolor y la angustia, el delirio y el horror en los que la muchacha estaba sumida, eran demasiado para soportarse. Su necesidad era consciente, perturbadora y gravosa; la había conducido a la desesperación; ella tenía que librarse de esa situación.

¿Sucede lo mismo contigo, querido oyente? ¿Te atormenta el pecado? ¿Acaso tu transgresión te persigue como una ofensa continua? ¿Te tortura día y noche hasta llegar al punto de que ya no puedes vivir sin el perdón, de que has de ser perdonado o serías conducido a la locura? ¿Sientes que las cosas han llegado al punto para ti en que no puedes vivir más bajo la sentencia de la ira divina? Esta es una señal muy bendita y esperanzadora. Si hay muchas personas aquí presentes en tal condición, entonces hay una música reservada para los ángeles.

Cuando el caso de la mujer había alcanzado ese punto crítico, oyó hablar del Señor Jesús y actuó con base en lo que oyó. Le habían dicho que Jesús era un grandioso sanador de los enfermos, y que era capaz de echar fuera a los demonios. Ella no se contentó con esa información, sino que puso manos a la obra de inmediato para comprobar su valor. Acudió Jesús con presteza: habiendo encontrado el momento oportuno, pues Él pasaba cerca de su tierra, se apresuró y dio voces delante de Él.

¡Ah, querido oyente, tú también has oído hablar de Jesús! No voy a preguntarte si conoces la doctrina de Su Deidad y de Su humanidad y de Su expiación por el pecado, pues las conoces bien; ¿pero las has puesto a prueba? Tú entiendes que salva a las almas, pero, ¿le has llevado tu propia alma para que la salve? Sabes que puede perdonar el pecado, y ¿lo miras ahora para que perdone tu pecado? Si es así, aunque todavía permanezcas en sombra de muerte, la hora de tu liberación se aproxima con presteza, pues el alma que bajo un sentido de necesidad busca honestamente el rostro del Salvador, no está lejos del reino del cielo.

Aquella mujer estaba extremadamente resuelta. Ella había decidido, creo yo, que no regresaría nunca al lugar de donde había salido sin recibir la bendición. Seguiría las pisadas del Salvador y le acecharía; si los discípulos le impidieran el paso, esperaría hasta tener otra oportunidad; si no tenía éxito entonces, esperaría la siguiente ocasión, y si eso no bastara, se aventuraría de nuevo otra vez. Ella fue probada con dureza por el Salvador, pues Él prueba algunas veces a quienes sabe que son lo suficientemente fuertes para resistir la prueba, y cuando la mujer no obtuvo ninguna respuesta suya, y más bien recibió un desaire, no se amilanó para nada sino que insistió en su demanda, pues estaba profundamente embebida del espíritu del himno:

“Resuelto, pues esa es mi última defensa,
Aunque corra el peligro de morir”.

Si hubiese aquí presente algún alma que ha llegado hasta este punto: que nunca renunciará a orar hasta no recibir una respuesta consolatoria, que nunca cesará de llorar por el pecado hasta que la sangre la limpie, entonces regocíjense, oh cielos, y alégrate, oh tierra, pues quiere decir que hay almas aquí presentes que han llegado al punto de nacer, y que serán dadas a luz en este día; hay aquí almas que están a punto de obtener su libertad y que están al borde de alcanzar la paz y en este preciso día obtendrán una completa liberación de toda su servidumbre.

Dije al comienzo que esta mujer era un cuadro adecuado del caso más esperanzador del mundo; ¿puedes espiar tu propio rostro en su historia así como los hombres ven sus rostros en un espejo? Entonces eso me hace muy feliz, pues tu posición está llena de signos esperanzadores.

No puedo abandonar este cuadro, empero, sin comentar que esta mujer pasó triunfantemente una prueba que es muy común entre las almas que están buscando. Hermanos, aquellos evangelistas que no son pastores, tal vez difieran de mí en lo que estoy a punto de decir, pero si supiesen más acerca de las almas, no estarían en desacuerdo. Es habitual exhortar a la gente desde el púlpito a creer en Jesucristo; y no sólo es habitual sino que es sumamente apropiado y correcto, y entre más se practique esa exhortación, mejor. Pero hay algunos que se contentan con dar generalmente una exhortación y no tratan con afectuosa exclusividad los diversos casos de los hombres. Hay casos en los que una desnuda exhortación a creer no basta. Me pregunto qué harían los meros exhortadores con ciertos casos peculiares que traigo ahora entre manos. Son personas a quienes les he explicado muchas veces el Evangelio hasta donde mi capacidad me lo ha permitido, y he orado con ellos y por ellos; les he dado libros que han sido bendecidos por Dios en otros casos; los he orientado a ciertos pasajes de la Escritura que han sido instrumentos para dar la luz a miles de personas; sin embargo, estos individuos, mes tras mes, permanecen en la duda y en la turbación de mente en el mismo nivel que se encontraban al principio, y es más, están peor que antes.

Ese fue mi caso durante años cuando era niño. Mis padres me enseñaron el Evangelio, pero yo estaba sumido en tales tinieblas y en tal desaliento de espíritu, que no podía hacer lo que se me ordenaba que hiciera y cuando se me pedía que mirara a Cristo, sentía como si no tuviera ojos para mirarle. El propio Evangelio no parecía adecuarse a mi caso; eran mi ceguera pecaminosa y mi necedad culpable las que me inducían a pensar así; pero, ¡ay!, cuántas personas hay igualmente ciegas que necesitan que sus casos sean manejados con delicadeza y sabiduría. Aunque les digamos “Cree”, están lejos de ser consolados por ese consejo; se requiere de una explicación adicional, de alguna aclaración simplificada de la verdad salvadora, y tal vez se necesite darles laboriosamente respuestas a sus dificultades, antes que puedan encontrar la paz.

