La medida de una mamá

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English: The Measure of a Mom

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Por Michele Morin sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Bárbara


Contenido

Cómo las mujeres combaten la comparación

Uno de los mayores regalos de vivir más allá de la mediana edad ha sido la oportunidad de conectar de manera significativa con mujeres más jóvenes. A través de conversaciones sobre la fe, la crianza de los hijos o los desafios del ministerio, escucho sus anhelos de tener matrimonios más sólidos y comprendo su desánimo, producto de la falta de sueño, ante los desafios de disciplina que les presentan sus hijos. Me siento agradecida cuando me inspiran con su profundo deseo de convertirse en seguidoras de Cristo más seguras y estudiosas de la Palabra de Dios.

Durante nuestras visitas, ya sea en salas de estar o en estacionamientos de iglesias, me doy cuenta de que examino mi reacción ante sus rostros sin arrugas, uñas perfectas y estilos de vestir tan distintos a los míos. Agradezco que ahora nada de eso me influya, pero hubo un tiempo en que sí lo habría hecho. Lamentablemente, mi yo de veintitantos se habría sentido intimidada por la belleza y los logros de estas queridas mujeres, ¡y me habría perdido el regalo de su amistad!

Guerra de mamás

La segunda ola del feminismo pudo haber desempeñado un papel importante en la equidad laboral y educativa, pero también fomentó un espíritu de competencia entre las mujeres que alcanzaban la mayoría de edad en los años setenta y principios de los ochenta. Competir por el mismo número limitado de empleos y oportunidades no fomentó la colaboración ni el apoyo mutuo, dejando a una generación de mujeres sin amigos, solas y reacias a confiar en las únicas personas presentes que podían comprender y empatizar con sus desafíos.

Me avergüenza admitir que, incluso después de ser madre a los 31 años y dejar el trabajo, llevé esa inseguridad a mis relaciones con otras madres. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero las guerras entre madres continúan. Si bien Dios siempre ha querido que nos apoyemos y animemos mutuamente como hermanas de Cristo, lamentablemente, a veces actuamos como la iglesia de facciones de Corinto, con divisiones entre nosotras, divisiones que se convierten en muros de separación.

Incluso en la iglesia local, el conflicto surge sin ser visto en la mente de las madres que permiten que sus decisiones se conviertan en su identidad. Y con tantas opciones disponibles, hay infinitas maneras de estar divididas. Las madres trabajadoras se sienten juzgadas por las amas de casa, mientras que estas se sienten despreciadas. ¿Cuál es la manera “correcta” de alimentar a un bebé? ¿De tener un bebé? ¿Debería optarse por la epidural o seguir adelante sin ayuda durante el parto? ¿Deberíamos todos educar a nuestros hijos en casa para protegerlos de las malas influencias, o deberíamos enviarlos a ser sal y luz en el sistema escolar público? Incluso dentro del campo de la educación en casa, existen subdivisiones, y si desea iniciar una conversación animada, simplemente menciones los arreglos para dormir o los métodos de disciplina.

Cuando vinculamos nuestra identidad y nuestro valor a nuestras decisiones como padres, revelamos una comprensión insuficiente de nuestra humanidad y una visión disminuida del evangelio.

Salvados por la gracia, no por la maternidad

En su Sermón de la Montaña, Jesús ofrece a las mujeres una alternativa más saludable a este camino de soledad, falta de amigos y ansiedad: «Todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, haced también vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas» (Mateo 7,12).

En el reino de Dios, donde la meta son las acciones correctas por las razones correctas, donde consideramos a los demás mejores que nosotros mismo, ampliamos nuestra visión más allá de lo que deseamos que otros hagan por nosotros. Damos prioridad a hacer el bien. Al pensar en la madre de tu estudio bíblico, en tu vecindario o incluso en tu familia extendida, ¿cómo cambiaría tu actitud hacia ella si asumieras que, al igual que tú, ama a su hijo y hace lo que cree que es mejor para él? La bandera blanca que pondrá fin a las guerras de mamás comienza con un corazón que asume de los demás lo que deseas que asuman de ti.

¡Qué liberador es darnos cuenta de que nuestras decisiones parentales no nos definen! Como mujeres, somos la imagen del Creador del universo. Nuestra identidad no está ligada a nuestra maternidad, y nuestras decisiones sobre cómo criar a nuestros hijos no tienen por qué encasillarnos en ningún grupo o categoría. Es una forma de justicia por obras cuando imaginamos que nuestros refrigerios saludables, hábitos constantes a la hora de dormir y el tiempo que pasamos leyéndoles en voz alta a nuestros hijos se acumulan para hacernos más justas que la madre que come gomitas y deja que sus hijos pasen mucho tiempo frente a la pantalla.

