El Texto de Robinson Crusoe
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“E invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás”. Salmos 50: 15.
Hay un libro que nos fascinó a todos en los días de nuestra juventud. ¿Hay acaso algún muchacho que no lo haya leído? “Robinson Crusoe” fue un caudal de maravillas para mí: pude haberlo leído una veintena de veces y nunca me habría cansado. No me da vergüenza confesar que podría leerlo incluso ahora con un deleite renovado. Robinson y su compañero Viernes, aunque son meras invenciones de la ficción, son sorprendentemente reales para la mayoría de nosotros. Pero, ¿por qué hago estos comentarios un domingo por la noche? ¿No está esta plática completamente fuera de lugar? Espero que no. Al leer mi texto esta noche, ha venido vívidamente a mi memoria un pasaje de ese libro, y descubro en ello algo más que una excusa.
Robinson Crusoe naufraga. Queda completamente solo en una isla desierta. Su caso es verdaderamente digno de lástima. Se retira a su lecho y cae enfermo de fiebre. Esta fiebre le consume por largo tiempo, y no tiene a nadie que le cuide, a nadie que le traiga un poco de agua fresca. Está a punto de perecer. Había estado acostumbrado a pecar, y tenía todos los vicios de un marinero; pero su difícil condición lo llevó a reflexionar. Abre una Biblia que encontró en su baúl, y se tropieza con este pasaje: “E invócame en el día de la angustia; te libraré y tú me honrarás.” Aquella noche oró por primera vez en su vida, y de allí en adelante hubo en él una esperanza en Dios que marcó el nacimiento de la vida celestial.
Como ustedes saben, Defoe, el escritor de la historia, era un ministro presbiteriano; y aunque no desbordaba espiritualidad, sabía lo suficiente de religión como para describir muy vívidamente la experiencia de un hombre sumido en la desesperación, y que encuentra la paz confiando en su Dios. Como novelista, tenía un ojo perspicaz para lo probable, y no pudo concebir un pasaje más apropiado para impresionar a un pobre espíritu quebrantado que éste. Instintivamente percibía la mina de consuelo contenida en estas palabras.
Ahora cuento ya con toda su atención, y esa es una razón por la que he comenzado de esta manera mi sermón. Pero tengo un propósito ulterior; pues aunque Robinson Crusoe no está aquí, ni tampoco su compañero Viernes, sin embargo, podría haber aquí alguien muy semejante a él, alguien que ha sufrido un naufragio en la vida, y que ahora se ha vuelto una criatura solitaria y anda a la deriva. Recuerda mejores días pero, por sus pecados, se ha convertido en un náufrago que ya nadie busca. Está aquí esta noche, arrojado a la costa por las olas, sin un amigo, sufriendo en el cuerpo, arruinado en su patrimonio y abrumado en su espíritu. En medio de una ciudad llena de gente, no cuenta con ningún amigo, ni con nadie que quiera reconocer que alguna vez le conoció. Ha llegado ahora a lo más descarnado de la existencia. No hay nada delante de él sino pobreza, miseria y muerte.
Así te dice el Señor, amigo mío, esta noche: “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás”. Has venido aquí esperando a medias que pudiera haber una palabra de Dios para tu alma; “esperando a medias”, dije, pues tú estás por igual bajo la influencia del terror y de la esperanza. Estás lleno de desesperación. A ti te parece que Dios ha olvidado ser clemente y que, en Su ira, ha cerrado contra ti Su corazón. El demonio mentiroso te ha persuadido de que no hay esperanza, con el propósito de encadenarte con los grilletes de bronce de la desesperación, y de retenerte como cautivo para que trabajes mientras vivas en el molino de la impiedad. Tú escribes cosas amargas contra ti mismo, pero son cosas tan falsas como amargas. Las misericordias del Señor no decaen. Su misericordia es eterna; y así, te habla en misericordia, pobre espíritu turbado, incluso a ti: “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás”.
Presiento que en este momento, con la ayuda de Dios, hablaré al corazón de algún pobre espíritu turbado. En una congregación como esta, no todo el mundo recibe una bendición por la palabra que se predica, pero algunas mentes son preparadas por el Señor para esta palabra. Él prepara la semilla que se siembra y la tierra que la recibe. Él da un sentido de necesidad que es la mejor preparación para la promesa. ¿De qué sirve el consuelo a quienes no tienen angustias? La palabra de esta noche no será de ningún provecho ni contendrá cosas de interés para quienes no tienen zozobra alguna en el corazón. Pero, por mal que yo hable, aquellos corazones que necesitan una certidumbre alentadora de un Dios clemente, danzarán de gozo, y serán preparados para recibirla cuando resplandezca en este texto de oro: “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás”. Es un texto que quisiera ver escrito en las estrellas a lo largo del cielo, o proclamado con trompeta desde todas las torres al mediodía, o impreso en cada hoja de papel que pasa a través del correo. Debería ser conocido y leído por toda la humanidad.
Me vienen a la mente cuatro cosas. ¡Que el Espíritu Santo bendiga lo que pueda yo decir al respecto!