Los genuinos buscadores que aún no hayan obtenido la bendición, pueden cobrar ánimo gracias a la historia que estamos considerando. El Salvador no dio de inmediato la bendición, aunque esta mujer tenía fe. No se alarmen; es la verdad. Ella poseía una fe real y genuina en Cristo cuando vino a Jesús, o no habría podido resistir las censuras de los discípulos. Sin embargo, a pesar de que era creyente, no obtuvo de inmediato la bendición que buscaba. El Salvador siempre tuvo el propósito de otorgarla, pero esperó un poco más. “Pero Jesús no le respondió palabra”. ¿Acaso no fueron buenas sus oraciones? Nunca hubo mejores oraciones en el mundo. ¿Era su caso de una necesidad perentoria? Su caso era sobrecogedoramente perentorio. ¿No sentía su necesidad lo suficiente? La sentía opresivamente. ¿No era lo suficientemente denodada? Era tan denodada como podría serlo jamás una mujer. ¿No tenía fe? Tenía fe a tal grado, que incluso Jesús se asombró y dijo: “Oh mujer, grande es tu fe”. Empero, por algún tiempo no pudo obtener una respuesta a sus oraciones.

Vean entonces, queridos amigos, que aunque es cierto que la fe proporciona paz, no siempre la otorga instantáneamente. Puede haber ciertas razones que exigen la prueba de la fe, más que la recompensa de la fe. La fe genuina podría estar en el alma como una semilla oculta que no ha producido ni flores ni frutos de gozo y paz. El consuelo es siempre el vástago de la fe, pero no siempre es de la edad de su madre. Digo esto para dar ánimos a algunos de ustedes. Les suplico que no renuncien a su búsqueda; no renuncien a confiar en mi Señor porque no hayan obtenido todavía el gozo consciente que anhelan. No dudo que ustedes serán salvados ciertamente, aunque al presente ninguna promesa benevolente haya alegrado su corazón. “La luz irrumpe lentamente” en muchos corazones, pero seguramente despuntará en breve.

Un doloroso silencio de parte del Salvador es la aflictiva prueba para muchas almas que buscan, pero es más onerosa la aflicción de una áspera respuesta cortante como esta: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”. Muchos encuentran un deleite instantáneo cuando esperan en el Señor, pero esto no sucede con todas las personas. Algunos, como el carcelero, son llevados de las tinieblas a la luz en un instante, pero otros son plantas de crecimiento más lento. En vez de un sentido de perdón, les podría ser dado un sentido más profundo de pecado y, en tal caso, requerirán de paciencia para resistir el pesado golpe. ¡Ah, pobre corazón!, aunque Cristo te golpeara y te hiriera e incluso te matara, debes confiar en Él; aunque te dirigiera una palabra de enojo, debes creer en el amor de Su corazón, e incluso si en los meses siguientes no fueras capaz de decir: “yo sé con seguridad que Él es mío”, no obstante, arrójate sobre Él, y confía con perseverancia allí donde no puedas esperar con deleite.

Llegamos ahora al propio texto. El caso de la mujer es un ejemplo de una fe que prevalece, y si queremos vencer, debemos imitar sus tácticas. Si yo fuera llamado a ser un comandante de un ejército, debería observar cómo han manejado el asunto otros comandantes que han sido exitosos. Aquí tenemos con nosotros a una mujer que venció a Cristo, y si nos regimos por su regla, venceremos también a Cristo por Su propia gracia.

I. En primer lugar, observen que ELLA ADMITE LA ACUSACIÓN PRESENTADA EN SU CONTRA. Jesús la llamó un perrillo, y ella mansamente dijo: “Sí, Señor”. Aquí no hay una controversia con Cristo; no hay un ensamblaje de oposiciones, no hay paliativos, ni excusas ni mitigaciones. Ella es franca, resuelta, humilde y abierta. “Sí, Señor”; esa es su única respuesta para Él. Cuando un hombre lucha, depende en gran manera del terreno que pisa; si no está parado firmemente, no puede resultar vencedor; si queremos luchar con el ángel de la misericordia, hemos de encontrar un sostén allí donde esta mujer lo encontró, es decir, en un sentido profundo de indignidad. Ella sabía que era una extranjera en Israel, y lo confesó de inmediato. Si hubiesen sido llamados perrillos, la mayoría de los hombres habrían dado la vuelta y se habrían alejado sumidos en una sombría desesperación, o bien habrían experimentado un arranque de ira y replicado al Maestro: “no soy más perro que Tú, y si vengo a pedir una caridad, ¿no podrías darme al menos una negativa cortés?” El corazón natural se rebela en contra de lo que dicen las Escrituras acerca de eso. Mientras un hombre no sea verdaderamente humillado, no quiere admitir la depravación de su naturaleza; aunque esté muy dispuesto a utilizar los términos comunes de la humildad, no los dice con intención, pues si le fueran aplicados bajo alguna otra forma, se pondría sumamente enojado; es como el monje que dijo que había quebrantado todos los mandamientos y que era tan malo como Judas Iscariote, y cuando alguien presente comentó: “siempre lo creí así”, el monje se enojó terriblemente, y prometió vengarse del hombre que lo había insultado de esa manera. Díganme ‘caballo’ si quieren, pero es algo muy diferente que pongan una silla de montar sobre mi espalda. Me he enterado de una mujer que le dijo a su ministro, que estaba de visita, que era una pecadora espantosa. “Bien”, -dijo el ministro- “no tengo ninguna duda de que lo eres; revisemos tus pecados”.

