Las Bienaventuranzas

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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


"Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros." Mateo 5: 1-12.

Uno disfruta mucho más de un sermón cuando sabe algo acerca del predicador. Es natural que, como Juan en Patmos, nos volvamos para ver la voz que ha hablado con nosotros. Volvámonos aquí, entonces, y aprendamos que el Cristo de Dios es el Predicador del Sermón del monte. El que predicó las Bienaventuranzas era no sólo el Príncipe de los predicadores, sino que estaba calificado, más que cualquier otro, para disertar sobre el tema que había elegido. Jesús, el Salvador, era el más capaz de responder la pregunta, "¿Quiénes son los salvos?" Siendo Él mismo el siempre bendito Hijo de Dios, y el conducto de las bendiciones, era el más calificado para informarnos quiénes son en verdad los bienaventurados del Padre. Como Juez, será Su oficio dividir al fin a los benditos de los malditos, y por tanto era lo más conveniente que, en majestad evangélica, declarara las bases de ese juicio, para que todos los hombres pudieran ser advertidos.

No caigan en el error de suponer que los versículos iniciales del Sermón del monte declaran cómo vamos a ser salvados, pues eso sería causa de que su alma tropiece. Ustedes encontrarán la plena luz sobre este asunto en otras partes de la enseñanza de nuestro Señor; pero aquí Él responde únicamente a la pregunta: "¿Quiénes son los salvos?" o, "¿cuáles son las marcas y evidencias de una obra de gracia en el alma?" ¿Quién más conoce mejor a los salvos que el Salvador? El pastor es quien discierne mejor a sus propias ovejas, y el único que conoce infaliblemente a los que son Suyos, es el propio Señor. Podemos considerar las marcas de los bienaventurados dadas aquí, como testimonios ciertos de la verdad, pues son dadas por Aquél que no puede errar, que no puede engañarse, y que, como su Redentor, conoce a los Suyos.

Las Bienaventuranzas derivan mucho de su peso, de la sabiduría y gloria de Quien las pronunció; y, por tanto, desde el principio se les pide su atención a ese hecho. Lange afirma que "el hombre es la boca de la creación, y Jesús es la boca de la humanidad;" pero nosotros preferimos, en este lugar, pensar que Jesús es la boca de la Deidad, y recibir cada una de Sus palabras como investidas de un poder infinito.

La ocasión de este sermón es notable. Fue predicado cuando se nos describe a nuestro Señor "Viendo la multitud." Esperó hasta que la congregación a Su alrededor alcanzara su mayor tamaño y estuviera sumamente impresionada con Sus milagros, y luego aprovechó la ocasión, como debe hacerlo todo hombre. El espectáculo de una vasta concurrencia de personas debe movernos siempre a la piedad, pues representa un montón de ignorancia, de dolor, de pecado, y de necesidad, demasiado grande para que podamos medirlo. El Salvador miró a la gente con un ojo omnisciente que captó toda su triste condición; Él vio las multitudes en un sentido enfático y Su alma se agitó ante ese espectáculo.

La Suya no fue la lágrima pasajera de Jerjes cuando pensó en la muerte de sus millares armados, sino que fue una identificación práctica con las huestes de la humanidad. Nadie se preocupaba por ellas, eran como ovejas sin su pastor, o como matas de trigo a punto de secarse y caer al suelo por falta de segadores que las segaran. Jesús, por tanto, se apresuró al rescate. Él sin duda, con placer, se dio cuenta de la avidez de la muchedumbre para escuchar, y esto lo condujo a hablar. Un escritor citado en la "Catena Aurea", ha dicho atinadamente: "Todo hombre, en su propia actividad o profesión, se regocija cuando ve una oportunidad para ejercerla; el carpintero, si ve un árbol atractivo, desea derribarlo para poder emplear su habilidad en él; y de igual manera el predicador, cuando ve una gran congregación, se regocija en su corazón, y se alegra por la oportunidad de enseñar." Si los hombres se volvieran negligentes para escuchar, y nuestra audiencia menguara hasta quedar reducida a un simple puñado, sería una gran pena para nosotros cuando recordáramos que, habiendo habido muchos con la avidez de oír, no fuimos diligentes para predicarles. El que no siegue cuando los campos están blancos para la siega, únicamente podrá culparse a sí mismo si, en otras épocas, es incapaz de llenar sus brazos con las gavillas. Las oportunidades deben ser aprovechadas con prontitud siempre que el Señor las pone delante de nosotros. Es bueno pescar cuando hay muchos peces, y cuando los pájaros se juntan alrededor del cazador de aves, es tiempo que extienda sus redes.