Nuestro valor ha sido establecido para toda la eternidad en la obra de Cristo a nuestro favor (Efesios 1:3-4). Como hijos de Dios, no eres menos que si tu hijo no se levanta al amanecer para practicar el violonchelo mientras tú mueles el grano para prepararle el cereal del desayuno.

Las madres de todas las edades y etapas pueden caerse del caballo de Luther por ambos lados insidiosos: ya sea con la orgullosa certeza de haber triunfado como madres o con el miedo, lleno de vergüenza, de haber casi arruinado a nuestros hijos. (Recuerdo haber experimentado ambas emociones siendo madre joven, ¡y a menudo el mismo día!)

Medir con gracia y gratitud

Lamentablemente, cuando insistimos en comparar nuestra maternidad, ministerio, apariencia o decisiones profesionales con las de otras mujeres, siempre nos quedamos cortas porque nos apegamos a estándares poco realistas. Nuestra imaginación crea una situación en la que parece imposible estar contentas, pues nos esforzamos constantemente por estar a la altura de la madre “perfecta” imaginaria de Instagram. Las redes sociales nos ofrecen a las mujeres un modelo defectuoso para medir nuestro desempeño y nuestro valor. La vida real es cruda e imperfecta. A diferencia de las imágenes brillantes de nuestros teléfonos que alimentan el descontento, requiere mucha gracia.

Necesitamos medirnos a nosotras mismas y a los demás, con gracia y gratitud, según el estándar de sabiduría de la palabra de Dios. Jesús habló de esta medición en su Sermón del Monte. Advirtió: «Con la misma medida con que midan, se les medirá» (Mateo 7:2). ¿Cómo podría ser más compasiva nuestra forma de medir como madres si nos apegáramos a los estándares de la palabra de Dios y permitiéramos la libertad de elección donde él la permite? ¿Y cómo podría la gratitud por la obra de Dios en y a través de otras mujeres (y en y a través de nosotras mismas) moderar nuestras comparaciones críticas?

La identidad por comparación es un juego sin salida, pero es un hábito que muchos damos por sentado. Puede que se haya convertido en nuestro método para medir nuestro valor en el mundo, nuestra contribución al cuerpo de Cristo e incluso nuestro rol como esposas y madres de familias. Si, como supuestamente dijo Theodore Roosevelt, «La comparación es el ladrón del contentamiento», el apóstol Pablo lo derribó con éxito: «He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación» (Filipenses 4:11).

En la misma carta, Pablo aborda un conflicto entre Evodia y Síntique, dos mujeres prominentes de la iglesia en desacuerdo. Les ruega que sean de un mismo sentir en el Señor, que se mantengan firmes (Filipenses 4:1-2). Solo podemos imaginar la causa de su conflicto, pero la exhortación de Pablo a la unidad las animó a valorar su relación como colegas en el ministerio y a aprender unas de otras con humildad. Como ellas, somos uno en el Señor y uno con las demás. Nuestros nombres están inscritos juntos en el libro de la vida. Estamos llamadas a trabajar juntas en el evangelio, no a dividirnos ni a competir por nuestras inseguridades (Filipenses 4:3).

Depongan las armas

Si te preguntas cómo dejar de luchar por ti misma, aquí tienes una pregunta clave para ayudarte a empezar: ¿Cuándo fue la última vez que entraste en una sala llena de mujeres y disfrutaste de todas? ¿De las habladoras y de las más reservadas? ¿De la líder que toma las riendas y de la dulce con el don de ayudar? ¿De la chica con el pelo y la manicura impecables y de aspecto natural sin una pizca de maquillaje?

Superar nuestra tendencia natural a compararnos, contrastar y encontrarnos deficientes (o a los demás) requiere un firme compromiso con la verdad de que Dios nos formó a cada uno de manera única antes de nacer (Jeremías 1:5). Superar la envidia y la competencia exige una profunda gratitud por el conjunto de cualidades físicas, intelectuales y espirituales que Dios nos ha dado, así como por la de nuestras hermanas.

Madres mayores, por gracia, podemos ser un ejemplo de camaradería sana. Podemos desaprender viejos e inútiles hábitos de competencia o comparación a medida que aprendemos a confiar en otras mujeres y a agradecer a Dios por el don de la amistad femenina. Las mujeres de todas las edades pueden aprender a cultivar un espíritu de contentamiento cuidando el consumo de redes sociales y participando con valentía en espacios donde las mujeres se conocen en conversaciones cara a cara o en el ministerio conjunto. Podemos comprometernos con la sana práctica de celebrar las decisiones y los logros de otras mujeres mientras cumplen su propósito único en el reino de Dios.


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