Entonces, comenzando por el primer mandamiento, ella declaró que nunca había quebrantado ese mandamiento; nunca había adorado a ningún otro dios, salvo a Dios; en cuanto al segundo mandamiento, nunca había erigido ninguna imagen esculpida, lo sabía; ni tampoco había quebrantado el día domingo; había honrado a su padre y a su madre; nunca había caído en la avaricia, nunca había dado un falso testimonio, nunca había matado a nadie; de hecho argumentó que no había quebrantado ninguno de los Diez Mandamientos, a pesar de que había confesado que era una muy triste pecadora. Nosotros nos confesamos culpables de robar un bosque, pero negamos haber robado nunca ni siquiera un par de tablas.

La mujer bajo nuestra consideración creía de corazón en la degradación de su estado, de manera tal que cuando el Salvador se dirigió a ella de forma muy ruda en apariencia, estaba tan completamente convencida de su propia condición caída, que no se molestó al ser llamada como lo que sabía que era. Ella había oído ladrar al pecado en su interior, tan a menudo y tan sonoramente, que cuando el Salvador la llamó perrilla, sólo sintió que estaba llamando a las cosas por su nombre apropiado. Si yo fuera a revisar todo el asunto de la caída y de la maldad del pecado, todo mundo diría en este lugar: “eso es cierto”; pero, ¡oh, cuán pocos hay que realmente sienten que sea verdad, y están profundamente afligidos por ello! Todos somos pecadores, eso decimos; pero todos tenemos nuestras excelencias, eso sentimos.

La Palabra de Dios no nos proporciona un cuadro muy halagador de la humanidad. Nos informa que nuestro primer padre pecó, y que a través de él, ya que nos representaba a todos nosotros, todos caímos y perdimos el favor de Dios. El Colegio del Heraldo de la Escritura nos proporciona un linaje desastroso. Esos aristócratas que son tan orgullosos de sus ancestros normandos harían bien en rastrear el árbol familiar hasta una fecha anterior, y descubrirían que la línea de sangre azul termina en el hortelano que robó la fruta de su Señor, y hubiera andado al garete sin un delantal que cubriera su desnudez. Oh nobles de la tierra, este un árbol genealógico de pordioseros; esta es una bar sinister, una señal de bastardía en su escudo de armas que nada podría eliminar. La Palabra Inspirada sigue informándonos que, a consecuencia de ello, todos nosotros nacemos en pecado y somos formados en iniquidad, y en pecado nos conciben nuestras madres; testifica que no sólo somos pecadores con la mano, sino con el corazón; que el pecado no es meramente una roña en nuestra piel, sino una lepra en el alma; que “Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente”; que el propio corazón es “engañoso… más que todas las cosas, y perverso”. Es más, sigue adelante y certifica que no sólo estamos enfermos y que somos depravados, sino que somos completamente pervertidos; por causa de nuestro pecado nuestras voluntades se han vuelto perversas, al punto de que no queremos venir a Cristo para que tengamos vida, y habitualmente tomamos lo amargo por dulce y lo dulce por amargo, y elegimos lo malo y evitamos lo bueno. Nos dice que esta incapacidad nuestra para el bien es tan grave que llega a ser equiparable a una muerte espiritual. Nos describe diciendo que estamos, por naturaleza, “muertos en delitos y pecados”, en un estado tal que somos tan incapaces de restaurarnos a la salvación así como son incapaces los muertos en sus tumbas de resucitar por su propio poder, ni restituirse a un estado de vida y salud. El Libro de Dios dice todo lo que pueda ser dicho contra el hombre y más de lo que el hombre está dispuesto a confesar, excepto cuando el Espíritu de Dios viene y entonces nuestro corazón responde: “Sí, Señor”. Además, la Palabra de Dios continúa diciendo que nuestro pecado es tan grave que siempre ha de ser odioso para Dios, que merece que quienes lo cometemos seamos arrojados de Su presencia y arrojados en una calamidad indecible; pero la naturaleza humana da coces contra esto, y dice: “No, el pecado es una debilidad, es un lado flaco, un error y nada más”; pero cuando el Espíritu Santo entra en el corazón clamamos: “Sí, Señor”; es algo negro, algo demoníaco, algo infernal, y si Tú nos arrojaras al infierno, sólo estarías haciendo con el pecado lo que debe hacerse.

Queridos amigos, siempre que se encuentren con un pecador doblegado por el peso del pecado, nunca traten de hacer que su pecado parezca más liviano; por el contrario, díganle al alma que está sumamente desesperada: “sientes que eres un gran pecador, pero eres un mayor pecador de lo que tú mismo sientes”. Cuando el alma dé voces diciendo: “Mi pecado se ha agravado en extremo”, no intenten consolarla buscando excusas para ella; más bien díganle: “grave en extremo como piensas que sea tu pecado, es más grave de lo que te imaginas”. Nunca le hagas el juego al diablo excusando a los pecadores por sus pecados. Si consuelas a tu amigo diciéndole: “Bien, no has sido un pecador tan terrible como crees”, estarías proporcionándole un consuelo fatal; le estarías presentando una droga venenosa que puede inducirle al sueño pero que por lo mismo, lo induciría a la destrucción. Dile que el pecado es en sí tan horrible, que si un hombre pudiese ver un pecado desnudo se volvería loco; que la más mínima ofensa contra Dios es tan intolerable que si fuese apagado el fuego del infierno, un solo pecado podría encenderlo de nuevo.

