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Por Alistair Begg sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Micaela Ozores


“Si la Palabra no mora con poder en nosotros, tampoco se manifestará con poder por medio nuestro”, escribió el puritano John Owen, tal como puede apreciarse en la compilación de sus obras (The Works of John Owen, vol. 16, p. 76). La vida personal y el ministerio público de este hombre piadoso fueron la personificación de aquella verdad hace más de tres siglos. Por años llevó el mensaje de Jesucristo a las trincheras de una cultura tan caótica como la nuestra al mismo tiempo que afrontó la muerte de su esposa y cada uno de sus once hijos. John Owen no fue un teólogo que escribiera desde su torre de marfil, sino un pastor fervoroso que trabajó hasta el límite de sus fuerzas para continuar la obra comenzada por los Reformadores. Se lo recuerda por haber alumbrado con la luz del evangelio ámbitos de tal oscuridad espiritual como son la política y las instituciones académicas. Su amor por las Escrituras se articuló de forma clara y convincente desde los distintos púlpitos en los que Dios lo llamó a predicar.

No obstante, su éxito ministerial no se debió principalmente a su habilidad para la oratoria ni a su celo evangelístico, ni siquiera a su amor por las personas a las que pastoreaba. Dios lo usó enormemente en todas estas formas porque fue un hombre que se caracterizó por su santidad personal. En una época en que la iglesia intenta emular al mundo y ya no busca diferenciarse de la cultura orientada hacia el placer individual, el ejemplo de John Owen resplandece como un faro en una noche tormentosa.

Consideremos si hemos permitido que la cultura contemporánea se infiltre en nuestra mente y corazón. ¿Acaso hemos invertido las palabras de Cristo, cuyo deseo era que la iglesia estuviera en el mundo, para en lugar de aquello traer el mundo a la iglesia? Si examinamos la situación con honestidad, quizás lleguemos a la conclusión de que estamos contribuyendo a establecer esa tendencia. Quizás tomemos conciencia de que, en vez de confiar únicamente en la suficiencia de la Palabra de Dios, estamos albergando en las iglesias a consejeros que aplican métodos mundanos de análisis psicológico para tratar con las necesidades de los miembros. Tal vez comprendamos que hemos adoptado estrategias del mundo para alcanzar a las personas escépticas, que luego son las que ocupan los asientos del fondo, y no les presentamos las verdades del Evangelio y de la vida cristiana. La enseñanza fiel a la Palabra de Dios está en decadencia. ¿Será que nosotros también hemos reemplazado la predicación con producciones teatrales elaboradas que tienen por finalidad entretener a la congregación? En cuanto refiere a las relaciones, la tasa de divorcios y segundas nupcias es un claro espejo de las estadísticas de la sociedad. ¿Cuál es nuestra postura al respecto? La iglesia se ha vuelto tolerante hasta el punto de transigir las verdades bíblicas en todas las formas posibles; en definitiva, ha hecho a un lado los principios que Owen y sus contemporáneos hubieran defendido con la vida.

A diferencia de Owen, nosotros corremos el riesgo de caer presos del pensamiento de que, sin entretenimiento y otras concesiones que se ajusten a la realidad mundana, nadie querrá tomar lo que Jesús ofrece. No olvidemos la conversación que Jesús sostiene con el joven rico en Mateo 19, donde Jesús enseña a este muchacho la realidad del verdadero discipulado. Cuando el joven rico cayó en cuenta de vivir en el reino de Dios requiere un sacrificio personal, se apartó. Pero la reacción de Jesús no fue la de muchas iglesias hoy en día, que hubieran buscado la forma de hacer que el Evangelio luzca más atractivo a los ojos de aquel hombre. Por el contrario, Jesús lo dejó ir: Él sabía que los únicos términos según los cuales una persona puede en verdad seguir a Cristo son los términos establecidos por Dios.

Owen captó la atención de la cultura sin por ello someterse a ella, ya que su mayor deseo era reflejar la santidad de Dios en su vida y ministerio. Se mantuvo fiel a las verdades de las Escrituras en la predicación, incluso cuando se vio envuelto en una situación de persecución en la que peligraba su vida, a causa de su devoción por la santidad. Las multitudes acudían a Owen para escuchar sus sermones porque él reflejaba el carácter de Dios. Como cita el libro de Peter Toon, God’s Statesman: The Life and Work of John Owen (cuya traducción literal es “El estadista de Dios: vida y obra de John Owen”), Owen dijo: “Espero poder expresar con integridad que el deseo de mi corazón hacia Dios y el propósito principal de mi vida... es que, en mi propia vida, así como en los corazones y andanzas de otras personas, crezcan y se extiendan la mortificación y la santificación universal, para la gloria de Dios y para coronar el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo en todas las formas posibles” (p. 56).

Me temo que la santificación personal ya no es una prioridad en la iglesia, ni siquiera entre sus líderes, del modo en que lo fue en la era de los puritanos. Hoy en día, muchos ministros se preocupan más por el crecimiento numérico y el éxito de la congregación que por cultivar una vida santa. Sin lugar a dudas, este no era el caso de John Owen, quien, en lugar de dedicar tanto tiempo a la invención de distracciones innovadoras para el momento de la adoración, hizo de la comunión íntima con Dios la mayor de sus prioridades. Él entendió por qué el apóstol Pablo dijo: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2, RVR 60). La Palabra de Dios es el medio del que el Espíritu Santo se vale para transformarnos en la imagen de Cristo; por lo tanto, para que la predicación y el evangelismo sean efectivos, la comunión íntima con Dios en Su Palabra debe cobrar más importancia que el descubrimiento de la técnica ministerial más novedosa. Owen escribió que “en tanto los pastores, o aquellos a quienes así se designa, no sean ejemplos de santidad y obediencia al Evangelio, ninguna actividad que se lleve a cabo en las iglesias hará que el cristianismo tenga un mayor alcance o que las personas crezcan en él” (The Works of John Owen, vol. 16, p. 88).

Sin embargo, la santificación no es necesaria solo para los ministros. Si la iglesia ha de recuperar sus rasgos distintivos, la santificación es una responsabilidad para cada uno de los miembros. Hebreos 12:14 dice: “Buscad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (LBLA). Si no volvemos a hacer hincapié en la santidad, ¿cómo podrá el mundo mirar a la iglesia y ver en ella al Jesús que proclamamos? Las campañas evangelísticas sonarán vacías si falta una pureza personal que acompañe nuestro esfuerzo.



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