¿Por Qué Quieres Ir Al Cielo?
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Jon Bloom sobre Santificación y Crecimiento
Traducción por Javier Matus
Mientras asistía a una clase en la iglesia en mis años veinte, abordamos el tema del cielo —cómo será y por qué querríamos ir allí. Recuerdo claramente que uno de los líderes de la clase dijo, con toda seriedad: “¡No puedo esperar a tener mi mansión y mi Maserati!”.
Ahora, dado lo poco que sabía de este hombre (y lo descuidado que yo mismo puedo ser con las palabras a veces), no asumiré que su declaración capturó la totalidad de sus más profundos anhelos por el cielo. Sin embargo, tuvo un efecto inmediato y duradero en mí. Mientras reflexionaba sobre una vaga imagen mental de una mansión celestial con un lujoso auto deportivo estacionado afuera, me llenó de una profunda sensación de vacío. Esto no se debió a que las casas grandes y los autos caros nunca me atrajeron mucho, sino a que esa mañana la expresión más clara y apasionada de la anticipación de alguien del gozo del cielo no mencionaba a Dios.
No sé qué tan bien podría haberlo articulado en ese entonces, pero intuitivamente sabía que, si Dios no era, de lejos, el mayor gozo del cielo, si la recompensa eterna para los cristianos era esencialmente formas intensificadas de las cosas terrenales que más disfrutamos ahora, no sería el cielo en absoluto —al menos no el cielo que yo quería. La idea tenía el tono de la vanidad tipo Eclesiastés. Me dejó un regusto de desesperación.
Esa clase fue un momento de claridad para mí. Empecé a ver que no anhelaba la vida eterna tanto como anhelaba la Única Cosa que haría que valiera la pena vivir la vida eterna. No deseaba las delicias creadas del cielo tanto como la Única Cosa que hacía que esas delicias fueran deliciosas. En el fondo, lo que realmente quería era, en las palabras del antiguo himno, el “raudal del gozo de vivir”, la misma cosa que hizo que el cielo fuera celestial. Quería a Dios.
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El cielo en cada página
Al referirme al “cielo”, solo estoy usando el término común y abreviado para todo lo que un cristiano experimenta después de la muerte de nuestros cuerpos caídos, desde el estado intermedio (2 Corintios 5:8) hasta la resurrección de nuestros cuerpos (Juan 5:28-29) y la nueva creación (Romanos 8:18-21) —todo lo que anticipamos en “el siglo venidero” (Lucas 18:29-30).
En cierto sentido, la Biblia nos dice relativamente poco sobre los detalles específicos del cielo. Las descripciones del cielo son a menudo analógicas o simbólicas, enmarcadas en imágenes arcaicas que podríamos ver como extrañas. Sin embargo, en otro sentido, la Biblia habla del cielo por todas partes y de maneras muy relevantes para nosotros. La Biblia, en casi cada página, habla no tanto de las mansiones y los Maseratis que puedan venir, sino de la gran Satisfacción que nuestras almas anhelan profundamente.
C. S. Lewis lo expresó de esta manera: “Ha habido momentos en que creo que no deseamos el cielo; pero con mayor frecuencia me encuentro pensando si acaso, en lo más profundo de nuestros corazones, hemos alguna vez deseado otra cosa”1 (El problema del dolor, 150). Él está hablando del deseo en el núcleo de todos nuestros deseos, la sed que nunca se apaga con nada que encontremos en este mundo: nuestro deseo por Dios.
Nuestro anhelo inapaciguable
Lewis llama a este deseo central “la firma secreta de cada alma, el anhelo incomunicable e inapaciguable, el objeto que deseábamos antes de conocer a nuestras esposas, o hacernos de amigos, o elegir nuestro trabajo, y que aun desearemos en nuestro lecho de muerte, cuando la muerte ya no sepa de esposa, o amigo, o trabajo”1 (152).