Si hubiese sido una manera sana de obtener el consuelo, la mujer en este caso habría argumentado: “No, Señor, no soy un perrillo; tal vez no sea todo lo que debería ser, pero de cualquier modo no soy un perrillo; soy un ser humano. Hablas muy ásperamente; Maestro bueno, no seas injusto”. En vez de eso, ella lo admite todo. Eso demostró que tenía la correcta condición mental, puesto que admitía, en su sentido más negro y más agravado, todo lo que el Salvador decidiera decir en su contra. La luciérnaga fulgura como una estrella en la noche, y la yesca podrida refulge como oro derretido, pero, en el día, la luciérnaga se convierte en un miserable insecto, y la yesca podrida es podredumbre y nada más. Lo mismo sucede con nosotros: mientras no nos venga la luz, nos consideramos buenos, pero cuando la luz del cielo resplandece, nuestro corazón es revelado como podredumbre, corrupción y degeneración. No susurren al oído del lamentador que eso no es así, ni se engañen ustedes mismos con la creencia de que no es así. Tú eres un pecador perdido; efectivamente mereces la condenación; tú la mereces especialmente, aunque nadie más la mereciera; tú has pecado en contra de la luz y del conocimiento; estás arruinado, y arruinado por completo. Por malo que te consideres, tu caso es infinitamente peor de lo que lo concibes, y yo no estoy aquí para darte algún consuelo diciendo: paz, paz, cuando no hay paz. Tu estado, oh pecador, es terriblemente malo y pronto será peor, desesperadamente peor; pido que seas conducido a decir esto delante de Dios: “Sí, Señor”.

II. Pero noten, en segundo lugar, que A PESAR DE TODO, ELLA SE ADHIERE A CRISTO. ¿Percibieron la fuerza de lo que dijo? “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa”, -¿de dónde?- “de la mesa de sus amos”. En el Oriente, los perros muy raramente tienen algún amo. Hay perros grandes que deambulan en todas las ciudades orientales, que viven de la basura desechada por las casas y esos perros grandes constituyen un estorbo tal, que no veo que haya una sola palabra en toda la Escritura a su favor. El perro, tal como lo conocemos, es un muy fiel y afectuoso servidor del hombre y merece gran honra; pero, en el Oriente, sólo merece desprecio; es simplemente un bruto grande y aullador que ladra o muerde a cualquiera que pase. En los días del Salvador, los orientales habían aprendido las costumbres romanas, y habían introducido perros pequeños como mascotas; y es notable que nuestro Señor no llamara a esta mujer con la expresión para designar a uno de los perros grandes que no tienen dueño, sino para uno de los perritos falderos. Ciertamente era un apelativo de desprecio, pero aun así, no era uno de los más severos. “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”. Hay una palabra aquí que quiero que adviertan. La mujer no dice solamente: “los perrillos comen las migajas que caen de la mesa”, sino que agregó: “que caen de la mesa de sus amos”. Adviertan su adherencia a Jesús; ella le dice en efecto: “Tú eres mi amo”. Pareciera decirle: “Señor, yo estoy pidiendo una gran bendición, y sin importar lo que me digas, tengo el propósito de obtenerla; pero si no pudiera obtener la bendición, de cualquier manera, siempre te seguiré; Tú serás mi amo. Aunque Tú no me dijeras nunca: ‘ve en paz, tu fe te ha dado la bendición’, yo te recibo como mi amo”. Así como un perro callejero elige a un extraño y le sigue hasta su casa, y pareciera decirle: “puedes patearme o cerrar la puerta, pero yo te he elegido como mi amo; si me cerraras una puerta, entraré por otra; si me cerraras ambas puertas me quedaré en el tapete de la entrada; y si me echaras a patadas a la calle, voy a permanecer allí hasta que salgas, y entonces te seguiré; te he tomado como mi amo, y serás mi amo”.

Ahora, pobre alma, ¿es ése tu caso? Si no lo fuera, te exhorto a que tomes esa posición. Tú has admitido que todo lo que Jesús ha dicho es verdadero, pero dices: “A pesar de eso, ya sea que soy un perro o un demonio, nunca dejaré de venir a Cristo como mi Salvador. Si fuera un perro caminaré junto a los talones de la misericordia; en la mañana, al mediodía y en la noche, me echaré a los pies de mi Amo, y no renunciaré nunca a confiar en Jesús, aun si no recibiera consuelo de Él. He discutido mi caso con mi propio corazón, y he concluido que si Dios decide ser un Salvador, no podría haber ningún caso fuera del alcance de Su infinito poder; si el Hijo de Dios muere y derrama Su sangre, no puede haber ningún pecado carmesí que Su sangre no pudiera limpiar, y si resucitó de los muertos y ascendió a lo alto, entonces puede salvar eternamente a los que por Él se acercan a Dios. Por tanto, estoy resuelto a esperar y a luchar hasta que se digne darme una respuesta”. Nadie se aferra más estrechamente a Cristo que la persona que es más sensible a su condición perdida. ¿Quién se sostiene más firmemente a la tabla? Pues es el hombre que está más temeroso de morir ahogado. El miedo vuelve, con frecuencia, más intensa la fe. Entre más miedo le tenga a mis pecados, más firmemente me asiré a mi Salvador. El miedo es, algunas veces, el progenitor de la fe.

Alguien que caminaba por el campo se vio muy sorprendido cuando una trémula alondra que volaba se posó en su pecho. Fue algo muy extraño que un tímido pájaro hiciera eso, ¿no es cierto? Sí, pero la venía persiguiendo un halcón, y el miedo al halcón le dio al ave la necesaria determinación para volar a un hombre en busca de refugio. Y ¡oh!, cuando los fieros buitres del pecado y del infierno están persiguiendo a un pobre pecador, se ve forzado a volar al corazón del bendito Jesús mediante el valor que da la desesperación. Juan Bunyan tiene en algún lugar unas palabras a este efecto: “fui conducido a tal espanto y horror bajo la ira de Dios, que no pude evitar confiar en Cristo; sentí que aunque Él estuviera allí con una espada desenvainada en Su mano yo debía correr incluso hacia su aguzada punta antes que seguir soportando mis pecados”. Yo espero y oro para que Dios los conduzca a Jesús de esa manera, si es que no fuesen atraídos mediante instrumentos más delicados.

