Cómo redimir una vida desperdiciada

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Revisión a fecha de 13:05 6 abr 2021; Kathyyee (Discusión | contribuciones)
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English: How to Redeem a Wasted Life

© Desiring God

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Por Greg Morse sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Natalia Micaela Moreno

Una flor que nunca floreció, una fruta que nunca maduró, un útero que nunca dio a luz, un huevo que nunca eclosionó: una vida desperdiciada.

Tal vez queda poco tiempo para decir y hacer lo que has dejado sin decir y sin hacer. Tal vez haces una mueca mirando hacia atrás a una vida que en su mayoría pasó y te preguntas, “¿qué he hecho?” o, “¿a dónde se fue?” Esto es lo que sembraste; tantos pétalos ya han caído. Te quedas agarrando los tallos espinosos de los recuerdos que deseas reproducir de manera diferente en tu mente. Puede que tú ahora, como nunca antes, te arrepientas de invertir tu vida en un mundo que ahora amenaza tan pronto con desalojarte.

Tal vez tus niños, si los tienes, ahora te desprecian. Tal vez sea demasiado tarde para decirle a tu madre que lo sientes. Tal vez la vida mejor que esperabas a la vuelta de la esquina nunca llegó. Años desperdiciados por alguna combinación de malas circunstancias, mala compañía y malas decisiones, tu arena ha caído en el reloj — ¿para qué fue todo?

Nadie quiere desperdiciar su vida, pero ¿qué pasa si temes haberlo hecho? El ladrón que murió junto a Jesús en la cruz, y vivió una vida devastada y lamentable hace dos mil años, se destaca como una flor que crece entre grietas en el pavimento, mostrando cómo, incluso en la última página de la vida, incluso en sus últimas líneas, una vida desperdiciada puede ser redimida.

Su última página

Qué escalofriante sensación debe haber sido despertar esa mañana sabiendo que hoy sería su último día.

A diferencia de la mayoría, que no saben exactamente cuándo los dedos fríos de la muerte los tomarán, Él sabía que en pocas horas estaría muerto. Su cuerpo sería desposeído, su cuerpo quedaría vacío. Sus manos nunca más tomarían los remos de un barco de pesca, sus ojos no verían el sol caer detrás de la cortina del horizonte, su voz ya no se escucharía en la tierra de los vivos.

Pronto, Él se habría ido. Ya no lo despertarían los pájaros con sus cantos, ni la brisa lo saludaría temprano en la mañana. Ya no discutiría juguetonamente con su madre acerca de sus Escrituras — el mañana no existía para Él. Los rayos que entraban en su prisión no tenían calor.

El hombre, como la hierba son sus días; como la flor del campo, así florece; cuando el viento pasa sobre ella, deja de ser, y su lugar ya no la reconoce. Las letras de su infancia cantaban involuntariamente en su mente.

No era un viento suave que pronto pasaría sobre él, sino un tornado Romano. Los brutos lo habían sentenciado a un final de lo más horrible, uno que hizo que su madre escupiera su comida: la crucifixión. Se estremeció al recordar las vistas de hombres adultos, desnudos, retorciéndose como cebo en un anzuelo fuera de la ciudad para que todos los vieran. Sangriento, gritando, llorando, gimiendo — él sería uno de ellos.

Uno de tres

De los látigos y cadenas y burlas que lo escoltaron a esa terrible colina, su propia conciencia se unió como un torturador invisible, pero experimentado. Él siempre pensó que con el tiempo modificaría sus costumbres. Pero eventualmente nunca llegó. Ahora, mientras caminaba por la colina como un deporte para hombres crueles, una pequeña y tranquila voz interior le recordó que ahora vivía en una tierra desprovista de segundas oportunidades.

En este día, no hubo más repeticiones. No hubo tiempo para hacer las cosas bien. Las ramas no se volverían a unir. Las palabras no se podrían retirar. El jarrón destrozado no sería restaurado. Este mundo estaba siendo arrancado de sus manos. Solo quedaban horas, seguramente las peores de su ya lamentable existencia. Él rogaría por la muerte al final.