I. La primera observación no está en mi texto únicamente, sino en el texto y en el contexto. EL REALISMO ES PREFERIDO AL RITUALISMO. Si leen cuidadosamente el resto del Salmo, verán que el Señor está hablando de los ritos y ceremonias de Israel, y está mostrando que poco le importan las formalidades de la adoración cuando el corazón no está presente en ellas. Creo que debemos leer el pasaje completo: “No te reprenderé por tus sacrificios, ni por tus holocaustos, que están continuamente delante de mí. No tomaré de tu casa becerros, ni machos cabríos de tus apriscos. Porque mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados. Conozco a todas las aves de los montes, y todo lo que se mueve en los campos me pertenece. Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y su plenitud. ¿He de comer yo carne de toros, o de beber sangre de machos cabríos? Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo; e invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás.” Así, la alabanza y la oración son aceptadas de preferencia a cualquier otra forma de ofrenda que los judíos podían presentar delante del Señor. ¿Cuál es la razón de esto?
Ante todo, yo respondería que la oración real es mucho mejor que el mero ritual, porque hay un significado en ella, y en el ritual no hay ningún significado si la gracia está ausente; es tan absurdo como el juego de un idiota.
¿Han estado alguna vez en alguna catedral católica y vieron el servicio de ese día, especialmente si celebraban una fiesta? Vamos, con los muchachos vestidos de blanco, y con los hombres con casullas de color violeta, o rosa, o rojo, o negro, había suficientes actores como para llenar una aldea de buen tamaño. Vamos, con los que sostenían palmatorias, y los que cargaban cruces, y los que llevaban recipientes y cuencos, y cojines y libros, y los que tocaban las campanas, y los que echaban incienso, y los que rociaban agua, y los que inclinaban sus cabezas, y los que doblaban sus rodillas, todo el espectáculo era maravilloso para ser contemplado, muy asombroso, muy divertido, muy pueril. Al verlo uno se pregunta: ¿de qué se trata todo esto, y qué tipo de personas resultan realmente cambiadas para bien por todo esto? Uno se pregunta también qué idea de Dios han de tener los católicos piadosos, si se imaginan que Él se agrada con tales funciones. ¿Acaso no se preguntan ustedes cómo soporta esto el buen Señor? ¿Qué pensará de todo esto Su mente gloriosa?
Aunque el incienso es dulce, y las flores son bellas, y los ornamentos son finos, y todo va de acuerdo con la rúbrica antigua, ¿qué relevancia hay en todo eso? ¿Cuál es el propósito de la procesión? ¿Qué fin tiene ese sacerdote revestido y ese suntuoso altar? ¿Significan algo estas cosas? ¿No son acaso un espectáculo absurdo?
Al Dios glorioso no le interesan para nada la pompa y el espectáculo; pero cuando le invocas en el día de la angustia, y le pides que te libere, entonces hay un significado en tu gemido angustioso. No se trata de una forma vacía; el corazón está involucrado en ello, ¿no es cierto? Hay un significado en la súplica de la aflicción, y por eso, Dios prefiere la oración de un corazón quebrantado al servicio de los sacerdotes y de los coros, por espectacular que sea. Hay un significado en el grito amargo del alma pero, en cambio, no hay un sentido en la ceremonia pomposa. En la oración del hombre pobre hay mente, corazón y alma y, por esto, la oración es real para el Señor. He allí un alma viviente buscando contacto con el Dios viviente, en realidad y verdad. He allí un corazón quebrantado clamando al Espíritu compasivo. ¡Ah!, podrían ordenar al órgano que lance sus notas más dulces y más sonoras, pero, ¿cuál es el significado del simple viento que pasa a través de los tubos? Un niño llora, y hay un significado en eso. Un hombre que está parado en aquella esquina gime: “¡Oh Dios, mi corazón está destrozado!” Hay más fuerza en su gemido que en mil de las más grandes trompetas, címbalos, panderos, y cualesquiera otros instrumentos de música con los que los hombres buscan agradar a Dios hoy en día. ¡Qué locura pensar que a Dios le interesan los sonidos musicales, o las marchas ordenadas, o las coloridas casullas! En una lágrima, o en un sollozo, o en un grito, hay un significado, pero en el mero sonido no hay un sentido, y a Dios no le importan las cosas que no tienen un sentido. A Él le importa lo que contenga pensamiento y sentimiento. ¿Por qué prefiere Dios el realismo al ‘ritualismo’? Es también por la razón de que hay algo espiritual en el clamor de un corazón turbado; y “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Supongan que yo repitiera con toda precisión esta noche el mejor credo que haya sido elaborado jamás por hombres instruidos y ortodoxos; sin embargo, si no tuviera fe en él, y ustedes tampoco, ¿de qué serviría la repetición de las palabras? No hay nada espiritual en una mera declaración ortodoxa si no tenemos una fe real en lo que decimos: sería lo mismo que si repitiéramos el alfabeto y llamáramos a eso: devoción. Y si prorrumpiéramos esta noche en el más grandioso aleluya que haya sido pronunciado jamás por labios mortales, y no pusiéramos el corazón en lo que decimos, no habría nada espiritual en ello, y no significaría nada para Dios.