Hermanos, un alma apoyada en Cristo que se aferra a Él con un apretón agonizante, no puede perecer de ningún modo; eso es algo totalmente imposible. He tratado algunas veces de visualizar a algún alma en el infierno que haya buscado a Jesús y haya resuelto a morir a los pies de Su cruz. Tal cosa no puede ser; pero supónganlo por un instante, y verán que la suposición se destruye a sí misma. “Ay”, - dice esa alma perdida- “Jesús, yo dependí únicamente de Ti, pero estoy condenado; yo era indigno, y no merecía ni una pizca de Tu favor; pero yo confié en Ti como el Salvador de los malvados, en verdad dependí de Tu poder para liberarme, y heme aquí en el abismo”. ¿Podrían imaginar un sonido así en medio de los alaridos del infierno? ¡Cómo se reirían los demonios! “¡Ja, ja!, ¿dónde están las promesas? ¿Dónde está el grandioso corazón de Cristo que permite que perezca un pecador que se abrazó a Él? ¿Acaso sería porque no pudo?” Entonces Satanás daría voces diciendo: “¡Ja, ja!, No pudo salvar perpetuamente a los que por Él se acercaron a Dios; aunque presumía de ser médico, no pudo sanar”. “O por otra parte”, -dice el archimaligno- “no quiso salvar a aquellos que anhelaban y ansiaban ser salvados”. Tú te estremeces al pensar qué horrible blasfemia sería todo eso, y cómo la honra del glorioso Redentor se vería mancillada. Eso no sucederá; pecador, eso no sucederá. Si eres el ofensor más negro que jamás hubiere vivido, arrójate a los pies de Jesús, resuelto a no irte hasta que te otorgue el perdón. Él no puede rechazarte. No debemos limitar a Dios, ni decir qué puede hacer y qué no puede hacer; pero de hecho leemos que no puede mentir, y ciertamente, si Jesús fuera a desechar a un alma que hubiere venido a Él, mentiría. Por tanto, ten buen ánimo. Sólo mantente firme en que nunca dejarás al Salvador, en que morirás al pie de la cruz, y todo estará bien contigo.

III. Además, el arma principal de la mujer, el fusil de aguja que usó en su batalla, fue esta: HABÍA APRENDIDO EL ARTE DE EXTRAER CONSUELO DE SUS AFLICCIONES.

Jesús la llamó: un perrillo. “Sí”, -respondió ella- “pero entonces los perrillos reciben las migajas”. La mujer podía ver un pequeño borde de plata tras la nube negra. Cristo le arrojó un hueso; ella lo levantó y lo quebró y le extrajo la médula. Parecía ser una piedra muy dura, pero tenía un trozo de oro adentro, y deshizo el cuarzo y encontró la clara y fulgurante barra de oro y se vio enriquecida. “Me dices que soy un perrillo”, dice; “muy bien, seré un perrillo, pero voy a conseguir las migajas”. Ella extrae el agua del consuelo del profundo pozo de sus miserias.

Ahora, pobre alma, tú que te encuentras en el mismo estado, intenta hacer lo mismo con la ayuda del Espíritu Santo. Satanás ha estado diciéndote: “Tú has quebrantado la ley de Dios, tú le has ofendido, tú has sido un pecador”. Alma, si te queda algo de entendimiento, córtale la cabeza al diablo con su propia espada y dile: “yo soy pecador, pero está escrito: ‘Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores’. ¿Qué dices a eso, Satanás? Si soy un pecador, Él vino al mundo para salvar a los pecadores. Si yo no hubiese sido un pecador, Jesús no habría venido para salvarme, pues no está escrito en ninguna parte que Él viniera para salvar a los que no son pecadores. Entre más claramente compruebe que soy un pecador, más claramente demostraré que soy un objeto para la misericordia del Salvador.

Tal vez la conciencia te susurre: “tú no eres un pecador de una clase ordinaria; tú has recorrido las mayores distancias hasta el punto de endurecer tu corazón; tú eres un pecador perdido”. “¡Ah!”, -dices- “voy a aprovechar eso, pues el Hijo del Hombre vino para buscar y salvar lo que se había perdido. Él no vino a buscar a aquellos que no necesitaban ser buscados; no vino como el grandioso Pastor para encontrar a las ovejas que estaban en el redil, sino aquellas ovejas que se habían perdido; y puesto que soy una oveja perdida, cuando vea al Pastor recorriendo los montes en pos de las ovejas perdidas, voy a balar como una oveja perdida, pues tal vez ha venido para rescatarme”. Pero la conciencia te dice otra vez: “tú eres una persona muy desmerecedora; no solamente eres un pecador perdido, sino que eres completamente indigno”. Pecador, aprovecha ese argumento, y di: “Dios es un Dios de misericordia. Si yo mereciera algo, habría menos espacio para la misericordia, pues se me debería algo como un asunto de justicia; pero como soy una exclusiva masa de desmerecimiento, hay espacio para que el Señor revele la abundancia de Su gracia”.

