Cuando tus veintitantos son más oscuros de lo que esperabas
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Paul Maxwell sobre
Traducción por Laura Coloma
El cuerpo humano empieza a morir a los 25. Los veintitantos nos abofetean con la fecha de vencimiento de la maldición del pecado (Génesis 6:3): lentamente en los ligamentos; firmemente en las fibras de los músculos; sutilmente cuando buscamos protuberancias; mientas que nuestro índice de masa corporal aumenta de a decenas. Sentimos la muerte a partir de los veinte; emocionalmente y en las relaciones, de formas horribles y odiosas. Las cadenas de la muerte rodean nuestro cuerpo y nos atrapan, jalándonos lentamente hacia una fosa profunda donde creemos hallar la respuesta a la pregunta: “Muerte, ¿dónde está tu aguijón?” (1 Corintios 15:55). Los veinte años brindan tantas respuestas a esa pregunta: transición, fracaso, desesperación, dependencia, acusación, responsabilidad, fracaso moral, estancamiento, insatisfacción. Llamarlo “el aguijón” no es suficiente. Los veinte pueden ser una época oscura.
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Aspectos de la crisis del cuarto de vida
Hay (por lo menos) cinco sentimientos que abruman y desilusionan a los jóvenes santos errantes, día tras día.
1. La desilusión
“Pensé que las cosas saldrían mejor.”
“Pensé que yo estaría mejor.”
“Pensé que las amistades eran para toda la vida.”
Llegamos a los veinte y a los veintitantos con la esperanza de cumplir nuestros sueños de la infancia, pero resulta que exageramos nuestras expectativas con respecto al futuro. No hay misiones de astronautas. No hay presidencia. No hay ni esposo o esposa ni hijos. No tenemos casa. “Pero esta vida es un asco”. Las expectativas no demuestran ser falsas, solo demuestran ser modelos a escala, miniaturas de lo que realmente esperábamos; nos vemos en graves aprietos económicos, nos sentimos emocionalmente insatisfechos, no logramos destacarnos en lo profesional y nuestra vida espiritual está estancada. “Pensé que a esta edad ya habría superado este pecado”. Los espacios de paredes blancas del departamento compartido nos crispan los nervios y nos llevan al fatalismo: “Esto no puede ser. No puede ser que esto sea todo”. Las puertas de la niñez están cerradas a nuestras espaldas. La vida, al parecer, indica que las cosas solo empeorarán de ahora en adelante.
2. El desánimo
“Ya no soy tan feliz como antes.”
“Me siento básicamente incapaz de ver el lado positivo de la vida.”
“Perdí la capacidad de sentir alegría.”
Cada día —día tras día tras día— erosiona el alma. Cada día es un poco menos significativo, un poco más confuso; unos pocos momentos menos de belleza real, unos pocos placeres inocentes más para sobrevivir. La confusión permanente, la nebulosa emocional, la indolencia espiritual. Lentamente te vas deprimiendo, hundiendo, en una espiral que sigue girando hacia abajo, cada vez más bajo. El peso letárgico, la mirada miope. La palabra “oscuridad” no alcanza a describir esa sensación: el peso, el agotamiento, el desinterés, la falta de emoción, el desánimo.
3. La desesperación
“Nada de lo que hago importa.”
“Voy a estar estancado aquí para siempre.”
“Mis padres están tan decepcionados.”
“A todos mis amigos les va mejor que a mí.”
“La vida parece una carrera de locos.”
La desesperación es el músculo emocional del “Dios, esto no terminará nunca”. Paga. No te queda otra opción. La desesperación es la cuenta del banco con los números en rojo: “No hay suficiente esperanza. Por favor, deposite más fe para poder retirar fondos”. Y no tenemos nada. Cartas de rechazo, el fin de una relación romántica, la muerte de un padre o hermano, malas noticias hechas a la medida de nuestras ansiedades más notorias. Nos dejan avergonzados y con manos vacías. Nos roban la esperanza. Son despiadados ladrones de sueños. Nuestras circunstancias, emociones y relaciones... nos engañamos si creemos que no están entretejidas en la tela de nuestras creencias. Y cuando ellas mueren, la desesperación se aviva.
