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English: Kingdom Life

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Por Dennis E. Johnson sobre Reino de Dios
Una parte de la serie Tabletalk

Traducción por Juan Pablo Molina Ruiz


Jesús prometió que el reino de Dios vendría con poder antes de que Sus oyentes enfrentaran la muerte (Marcos 9:1). Después de su resurrección, Él habló de nuevo a sus discípulos sobre el reino de Dios (Hechos 1:3). El día de Pentecostés, Pedro anunció que Jesús había estado sentado a la diestra de Dios en el cielo, cumpliéndose la antigua promesa de poner al descendiente de David en su trono real (Hechos 2:30–35). Estos textos, al igual que muchos otros, expresan el testimonio unánime del Nuevo Testamento de que el reino redentor de Dios, esperado por tanto tiempo, y que ha invadido este mundo manchado de pecado para recuperarlo para su legítimo rey, había empezado con la predicación, los milagros, la muerte, la resurrección, la ascensión y la entronización divina de Jesús el Mesías.

Continuaba no obstante la vida en el Imperio Romano. El César todavía gobernaba, a veces con violencia despiadada y con una decadencia desagradable. Los cristianos todavía soportaban enfermedades, prisión, azotes en incluso el martirio. Las tormentas todavía arremetían en el Mediterráneo, hundiendo barcos y llevándose vidas. La hambruna, la peste, la pobreza, la opresión: si el reino pacífico de Dios en el que el depredador y la presa viven reconciliados (Isaías 11:6–9) había nacido, la situación mundial en las esferas política o física no daban indicaciones de ello.

Poco ha cambiado en dos milenios. Baños de sangre en Bagdad, en Darfur y en las vías urbanas y en los campus suburbanos de Estados Unidos parecen contradecir la afirmación de que el Príncipe de la Paz reina ahora en la tierra. Vergonzosas discusiones y cismas en la iglesia reflejan dudas acerca de Su reinado incluso sobre aquellos que lo declaran como rey.

Los autores del Nuevo Testamento, sin embargo, transmiten la infalible afirmación del Espíritu Santo de que el victorioso sacrificio de Jesús y su resurrección reivindicatoria inauguraron en efecto el reino redentor de Dios. Además, muestran la influencia de la llegada del reino en las vidas de los creyentes hoy que todavía pecan y que todavía sufren.

En el centro de la Revelación de Jesús a Juan se encuentran visiones idénticas que representan el momento crucial en el conflicto cósmico de las eras (Apocalipsis 12). Juan vio al Hijo de la mujer amenazado por el Dragón pero posado en el trono de Dios para reinar en las naciones, cumpliéndose el Salmo 2 (Apocalipsis 12:5). Entonces Juan vio la batalla en el cielo, y al dragón derrotado y expulsado; y Juan oyó la importancia de aquella victoria: “Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque el acusador de nuestros hermanos ha sido arrojado… Ellos lo vencieron por medio de la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de ellos…” (vv. 10–11). La llegada del reino de Dios en la muerte y exaltación de Su Cristo ha inhabilitado a Satanás, nuestro acusador, en el tribunal celestial. Sus cargos contra nosotros han sido contestados completamente por el sufrimiento y la justicia de Jesús nuestro abogado.

Como Jesús es el rey sacerdote que reina a la diestra de Dios (Hebreos 8:1; 10:12–14), Su intercesión desde el trono silencia toda acusación que asedie nuestras conciencias (Romanos 8:33–34). Vivir en el reino significa descansar en la perfecta justicia de Jesús Rey: “Cuando Satanás me tienta para que me desespere y me habla de la culpa interna, miro arriba y lo veo allí, a quien puso fin a todo mi pecado” (Charitie Lees Bancroft, “Before the throne of God above (Ante el trono soberano de Dios)” 1863).

Sin embargo, por reconfortante que sea saber que Jesús nuestro rey se sienta entronado en el cielo, otorgándonos nuestra justificación mediante Su sangre y justicia, todavía nos podemos preguntar si Su inauguración del reino de Dios influye de alguna manera en nuestra lucha actual contra el pecado en la tierra. ¡La respuesta de la Biblia es un sí rotundo!

Dios “nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado” (Colosenses 1:13, énfasis agregado). Nuestro traslado al reino que Jesús gobierna tiene ramificaciones reales para nuestra búsqueda diaria de la santidad. Cuando el Espíritu Santo nos llevó a la fe, uniéndonos a Cristo en Su muerte y resurrección, Él soltó las ataduras letales y tiranas del pecado en nuestros corazones y nos liberó para vivir como súbditos, felices y agradecidos, del Rey de reyes.

Por supuesto, este éxodo liberador no significa el fin de los esfuerzos de Satanás por reafirmar su poder sobre nosotros. La tentación persiste, y los creyentes aún tropiezan y con mucha frecuencia sucumben a los ataques de Satanás a nuestra fe y fidelidad. Pero ya no somos sus súbditos indefensos, encadenados a los poderes del mal. Como el pecado ya no tiene dominio sobre nosotros, no debemos permitir que el pecado reine en nuestros cuerpos mortales (Romanos 6:12–14).