No hay espacio para que un hombre sea generoso en medio de aquellas espléndidas mansiones de Belgravia. Supongan que un hombre tuviera miles de libras esterlinas en sus bolsillos, y deseara darlas en caridad. Ese hombre se vería imposibilitado de hacerlo entre los palacios principescos. Si fuera a golpear a las puertas de esas grandiosas mansiones, y dijera que necesitaba una oportunidad para ser caritativo, lacayos empolvados le cerrarían la puerta en su cara, y le dirían que se largara a otra parte con su impudencia. Pero vengan conmigo; caminemos por todas las callejuelas que serpentean entre los muladares, y vayamos a los pasadizos traseros donde multitudes de niños harapientos están jugando en medio de la inmundicia y de la suciedad, donde todas las personas son miserablemente pobres, y donde el cólera está emponzoñándose. Ahora, amigo; baja tus bolsas de dinero; aquí hay un abundante espacio para tu caridad; ahora puedes meter ambas manos en tus bolsillos, sin temer que nadie te rechace. Puedes gastar ahora tu dinero a diestra y siniestra con facilidad y satisfacción.

Cuando desciende la misericordia de Dios para distribuir misericordia, Él no puede darla a quienes no la necesitan; pero tú necesitas perdón, pues estás lleno de pecado, y eres precisamente la persona que tiene la oportunidad de recibirla. “¡Ah!”, -dice alguien- “estoy tan enfermo del corazón; no puedo creer, no puedo orar”. Si viera el carruaje del doctor transitando a una gran velocidad a lo largo de las calles, estaría muy seguro de que no se dirige a mi casa, pues no lo requiero; pero si tuviera que adivinar adónde se dirigía, concluiría que se apresuraba hacia algún enfermo o persona moribunda.

El Señor Jesucristo es el Médico de las almas. Entre más enfermo estés, más espacio habrá para el arte del médico. Cuando un hombre se establece en alguna actividad comercial, busca una localidad donde sus artículos sean necesarios, y allí abre su tienda. ¿Qué pasa si digo que el oficio de mi Señor es salvar a los pecadores? ¿Qué pasa si digo que es el único oficio y vocación que asumió: convertirse en un Salvador de los perdidos y de las almas arruinadas? Entonces puede completar un cambio rápido en tu corazón, y creo que abrirá una tienda allí, y se enriquecerá con tu alabanza y con tu amor por haberte salvado.

Haz el esfuerzo de probar ahora, oyente, para encontrar así esperanza en la propia desesperanza de tu condición, independientemente del aspecto en que esa desesperanza pueda manifestarse ante ti. La Biblia dice que tú estás muerto en pecado; entonces concluye que hay espacio para que venga Jesús, puesto que Él es la resurrección y la vida. Si estuvieras vivo, no necesitarías dos vidas, pero como estás muerto, hay espacio para que Jesús te dé vida. La Biblia te dice que estás muerto; no lo niegues; di: “Sí, Señor”, pero entonces hay espacio para la plenitud de Cristo. Si estuvieras repleto no podrías contener dos plenitudes; tu propia plenitud no le daría espacio a la plenitud de Cristo; pero ahora que estás vacío hay espacio para Él.

Corazón amado, en vez de intentar mejorar tu caso, cree en tu total maldad, y, sin embargo, ten mucho ánimo. No podrías exagerar tu pecado, y aun si pudieras, sería más sabio errar en esa dirección que en la otra.

Un hombre tocó a la puerta de mi casa hace algún tiempo solicitando una caridad; se trataba de un mendigo arrogante, de eso no me cabe la menor duda. Pensando que los harapos del hombre y su pobreza eran reales, le di un poco de dinero, algunas de mis ropas, y un par de zapatos. Después que se cambió la ropa y se marchó, pensé: “Bien, después de todo, muy probablemente no te hice ningún favor, pues ahora no vas a recibir tanto dinero como antes, ya que no te verás como un sujeto tan desvalido”. Sucedió que salí de casa como un cuarto de hora más tarde, y vi a mi amigo, pero ya no llevaba los vestidos que yo le había dado; vamos, habría arruinado yo su negocio si le hubiera podido convencer para que mantuviera una apariencia respetable. El mendigo había sido lo suficientemente listo para deslizarse debajo de un pasaje abovedado donde se quitó la buena ropa y se visitó nuevamente con sus harapos. ¿Lo culpé por eso? Sí, por ser un pillo, pero no lo culpé por seguir haciendo su negocio con el atuendo adecuado. El hombre no hacía sino llevar su librea apropiada, pues los harapos son la librea del mendigo. Entre más harapiento se viera, más obtendría. Lo mismo sucede con ustedes. Si van a ir a Cristo, no carguen con ustedes sus buenas acciones ni sus buenos sentimientos, pues no obtendrían nada; vayan en sus pecados, pues son su librea. Su ruina es su argumento para alcanzar misericordia; su pobreza es la razón por la que piden las limosnas celestiales, y su necesidad es la excusa para la bondad celestial. Vayan tal como son, y dejen que sus miserias argumenten a favor de ustedes.

Si yo fuera herido en el campo de batalla, y el cirujano anduviera recorriendo la zona para atender a los enfermos, se aseguraría de acercarse primero a los que mostraban las peores heridas, pues en la prisa de una batalla es seguro que no atenderán al hombre que perdió un dedo por un disparo, cuando hay otros cuyos brazos y piernas fueron cercenados; yo tendría mucho cuidado de exponer mi caso tan exhaustivamente como pudiera; de ninguna manera hablaría con ligereza de mis dolencias, con el objeto de que mis heridas sangrantes fueran vendadas tan pronto como fuera posible. No me sentiría inclinado a decir: “Oh, no es nada; sólo estoy levemente lesionado; no es nada de importancia”. Me encontraría en la situación de tratar de aprovechar al máximo la oportunidad, y de obtener toda la ayuda requerida tan pronto como fuera posible.

Ahora, pecador, debes aprender este arte. No te pintes con brillantes colores. Reconoce que estás perdido y arruinado, y entonces, aferrándote todavía a Cristo, haz que tus propias necesidades y carencias, y muerte y ruina sirvan de argumento del por qué el Señor de la misericordia debe mostrar Su omnipotente poder en ti.