Pero cuando una pobre alma se aleja a su aposento, y dobla su rodilla y clama: “¡Dios, sé propicio a mí! ¡Dios, sálvame! ¡Dios, ayúdame en este día de angustia!”, hay vida espiritual en ese clamor y, por tanto, Dios lo aprueba y responde. Él quiere adoración espiritual, y es la adoración que acepta, y no aceptará otra cosa. “Los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” Él ha abolido la ley ceremonial, destruyó el altar que estaba en Jerusalén, quemó el Templo, abolió el sacerdocio de Aarón, y puso para siempre un fin a toda función ritualística, pues Él busca únicamente verdaderos adoradores , que le adoren en espíritu y en verdad.
Además, el Señor ama el clamor del corazón quebrantado porque claramente le reconoce como el Dios vivo, y le busca en verdad en oración. Dios está ausente de gran parte de la devoción externa. Pero ¡cómo nos mofamos de Dios cuando no discernimos Su presencia, y no nos acercamos a Su ser! Cuando el corazón, la mente y el alma, atraviesan su propia barrera para llegar a su Dios, entonces es que Dios es glorificado, pero no es glorificado por algún ejercicio corporal en el que es olvidado.
¡Oh, cuán real es Dios para un hombre que está pereciendo, y siente que sólo Dios puede salvarle! Ese hombre cree que Dios existe, pues, de lo contrario, no elevaría una oración tan lastimera hacia a Él. Antes, decía sus oraciones y poco le importaba si Dios le escuchaba o no; pero ahora ora, y su principal ansiedad es que Dios le oiga.
Además, queridos amigos, Dios se deleita en gran manera cuando clamamos a Él en el día de la angustia porque entonces hay sinceridad en ello. Me temo que en la hora de nuestro regocijo y en el día de nuestra prosperidad, muchas de nuestras oraciones y nuestras acciones de gracias son pura hipocresía. Una gran mayoría de nosotros es como los trompos de los niños, que cesan de girar si no se les impulsa. Ciertamente nosotros oramos con una mayor intensidad cuando estamos sumidos en gran turbación. Un hombre es muy pobre: está sin trabajo; ha gastado las suelas de sus zapatos buscando un empleo; no sabe de dónde provendrá la siguiente comida para sus hijos; y si ora ahora es muy probable que se trate de una oración sincera, pues está realmente empeñado debido a un problema real.
A veces he deseado que algunos cristianos muy caballerosos –que parecieran tratar a la religión como si siempre se requirieran guantes de cabritilla– experimentaran un breve tiempo de “asperezas” y se vieran realmente en dificultades. Una vida de tranquilidad engendra enjambres de falsedades y pretensiones que pronto se desvanecen ante la presencia de tribulaciones reales.
Muchos individuos se han convertido a Dios en las espesuras de Australia por causa del hambre, y del cansancio y de la soledad, quienes, cuando eran hombres acaudalados y estaban rodeados de alegres aduladores, nunca pensaron en Dios en absoluto. Ha sucedido que muchos hombres a bordo de algún barco, allá, en el Atlántico, han aprendido a orar en el frío glacial de un témpano de hielo, o en los horrores del seno de una ola que el barco no podía evadir. Cuando el mástil era arrojado por la borda y cada madero se iba desprendiendo por la presión, y el barco parecía condenado al naufragio, entonces los corazones comenzaron a orar con sinceridad; y Dios ama la sinceridad. Cuando hablamos con el corazón; cuando el alma se derrite en oración; cuando decimos: “he de recibirlo o estaré perdido”; cuando no es una impostura, ni una vana ceremonia, sino un agonizante clamor de un corazón quebrantado, entonces Dios lo acepta. De aquí que diga: “Invócame en el día de la angustia.” Un clamor así es el tipo de adoración que a Él le importa, porque allí hay sinceridad, y esto es aceptable para el Dios de la verdad.
Además, en el clamor del hombre atribulado hay humildad. Podríamos asistir a una ceremonia religiosa notoriamente brillante, según el ritual de alguna iglesia estrafalaria; o podríamos participar en nuestros propios ritos, que son sumamente sencillos; y podríamos estar diciéndonos todo el tiempo: “la ceremonia ha sido primorosa”. El predicador podría preguntarse: “¿acaso no estoy predicando bien?” El hermano que participa en la reunión de oración podría decirse: “¡Con qué deleitable soltura oro!” Siempre que haya ese espíritu en nosotros, Dios no aceptará nuestra adoración. La adoración no es aceptable si está desprovista de humildad. Ahora, cuando en el día de la angustia un hombre acude a Dios, y le pide: “¡Señor, ayúdame! Yo no puedo ayudarme a mí mismo, y necesito que Tú intervengas en mi ayuda”, hay humildad en esa confesión y en ese clamor y por esto el Señor se complace en ellos.
Tú, pobre mujer que estás por allá, que fuiste abandonada por tu marido y que casi estás deseando la muerte, yo te exhorto a que invoques a Dios en el día de tu angustia, pues sé que elevarás una humilde oración. Tú, pobre sujeto trémulo que estás por allí; tú has actuado muy mal, y es probable que te descubran y seas deshonrado por ello, pero yo te exhorto a que clames a Dios en oración, pues estoy seguro de que no habrá soberbia en tu petición. Estarás quebrantado en espíritu, y humillado delante de Dios, y “al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.”
