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Por Jerry Bridges sobre Parábolas

Traducción por Juan Pablo Molina Ruiz

El día siguiente al que Jesús limpió el templo, los líderes se confrontaron con Él y pusieron en duda Su autoridad para expulsar a los cambistas y a los mercaderes. Como respuesta al cuestionamiento de Su autoridad, Jesús les preguntó por el bautismo de Juan, si había sido del cielo o de los hombres. Al hacer esta contra-pregunta, Jesús no estaba evadiendo la pregunta. Por el contrario, los estaba llevando a una reflexión teológica. Si ellos hubieran contestado “del cielo”, Jesús habría dicho: “Entonces, ¿por qué no le creísteis?”. Pero si hubieran contestado “de los hombres”, habrían enfrentado el enfado de la multitud, que consideraba a Juan como profeta. Por lo tanto, su respuesta fue “no sabemos” (vv. 23–27).

Después de acorralar a los principales sacerdotes y a los ancianos, Jesús no abandonó el tema, sino que expuso sus pretensiones de superioridad moral y su consiguiente falta de arrepentimiento, mediante la parábola de los dos hijos. El primer hijo, al principio, rechazó la orden del padre de ir a trabajar a la viña, pero luego se arrepintió y fue. El segundo hijo dijo que iba a ir, pero no fue (vv. 28–30). Los dos hijos representan, respectivamente, a los pecadores que se arrepienten y a los pretenciosos que creen que no necesitan arrepentimiento.

Jesús no pudo haber sido más contundente o directo al aplicar la parábola a los escribas que estaban frente a Él. Jesús eligió, intencionadamente, dos clases de personas que fueran la escoria de la sociedad. Los judíos consideraban a los recaudadores de impuestos como traidores y como extorsionistas. Y, por supuesto, las rameras hubieran sido vistas con el mismo desprecio moral con el que son vistas hoy. En las mentes de los dirigentes judíos no pudo haber existido un mayor contraste que aquel entre ellos mismos y los recaudadores y rameras. Sin embargo, Jesús les dijo audazmente a los líderes religiosos: “En verdad os digo que los recaudadores de impuestos y las rameras entran en el reino de Dios antes que vosotros” (v. 31).

Para apreciar la naturaleza radical y escandalosa de lo que Jesús dijo, pensemos en una comparación moderna. Primero, vayan a una iglesia adinerada y prestigiosa de su ciudad donde los pilares de la comunidad se sientan cada domingo a oír mensaje tras mensaje sobre moralismo, diseñados con el propósito de hacerlos sentir bien con su propia moralidad exterior. Como resultado, no se les enseña nada sobre la naturaleza de su pecado y el arrepentimiento que Dios requiere de ellos. De hecho, ellos no se consideran pecadores. Cuando piensan en la palabra pecador, sólo piensan en otros.

Ahora vayan al pabellón de máxima seguridad del sistema de prisión estatal y asistan a un oficio en la capilla, donde se predica el claro mensaje del Evangelio. En la primera fila están sentados un asesino, un violador, un abusador infantil y un hombre condenado por robo a mano armada. Estos hombres están sentados con lágrimas en sus ojos mientras oyen el mensaje de la cruz y comprenden que sus atroces pecados han sido perdonados. Ellos creen las palabras de un antiguo escritor puritano, quien dijo: “En toda la Escritura no hay una sola palabra severa contra un pobre pecador despojado de presunción”.

El contraste entre estos dos grupos no podría ser mayor. Desde un punto de vista humano, el primer grupo está conformado por los respetables pilares de la comunidad, mientras que el segundo grupo sería considerado los marginados de la sociedad. Pero desde el punto de vista de Jesús, existe un contraste aun mayor. El segundo grupo ingresa al reino de Dios mientras que el primer grupo, si sigue con su comportamiento, al final se sumergirá en las tinieblas eternamente. Ese es el mensaje radical del Evangelio.

Lo anterior nos plantea una pregunta fundamental hoy en día: ¿A qué grupo pertenecemos? La mayoría de nosotros probablemente contestemos “a ninguno”. No queremos que nos asocien con los escribas pretenciosos, y por otro lado, no nos sentiremos cómodos viéndonos en la compañía de extorsionistas y rameras –incluso si están arrepentidos-. Pero Jesús no nos da esa opción. O somos como los pretenciosos dirigentes judíos, quienes no sienten necesidad alguna de arrepentirse, o bien, nos vemos como pecadores –junto con los asesinos y los violadores- necesitados de un Salvador. Como se ha dicho muchas veces, “el suelo es parejo a los pies de la cruz”. En otras palabras, todo pecador que comprenda verdaderamente la gravedad de su condición, se verá en plena urgencia del Evangelio.

La verdad de esta parábola se extiende más allá de la obra inicial de regeneración, arrepentimiento y justificación del Evangelio. Debemos entender también que nunca nos alejamos de la necesidad urgente de la cruz, porque la verdad es que cada uno de nosotros cometemos pecados todos los días, de pensamiento, palabra y obra. Por lo tanto, si somos sinceros con nosotros mismos y con Dios, nuestro sentimiento constante de pecado nunca termina, ni siquiera en nuestro último suspiro. De manera que debemos ser conscientes de que vivimos siempre con necesidad constante de arrepentimiento, necesidad que tampoco termina en esta vida.

Y lo que es más, debemos ir más allá del arrepentimiento y apropiarnos cada día del Evangelio. Una cosa es sentir pena piadosa por nuestros pecados; y otra es ver a Jesús como quien llevó ese pecado en Su cuerpo, en la cruz, y sentir de nuevo la alegría del perdón y la aceptación gracias a Su trabajo suficiente y culminado. Sólo entonces la enseñanza de esta parábola nos será de provecho.



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