Esperanza más allá de tus pesadas cargas
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Paul Maxwell sobre Amando a los otros
Traducción por Carlos Diaz
Las bendiciones de Dios en esta vida a menudo vienen con cargas mayores.
Nos volvemos adultos y cuidamos de los más jóvenes. Cada estación, cada mes, incluso cada amanecer, nos volvemos responsables de más cosas. Nuestras amistades. Nuestras tareas eclesiásticas. Nuestros hogares. Nuestro trabajo. Nuestros hijos. Nuestros cónyuges. Y los cargamos sobre nuestras espaldas. Invertimos gran parte de nuestra vida en ellos. Nuestras premoniciones están atadas a las personas y cosas que “tenemos a cargo”, sin importar cuánto dependen de nosotros.
El hijo necio es ruina de su padre, y gotera continua las contiendas de una esposa. [...] El padre del justo se regocijará en gran manera (Proverbios 19:13; 23:24).
Estamos entretejidos en una misma tela, un solo lugar —junto a aquellos que amamos y con quienes trabajamos—, donde Dios reside y donde Él obra: “En Él, también ustedes son incorporados al edificio, para llegar a ser una morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22).
Nuestras tareas se correlacionan y se acumulan con el número de quienes nos necesitan: debemos suministrar, confortar, dar espacio, acercarnos, ser obedientes, levantar la voz, controlar nuestra lengua, proteger, dejar ir, pagar los gastos médicos, comprar presentes, perdonar errores. Y la lista parece no tener fin. No hay una fecha soñada, ni siquiera la jubilación, en la cual el mundo te dirá: “Ya has dado suficiente”.
A medida que cuidamos de más y más personas, nos vemos tentados a comenzar a construir un templo para nosotros mismos. En su momento, proclamamos a aquellos que confían en nosotros: “Cristo Jesús mismo [es] la piedra angular” (Efesios 2:20). Pero con el paso del tiempo, después de acumular las pequeñas presiones que cada día crecen más, la vida no parece ser tan diferente de lo que sería si fuéramos la piedra angular nosotros mismos. Sentimos el peso de aquellos que nos rodean apilándose sobre nuestras espaldas, no sobre la espalda de nuestro Jesús.
Sentimos el peso de nuestras familias, nuestras iglesias, nuestras relaciones, como una mancuerna de deberes que no perdona, cargada con placas pesadas de obligaciones específicas, que doblan nuestra columna hasta el punto de quiebre. El peso y las consecuencias de que los límites colapsen golpetean nuestra fortaleza. Después de un tiempo, sentimos que la meta de la perfección divina nos está tentando, y renunciaríamos a ella si pudiéramos. Sabemos que las personas que están a nuestro cargo son regalos de Dios. Aun así, cada vez nos sentimos más como si estuviéramos conduciendo alrededor de la pista con la luz de poco combustible encendida.
La vida invertida en los demás
Sería indulgente orar para ser jóvenes de nuevo: descuidados, libres, sin responsabilidades, sin cargas pesadas ni quebrantos. “Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno” (1 Juan 2:13). Esa hazaña nunca parece alcanzarse por completo, ni siquiera para los ancianos.
Pero Dios, que nos comprende en su compasión y cuya sabiduría es profunda, nos ofrece la gracia en su conocimiento de que nos sentimos abrumados: “Aun los jóvenes se cansan, se fatigan, y los muchachos tropiezan y caen; pero los que confían en Él renovarán sus fuerzas” (Isaías 40:30–31).
¿Qué significa eso? ¿Es una forma trillada de desestimar nuestro agotamiento? ¿Será que Dios nos está dando otra tarea —la fe— para ubicarla en la cima de ese montón de responsabilidades, cargas y expectativas de aquellos que nos rodean? “¿Estás cansado? Cree que Dios es suficiente”. No. No es otro requisito más:
Pero inmediatamente después de la tribulación de esos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su luz, las estrellas caerán del cielo y las potencias de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre; y entonces todas las tribus de la tierra harán duelo, y verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria. Y Él enviará a sus ángeles con una gran trompeta y reunirán a sus escogidos de los cuatro vientos, desde un extremo de los cielos hasta el otro” (Mateo 24:29–31).
Las tribus de la tierra —los magnates de la industria, los mundanos, los que viven solo para sí mismos, los que culpan a los demás, los indulgentes, los lobos, los que se abusan de la servidumbre— harán duelo, porque el gran pastor ha venido a reunir a sus elegidos, a nombrar a los fieles, a cultivar su fruto. Él le otorga un inmenso gozo al cansado que ha invertido su vida en los demás en Su nombre.
Estos no son solo versículos complejos sobre el fin de los tiempos: es Jesús llevándonos al capítulo final de nuestra vida, y diciéndoles a los sirvientes cansados imparables: “Voy a romper esta pantalla de proyección terrenal que tan fácilmente hipnotiza a los fieles con visiones de glorias menores”.
El sabbat que ha de venir para los sirvientes
La venida del Hijo del Hombre es única, no porque Jesús haga algo diferente de lo que hace todos los días, sino porque deja en claro a los ojos de todos lo que Él ya ha estado haciendo todos los días: derribar las puertas cósmicas del universo dentro de nuestras vidas para rescatarnos de las actividades sin valor y revelar la belleza de nuestro servicio diario, que se ha opacado y deslucido en medio de nuestro cansancio.
De la higuera aprended la parábola: cuando su rama ya se pone tierna y echa las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, sabed que Él está cerca, a las puertas” (Mateo 24:32–33).
A los no tan jóvenes, a los de cabeza blanca por las canas, a los que van quedando calvos, a los que tienen arrugas, a los que escriben cheques, a los que apilan sillas, a los que oran, a los padres, a los padres adoptivos, a los que están por adoptar, a los amigos que perdonan, a los que realizan tareas sin recibir un gracias, los últimos días están sucediendo en su vida justo ahora.
“Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). Y hasta ese día, no nos cansaremos de hacer el “bien a todos según tengamos oportunidad, y especialmente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10).
En ese día, cuando Jesús venga, les mostrará a todos que tus obras en su nombre, por las cuales trabajas y te esfuerzas, no fueron en vano, para la alabanza de su gloria: “Porque por esto trabajamos y nos esforzamos, porque hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres, especialmente de los creyentes” (1 Timoteo 4:10). Todo sacrificio será recompensado en su totalidad (Lucas 14:14).
Cuando la vida requiere que empujemos más fuerte, protejamos estando más alerta, demos con más liberalidad, gastemos energías que no tenemos y realicemos tareas imposibles, Dios nos ofrece su amor que nos sustenta, su preocupación gentil y su soberanía que nos guía.
No estamos solos cuando lidiamos con las cargas de aquellos que nos rodean, porque Dios alegremente nos sostiene con Él cada día, dándonos exactamente lo que necesitamos: su gracia que nos sustenta, más que nunca en los días en que no la sentimos. Cuando Cristo vuelva, seremos testigos de un lamento mundial entre aquellos que han rechazado de forma temeraria la oferta de la gracia gratuita de Cristo en esta vida. Y los fieles y sirvientes generosos que nadie vio ni tuvo en cuenta finalmente descansarán.
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