Además, el Señor se complace con tales súplicas porque hay una medida de fe en ellas. Cuando el hombre angustiado clama: “¡Señor, líbrame!”, está mirando fuera de sí mismo. Vean, él es echado fuera de sí por causa de la hambruna que hay en la tierra. No puede encontrar esperanza o ayuda en la tierra, y por eso mira hacia el cielo. Tal vez ha acudido a algunos amigos, y le han fallado y, entonces, en clara desesperación, busca a su Amigo verdadero. Al fin acude a Dios; y aunque no puede decir que cree en la bondad de Dios como debería creer, tiene alguna fe débil y vaga, pues de lo contrario no estaría acudiendo a Dios en este tiempo de extrema necesidad. A Dios le agrada descubrir incluso una sombra de fe en Su criatura incrédula. Cuando la fe atraviesa, por decirlo así, el campo de la cámara, de tal forma que a través de la fotografía hay una traza opaca de que la fe estuvo allí, Dios puede detectarla, y puede aceptar y aceptará la oración por causa de esa poca fe.
Oh, querido corazón, ¿dónde está tú? ¿Estás destrozado por la angustia? ¿Estás muy penosamente turbado? ¿Estás solo? ¿Has sido desechado? Entonces clama a Dios. Nadie más podría ayudarte; ahora no tienes otra salida más que Él. ¡Bendita condición! Clama a Él, pues Él puede ayudarte; y yo te digo que en tu clamor habrá una adoración pura y verdadera, del tipo que Dios desea, mucho más que el sacrificio de diez mil novillos, o que el derramamiento de ríos de aceite. Con toda certeza es cierto, por las Escrituras, que el gemido de un espíritu abrumado está entre los más dulces sonidos que son oídos jamás por el oído del Altísimo. Los clamores quejumbrosos son antífonas para Él, para quien todos los simples arreglos de sonidos han de ser simples juegos de niños.
Entonces, pobres seres sollozantes y aturdidos, ustedes deben ver que lo que constituye el sacrificio más aceptable que su espíritu puede presentar delante del trono de Dios, no es el ‘ritualismo’, no es la realización de pomposas ceremonias, no es inclinarse en una reverencia ni decir letanías, no es el uso de palabras sagradas, sino consiste en clamar a Dios en la hora de su angustia.
II. Llegamos ahora a la segunda observación. ¡Que Dios la grabe en todos nosotros! En nuestro texto vemos a la ADVERSIDAD CONVERTIDA EN VENTAJA. “Invócame en el día de la angustia; te libraré.”
Decimos esto con toda reverencia, pero Dios mismo no puede librar a un hombre que no esté sumido en la angustia, y, por ello, tiene alguna ventaja estar en angustia, porque entonces Dios puede librarte. Incluso Jesucristo, el Sanador de los hombres, no puede sanar a un hombre que no esté enfermo; así que, estar enfermos se convierte en algo ventajoso para nosotros, para que Cristo nos sane.
Así, querido oyente, tu adversidad puede resultar en una ventaja al ofrecer una ocasión y una oportunidad para el despliegue de la gracia divina. Es una gran sabiduría aprender el arte de fabricar miel a partir de la hiel, y el texto nos enseña cómo hacer eso; muestra cómo la angustia se puede convertir en ganancia. Entonces, cuando estés sumido en la adversidad, clama a Dios, y experimentarás una liberación que será una experiencia más rica y más dulce para tu alma que si nunca hubieses conocido la angustia. He aquí el arte y la ciencia de obtener ganancias de las pérdidas y ventajas de las adversidades.
Ahora, permítanme suponer que hay aquí alguna persona en angustia. Tal vez otro Robinson Crusoe perdido se encuentre entre nosotros. No estoy suponiendo ociosamente que algún individuo atribulado esté aquí. Sabemos que está atribulado. Ahora bien, cuando ores –y ¡oh!, deseo que ores ahora– ¿no ves qué argumentos tienes ahora? Primero tienes el argumento del tiempo: “Invócame en el día de la angustia.” Puedes argumentar: “¡Señor, este es un día de angustia! Me encuentro en medio de una gran aflicción, y mi caso es urgente en esta hora.” Luego declara cuál es tu angustia: esa esposa enferma, ese niño moribundo, ese negocio que se hunde, la salud que falla, ese trabajo que has perdido, esa pobreza que te mira a la cara. Dile al Señor de misericordia: “Señor mío, si alguna vez algún hombre estuvo en un día de angustia, yo soy ese hombre; y, por eso, me tomo el atrevimiento y la licencia de pedirte ahora, porque Tú has dicho: ‘Invócame en el día de la angustia.’ Esta es la hora que Tú has establecido para que apele a Ti: este día tenebroso y tormentoso. Si existió alguna vez un hombre que tenía un derecho para orar que le fue otorgado por Tu propia palabra, yo soy ese hombre, pues estoy en angustia y, por tanto, haré uso del tiempo oportuno como un argumento contigo. Escucha el clamor de Tu siervo, te lo suplico, en esta hora de medianoche”.