Este “anhelo inapaciguable” es una experiencia diaria para nosotros en mayor o menor grado. Su presencia es omnipresente en nuestras búsquedas. Sin embargo, saciar esta sed se nos escapa en cada pozo terrenal del que bebemos. Y ninguna mansión celestial ni Maserati tampoco la satisfará. Solo Una Cosa lo hará. Como dice Randy Alcorn:
Podemos imaginar que queremos mil cosas diferentes, pero Dios es a quien realmente anhelamos. Su presencia trae satisfacción, Su ausencia trae sed y anhelo. Nuestro anhelo por el cielo es un anhelo por Dios.2 (El cielo, 165)
Dios Mismo es “la fuente de aguas vivas”; aparte de Él, cualquier otra cisterna que excavemos nos dejará secos (Jeremías 2:13). Solo Él puede darnos la bebida que acabará para siempre con nuestra sed más profunda (Juan 4:14). Nuestra sed insaciable, nuestro deseo inapaciguable, es un deseo por Dios (Salmo 63:1-2). Esto es lo que la Biblia revela de cabo a rabo.
Cielo de los Cielos
Escuchamos este deseo por Dios a través de los Salmos, especialmente aquellos que expresan el vacío roto de las cisternas terrenales:
¿A quién tengo yo en los cielos sino a Ti? Y fuera de Ti nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón desfallecen; Mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre. (Salmo 73:25-26)
Escuchamos esto en sus declaraciones de que “mejor es un día en Tus atrios [de Dios] que mil fuera de ellos” (Salmo 84:10) y que Dios era “[su] alegría y [su] gozo” (Salmo 43:4).
Vemos este deseo en el profeta Moisés, quien “teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:26) —la única recompensa que realmente deseó: Dios (Éxodo 33:18).
Vemos este deseo en el apóstol Pablo, quien “[estimó] todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, [su] Señor” y “lo [perdió] todo… [teniéndolo] por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8) —el único premio que realmente valoraba (Filipenses 3:14).
Y escuchamos este deseo en los mismos labios del Mismo Señor Jesús: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Dios no solo nos da vida eterna, Él es la vida, la misma Fuente y Esencia de la vida eterna (Juan 11:25-26).
En este sentido, la Biblia es en gran medida un libro sobre el cielo. Porque en el centro de la historia redentora, la cúspide de la revelación bíblica, descubrimos que la misma razón por la que Jesús vino a la tierra, la razón por la que “padeció [en la cruz brutal] una sola vez por los pecados, el justo por los injustos”, fue “para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Y al darnos a Dios, Él nos está dando el cielo. Dios, en su integridad trinitaria, Él Mismo es nuestra vida, nuestra máxima ganancia, nuestro gran galardón, nuestra alegría y gozo, nuestra porción para siempre y nuestro hogar eterno. Él es el mismísimo Cielo de los cielos.
Sustancia, Sol, Océano
Pocos han visto el Cielo de los cielos con tanta claridad en las Escrituras como Jonathan Edwards:
El disfrute de Dios es la única felicidad con la que nuestras almas pueden estar satisfechas. Ir al cielo, disfrutar plenamente de Dios, es infinitamente mejor que los alojamientos más agradables aquí. Padres y madres, esposos, esposas o hijos, o la compañía de amigos terrenales, no son más que sombras, pero Dios es la sustancia. Estos no son más que rayos dispersos, pero Dios es el sol. Estos no son más que arroyos, pero Dios es el océano.
Esto no devalúa las sombras, los rayos dispersos, los arroyos de este mundo. Toda buena dádiva viene de Dios (Santiago 1:17). La dádiva de Sí Mismo, sin embargo, es lo que en primer lugar da su valor inestimable a cualquier otra dádiva. Solo se devalúan cuando se separan de la Sustancia, el Sol, el Océano.
Y toda buena dádiva y todo don perfecto que recibamos de Dios en el siglo venidero, ya sean mansiones y Maseratis o cualquier otra cosa que Él haya preparado para nosotros, será mucho mejor que los que hemos recibido y experimentado en esta vida (1 Corintios 2:9). Pero, aun así, nunca se compararán con el Gozo de los gozos, el Amor de los amores, la Luz de la luz, la Vida de la vida, el Cielo de los cielos. Porque Dios siempre será, como dice Lewis en Mientras no tengamos rostro, el único “lugar [satisfactorio] de donde vino todo cuanto es bello”3.
1Traducción original de Susana Bunster.
2Traducción original de Raquel Monsalve.
3Traducción original de Luis Magrinyá.
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