A continuación, es digno de considerarse el lugar desde donde fueron pregonadas estas Bienaventuranzas: "Viendo la multitud, subió al monte." Si ese monte elegido es el conocido como los Cuernos de Hattin, no nos corresponde a nosotros debatir; que ascendió a una elevación es suficiente para nuestro propósito. Por supuesto, esto sería principalmente por la comodidad que la extendida ladera de la colina proporcionaría al pueblo, y la presteza con la que el predicador podría sentarse sobre un peñasco saliente para poder ser visto y oído por todos; pero nosotros creemos que el lugar escogido para la reunión también contenía su propia instrucción. La exaltación de la doctrina podría muy bien estar simbolizada por el ascenso al monte. De cualquier manera, es importante que todo ministro esté convencido que debe ascender en espíritu cuando vaya a disertar acerca de los encumbrados temas del Evangelio. Una doctrina que no puede ser ocultada, y que producirá una Iglesia semejante a una ciudad construida sobre un monte, comenzó a ser proclamada muy apropiadamente desde un lugar conspicuo. Una cripta o una caverna habrían sido lugares completamente inadecuados para un mensaje que debe ser pregonado desde los tejados de las casas, y predicado a toda criatura bajo el cielo.

Además, las montañas han estado siempre asociadas con distintas épocas de la historia del pueblo de Dios; el monte Sinaí es sagrado para la ley, y el monte Sión es simbólico de la Iglesia. El Calvario iba a estar conectado a su debido tiempo con la redención, y el monte de los Olivos con la ascensión de nuestro Señor resucitado. Era conveniente, por tanto, que el inicio del ministerio del Redentor estuviese vinculado a un monte tal como "la colina de las Bienaventuranzas." Fue desde una montaña que Dios proclamó la ley, y es sobre un monte que Jesús la explica. Gracias a Dios, no era un monte alrededor del cual se tuvieran que poner límites; no era la montaña que ardía con fuego, de la cual Israel huyó con miedo. Era, sin duda, un monte todo cubierto de hierba y adornado con lindas flores, en cuyos costados el olivo y la higuera pululaban, excepto en los puntos donde las rocas se abrían paso irguiéndose por entre el césped, invitando ávidamente a su Señor a honrarlas, convirtiéndolas momentáneamente en Su púlpito y Su trono. ¿Acaso no podría agregar que Jesús sentía una profunda simpatía por la naturaleza, y por tanto se deleitaba en un salón de actos cuyo piso era la hierba, y cuyo techo era el azul del cielo?

El espacio abierto era acorde con la largueza de Su corazón, y las brisas rememoraban Su libre espíritu, y el mundo alrededor estaba lleno de símbolos y parábolas, de conformidad con las verdades que enseñaba. Mejor que un largo pasillo o que hileras de palcos en un salón abarrotado, era esa grandiosa ladera de la colina como un lugar de reunión. ¡Qué bueno sería que más a menudo pudiéramos escuchar sermones en medio de un paisaje que inspire al alma! Seguramente tanto el predicador como su audiencia se beneficiarían igualmente si cambiaran una casa hecha con manos de hombres, por el templo de la naturaleza hecho por Dios.

Había enseñanza en la postura del predicador: "y sentándose," comenzó a hablar. No creemos que ni el cansancio ni lo prolongado del discurso fueran el motivo de que Se sentara. Frecuentemente se quedaba de pie cuando predicaba sermones que duraban mucho tiempo. Nos inclinamos a creer que, cuando se convertía en el intercesor de los hijos de los hombres, se quedaba de pie con Sus manos alzadas, elocuente de la cabeza a los pies, impetrando, suplicando, y exhortando con cada miembro de Su cuerpo, y con cada una de las facultades de Su mente; pero ahora que era, por decirlo así, un Juez otorgando las bendiciones del reino, o un Rey sentado sobre Su trono, separando a Sus verdaderos súbditos de los extraños y extranjeros, decidió sentarse.