Además, no sólo puedes hacer uso del tiempo como un argumento; puedes argumentar también la angustia misma. Puedes argumentar de esta manera: “Tú has dicho: ‘Invócame en el día de la angustia’. Oh Señor, Tú ves cuán grande es mi angustia. Es sumamente pesada. No puedo soportarla ni deshacerme de ella. Me persigue a mi lecho; no me deja dormir. Cuando me levanto está todavía conmigo, no puedo sacudirla de mí. Señor, mi angustia es inusual: pocos son angustiados como yo lo estoy; por tanto, ¡concédeme un socorro extraordinario! Señor, mi angustia es sobrecogedora; si Tú no me ayudas, ¡pronto seré quebrantado por ella! Ese es un buen razonamiento y una argumentación prevaleciente.
Además, tu adversidad se convierte en una ventaja si argumentas el mandamiento. Tú puedes acudir al Señor ahora, en este preciso instante, y decirle: “¡Señor, te ruego que me oigas, pues Tú me has ordenado orar! Aunque soy malvado, yo no le diría a un hombre que me pidiera algo si tuviera la intención de negárselo; yo no lo exhortaría a que pidiera ayuda, si tuviera la intención de rechazarlo.”
¿Acaso no saben, hermanos, que con frecuencia imputamos al buen Señor una conducta de la cual nos sentiríamos avergonzados nosotros mismos? Esto no puede ser. Si le dijeras a un pobre: “tú estás atravesando circunstancias muy tristes; escríbeme mañana, y yo me haré cargo de tus asuntos”, y te escribiera, no tratarías su carta con desprecio. Estarías obligado a considerar su caso. Cuando le dijiste que te escribiera, querías decirle que le ayudarías si pudieras hacerlo.
Y cuando Dios te dice que le invoques, no se burla de ti: tiene la intención de tratar amablemente contigo. No eres exhortado a orar en la hora de angustia, para que experimentes más bien una desilusión más profunda. Dios sabe que tienes la suficiente angustia para que agregues la nueva angustia que representa una oración sin respuesta. El Señor no agregará innecesariamente ni siquiera la cuarta parte de una onza a tu carga; y si te pide que le invoques, puedes invocarle sin temer un fracaso.
No sé quién seas tú. Nada me extrañaría que fueras Robinson Crusoe, pero puedes invocar al Señor, ya que te ordena que lo hagas; y si, en efecto, le invocas, incluye este argumento en tu oración:
“Señor, Tú me has mandado que busque Tu rostro,
Y ¿acaso he de buscar en vano?
Y el oído de la gracia soberana
¿Ha de ser sordo a mis gemidos?”
Entonces, argumenten el tiempo, y argumenten la angustia, y argumenten el mandamiento; y luego, argumenten con Dios Su propio carácter. Hablen con Él reverentemente, pero con fe, de esta manera: “Señor, es a Ti mismo a quien apelo. Tú has dicho: ‘Invócame’. Si mi vecino me hubiera indicado que lo hiciera, podría haber temido que tal vez no me oyera, y que cambiara de opinión; pero Tú eres sumamente grandioso y sumamente bueno para cambiar. Señor, por Tu verdad y por Tu fidelidad, por Tu inmutabilidad y por Tu amor, yo, pobre pecador, con mi corazón quebrantado y estrujado, ¡te invoco en el día de la angustia! ¡Oh, ayúdame y ayúdame pronto o moriré!”
Con toda seguridad tú que estás sumido en la angustia tienes muchos y poderosos argumentos. Tú estás en un terreno firme con el ángel del pacto, y puedes apoderarte valerosamente de la bendición. Yo no siento esta noche como si el texto me alentara a mí ni la mitad de lo que debía alentar a otras personas, pues yo no estoy en angustia justo ahora y ustedes sí lo están. Yo doy gracias a Dios porque estoy lleno de gozo y de tranquilidad; pero estoy medio inclinado a ver si no pudiera tener un poco de angustia para mí; seguramente si estuviera en angustia y estuviera sentado en esas bancas, abriría mi boca y abrevaría en el texto, y oraría como David, o Elías, o Daniel, apoyado en el poder de esta promesa, “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás.”
¡Oh, atribulados, salten al sonido de esta palabra! Créanla. Dejen que penetre en sus almas. “Jehová liberta a los cautivos.” Él ha venido a librarte. Puedo ver a mi Señor vestido con Sus ropas de seda; Su semblante es jubiloso como el cielo, Su faz es resplandeciente como una mañana sin nubes, y en Su mano sostiene una llave de plata. “¿Dónde vas, Señor mío, con esa llave de plata?” “Voy” –responde– “a abrirle la puerta a los cautivos, y a libertar a todos los que están presos.” Bendito Señor, cumple Tu misión; ¡pero no pases por alto a estos prisioneros de la esperanza! No te obstaculizaremos ni por un instante; ¡pero no te olvides de estos seres dolientes! Camina por estas galerías, y a lo largo de aquellos pasillos, y libra a los prisioneros del Gigante Desesperación, y haz que sus corazones canten de regocijo porque te han invocado en el día de la angustia, y ¡Tú los has librado, y ellos te honrarán!
