El tiempo no puede perdonar nuestro pecado
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Greg Morse sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Javier Matus
Se convirtió en una carga para su sociedad normal. Se movía como un perrito triste, atormentado por la daga sangrienta de su pasado asesino. La corona ahora estaba sobre su cabeza, pero le fue robado el placer de disfrutarla. Vaga por las páginas de la obra de Shakespeare como un fantasma, ya que una de las principales consecuencias de su villanía es bíblica: perdió la capacidad de entrar en reposo.
Después del acto traicionero de asesinar a su rey, Macbeth oye una voz que dice que de ahora en adelante no encontrará descanso, porque ha asesinado al sueño. Su mente da vueltas, los sabuesos de la justicia ladran a todas horas en su persecución, su conciencia se ha convertido en su enemigo omnipresente.
Nosotros también sabemos lo que es ser perturbados por nuestro pecado. Ciertos agravios provocan nuestras conciencias más que otros. A veces, nuestra culpabilidad nos ensombrece durante el día y se sube a nuestros sueños por la noche. Nos habla.
La experiencia es inquietante y tenemos diferentes respuestas a ella. Pero lo que yo respondía con demasiada frecuencia, incluso como cristiano, era tomar el consejo de Lady Macbeth en vez de el de las Escrituras: “Las cosas sin ningún remedio no deberían tenerse en cuenta: lo hecho, hecho está”. Si no podía arreglarlo, trataba de olvidarlo. Trataría de olvidarlo y, a medida que el tiempo me alejaba de mi crimen, comenzaba a dormir más tranquilo.
El tiempo no perdonará
Pero lo que no consideré, junto con el antiguo pueblo de Dios, es que el Rey del cielo no olvida el pecado simplemente porque pase el tiempo.
Ellos no consideran en su corazón que yo recuerdo toda su maldad. Ahora les rodean sus hechos, ante mi rostro están. (Oseas 7:2, LBLA).
Dios no barre el pecado debajo de la alfombra con la escoba del tiempo. Nuestros pecados pasados tienen bocas, ojos y piernas. Aunque tratamos de silenciar nuestras conciencias, recordándoles que fue la semana pasada, el mes pasado, la década pasada (¡además, mira cuánto nos hemos reformado!), la ira de Dios hacia nuestro pecado no conoce remisión o fecha de vencimiento. El pecado no se oxida ni se descompone ante Él. El tiempo puede sanar aparentemente un corazón humano, pero no remedia una ofensa contra el divino. Aunque desterramos nuestros pecados de nuestros propios ojos, aún se mantienen a la vista de los Suyos.
Puede que no consideremos que los pecados pasados —si no se los trata en la cruz— nos rodean hoy. Quizás supongamos que solo las bestias jóvenes dicen las palabras de las Escrituras: “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Y, sin embargo, nuestras transgresiones pasadas no se cansan de pedir nuestra ejecución.
Los pecados de tu juventud todavía gritan desde el pasado,
Como la sangre de Abel clamó a Dios en contra de Caín.
No se han cansado; el coro se acumula.
No guardarán silencio hasta que te ejecuten.
Pecados secretos sin contar
Me di cuenta una mañana, meditando sobre Oseas 7:2, que había estado confiando en el tiempo para interceder por mí. Sin arrepentimiento, sin confianza en Cristo, sin volverme al Gran Sumo Sacerdote que puede perdonar mi transgresión, a menudo, en la pereza y la incredulidad, acudía a un mediador diferente: el Tiempo Sacerdotal. Llevaba a él mi lujuria, mi enojo, mis respuestas apresuradas, mi mundanalidad, y él siempre respondía: “Está bien, hijo mío, solo dale un poco de tiempo y todo será olvidado. Unos pocos días y meses te separarán del pecado cuán lejos está el oriente del occidente”.
En amor propio, oculté mis faltas, esperando que los fantasmas de los viejos pecados hubieran muerto. Supuse que el Anciano de Días tenía una memoria envejecida para olvidar mis crímenes, y que el tiempo de alguna manera Le causaba amnesia. Supuse que existía un plazo de prescripción sobre mis errores. Había olvidado que mil años son como un día para Él, y que unos cuantos años era el pasar de unos minutos.
Mis pecados secretos, que convenientemente había olvidado pero que nunca confesé de verdad, me visitaron. No para condenarme —estaba cubierto en la sangre de Cristo en este punto— sino para causar una reforma y un mayor deleite, tal como los fantasmas de Dickens visitaron a Ebenezer Scrooge. Y me señalaron nuevamente, con alarmante sobriedad, al único mediador entre Dios y el hombre, Cristo Jesús hombre (1 Timoteo 2:5).
Pecados para olvidar con seguridad
¿Qué puede lavar nuestros pecados? Solo la sangre de Jesús. El arrepentimiento vago que no tiene nada que ver con Jesús y Su cruz no es arrepentimiento en absoluto. Y yo estaba en peligro de perderme en este arrepentimiento. Aunque Dios fue misericordioso conmigo durante este tiempo del arrepentimiento verdadero y del defectuoso, cuando me confrontó, tres cosas comenzaron a suceder.
Primero, comencé a fomentar el hábito de arrepentirme, no de olvidarme. Segundo, experimenté el refrigerio del verdadero arrepentimiento y el gozo constante de saber que todos mis pecados fueron verdaderamente perdonados (Hechos 3:19; Salmos 32:1-2). Y tercero, comencé a apreciar a Cristo como mi Mediador y Gran Sumo Sacerdote en formas que nunca antes había hecho. Amaba, a Quien no solo me salvó de los pecados que más aguijonearon mi conciencia, sino que llevó cada pecado individual y se puso en mi lugar como pecador.
Descubrí que el arrepentimiento cristiano no es escapar de la escena del crimen con la esperanza de que la investigación eventualmente menguará, sino es ir a mi Dios a través de su Hijo —incluso en mi punto más bajo— sentir Su sonrisa y recordar el perdón que Jesús compró. Y este arrepentimiento nuevo, consistente, activo y que Cristo intercede ante el Dios viviente, se convirtió en un dulce lugar de confesión, así como un recordatorio constante del amor de Dios y la gloria de Cristo. La gracia y la misericordia —que tan a menudo flotaban en términos abstractos— se hicieron realidad a medida que experimentaba a diario un Salvador que simpatizaba con mis debilidades y me amaba a pesar de las faltas que quedaban en mi.
Y luego, solo en Cristo, podía comenzar, con seguridad y alegría, a decir con Pablo: “Olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante” (Filipenses 3:13). Y lo dice con confianza porque en el nuevo pacto de Dios, Él ya no recuerda más nuestro pecado (Jeremías 31:34).
¿Has estado recientemente ante el trono de gracia para derramar tu alma delante de Dios? ¿Tienes pecados persistentes que no has traído ante Él? En Cristo, Él está aún más dispuesto a perdonarnos de lo que nosotros estamos dispuestos a arrepentirnos.
Confiamos nuestros pecados a mejores manos que las manos del tiempo.
Considera, querida alma, qué manos vinieron a rescatarte.
Manos de un infante, un niño, luego un Rey.
Sus manos traspasadas, convertidas en sangrantes para bendecirte,
Sostuvieron a Dios en una cruz, a ti bajo Su ala.
Confía, entonces, querida alma, en estas manos para siempre.
Tócalas, oh Tomás, y de Él no dudes más.
Sus tiernas manos mantienen todas las cosas unidas.
Solo ellas nos llevan remando hacia la orilla celestial.
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