Como un Maestro que tiene autoridad, oficialmente ocupó la cátedra de la doctrina, y habló ex cáthedra, como dicen los hombres, como un Salomón actuando como preceptor de asambleas, o como un Daniel, venido para juzgar. Se sentó como un refinador y Su palabra era como fuego. Su postura no se explica simplemente por el hecho que era una costumbre oriental que el maestro se sentara y el alumno estuviera de pie, pues nuestro Señor era algo más que un maestro didáctico. Él era un Predicador, un Profeta, un Intercesor, y consecuentemente adoptaba otras posturas cuando cumplía esos oficios. Pero en esta ocasión, se sentó en Su lugar como Rabí de la Iglesia, como Legislador del reino de los cielos investido de autoridad, como el Monarca en medio de Su pueblo. Vengan aquí, entonces, y oigan al Rey en Jesurún, al Legislador Divino, no en la entrega de los diez mandamientos, sino en la enseñanza de las siete, o si lo prefieren, de las nueve Bienaventuranzas de Su reino bendito.

Luego se menciona, para indicar el estilo de Su prédica, que "abrió su boca," y algunos altercadores de escaso entendimiento han preguntado, "¿cómo podría haber enseñado sin abrir su boca?" La respuesta es que Él frecuentemente enseñaba, y enseñaba mucho, sin decir una sola palabra, puesto que Su vida entera era una enseñanza, y Sus milagros y Sus obras de amor eran las lecciones de un Instructor de instructores. No es superfluo decir que "abriendo su boca les enseñaba," pues les había enseñado a menudo cuando Su boca estaba cerrada. Además, con frecuencia encontramos maestros que raramente abren sus bocas; ellos sisean el Evangelio eterno por entre sus dientes, o lo musitan dentro de sus bocas, como si nunca hubiesen recibido el mandamiento "Clama a voz en cuello, no te detengas." Jesucristo hablaba como habla un hombre que tiene gran solicitud; enunciaba claramente y hablaba con voz poderosa. Alzaba Su voz como una trompeta, y publicaba la salvación por todas partes, como un hombre que tenía algo que decir y que anhelaba que su audiencia lo oyera y lo sintiera.

¡Oh, que la propia manera y la voz de quienes predican el Evangelio fuesen tales que demostraran su celo por Dios y su amor por las almas! Así debería ser, pero no es así en todos los casos. Cuando un hombre se vuelve terriblemente solícito al hablar, su boca parece agrandarse en sintonía con su corazón: esta característica ha sido observada en vehementes oradores políticos, y los mensajeros de Dios deberían sonrojarse si tal observación no fuera aplicable a su caso.

"Y abriendo su boca les enseñaba." ¿Acaso no tenemos aquí una alusión más que, así como Él había abierto la boca de Sus santos profetas desde tiempos antiguos, ahora abría Su propia boca para inaugurar una revelación más plena? Si Moisés habló, ¿quién hizo la boca de Moisés? Si David cantó, ¿quién abrió los labios de David para que publicara las alabanzas de Dios? ¿Quién abrió la boca de los profetas? ¿Acaso no fue el Señor, por Su Espíritu? ¿No es correcto decir ahora que Él abría Su propia boca, y hablaba directamente a los hijos de los hombres, como el Dios encarnado? Ahora, por Su propio poder e inspiración inherente, comenzaba a hablar, no por medio de la boca de Isaías, o de Jeremías, sino por Su propia boca. Ahora era un manantial de sabiduría que se abría, y del que abrevarían gozosas todas las generaciones; ahora se iba a escuchar el sermón más majestuoso y, sin embargo, el más sencillo de todos los sermones predicados a la humanidad. La apertura de la fuente que fluyó de la roca del desierto no contenía ni la mitad de la medida del gozo para los hombres. Nuestra oración debe ser: "Señor, así como Tú has abierto Tu boca, abre nuestros corazones;" pues cuando la boca del Redentor se abre con bendiciones, y nuestros corazones son abiertos con deseos, el resultado será un glorioso henchimiento con la plenitud de Dios, y luego también nuestras bocas serán abiertas para proclamar la alabanza de nuestro Redentor.

Consideremos ahora las propias Bienaventuranzas, confiando que, con la ayuda del Espíritu de Dios, podamos percibir la riqueza de su santo significado. No hay palabras en todas las Santas Escrituras que sean más preciosas o que estén más cargadas de solemne sentido.

La primera palabra del clásico sermón grandioso de nuestro Señor es "Bienaventurados." No habrán dejado de percibir que la última palabra del Antiguo Testamento es "maldición," y es muy sugestivo que el primer sermón del ministerio de nuestro Señor, comience con la palabra "Bienaventurados." Tampoco comenzó Él de esa manera para luego cambiar de inmediato Su modo de hablar, pues nueve veces salió de Sus labios, en rápida sucesión, esa palabra encantadora. Se ha dicho muy correctamente que la enseñanza de Cristo puede resumirse en dos palabras: "Creed," y "Bienaventurados." Marcos nos relata que Él predicaba diciendo: "Arrepentíos, y creed en el evangelio." Y Mateo, en este pasaje, nos informa que Él llegó diciendo: "Bienaventurados los pobres en espíritu." Toda esta enseñanza tenía el propósito de bendecir a los hijos de los hombres: "Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él."

