El Éxito Puede Ser Peligroso
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Jon Bloom sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Javier Matus
Nunca somos más vulnerables al pecado que cuando somos exitosos, admirados por otros y prósperos, como descubrió trágicamente el rey David.
Era primavera nuevamente. A David una vez le habían encantado las cálidas y fragantes tardes de primavera en la azotea del palacio. Pero este año, el aroma de las flores de almendro olía a profundo pesar.
David no deseaba mirar hacia la casa vacía de Urías. Si tan solo no hubiera visto hacia allá hace un año. El recuerdo palpitaba de dolor. Su conciencia le había advertido que dejara de mirar a Betsabé. Pero en su inercia inducida por el deseo, había sentido como si no podía alejarse.
¡Qué patético autoengaño! No podía alejarse. Nunca hubiera tolerado una excusa tan débil en otro hombre. Si Natán hubiera aparecido inesperadamente mientras miraba, ¿se habría alejado? ¡Oh sí! ¡No habría arriesgado su preciosa reputación!
Pero allí, solo en la azotea, había permanecido. Y en esos minutos, la indulgencia pecaminosa se transformó en un plan perverso y finalmente letal.
David lloró. Su egoísmo soberano y lujurioso había despojado a una mujer casada de su honor, asesinado a su leal y valiente esposo y mató a su propio bebé inocente. Betsabé ahora se quedó con una hueca tristeza desolada.
Y se estremeció ante la oscura promesa del Señor: “No se apartará jamás de tu casa la espada” (2 Samuel 12:10). La destrucción no había terminado todo su curso.
¿Cómo había llegado a esto?
David recordó aquellos años terribles cuando Saúl lo persiguió por Hores. ¿Qué tan seguido se había sentido desesperado? Todos los días había dependido de Dios para sobrevivir. Había anhelado el escape y la paz en esos días. Ahora los veía entre los mejores de su vida.
Y luego llegaron los años tumultuosos e intoxicantes de unir a Judá e Israel bajo su reinado y someter a sus enemigos. Y todo había culminado con la casi increíble promesa de Dios de establecer el trono de David para siempre.
¿Alguna vez un hombre había sido tan bendecido por Dios? Se habían cumplido todas las promesas hechas a él. Todo lo que tocó David había florecido. Nunca Israel como nación había estado tan espiritualmente vivo, tan políticamente estable, tan rico, tan militarmente poderoso.
Y en la cima de esta prosperidad sin precedentes, David había cometido un pecado tan perverso. ¿Por qué? ¿Cómo pudo haber resistido tantas tentaciones en los días peligrosos y difíciles y luego ceder ante la altura del éxito?
Casi tan pronto como se formó la pregunta en su mente, supo la respuesta. Orgullo. Orgullo monstruoso y obsesivo.
Honrado por su Dios, un héroe para su pueblo, un terror para sus enemigos, rodeado de ayudantes aduladores y una afluencia desbordante, la mala hierba venenosa de la autoadoración había crecido insidiosamente en el corazón de David. El humilde pastor que, por pura gracia, Dios había arrancado de las colinas de Belén para servir como rey había sido eclipsado en su propia mente por David el Grande, el salvador de Israel —un hombre cuyo estatus exaltado le dio derecho a privilegios especiales.
David cubrió su rostro con sus manos mientras su vergüenza lo inundaba nuevamente. El cuerpo de Betsabé no había sido más que un privilegio especial que él había decidido otorgarse a sí mismo. Y al hacerlo, se colocó por encima de Dios, su cargo, su nación, el honor y la vida de Urías, el bienestar de Betsabé —todo. David había sacrificado todo al ídolo de sí mismo.
David cayó de bruces y volvió a llorar. Y derramó su corazón contrito y quebrantado ante Dios.
Pero una profunda esperanza se tejió en el profundo remordimiento que sintió David. Sabiendo que merecía la muerte, David se maravilló y adoró a Dios por las profundidades insondables de misericordia en las palabras: “También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás” (2 Samuel 12:13). Le quitó el aliento. Esta palabra llegó antes de que se ofreciera un solo sacrificio.
Este fue el amor que superó el conocimiento. Algo milagroso estaba obrando aquí, algo mucho más poderoso que el pecado horrible. David no estaba muy seguro de cómo funcionaba. Lo que sí sabía es que quería que otros transgresores conocieran los caminos asombrosamente bondadosos de Dios.
El mayor enemigo de nuestras almas es el orgullo patológicamente egoísta en el centro de nuestras naturalezas caídas. Si miramos lo suficientemente profundo, esto es lo que encontraremos alimentando los antojos fuertes y pecaminosos de nuestros apetitos.
Y es por eso que la prosperidad puede ser tan espiritualmente peligrosa. Tendemos a ver nuestra necesidad de Dios más claramente en la adversidad. Pero las temporadas de éxito pueden ser nuestras más peligrosas porque nos engañan tan fácilmente al pensar más en nosotros mismos de lo que deberíamos pensar. El orgullo que se autoexalta es lo que nos lleva a usurpar el legítimo gobierno de Dios. Debemos tener cuidado con este peligro que acecha en las bendiciones.
Y cuando pecamos, debemos correr hacia el trono de la gracia y no evitarlo (Hebreos 4:16). En este lado de la cruz, ahora sabemos completamente lo que David no sabía: Dios quitó nuestro pecado al colocarlo sobre Sí Mismo. Solo en la cruz oiremos: “También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás”. Nunca.
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