Dios Descendió

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English: God Came Down

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Por David Mathis sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Javier Matus


El encanto de la Navidad tiene un extraño poder sobre nosotros, incluso los incrédulos y aparentemente secularizados. La temporada tiene un tipo de atracción, un tipo de “espíritu” o “magia”, que hace que el festival del solsticio de invierno sea tan grande hoy, en una sociedad cada vez más poscristiana, como lo fue en la década de 1950.

¿Por qué la Navidad tiene este magnetismo, incluso en una sociedad que ha tratado de vaciarla de su origen en Cristo? La verdadera magia de la Navidad no son los regalos ni las golosinas, ni los juguetes nuevos ni las tradiciones familiares, ni el calor interior ni la nieve afuera. Lo que yace en el corazón de la Navidad, y susurra incluso a las almas que buscan “detener la verdad” (Romanos 1:18), es el hecho más sorprendente y significativo en la historia del mundo: que Dios Mismo se convirtió en uno de nosotros. El Dios que creó nuestro mundo, y nosotros los humanos en la cúspide de Su creación, vino a nuestro mundo como humano no solo como un espectáculo, sino también para nuestra salvación.

La Navidad es sobrenatural. Y nuestra sociedad naturalista se está muriendo de hambre por algo más allá de lo natural, rara vez admitiéndolo y realmente sin saber por qué. La Navidad toca algo arcano en el alma humana y nos atrae, incluso cuando es inconsistente con una mente que profesa incredulidad.

Él vino del cielo

Para aquellos de nosotros que con gusto confesamos al Cristo de la Navidad —como nuestro Señor, Salvador y el mayor Tesoro— sabemos por qué la Navidad está encantada. Porque en el mismo corazón está la esencia de lo sobrenatural: Dios Mismo entrando en nuestro reino. En Navidad, Dios “descendió” (Génesis 11:5), no solo para ver a la Babel construida del pecado humano e infligir un juicio justo desde el exterior, sino para ser humano y obrar Su misericordia desde el interior.

La gloria de la Navidad no es que marca el nacimiento de algún gran líder religioso, sino que celebra la venida tan esperada de Dios Mismo —la llegada por la cual Dios diseñó que dolieran nuestras almas desde el principio. “Belén… de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y Sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miqueas 5:2).

Alégrense los cielos, y gócese la tierra;
Brame el mar y su plenitud.
Regocíjese el campo, y todo lo que en él está;
Entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento,
Delante de Jehová que vino;
Porque vino a juzgar la tierra.
Juzgará al mundo con justicia,
Y a los pueblos con Su verdad. (Salmo 96:11-13)

Lo que Dios revela tan asombrosamente en esa primera Navidad es que cuando Él Mismo finalmente llega, no está en la nube, ni en el viento, ni en el fuego, ni en el terremoto, ni siquiera en un silbo apacible y delicado. Pero Él viene en la plenitud de Su creación: como humano. Él viene como uno de nosotros, y dignifica nuestra propia especie al hacerlo. Él no viene como un pájaro del aire, una bestia del campo o una gran criatura marina. Aún más impresionante que un león parlante es Dios Mismo como completamente humano. La Navidad marca Su haber nacido “semejante a los hombres” —el mismo Dios que hizo al hombre, y ha soportado nuestro pecado con gran paciencia, ahora escandalosamente “estando en la condición de hombre” (Filipenses 2:7-8).

Él vino como un siervo

Es bastante sorprendente que haya “descendido” en sí. Pero cuando lo hizo, no vino en gloria humana, consuelo ni prestigio, sino que “se despojó a Sí Mismo, tomando forma de siervo” (Filipenses 2:7). Vino no solo como criatura, sino también en la pobreza, en la debilidad, en la humildad. Él vino como uno que se levantó de la cena,

y se quitó Su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido. (Juan 13:4-5)

Por un breve momento, en la colina de su transfiguración, tres de Sus discípulos vislumbraron la gloria divina-humana a la que estaba destinado. “Se transfiguró delante de ellos, y resplandeció Su rostro como el sol, y Sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mateo 17:2). Pero el Jesús que conocían, día tras día, en los caminos rurales de Galilea, no era ningún dignatario. “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza.” (Lucas 9:58). Sus discípulos aprendieron de primera mano que “el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Marcos 10:45).

Hasta la muerte

Tal servicio se extendió y se profundizó, más allá de los simples inconvenientes de la vida, en un sacrificio costoso, incluso el sacrificio final. Él vino no solo para servir, sino “para dar Su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45).

Una cosa era lavar los pies de Sus hombres. Eso fue inolvidable, pero era solo un pequeño anticipo de Su verdadero servicio. Otra cosa era levantarse de la cena, llevarlos al jardín, esperar en agonía a Sus captores y caminar solo por el camino literalmente insoportable que anticipó el lavado de pies: “se humilló a Sí Mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8).

Para rescatar a Su pueblo

Pero esto no fue un mero descenso del cielo, como un siervo, hasta la muerte. Este fue un descenso por un propósito. Esto fue humildad en una misión. La muerte que Dios Mismo vino a morir no fue un accidente de la historia. Vino a morir y a vivir de nuevo. El alcance de la rebelión de Su pueblo fue igualado y superado solo por el alcance de Su sacrificio final. Y al hacerlo, nos mostró el mismo corazón del amor —el Suyo y el de Su Padre. “Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

La magia de la Navidad no es solo que Dios Mismo vino del cielo como hombre. Y no es solo que se humilló a Sí Mismo como un siervo para satisfacer las necesidades de los demás. Y ni siquiera es que solo vino a morir, para desplegar Su servicio hasta la muerte. La magia es que descendió e hizo todo eso para rescatarnos. Tal fue la promesa del mensajero de Dios desde el momento de Su anuncio: “Llamarás Su nombre Jesús, porque Él salvará a Su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).

Él descendió para rescatarnos del pecado y restaurarnos al gozo final para el que fuimos creados: para conocerlo a Él y disfrutarlo. Él vino para reconciliarnos “consigo” (Colosenses 1:20). Él no vino para suministrarnos la algarabía de una Navidad comercial, sino que “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).


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