"Su mano no porta ningún trueno,
Ningún terror cubre Su rostro,
No hay grilletes que aprisionen nuestras almas
En las fieras llamas del abismo."

Sus labios, como un panal, gotean dulzura. Promesas y bendiciones se derraman de Su boca. "La gracia se derramó en tus labios," dijo el salmista, y consiguientemente la gracia se derramó de Sus labios; Él fue bendito para siempre, y continuó repartiendo bendiciones a lo largo de Su vida, hasta que, "bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo." La ley tenía dos montes, Ebal y Gerizim, uno para bendiciones y otro para maldiciones, pero el Señor Jesús bendice eternamente, y no maldice.

Las Bienaventuranzas que tenemos ante nosotros, que se relacionan con el carácter, son siete; la octava es una bendición para las personas descritas en las siete Bienaventuranzas, en los casos en que su excelencia ha provocado la hostilidad de los inicuos; por tanto, puede ser considerada como una confirmación y un resumen de las siete bendiciones que la preceden. Pensando que la octava es un resumen, consideramos que son siete las Bienaventuranzas, y así nos referiremos a ellas.

Todas las siete describen un carácter perfecto, y constituyen una perfecta bendición. Cada bendición por separado es preciosa, ay, más preciosa que la abundancia de oro fino; pero hacemos bien al considerarlas como un todo, pues como un todo fueron predicadas, y desde esa perspectiva, son una cadena maravillosamente perfecta compuesta por siete eslabones sin precio, unidos mediante un arte tan consumado, que únicamente nuestro Bezaleel celestial, el Señor Jesús, poseyó jamás. No se puede encontrar, en ninguna otra parte, una instrucción semejante en el arte de la beatitud.

Los doctos han recogido de los antiguos, doscientas ochenta y ocho opiniones diferentes relativas a la felicidad, y no hay una sola opinión que dé en el blanco. Pero nuestro Señor, en unas cuantas frases notables, nos ha dicho todo acerca de la felicidad, sin usar ni una sola palabra redundante ni permitir la más mínima omisión. Las siete frases de oro son perfectas como un todo, y cada una ocupa su lugar apropiado. En su conjunto son una escalera de luz, y cada una es un escalón del más puro brillo del sol.

Observen cuidadosamente, y verán que cada una se eleva por encima de las precedentes. La primera Bienaventuranza no es de ninguna manera tan elevada como la tercera, ni la tercera es tan elevada como la séptima. Hay un gran avance desde los pobres en espíritu hasta los de limpio corazón y los pacificadores. He dicho que ascienden, pero sería igualmente correcto decir que descienden, pues desde el punto de vista humano lo hacen; llorar es un escalón más abajo y sin embargo un paso más arriba que ser pobre en espíritu, y el pacificador, aunque es la condición más elevada del cristiano, será llamado a menudo a tomar el lugar más bajo por causa de la paz. "Las siete Bienaventuranzas señalan una caída en la humillación y una creciente exaltación. En la proporción en que los hombres ascienden en la recepción de la bendición divina, más se hunden en su propia estima, y consideran un honor hacer las obras más humildes.

La Bienaventuranzas no están únicamente colocadas una sobre otra, sinoque brotan la una de la otra, como si cada una dependiese de todas las que le precedieron. Cada crecimiento alimenta un mayor crecimiento, y la séptima Bienaventuranza es el producto de todas las otras seis. "Bienaventurados los que lloran" surge de "Bienaventurados los pobres en espíritu." ¿Por qué lloran? Lloran porque son "pobres en espíritu." "Bienaventurados los mansos" es una bendición que ningún hombre alcanza mientras no haya sentido su pobreza espiritual, y no haya llorado por ella. "Bienaventurados los misericordiosos" sigue a la bendición de los que son mansos, porque los hombres no adquieren el espíritu de perdón, de simpatía y de misericordia mientras no hayan sido hechos mansos al experimentar las dos primeras bendiciones. Este mismo ascenso y esta misma procedencia pueden ser vistos en las siete Bienaventuranzas. Las piedras son colocadas una sobre otra en hermosos colores, y son bruñidas semejando un palacio; todas son una secuela natural y una consumación, la una de la otra, como lo fueron los siete días de la primera semana del mundo.