4. La duda
“La iglesia no entiende o aborda los temas con los que tengo dificultades.”
“Me siento juzgado por Dios todo el tiempo.”
“No estoy seguro de si Dios existe. Y si existe, no me importa.”
La duda ha sido consagrada y coronada por la generación de veinteañeros del nuevo milenio. Salve nuestro nuevo sacerdote y rey: la incredulidad. Y decimos cosas como: “Dios, si tu pueblo es tan amable, entonces por qué…”, “Dios, si eres tan grande, entonces por qué…”, “Dios, si no eres una deidad cruel, desinteresada, entonces por qué…”. Mientras nos hundimos profundamente en la desesperación, nos unimos a la duda. Nuestra fe pasa de “Él vendrá otra vez” a “Aquella vez cuando…”, de “Yo creo” a “Antes creía”.
5. La desolación
“No he sentido a Dios hace mucho tiempo.”
“Los amigos son falsos.”
“No tengo un lugar que sienta que es mi hogar.”
Desolación: soledad o aflicción angustiante; sensación de completo vacío o destrucción; del latín desolare, “abandonar”. La soledad puede ser la fuerza más destructiva del universo. El dolor de abandonar el hogar demanda más que sabiduría y una mesa de centro: puede sitiar, contorsionar y desmembrar el alma. Perder por primera vez la mano que nos sostiene, la preocupación cariñosa de quien nos quiere, el cuidado vigilante y la ayuda constante puede ser doloroso. Estoy solo; por lo tanto, solo para siempre; por lo tanto, indefenso. Estar desolado es sentirse destruido por el vacío. Y estamos siendo destruidos.
Dios y la oscuridad de tus veinte
Alguna vez Dios tuvo veintitantos: Cristo en la carne. Pero hay más. Él creó los veintitantos. Murió por los jóvenes de veintitantos y resucitó por los jóvenes de veintitantos. Ya sé, ya sé. Es irrelevante. No cambia nada. Quizás pienses que Jesucristo no cambia nada.
Leslie Newbigin dice: “No soy ni optimista ni pesimista; Jesucristo resucitó de entre los muertos”. ¿Jesús es irrelevante? ¿Cómo te está yendo al sumirte en la dialéctica del autodesprecio y la autocompasión? ¿Te está ayudando? ¿Está haciendo más de lo que Jesús hizo? Si la respuesta es sí, no sigas leyendo este artículo. Abandona internet. Sal, bebe y por lo menos sé feliz, pues mañana morirás (1 Corintios 15:32). Pero si estás buscando desesperadamente algo de qué agarrarte —algo, lo que sea— sigue leyendo. Jesús, en realidad, cambia bastante las cosas. Veamos cinco cosas que él ofrece.
1. Diligencia
Las responsabilidades son abrasadoras. Tal vez más cuando sentimos su calor por primera vez y sabemos que nunca terminarán. Para poder sentir el deseo de avanzar hacia una nueva etapa en nuestras vidas, tenemos que llevar a cabo la difícil tarea de dejar ir nuestra vieja vida: la buena vida de niños, de tranquilidad, de optimismo, sin preocupaciones, sin miedos y libres para soñar hasta donde alcance nuestra imaginación. Eso ya terminó. No es una exageración decir que tal vez necesitamos hacer duelo formalmente por nuestra niñez, para que podamos dejarla atrás. “Somos como moluscos que abren y cierran constantemente el cascarón de acuerdo al horario de las mareas de sus aguas luego de haber sido trasladados a la pecera de un laboratorio o a la cocina de un restaurante” (William Bridges, “Transición”). Tenemos que adaptarnos a nuestro nuevo entorno.