III. Mi tercer encabezado está claramente indicado en el texto. Aquí tenemos a la GRACIA INMERECIDA ENCADENADA.
Nada en el cielo o en la tierra puede ser más libre que la gracia, pero aquí vemos a la gracia sujetándose a las cadenas de la promesa y del pacto. Escuchen. “Invócame en el día de la angustia; te libraré”. Si una persona te dijera una vez: “yo lo haré”, tú lo considerarías válido; él mismo se ha puesto a la orden de su propia declaración. Si es un hombre veraz, y ha dicho claramente: “yo lo haré”, lo tienes en tu mano. Después de hacer una promesa ya no es libre como lo era antes; se ha establecido un cierto camino y debe mantenerse en él. ¿No es así? Yo digo con la más profunda reverencia para con mi Dios y Señor, que Él mismo se ha atado en el texto con cuerdas que no puede romper. Ahora debe oír y ayudar a quienes le invocan en el día de la angustia. Ha prometido solemnemente, y cumplirá plenamente.
Noten que este texto es incondicional en cuanto a las personas. Contiene lo esencial de aquella otra promesa: “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.” Las personas a las que se hace especial referencia en el texto se habían burlado de Dios; habían presentado sus sacrificios sin un corazón verdadero; sin embargo, el Señor les dijo a cada uno de ellos: “Invócame en el día de la angustia; te libraré”. De esto deduzco que Él no excluye a nadie de la promesa. ¡Tú, ateo; tú, blasfemo; tú, que eres lascivo e impuro, si tú invocaras al Señor ahora, en este día de tu angustia, Él te librará! Ven y pruébalo. “Si hubiera un Dios” –dices tú–. Pero yo respondo: ‘hay un Dios’; ven, ponlo a prueba, y ve. Él dice: “Invócame en el día de la angustia; te libraré.” ¿No le probarás ahora? ¡Vengan aquí, ustedes que están encadenados, y vean si Él no los libera! ¡Vengan a Cristo, todos ustedes que están trabajados y cargados, y Él los hará descansar! En las cosas temporales y en las espirituales, pero especialmente en las cosas espirituales, invóquenle en el día de la angustia, y Él los librará. Él está obligado por esta grandiosa palabra irrestricta Suya, alrededor de la cual no ha puesto ni zanja ni vallado; quienquiera que le invoque en el día de la angustia, será librado.
Además, noten que este “Yo lo haré” incluy e todo el poder necesario que pudiera requerirse para la liberación. “Invócame en el día de la angustia; te libraré.” “Pero, ¿cómo puede ser esto?”, clama alguien. ¡Ah!, eso no puedo decírtelo, y no me siento obligado a hacerlo: corresponde al Señor encontrar las formas y las maneras adecuadas de hacerlo. Dios dice: “Yo lo haré”, y puedes estar seguro de que cumplirá Su palabra. Si fuera necesario sacudir el cielo y la tierra, Él lo hará, pues no le falta poder, y ciertamente no le falta honestidad; y un hombre honesto mantiene su palabra a costa de lo que sea, y eso hará un Dios fiel. Óyelo decir: “Te libraré”, y no hagas más preguntas.
Yo supongo que Daniel no sabía cómo le libraría Dios del foso de los leones. Yo supongo que José no sabía cómo sería librado de la prisión cuando la señora de la casa calumnió su carácter tan vergonzosamente. Yo supongo que esos antiguos creyentes no tenían una idea de la forma de la liberación del Señor; pero se abandonaron en las manos de Dios. Confiaron en Dios, y Él los libró de la mejor manera posible. Él hará algo semejante por ti; sólo invócale, y quédate quieto, y ve la salvación de Dios.
Noten que el texto no dice exactamente cuándo. “Te libraré” es lo suficientemente claro; pero no queda claro si ha de ser mañana, o la próxima semana, o el próximo año. Tú tienes mucha prisa, pero el Señor no. Pudiera ser que tu aflicción no hubiere obrado todavía en ti todo el bien por el que fue enviada y, por tanto, ha de durar más tiempo. Cuando el oro es introducido en el crisol, podría clamar al orfebre: “Déjame salir”. “No” –le responde– “no te has desprendido todavía de tu escoria. Debes permanecer en el fuego hasta que yo te purifique.” Dios, por tanto, puede sujetarnos a muchas pruebas; y, sin embargo, si Él dice: “Te libraré”, puedes estar seguro de que cumplirá Su palabra. La promesa del Señor es como un válido compromiso de pago de una firma solvente. Ese compromiso podría estar fechado para dentro de tres meses; pero cualquier persona lo descontaría si muestra un nombre confiable. Cuando recibes el “Yo haré” de Dios, siempre puedes hacerlo efectivo por la fe; y no se necesita obtener ningún descuento, pues es dinero en efectivo del comerciante, aun cuando solamente consiste en “Yo haré”. La promesa de Dios para el futuro es buen material bona fide (buena fe) para el presente, si sólo tienes la fe de usarla; “Invócame en el día de la angustia; te libraré”, es equivalente a una liberación ya recibida. Significa: “Si no te libro ahora, te libraré en un momento que es mejor que ahora, cuando, si fueras tan sabio como Yo, tú mismo preferirías a ser librado y no ahora.”