Observen, también, en esta escalera de luz, que aunque cada escalón está arriba del otro, y cada escalón brota del otro, sin embargo cada uno es perfecto en sí mismo, y contiene en sí una bendición sin precio y perfecta. Los más humildes de los bienaventurados, es decir, los que son pobres en espíritu, tienen su bendición peculiar, y es ciertamente una bendición de naturaleza tal, que luego es usada como un resumen de todas las demás. "Porque de ellos es el reino de los cielos" es tanto la primera como la octava de las bendiciones. Los caracteres más sublimes, es decir, los pacificadores, que son llamados hijos de Dios, no son descritos como más que bienaventurados; sin duda, ellos gozan más de la bienaventuranza, pero no poseen más bienaventuranza por la provisión del pacto.

Noten con deleite, también, que la bienaventuranza está en todos los casos en el tiempo presente, una felicidad que debe ser gozada y disfrutada ahora. No es "Bienaventurados serán," sino "Bienaventurados son." No hay un solo paso en toda la experiencia divina del creyente, no hay un eslabón en la maravillosa cadena de gracia, en el que haya una ausencia de la sonrisa divina o una falta de felicidad real. El primer momento de la vida cristiana sobre la tierra es bienaventurado, y bienaventurado es el último. Bienaventurada es la chispa que tiembla en la caña de lino, y bendita es la flama que asciende en santo éxtasis al cielo. Bienaventurada es la caña cascada, y bienaventurado es el árbol de Jehová lleno de savia, el cedro del Líbano, que el Señor plantó. Bienaventurado es el bebé en la gracia, y bienaventurado es el hombre perfecto en Cristo Jesús. Así como la misericordia del Señor permanece para siempre, así permanecerá también nuestra bienaventuranza.

No debemos dejar de observar que, en las siete Bienaventuranzas, la bendición de cada una de ellas es apropiada al carácter. "Bienaventurados los pobres en espíritu" está conectada apropiadamente con el enriquecimiento en la posesión de un reino más glorioso que todos los tronos de la tierra. Es también sumamente conveniente que aquellos que lloran reciban consolación; que los mansos, que renuncian a toda autoexaltación, gocen de la vida al máximo, y así reciban la tierra por heredad. Es divinamente conveniente que aquellos que tienen hambre y sed de justicia sean saciados, y que quienes son misericordiosos para con otros, alcancen misericordia. ¿Quiénes sino los de limpio corazón verán al infinitamente puro y santo Dios? Y, ¿quiénes sino los pacificadores serán llamados hijos del Dios de paz?

Sin embargo, el ojo perspicaz percibe que cada bendición, aunque apropiada, es expresada paradójicamente. Jeremy Taylor afirma: "Son muchas paradojas e imposibilidades reducidas a un todo coherente." Esto es visto claramente en la primera Bienaventuranza, pues se dice que los pobres en espíritu poseerán un reino, y es igualmente manifiesto en la colección como un todo, pues trata de felicidad, y sin embargo, la pobreza encabeza la caravana, y la persecución cubre la retaguardia; la pobreza es lo contrario de las riquezas, y sin embargo ¡cuán ricos son quienes poseen un reino! Y la persecución se supone que destruye todo gozo, y sin embargo aquí es convertida en un tema de regocijo. Vean el arte sagrado de Quien habló como no habló jamás hombre alguno. Él puede a la vez convertir Sus palabras en sencillas y paradójicas, y puede por tanto atraer nuestra atención e instruir nuestros intelectos. Tal predicador merece el más atento de los oyentes.

Las siete Bienaventuranzas que componen este ascenso celestial a la casa del Señor, conducen a los creyentes a una elevada meseta en la que habitarán confiados, y no serán contados entre las naciones; su santa separación del mundo atraerá sobre ellos persecución por causa de la justicia, pero no pierden su felicidad, sino que más bien crece, y es confirmada por la doble repetición de la bendición. El odio del hombre no despoja al santo del amor de Dios; inclusive los denostadores contribuyen a su bendición. ¿Quién de nosotros se avergonzará de la cruz que debe acompañar esa corona de misericordia y piedades? Independientemente de lo que puedan involucrar las maldiciones del hombre, son un inconveniente tan pequeño ante la conciencia de ser bendecido siete veces más por el Señor, que no son dignas de ser comparadas con la gracia ya revelada en nosotros.

Aquí hacemos una pausa por el momento, y con la ayuda de Dios, consideraremos cada una de las Bienaventuranzas en posteriores homilías.


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