En una transición oscura y deprimente, Esdras “hacía confesión, llorando y postrándose” (Esdras 10:1). El pueblo le encomendó una misión: hacer espacio para Dios. “Levántate, porque este asunto es tu responsabilidad, pero estaremos contigo; anímate y hazlo” (Esdras 10:4). Antes que nada, en nuestros veintitantos necesitamos una cosa: una tarea significativa. Es parte de nuestra condición como seres humanos buscar, anhelar y lamentar la falta de una tarea significativa: “[tengan] por vuestra ambición el llevar una vida tranquila, y [ocúpense] en vuestros propios asuntos y [trabajen] con vuestras manos, tal como [les] hemos mandado” (1 Tesalonicenses 4:11). La diligencia marca el ritmo necesario para que el evangelio teja un camino dentro de las emociones lastimadas que pueden venir con los veinte. Diligencia para enfrentar el dolor, para seguir adelante, para adaptarnos, para avanzar: la diligencia, por su mismo significado, es el agente fundamental para contrarrestar la crisis del cuarto de vida.
2. Sueños
Primero, si piensas que la oscuridad es el golpe de gracia a la esperanza, ya estás muerto. No hay triunfo sobre la oscuridad de la desesperación si el corazón está dispuesto a darse por vencido. Pero no es un golpe de gracia. La desesperación es un reto: aquí, en nuestros veinte, tenemos que aprender a aplicar la violencia guerrillera de la vida cristiana. “No seas dócil con esa dulce noche: rabia, rabia contra la agonía de la luz”. No se ganan puntos por estilo. La desesperación no es profetisa o amiga: la desesperación siempre habla con una lengua rebelde y merece una brutalidad sangrienta. Este no es un asunto de machos. Es un asunto de vida en el Espíritu. El profeta Jeremías dice a Baruc: “Tú dijiste: ‘¡Ay, infeliz de mí!, porque el Señor ha añadido tristeza a mi dolor. Cansado estoy de gemir y no he hallado reposo’” (Jeremías 45:3). Dios responde: “pero a ti te daré tu vida por botín en todos los lugares adonde vayas” (Jeremías 45:5). Dios pelea con nosotros, si nosotros peleamos. El apóstol Juan escribe a los jóvenes porque ellos han “vencido al maligno” y “porque [son] fuertes” (1 Juan 2:13-14).
Segundo, puede que esos sentimientos oscuros no sean tan oscuros. En realidad, pueden significar algo. Pueden ser una luz roja de advertencia: “Haz esa otra cosa”, o “No te quedes aquí para siempre”. Pablo insiste: “Según el Señor ha asignado a cada uno, según Dios llamó a cada cual, así ande” (1 Corintios 7:17). ¿Estás siguiendo el sueño de tus padres? ¿De tu comunidad? ¿Son tus sueños esclavos de tus miedos? La intimidad de nuestra unión individual con Cristo nos da la libertad de dejar de vivir los sueños de otros. Dios te ha hecho un llamado personal. Está bien correr riesgos por tu propia cuenta y soñar en grande para la gloria de Dios.
3. Insatisfacción
¿Estás insatisfecho? Bien. El mundo está lleno de banquetes que sacian la carne en el momento, pero matan de hambre el alma (Eclesiastés 7:2). Piensa mejor de ti mismo que “este presente siglo malo” (Gálatas 1:4). Si creemos el mensaje del mundo de que estamos incompletos, somos ineptos e incapaces hasta el punto de que podemos remediarlo solo con suficiente Facebook, con suficiente dinero, con suficiente sexo, con suficientes pasatiempos, entonces somos esclavos de esas cosas (Romanos 6:16). Tenemos, al mismo tiempo, menos esperanzas y más razones para sentir esperanzas de las que nunca imaginamos. Dios aprueba tu insatisfacción con el paquete de concepto de uno mismo del mundo: “Grande, con un poco de desconfianza en ti mismo y una pizca de culpabilidad. Puede guardar a Jesús”. Qué infelicidad tan previsible.
