Para tu gozo/¿Cómo puedo amar a un Dios que permite tanto sufrimiento?
De Libros y Sermones BÃblicos
Por John Piper
sobre El Evangelio
Capítulo 5 del Libro Para tu gozo
Traducción por Desiring God
Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien. - Génesis 50.20
Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús (…) Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera. - Hechos 4.27-28
Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios. - Deuteronomio 29.29
LO más profundo que podemos decir sobre el sufrimiento y el mal es que, en la persona de Jesucristo, Dios entró en él y lo convirtió en bien. El origen del mal está envuelto en el misterio. “Libre albedrío” es sólo uno de los nombres que damos a ese misterio, pero no explica por qué una criatura perfecta eligió pecar. Otro nombre que damos a ese misterio es “la soberanía de Dios”. Aunque es cierta y bíblica, deja también muchas preguntas sin contestar. La Biblia no nos lleva todo lo lejos que nosotros quisiéramos ir, sino que dice: “Las cosas secretas pertenecen a (…) Dios” (Deuteronomio 29.29).
Ni la idea principal de la Biblia ni la esencia del cristianismo son una explicación de la procedencia del mal, sino una demostración de cómo Dios entra en él y lo convierte en todo lo contrario: rectitud y gozo eternos. Las Escrituras estaban llenas de indicios de que eso sería lo que pasaría con el Mesías. José, el hijo de Jacob, fue vendido como esclavo en Egipto. Durante 17 años parecía que había sido abandonado, pero Dios estaba con él y le hizo gobernante de Egipto para que, durante una gran hambruna, pudiera salvar a los mismos que le vendieron. La historia se resume en lo que José dice a sus hermanos: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50.20). Lo que le pasó a José era un anuncio de lo que le pasaría a Jesucristo: fue abandonado para ofrecer salvación.
También podemos pensar en la ascendencia de Cristo. Hubo un tiempo en que Dios era el único rey de Israel, pero el pueblo se rebeló y pidió un rey humano. “No, sino que habrá rey sobre nosotros” (1 Samuel 8.19). Más tarde confesaron: “a todos nuestros pecados hemos añadido este mal de pedir rey para nosotros” (1 Samuel 12.19). Sin embargo, Dios estaba allí. Del linaje de esos reyes trajo a Cristo al mundo. El Salvador sin pecado tuvo su origen en el pecado porque venía a salvar a los pecadores.
Pero lo más asombroso es que el mal y el sufrimiento conformaban el camino designado para la victoria de Jesús sobre el mal y el sufrimiento. Cada uno de los actos de traición y brutalidad contra Jesús era pecaminoso y malvado, pero Dios estaba allí. La Biblia dice: “[Jesús fue] entregado [a la muerte] por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hechos 2.23). Le azotaron en la espalda, le pusieron una corona de espinas en la cabeza y clavos en las manos, le escupieron en la cara, traspasaron su costado con una lanza, los gobernantes le despreciaron, un amigo le traicionó y los discípulos le abandonaron: todo esto fue consecuencia del pecado, y todo había sido designado por Dios para destruir el poder del pecado. “Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús (…) Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera.” (Hechos 4.27-28).
No hay pecado mayor que odiar al Hijo de Dios y matarlo. No hay sufrimiento mayor ni inocencia mayor que el sufrimiento y la inocencia de Cristo. Sin embargo, Dios nunca dejó de estar allí. “Jehová quiso quebrantarlo” (Isaías 53.10). Su objetivo, a través del mal y el sufrimiento, era destruir el mal y el sufrimiento. “Por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53.5). Entonces, ¿no es evidente que el sufrimiento de Jesucristo fue diseñado por Dios con el propósito de mostrar al mundo que ningún pecado ni ningún mal es tan grande que Dios no pueda sacar de él rectitud y gozo eternos? El sufrimiento que nosotros mismos causamos se convirtió en la esperanza de nuestra salvación. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23.34).
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