IV. En cuarto lugar, permítanme notar la manera en la que la mujer ganó el consuelo: ELLA PENSÓ GRANDES PENSAMIENTOS ACERCA DE CRISTO.

Deben prestar su atención a esto. El Maestro había hablado acerca del pan de los hijos: “Ahora”, -argumentó ella- “puesto que Tú eres el amo de esa mesa, yo sé que Tú eres un padre de familia generoso, y hay una abundancia garantizada de pan en Tu mesa. No eres un proveedor mezquino; habrá tanta abundancia para los hijos que habrá migajas que arrojar al suelo para los perros, y los hijos no sufrirán ningún menoscabo porque los perros sean alimentados”. Ella no pensaba que el Señor fuera un administrador de un asilo de pobres que debe repartir tantas onzas de alimento a cada uno, sino que pensó que Él era un proveedor generoso que mantenía una mesa tan buena, que todo lo que necesitaba sería comparativamente una migaja; sin embargo, han de recordar que lo que necesitaba era que el demonio fuera echado fuera de su hija. Era algo muy grande para ella, pero tenía una estima tan alta de Cristo, que dijo: “No es nada para Él, equivale a que Cristo me dé una migaja”. Este es el camino real al consuelo. Sólo graves pensamientos de tu pecado te conducirán a la desesperación; pero grandes pensamientos acerca de Cristo pronto te transportarán a lo alto sobre alas de águila. “Mis pecados son muchos, pero, ¡oh!, para Jesús, quitarlos todos no es nada; Él puede levantar tan fácilmente los montes de mi pecado como para mí sería fácil levantar una madriguera de topos con la pala. Es cierto que el peso de mi culpa me aplasta como el pie de un gigante aplastaría a un gusano, pero no sería algo mayor a una brizna de polvo para Él, porque Él ya ha cargado su maldición en Su propio cuerpo sobre el madero. Será algo insignificante para Él darme una plena remisión aunque será una bendición infinita para mí el recibirla”. Ella abre su boca para esperar grandes cosas de Jesús, y Él la llena con Su amor.

Les pido, queridos amigos, que hagan lo mismo. Oh, que el Espíritu Santo lo habilite para hacerlo. Pero ustedes podrían decir: “ayúdame”. Bien, yo te ayudaré. Debes pensar grandes pensamientos acerca de Jesús cuando recuerdes que Él es Dios. ¿Cuál límite podrías establecer cuando tienes que tratar con Dios? Con Su palmo mide los cielos, y el hueco de Su mano sostiene los mares y alza las islas como algo muy pequeño. Si Jesucristo es Dios, ¿cómo puedes pensar que no pueda salvarte? Oh hombre, cuando tienes que tratar con el Eterno y el Infinito deja que tus dudas vuelen con los vientos. Piensa de nuevo que siendo Dios, sufrió el castigo del pecado; un dolor que el hombre solo no habría podido soportar. El peso de la ira de Su Padre cayó sobre Jesús en el Calvario. ¿Puedes verlo con Sus manos y Sus pies traspasados, puedes leer las líneas de agonía escritas sobre Su frente coronada de espinas, y no creer que sea capaz de salvar? Dios sobre todo, la gloria de cuyo semblante llena el cielo de esplendor, entrega Su rostro para ser cubierto de vergonzosos escupitajos, y Su frente para ser bañada con gotas de sudor sangriento. ¿Hay algo imposible para los méritos del Dios agonizante?

Piensa en eso, pecador, y no le pondrás ningún límite a lo que Jesús pueda hacer. Pero Jesús resucitó. Contémplale cuando se levanta de la tumba, ascendiendo al trono de Su Padre en medio del júbilo de diez mil ángeles; mira cómo lleva las llaves del cielo y de la muerte y del infierno, balanceándose en Su cinto. ¿Qué es lo que no puede hacer? ¿No puede salvarte, Aquel que es “exaltado en lo alto para dar arrepentimiento”, que “puede salvar perpetuamente”, viendo que vive para interceder; puedes dudar de Su poder de salvar? Oh, no deshonres a mi Señor. Confía en Él ahora.

Pero tú estás dudando todavía; entonces te traeré otra cosa que echará fuera todas tus dudas por causa del dulce amor de Dios, y hará que te aferres al Salvador. Hay algunas aldeas en los condados orientales donde hay un celebrado doctor, y me he enterado que hay diligencias que inician su recorrido en remotos caseríos cargados de gente que viaja cuarenta o cincuenta kilómetros para consultar a ese hombre famoso; yo no podría decir si les ha hecho bien o no, pero el ejemplo me es muy útil. Supongan que uno de ustedes saliera para ver a este doctor. Sintiéndote muy enfermo y adolorido, tienes miedo de que no te sirva de nada cuando llegues allá; pero en el camino te encuentras con diligencias llenas de personas que viajan muy alegremente de regreso a casa. Te preguntan: “¿adónde vas?”, y tú respondes: “Voy a ver al doctor Fulano de Tal porque estoy enfermo”. “¡Oh!”, -dicen- “es una dicha que puedas ir; hemos estado allí; estábamos tan mal como tú y fuimos curados, y ahora vamos a casa”. “Pero”, -preguntas tú- “¿acaso algunos de ustedes tenía una pierna mala como la mía?” “Oh, sí”, -responde uno- “yo tenía las dos piernas malas; mi caso era incluso peor que el tuyo”. “Bien, ¿estás ahora perfectamente restaurado?” “Sí”, -dice aquel hombre- “mira qué bien camino, estoy plenamente restaurado”. ¿Acaso no seguirías tu camino lleno de confianza? Tú estabas medio miedoso antes, pero ahora dices: “ahora voy a proseguir mi camino alegremente, pues estas curaciones son otras tantas pruebas del poder del médico”.