Ya que estamos sentados con Cristo, nuestro representante, en Su trono real en el cielo (Efesios 2:6; Colosenses 3:1–4), mediante el poder de Su Espíritu Santo podemos dar fin a los hábitos malignos del corazón (Colosenses 3:5–9) y vestirnos, por el contrario, con los atributos llenos de gracia de nuestro rey: “compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia (3:12)”. Los atributos que distinguen el reino de Dios del dominio de las tinieblas —“justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17)— no están reservados para una era futura. Por el contrario, deben caracterizar las vidas y las relaciones de los Cristianos ahora.

Tan claro como el anuncio del Nuevo Testamento de que el ministerio, la muerte y la resurrección de Cristo inauguraron el reino de Dios es su insistencia en que sólo Su segunda venida lo consumará. Hemos visto el reino y hemos entrado a él con nuestro nacimiento desde arriba mediante el Espíritu (Juan 3:3–5). Sin embargo Dios todavía llama a los creyentes a que entren a Su reino venidero (2 Timoteo 4:1, 18; 2 Pedro 1:11). El reino que dirige y fortalece nuestra lucha actual contra el pecado también es nuestra herencia futura (1 Corintios 6:9–10; 15:50; Gálatas 5:21; Efesios 5:5; Santiago 2:5).

Los apóstoles de Cristo nos advierten con franqueza que los sufrimientos están ampliamente esparcidos por el camino que lleva a los ciudadanos del reino a nuestra herencia definitiva del reino. Cuando Pablo y Bernabé volvieron a dirigirse a las nuevas iglesias de Asia Menor, no escondieron esta realidad aleccionadora a los conversos recién nacidos, “exhortándolos a que preservaran la fe, y diciendo: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).

Si el mismo ungido rey tuvo que pasar por sufrimiento para entrar en la gloria de Su reino mesiánico (Lucas 24:26; 1 Pedro 1:11), ¿por qué tendría que ser diferente para nosotros quienes, por gracia de Dios, compartimos la herencia real de Jesús? De hecho, el sufrimiento por Jesús caracteriza a sus herederos a quienes el Padre promete el reino del cielo (Mateo 5:10; véase 2 Tesalonicenses 1:5). La compañía en la tribulación y la compañía en el reino van de la mano (Apocalipsis. 1:9).

El hecho de que el reino de Dios haya llegado con la venida de Jesús Rey también tiene consecuencias profundas para nuestra adoración como el pueblo del Nuevo Testamento y de Dios. Por un lado, como Israel en el desierto, estamos en el camino hacia nuestra herencia real, encaminados a la ciudad que está por venir (Hebreos 13:14), la nueva Jerusalén que será templo completamente (Apocalipsis 22:1–5). Por otro lado, al igual que los peregrinos en el desierto incluso ahora nos hemos “acercado al Monte Sion y a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial” y su asamblea gozosa y alabadora (Hebreos 12:22–24, énfasis agregado) y “recibimos un reino que es inconmovible” (v. 28).

Ya que hemos sido redimidos para constituir un reino y ser sacerdotes de nuestro Dios (Apocalipsis 1:6; Éxodo 19:6), nuestra asamblea semanal el primer día —ahora consagrada como “la del Señor” por Su resurrección— es, por fe pero de hecho, un público real. Mediante la presencia del Espíritu Santo nos reunimos ante el trono de nuestro rey triunfador, para encomiar a Su majestad, para celebrar Su victoria y para recibir de Su mano Sus trofeos de guerra: siervos dotados de espíritu —apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, maestros— mediante los cuales Cristo alimenta cada miembro de Su cuerpo (Efesios 4:8–16). Cada oficio de alabanza es una señal de que Jesús ahora reina en gracia soberana y de que regresará en glorioso esplendor.

Incluso después de la muerte y la resurrección de Jesús Sus discípulos todavía esperaban la restauración de Israel al dominio real (Hechos 1:6); pero el rey Mismo les mostró que sus esperanzas eran muy pequeñas, mientras Él les levantó los ojos para que vislumbraran la expansión de Su reino “hasta los confines de la tierra” (1:8, en alusión a Isaías 49:5–6; véase Hechos 13:47). Desde entonces, su proclamación de la llegada del reino estuvo inextricablemente atada a Jesús y a lo que Él había logrado con Su muerte y resurrección (Hechos 8:12; 19:8; 20:25; 28:23, 31).

La visión de Juan de un reino de sacerdotes tomados “de toda tribu y lengua y pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9–10) nos recuerda que la primera prueba terrenal de la entronización celestial de Jesús fue la proclamación de las “obras soberanas de Dios” en las propias lenguas de las personas “de todas las naciones bajo el cielo” el día de Pentecostés (Hechos 2:5–11). Esta oleada internacional de evangelización fue la obra de Jesús el Mesías, ahora en el trono a la diestra de Dios, quien “ha derramado esto que vosotros veis y oís” (v. 33). La coronación de este rey ha puesto en marcha una expansión mundial de los límites de la esfera salvadora de Cristo para abrazar a todos los pueblos de la tierra.

Puesto que el reino ha venido en la demostración de la gracia propiciatoria del rey, podemos difundir Su llamado: “¡Volveos a mí y sed salvos, todos los confines de la tierra!” (Isaías 45:22), con una dichosa confianza de que Su Espíritu conduzca a toda clase de personas a arrepentirse y a creer mediante ese Mundo soberano. Y como el reino no ha llegado aún en la forma final de la ira justa del rey, debemos llevar ese llamado a las personas lejanas y cercanas con alegre urgencia, como corresponde a los embajadores reales.



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