Pero la prontitud está implícita, pues de lo contrario la liberación no sería llevada a cabo. “¡Ah!”, –dirá alguien– “estoy sumido en tal angustia que si no obtengo una pronta liberación, voy a morirme.” Ten la seguridad de que no morirás. Serás librado y, por tanto, serás librado antes de que llegues a morir de desesperación. Él te librará en el mejor tiempo posible. El Señor es siempre puntual. Nunca te ha hecho esperar. Tú sí le has hecho esperar demasiado tiempo; pero Él tiene una puntualidad precisa. Él nunca hace esperar a Sus siervos ni un segundo más del tiempo señalado, sabio y apropiado. “Te libraré”, implica que Sus demoras no serán demasiado prolongadas, para que el espíritu del hombre no desfallezca por causa de la esperanza diferida. El Señor cabalga sobre las alas del viento cuando viene al rescate de quienes le buscan. Por tanto, ten mucho ánimo.
¡Oh, este es un texto bendito!, y sin embargo, ¿qué puedo hacer con él? No puedo introducirlo en el alma de aquellos que más lo necesitan. ¡Espíritu del Dios viviente, ven Tú, y aplica estas ricas consolaciones a aquellos corazones que están sangrando y a punto de morir!
Noten, por favor, este texto, una vez más. Permítanme repetirlo, poniendo el énfasis de una manera diferente: “Invócame a mí en el día de la angustia, y Yo te libraré; los hombres no querrían hacerlo; los ángeles no podrían hacerlo; pero Yo lo haré.” Dios mismo se dará a la tarea de rescatar al hombre que le invoca. A ustedes les corresponde invocar, y a Dios le corresponde responder. ¡Pobre hombre trémulo, tú comienzas a intentar responder a tus propias oraciones! Entonces, ¿por qué elevas tu oración a Dios? Una vez que has orado, deja que Dios cumpla Su propia promesa. Él dice: “Invócame, y Yo te libraré”.
Ahora toma esa otra palabra: “Te libraré a ti.” Sé lo que estás pensando, amigo Juan. Tú estás murmurando: “Dios librará a todo el mundo, menos a mí”. Pero el texto dice: “Te libraré a ti”. El hombre que invoca es el que recibirá la respuesta. María, ¿dónde estás? Si tú invocas a Dios, Él te responderá a ti. Te dará a ti la bendición, la dará a tu propio corazón y espíritu y en tu propia experiencia personal. “Invócame” –dice Él– “en el día de la angustia; te libraré a ti.”
¡Oh, que recibieran gracia para que ese pronombre personal se grabara en el alma de ustedes, y tuvieran la certeza de él como si pudieran verlo con sus propios ojos! El apóstol nos dice: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios”. Yo sé con toda seguridad que los mundos fueron hechos por Dios. Estoy seguro de ello; y, sin embargo, yo no le vi haciéndolos. Yo no le vi cuando la luz existió porque Él dijo: “Sea la luz”. Yo no le vi separar la luz de las tinieblas, ni las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión, pero estoy muy seguro de que Él hizo todo esto. Todos los caballeros del mundo que creen en la evolución no pueden eliminar mi convicción de que la creación fue obrada por Dios, aunque yo no estaba allí para verle crear aunque sólo fuera un pájaro o una flor. ¿Por qué no habría de tener yo el mismo tipo de fe esta noche acerca de la respuesta de Dios a mi oración si me encuentro sumido en la angustia? Si no puedo ver cómo me librará, ¿por qué desearía verlo? Él creó el mundo lo suficientemente bien sin que yo supiera cómo iba a hacerlo, y Él me librará sin que intervenga mi dedo. No es asunto mío ver cómo obra Él. Lo que me toca a mí es confiar en mi Dios, y glorificarle creyendo que es capaz de cumplir lo que ha prometido.
IV. De esta manera hemos tenido tres cosas dulces para recordar; y concluimos con una cuarta, que es: aquí COMPARTEN DIOS Y EL HOMBRE QUE ORA.
Esa es una extraña expresión para concluir, pero quiero que la noten. Estas son las partes. Primero, esta es tu parte: “Invócame en el día de la angustia.” En segundo lugar, esta es la parte de Dios: “Te libraré”. De nuevo, tú tienes una parte, pues serás librado. Y luego, es el turno del Señor: “Tú me honrarás.” Este es un convenio, un pacto que Dios establece contigo, que elevas tus oraciones a Él, y a quien Él ayuda. Él dice: “tú tendrás la liberación, pero Yo he de tener la honra. Tú orarás. Yo bendeciré, y luego tú honrarás Mi santo nombre.” Aquí hay una deleitable sociedad: nosotros obtenemos lo que nos es altamente necesario, y todo lo que Dios recibe es la gloria que es debida a Su nombre.
¡Pobre corazón angustiado! Estoy seguro de que tú no objetas estos términos. “Pecadores” –dice el Señor– “Yo les otorgaré el perdón, pero ustedes han de darme la gloria por ello”. Nuestra única respuesta es: “Ay, Señor, eso haremos, por los siglos de los siglos.”
“¿Quién es un Dios perdonador como Tú?
¿Quién tiene gracia tan rica y gratuita?
“Vengan, almas” –dice Él– “Yo las justificaré, pero he de recibir la gloria por ello”. Y nuestra respuesta es: “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe.” Dios ha de tener la gloria si somos justificados por Cristo.