El desprecio hacia uno mismo se perpetúa por sí solo: no es un pensamiento aislado, es un paseo en bicicleta acelerado y cuesta abajo. Juzgamos nuestros deseos: incompletos, sin logros, básicos, estúpidos, poco realistas. No intentes prevenir tu desilusión y abandono por medio de la autocondena y el abandono de ti mismo. Es un camino que lleva hacia una existencia entumecida y catatónica. Busca el fuego. Nuestros veinte pueden ser una anestesia; pueden insensibilizarnos ante el dolor y la motivación. Si podemos parar el goteo de la morfina del desánimo, nos daremos cuenta de que nuestra insoportable angustia existencial no es catastrófica: es el dolor de la despresurización, que nos hace ascender de las profundidades. “Entonces era yo torpe y sin entendimiento; era como una bestia delante de ti. Sin embargo, yo siempre estoy contigo; tú me has tomado de la mano derecha” (Salmos 73:22-23). La insatisfacción es lo que Dios usa para separarnos de las bestias.
4. Dependencia
Dios es un Padre amoroso. Punto final. Una parte del paquete es: Dios se preocupa por los problemas con tus padres. Si tuviste una relación agresiva, desilusionante, dañina, traumatizante o disfuncional con tus padres, eso es trágico y es una carga. Aun así, Dios —tu Padre perfecto— te cuida y se preocupa por tu historia. Según David Powlison: “La psicología dinámica convierte la relación pasada con los padres en una varita mágica para explicar toda la vida. La Biblia ofrece [...] una explicación más concreta que transforma la vida” (“What If Your Father Didn’t Love You?” [¿Qué pasaría si tu padre no te quisiera?]).
Dios no espera que seas un ejecutivo de Wall Street. Dios no desea que ganes un sueldo de seis cifras. Dios no quiere que tengas una personalidad despreocupada y divertida. Dios no quiere que solo ordenes tu vida de una vez. No estamos solos. No estamos irreparablemente rotos. No estamos destinados a ser como nuestros padres (2 Reyes 21:21; 2 Reyes 22:2). No estamos condenados por nuestro Padre celestial por estar en un proceso (2 Pedro 3:15). Él nos conoce, nos ama y está trabajando pacientemente en y con nosotros: “Les he escrito a ustedes, queridos hijos, porque han conocido al Padre” (1 Juan 2:13). Puedes depender de él para hallar amor, afirmación, afecto, corrección, una mano guía y el cuidado de quien nunca te abandonará. Respira.
5. Devoción
Dios es devoto nuestro. Esto puede sonar extraño. ¿No somos nosotros devotos de Dios? La devoción, ¿no es una actividad “inferior”? No. Dios es devoto de Cristo y nosotros somos uno con Cristo: “No temáis ni os aterroricéis ante ellos, porque el Señor tu Dios es el que va contigo; no te dejará ni te desamparará” (Deuteronomio 31:6). En la medida en que Dios es devoto de Cristo y está presente con él, también es devoto nuestro y está presente con nosotros (Efesios 1:20). Dios nunca será más devoto nuestro de lo que lo es hoy, ni siquiera a su regreso: tenemos “la salvación que está en Cristo Jesús, y con ella gloria eterna” (2 Timoteo 2:10).
Esto puede sonar trillado. Está bien. Dios no promete que sus verdades tendrán siempre el ingenio de ese tipo de la clase de escritura creativa de la Maestría en Bellas Artes que te está dejando con una deuda de $ 25 000. Dios dice cosas trilladas. Dios repite, una y otra vez, una sola verdad, poco original, exagerada y sobreactuada, porque la olvidamos con la misma frecuencia: “Trabajad, porque yo estoy con vosotros” (Hageo 2:4). “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). “Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón” (Salmos 34:18).
Dios está con los solitarios y los quebrantados de corazón. “¿Dónde? ¿Dónde está?”. Él está... él está allí. A veces hay más que decir, a veces no. Tú reclamas: “La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy enfermo; esperé compasión, pero no la hubo; busqué consoladores, pero no los hallé” (Salmos 6:20). Él no dejará de repetir: “El que os toca, toca la niña de su ojo” (Zacarías 2:8).
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