Hay cientos de personas esta mañana en este ‘Tabernáculo libre’ que pueden decir: “Sí, Jesús puede salvar”, y ellos pueden dar la mejor prueba de ello agregando asimismo: “¡Él me ha salvado a mí!” Queridos oyentes, yo sé que Cristo puede salvar a los pecadores, pues he visto Su salvación en miles de casos; pero la mejor prueba que jamás recibí fue cuando Él me salvó a mí. Cuando lo miré y fui aliviado y mi rostro no se vio avergonzado, entonces supe que no necesitaba más argumentos.

Oh, pecador, Él ha salvado a borrachos, blasfemos, rameras, proxenetas y adúlteros. Pablo dice que Él salvó a quienes se habían manchado a sí mismos con pecados innombrables, pues afirma: “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados”. Incluso el asesino puede ver que sus hechos de sangre son limpiados por la sangre de Jesús”. Todo pecado y blasfemia serán perdonados a los hombres, pues “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Él es un grandioso Salvador, es el más grandioso Salvador, Él es un Salvador más grande que el mayor; y en cuanto a tus pecados, se hundirán debajo del mar de Su sangre expiadora, y nunca serán encontrados contra ti jamás. La mujer pensó grandes pensamientos de Cristo y eso le aportó el consuelo.

V. Y así pueden ver, por último, QUE ELLA GANÓ LA VICTORIA.

Ella confesó lo que Cristo le hizo ver; ella se aferró a Él, y utilizó argumentos tomados incluso de Sus ásperas palabras; ella creyó grandes cosas de Él, y así le venció. Ahora déjenme decirles que la razón por la que venció a Cristo radicaba realmente en esto: que ella se había vencido, antes que nada, a sí misma. Ella había vencido en otra lucha antes de luchar con el Salvador, una lucha con su propia alma. Me parece verla antes de salir de su casa. Estaba sentada un día cuando una vecina muy comunicativa vino y le dijo: “¿Has oído acerca del nuevo profeta?” “No, no me he enterado: ¿qué hay acerca de Él?” “¡Oh, es un grandioso sanador de enfermedades!” “Cuéntame al respecto”, instó la mujer, pues ese tema le interesaba. Oyó la historia; sabía que su amiga hablaba mucho más de lo necesario, y no le creyó lo suficiente. Al día siguiente fue a casa de la vecina, y le preguntó: “¿Estás segura de que lo que me dijiste era muy cierto?” “Bien”, -le respondió- “me enteré por Sutana de Tal, cuya hija fue sanada”. La mujer resolvió entonces investigar el asunto, y por fin encontró a un testigo ocular cuya palabra era confiable. “Sí”, -dijo el amigo- “es el Mesías, el Hijo de Dios, que ha descendido a la tierra, y yo estoy seguro de que es capaz de curar, pues he visto algunos milagros portentosos obrados por Él; no hay ninguna duda acerca de Su poder”. Al principio la mujer estaba perpleja. Ella había sido educada en el paganismo; había probado con sus dioses paganos, y le habían fallado; había probado con sus sacerdotes, quienes sólo la habían engañado, y tal vez pensaba que esto era también un engaño. Pero reflexionó al respecto. Había cincuenta objeciones; pero entonces se dijo: “He oído que habrá tales y tales señales que acompañarán la venida del Mesías, y este Hombre es justamente lo que decían que sería el Mesías; yo creo que Él es el Mesías, y si es el Hijo de Dios, Él ha de ser capaz de sanar a mi hija”. Entonces surgió un ejército de dificultades. “Tú eres cananea”. “Sí, pero fue dicho del Mesías: ‘No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare’; por tanto, iré y probaré con Él; y además está escrito: ‘Los gentiles esperarán en él’; yo soy una mujer gentil, y voy a confiar en Él”. Puedo suponer que ella debatió todo esto en su mente, y habiéndose vencido primero a sí misma, fácilmente venció al dispuesto Salvador.

Posiblemente algunos de ustedes piensen que hay un grado de dificultad en llevar al Señor a salvar a un pecador. No hay ninguno en lo absoluto. La dificultad radica en llevar al pecador a confiar en Jesús. Allí está el trabajo, allí está la labor. En el caso de esta mujer, el conflicto con Jesús fue únicamente externo mas no real. Él ya estaba de su lado. El verdadero conflicto estaba en su propia incredulidad, y cuando su fe demostró ser victoriosa internamente, se tornó victoriosa con Cristo.

Pecador, no hay ningún obstáculo entre tú y la salvación sino tú mismo. ¿Hablo osadamente? Cristo ha rebajado cada monte en tu camino, y ha rellenado cada valle, y ha hecho una amplia calzada que va desde ti hasta el propio trono de Dios. La dificultad está contigo, no con Dios. ¿Qué pasa contigo, entonces? ¿Puedes confiar en Cristo, querido oyente? ¿Te puedes arrojar por completo sobre Jesús crucificado? Si fuera así, tus pecados te son perdonados, y prosigue tu camino y regocíjate. Pero si no puedes, allí está tu dificultad. ¡Oh, que Dios te ayude a contender con ella! Dudar de Cristo es un pecado, es una crueldad; es un tajo seco sospechar que Él no está dispuesto a perdonar. ¡Desecha, te lo suplico, tu malvada incredulidad! ¡Que Dios el Espíritu Santo te ayude a hacerlo! Ven tal como eres, y descansa en Jesús, y encontrarás vida eterna.

Porción leída antes del sermón: Mateo 15: 21-39.


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