“Vengan” –dice Él– “voy a ponerlos en mi familia, pero mi gracia ha de tener la gloria por ello”; y nosotros decimos: “¡Ay, así será, buen Señor! Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios.”
“Ahora” –dice Él– “Yo los santificaré, los haré santos, pero he de tener la gloria de ello”; y nuestra respuesta es: “Sí, por siempre cantaremos: ‘Hemos lavado nuestras ropas, y las hemos emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto le servimos día y noche en su templo, y le damos toda la alabanza.”
“Los llevaré a casa, al cielo” –dice Dios–: “los libraré del pecado y de la muerte y del infierno; pero he de tener la gloria por ello.” “Ciertamente” –decimos– “Tú serás engrandecido. Por los siglos de los siglos cantaremos: ‘Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos’.”
¡Alto allí, ladrón! ¿Qué es lo que pretendes? ¿Estás huyendo con una porción de la gloria de Dios? ¡Qué ladrón has de ser! He aquí un hombre que últimamente fue un borracho, y Dios le amó y le volvió sobrio, y él está portentosamente orgulloso de ser sobrio. ¡Qué insensatez! ¡Acaba con eso, amigo! ¡Acaba con eso! Dale a Dios la gloria de tu liberación del vicio degradante pues, de lo contrario, todavía estás degradado por la ingratitud.
He aquí, otro hombre. Él solía jurar antes; pero ha estado orando ahora; incluso predicó un sermón la otra noche, o al menos se trató de un mensaje al aire libre. Ha estado tan orgulloso en cuanto a esto como cualquier pavorreal. ¡Oh, pájaro altivo, cuando veas tus soberbias plumas, recuerda tus negras patas, y tu horrible voz! ¡Oh, pecador rescatado, recuerda tu antiguo carácter, y avergüénzate! Dale a Dios la gloria si has dejado de ser profano. Dale a Dios la gloria por cada una de las partes de tu salvación.
¡Ay!, incluso algunos teólogos quieren darle al hombre un poco de gloria. El hombre tiene libre albedrío, ¿no es cierto? ¡Oh, ese Dagón del libre albedrío! ¡Cómo lo quieren adorar los hombres! ¡El hombre hizo algo para su salvación, en virtud de lo cual ha de recibir alguna medida de honra! ¿Realmente piensas eso? Entonces di lo que piensas. Pero nosotros sostendremos desde este púlpito, y lo declararemos al mundo entero, que cuando un hombre llegue al cielo ni una sola partícula de gloria le será debida a él mismo; él no atribuirá de ninguna manera alguna honra a sus débiles esfuerzos propios, sino que la gloria ha de ser únicamente para Dios. “Tributad a Jehová, oh hijos de los poderosos, dad a Jehová la gloria y el poder. Dad a Jehová la gloria debida a su nombre.”
“Invócame en el día de la angustia; te libraré.” Esa es la parte que te corresponde. Pero “tú me honrarás”, es la parte de Dios. Él ha de recibir toda la honra de principio a fin.
Vayan por todas partes, ustedes que han sido salvados, y declaren lo que el Señor ha hecho por ustedes. Una anciana dijo una vez que si el Señor Jesucristo en realidad la salvó, nunca dejaría de oírla al respecto. Únanse a ella en esa resolución. En verdad mi alma hace votos de que mi Señor liberador nunca dejará de oírme por mi salvación.
“Le alabaré en la vida, y le alabaré en la muerte,
Y le alabaré en tanto que me preste aliento;
Y diré cuando el frío rocío de la muerte cubra mi frente,
Si alguna vez te amé, Jesús mío, ‘es ahora’.”
¡Vamos, pobre alma, tú que viniste aquí esta noche en la más profunda angustia, Dios quiere glorificarse en ti! Todavía ha de venir el día cuando tú consueles a otros seres dolientes por la repetición de tu feliz experiencia. Todavía podría venir el día en que tú, que eres un perdido, prediques el Evangelio a los perdidos. ¡Todavía ha de venir el día, pobre mujer caída, en el que tú conduzcas a otros pecadores a los pies del Salvador, donde ahora te encuentras llorando! ¡Tú, abandonado del diablo, de quien incluso Satanás se ha cansado, a quien el mundo rechaza porque estás acabado y echado a perder, todavía ha de llegar el día en que, con un corazón renovado, y lavado en la sangre del Cordero, resplandecerás como una estrella en el firmamento, para la alabanza de la gloria de Su gracia que te ha hecho acepto en el Amado! ¡Oh pecador desesperado, ven a Jesús! ¡Invócale, te lo suplico! Debes persuadirte de invocar a tu Dios y Padre. Si no puedes hacer otra cosa que gemir, gime ante Dios. Derrama una lágrima, exhala un suspiro, y que tu corazón le diga al Señor: “¡Oh Dios, líbrame, por Tu Hijo Jesucristo! Sálvame de mi pecado y de sus consecuencias.” Si oras así, Dios te oirá con toda seguridad, y te dirá: “Tus pecados te son perdonados. Vé en paz. Que así sea. Amén.
Vota esta traducción
Puntúa utilizando las estrellas