Estes es mi cuerpo

De Libros y Sermones Bíblicos

Revisión de 14:45 7 mar 2013

Hace varios domingos me preparaba para dejar a mi esposa y a mis tres hijos pequeños en casa y viajar con mis dos hijos mayores hasta una iglesia en Kentucky, donde yo predicaría. Con un viaje de dos horas de ida y dos de regreso, además de dos cultos de adoración entremedio, nuestra familia estaría separada durante ocho horas. Llamé a mi esposa y a mis pequeños, y les dije: “Nos veremos en la Cena del Señor.” Llegaría ese tiempo cuando mi familia estaría reunida de nuevo, un tiempo cuando una parte de mi familia no estaría en Neon, Kentucky, y el resto en Bristol, Tennessee; un tiempo cuando todos estaríamos en los lugares celestiales, comiendo con nuestro Rey. Y esto no era meramente un pensamiento consolador sino una realidad sustantiva.

Esta realidad es algo que echamos de menos con referencia a la Cena del Señor. Con frecuencia consideramos el sacramento de la comunión como un mero tiempo de quietud, seguido a continuación de una pequeña merienda. Reflexionamos sobre nuestros pecados, tal como debemos hacerlo. Reflexionamos sobre lo que Cristo llevó a cabo por nosotros, tal como debemos hacerlo. Si se nos ha enseñado bien, nos acordamos de reflexionar sobre la gloria de entrar en la presencia de Cristo, sabiendo que estamos a Su mesa, juntamente con Él. Pero ciertamente nos es algo muy raro recordar que somos nosotros los que hemos venido a Su mesa, y que, por lo general, venimos a ella solos.

La comunión de los santos habla no solamente de nuestra unión con Cristo, sino también de nuestra unión los unos con los otros. Estas dos uniones están inseparablemente entretejidas. No es posible tener unión con Cristo y no tener unión con Su pueblo. Y no es posible tener unión con Su pueblo, sin tener unión con Él. La comunión no es solamente yo y Jesucristo, ni tampoco es solamente yo y mis amigos. La Comunión es Jesucristo y yo y mis amigos.

Por supuesto que amigos no es exactamente la palabra correcta para describirlo. La comunión de los santos no es alguna forma sofisticada de hablar acerca de este compañerismo. Más bien, venimos a la Cena del Señor juntamente con todos aquellos, que al igual que nosotros, están en un pacto de unión con Jesucristo. Venimos juntos a la Cena del Señor como el cuerpo de Cristo. No somos meramente un grupo de personas que comparten la misma forma de pensar; somos un grupo de partes corporales, que se alimentan del cuerpo de Cristo.

Sin embargo, no sufrimos separación alguna cuando no estamos participando juntos de la Cena del Señor. Seguimos siendo, y siempre seremos, el cuerpo de Cristo, entretejidos por el hecho de que estamos unidos con Cristo. Y esta realidad debería ejercer una influencia profunda en cómo nos vemos los unos a los otros. Debido a nuestra unión con Cristo, deberíamos de ver a nuestros hermanos como Cristo los ve a ellos; es decir, como aquellos que están en unión con Cristo. Cuando el Padre Celestial nos mira, debido a nuestra unión con Cristo, Él ve a Cristo. Cuando vemos a un hermano, nosotros deberíamos ver lo mismo.

Lo cual no siempre es tan fácil. Con cuánta frecuencia no hemos escuchado o pronunciado esta queja, “Amar a Cristo es fácil; es amar a los Cristianos que es difícil.” No es fácil amar lo que con frecuencia vemos dentro de la iglesia del Señor. Nuestros hermanos en la iglesia, al igual que nuestros hermanos y hermanas en nuestros hogares, tienen la capacidad de irritarnos profundamente. Nos irritamos mutuamente. O peor aún, pecamos unos contra otros. ¿Cómo puede nuestra comunión ser algo dulce cuando tenemos que contender con tanta discordia y amargura dentro de la iglesia? La respuesta no se encuentra en ejercicios para sentirnos bien de la psicología moderna que quieren enseñarnos a ser amables. No necesitamos entrenamiento en sensibilidad. Tampoco necesitamos gigantescos esfuerzos de voluntad simplemente para llevarnos bien. En cambio, como frecuentemente es el caso, la respuesta yace en creer en el Evangelio.

Cuando creemos en el Evangelio, primero nosotros creemos que Dios ya ha juzgado los pecados que nuestros hermanos han cometido contra nosotros. No hay necesidad alguna de alimentar resentimientos cuando Dios mismo ya ha sido satisfecho. Y cuando creemos en el Evangelio, también creemos que nosotros mismos somos profundamente indignos. Nos damos cuenta de que seguimos siendo pecadores y que irritamos a los demás. Dejamos de ofendernos cuando no se nos trata con la dignidad y respeto que merecemos, puesto que sabemos que no merecemos ni dignidad ni respeto. Sabemos quienes somos, y sabemos que Jesucristo recibió el castigo que nosotros merecíamos. Por lo tanto, aprendemos a perdonar a los demás, tal como queremos que ellos nos perdonen a nosotros.

Cuando creemos en el Evangelio, miramos con esperanza hacia el propósito final de nuestra salvación. Anhelamos ese día cuando seremos aquello para lo que fuimos redimidos—libres de culpa y rectos; cuando seremos en nosotros mismos lo que ya somos en Cristo. Examinamos las señales indicadoras de que estamos progresando, creciendo en gracia. Y nos deleitamos al ver la manifestación de esas señales en nuestros hermanos y hermanas. Recordamos entonces que estaremos con ellos para toda la eternidad, y que cuando nosotros y ellos estemos plenamente santificados, nosotros les amaremos plenamente.

Cuando creemos en el Evangelio, nosotros creemos que en unión con Cristo lo podemos todo, incluyendo amar lo difícil de amar. No nos entregamos a una pereza carnal y descansamos en una mera esperanza futura. Nosotros creemos que Él está obrando en nosotros para darnos fe, esperanza, y el más grande de estos frutos, el amor.

Cuando creemos en el Evangelio, nosotros creemos, tal vez más importantemente, que nuestros hermanos y hermanas están en unión con nuestro Esposo Celestial, Cristo Jesús. Cuando los miramos, si realmente creyéramos en el Evangelio, entonces tenemos que verle a Él. Él los ama como un esposo ama a su esposa; y como nuestro Esposo, Él nos da mandamiento de amarlos de la misma forma. Y porque Él está presente podemos hacerlo. Él es uno con ellos. Cuando creemos en el Evangelio, no necesitamos que Él nos diga cuando le dimos de comer para aliviar Su hambre, o cuando le vestimos para cubrir Su desnudez. Nosotros ya lo sabemos, porque debido a nuestra unión con Él, cuando nosotros hacemos estas cosas por el más pequeño de nuestros hermanos, se las hacemos también a Él.

Cuando creemos en el Evangelio, sabemos que no se requiere la Cena del Señor para venir coram Deo, ante el rostro de Dios. Sabemos que nosotros estamos ante Su rostro cada instante que estamos en la presencia de aquellos que están en unión con Él. Nosotros disfrutamos de la comunión mística y dulce de los santos cuando quiera y donde quiera que los santos estén reunidos. Donde quiera que nosotros estemos, Él está allí en medio de nosotros, porque nosotros estamos en unión con Él.