Cuando un ser querido se va al lado de Jesús
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Mark Jones sobre Muerte & Morir
Traducción por Andrea Ledesma
Tarde o temprano, todos nos enfrentaremos a la muerte de un ser querido. Los cristianos vivimos esta realidad más que cualquier otra persona, ya que pertenecemos a una familia más grande: la iglesia. En el cuerpo de Cristo, Dios nos bendice con muchos hermanos, hermanas, padres y madres, todos aquellos seres queridos con quienes nunca cortaremos el vínculo especial que mantenemos (Marcos 3:31–35).
Todos debemos lidiar con la muerte. Algún día, afrontaremos nuestro propio fin, pero, mientras tanto, también presenciaremos el paso de nuestros queridos amigos y familiares a otra vida. La muerte es un enemigo real, un enemigo aterrador. «Y el último enemigo que será abolido es la muerte» (1 Corintios 15:26).
He visto a personas morir en frente mío. He perdido amigos, tanto jóvenes como viejos. La muerte nunca es linda. Siempre genera pena. No hay nada de malo con el dolor frente a la muerte. El mismo Jesús lloró tras la muerte de su amigo Lázaro (Juan 11:35). Dios nos diseñó tan bien que la muerte no es natural para nosotros. Estábamos destinados a vivir.
Pero cuando perdemos a un ser querido que es creyente, debemos recordar una importante verdad que nos ayudará a sobrellevar la pérdida. Sin dudas, el dolor nos golpeará, pero por la gracia de Dios, la pena no debe vencernos. Esta verdad llega al corazón de la fe cristiana y nos brinda una percepción de la persona de Cristo, el hombre de Dios.
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Jesús te quiere
En el pasaje de Juan 17:24, leemos líneas que, si lo pensamos con atención y de manera devota, deberían estar cerca de nuestro corazón cuando un ser querido muere. Lee con atención las palabras que se utilizan:
- «Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo».
Como hombre, Jesús desea ciertas cosas, tanto en la tierra como incluso en el cielo. Aquí, desea algo que le hace saber al Padre. Se refiere, como ya lo hizo antes, a aquellos que el Padre le ha dado (consulte Juan 6:37, 39; 10:29; 17:6, 9). Los que el Padre le dio a Cristo son las ovejas por quienes el Buen Pastor dio su vida (Juan 10:11). Jesús le reza al Padre por sus queridas ovejas por medio de la Oración Intercesora en Juan 17, y continúa intercediendo por ellas hasta el día de hoy (Romanos 8:34).
¿Y qué quiere Jesús?
Quiere que su gente esté con él. Está completamente feliz y satisfecho ya que reina desde el cielo, pero según su oración en Juan 17, aún tiene un deseo insatisfecho: que su gente esté con él en el lugar que ya ha preparado para ellos (Juan 14:2–4).
Quizás perdamos, pero Jesús gana
Cuando un hermano o una hermana en el Señor muere, lo primero y más importante que debemos recordar es que el Padre ha respondido a la oración de Jesús. Dios es soberano sobre las muertes de nuestros seres queridos, y tiene propósitos que quizás nunca comprendamos (Deuteronomio 32:39; Santiago 4:15), pero nos aferramos a la verdad que Jesús rezó para que el Padre lleve a su gente a su lado. Cuando un cristiano muere, el Padre le concede a su Hijo un pedido por el que rezó por primera vez hace casi dos mil años, la noche antes de que diera su vida por su gente.
Al menos podemos decir estas palabras: Cuando un ser querido se va, Jesús gana mucho más de lo que nosotros perdemos.
Sí, perdemos. Nunca más volveremos a compartir un lindo vínculo con ese hermano o esa hermana en esta vida. El alcance de la pérdida a menudo escapa a nuestras palabras. Pero la pérdida nunca va más allá de las palabras de Jesús: «Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria».
Alegría eterna más allá de la tumba
Jesús sabe que su gloria va mucho más allá de lo que este mundo puede brindar. Sabe que un verdadero atisbo de su persona vale más que millones de mundos. Sabe que el atisbo de su gloria no dejará a nadie insatisfecho. Está ansioso por que sus preciosos santos entren en la verdadera y eterna felicidad a su lado.
Desde luego, vivimos muchas alegrías en esta vida, pero nada puede compararse con el puro gusto de la compañía sin estorbos que nos da Jesús. Estamos destinados a una inefable alegría en su presencia.
Una respuesta a la oración
Cuando pierdes a un ser querido en el Señor para el Señor, de verdad has perdido, al menos por ahora. Sin embargo, ese hermano o esa hermana ganó, al igual que Jesús (Filipenses 1:20–23). Es posible que lloremos a mares, pero esas lágrimas que caen por nuestras mejillas brillarán de alegría cuando nos demos cuenta de que la muerte de nuestros seres queridos no es más que una respuesta a la oración de Jesús.
La muerte de un ser querido en el Señor puede presentar una de las pruebas más importantes de nuestra fe. Pero, ¿podemos confiar en que nuestro ser querido está mejor con el Amado? ¿Creeremos que el Hijo de Dios cosecha los resultados de su trabajo para los pecadores? Si es así, entonces nuestras penas son penas divinas, y Jesús convertirá nuestra tristeza en alegría (Juan 16:20).
«Estimada a los ojos del Señor es la muerte de sus santos» (Salmo 116:15), y también puede serlo para nosotros cuando nos aferremos a la esperanza de que la muerte nunca ganará (1 Corintios 15:54-55). Jesús sufrió para que nunca tuviéramos que soportar el dolor desesperanzado frente a la muerte.
Al final, la muerte es solo una respuesta a la oración de Jesús.
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