Mientras los clavos manchados de sangre invadían sus muñecas, ondas de choque de dolor que nunca había conocido lo abrumaron. Su mente se estremeció ante la avalancha de dolor solo para despertar cuando los otros dos clavos lo empalaron. Apenas podía recordar haber sido levantado del suelo sino fuera por el ruido sordo, estremecedor, que convulsionó su cuerpo mientras la cruz caía en su lugar. Otras dos se erigieron cerca. Antes de sumergirse de nuevo bajo las corrientes de conciencia, se sorprendió preguntándose por qué tantos se paraban a su alrededor.

Verlo a través de una vida desperdiciada

Muchos ojos lo miraban. Él odiaba cada par. ¿Por qué tal multitud tenía que presenciar su miserable muerte? Por suerte, él no era el principal objeto de su burla. Él hizo de suplente en este salvaje canto fúnebre. ¿Quién era ese hombre que tanto odiaban?

Por supuesto, tenía que ser el mismo día. El hombre que andaba por ahí agitando a los fariseos, pretendiendo ser el Mesías, colgaba a su lado. Qué destino para un Mesías. Escapando del disgusto de la multitud, se unió para burlarse de él.

Tal vez fue lo que escuchó de sus enemigos: “A otros salvó; que se salve a sí mismo si este es el Cristo de Dios, su Escogido” (Lucas 23:35, LBLA). Espera, ¿incluso sus enemigos admiten que él de hecho salvó a otros? ¿Podría realmente ser el Cristo de Dios, su elegido? Si salvó a otros, ¿podría salvarme a mí?

Tal vez fue lo que vio. Desde la multitud de mujeres que lloraban trazando el camino hasta el Gólgota, hasta una multitud reunida para ver si realmente se salvaría a sí mismo, hasta sus enemigos que lo rodeaban para lanzarle ataques: ¿Quién es este hombre? Una señal sobre su cabeza, inscrita en tres idiomas, decía: “Este es el Rey de los judíos” (Lucas 23:38). ¿Podría ser realmente?

Tal vez fue el evento sobrenatural que rodeó su muerte. ¿Tres horas de oscuridad al mediodía (Mateo 27:45)? ¿Qué puede explicar este ennegrecimiento del sol? ¿Quién es éste que aun la luz mayor deja su trono y se vuelve para huir a su muerte?

Tal vez fue lo que escuchó de Jesús mismo. Mientras los hombres se burlaban de él y lo atormentaban, riéndose e insultándolo, él se enfrentó a su burla con la oración: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Él había estado maldiciendo a la multitud, pero este hombre, con clavos en su carne, oró por su perdón. ¿Quién es este hombre que llama a Dios “Padre”, incluso desde estas terribles alturas? ¿Podría yo ser una respuesta a la oración de este Rey? ¿Puedo ser perdonado de mis muchos pecados y de mi vida desperdiciada?

Con sus últimos alientos

Sabía que todo había cambiado en su persona interior cuando se escuchó a sí mismo gastando lo último de su efímera fuerza para hacer del mundo su enemigo en nombre de este hombre.

El tercer criminal dijo: “¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!” (Lucas 23:39). Antes de que pudiera pensar, su alma objetó: “¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena? Y nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha hecho” (Lucas 23:40–41).

Él era culpable, pero no este hombre. Él fue condenado legítimamente, pero no este hombre. Él era digno de muerte, pero no este hombre.

Él, que desperdició millones de respiros a lo largo de su vida, llegó a jadear con sus últimos pocos, “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42). Y desde el moribundo Rey hasta su indigno siervo llegaron palabras que abrumaron su desperdiciada existencia: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). En el cierre de esta existencia tan miserable, finalmente encontró la razón de su vida: Jesucristo.

A la sombra de la Cruz

¿Has desperdiciado tu vida? ¿Estás a punto de desperdiciarla? Sigue a este hombre una vez miserable hasta el Salvador. Ya sea que hayas sido un horrible administrador de tus facultades a través del pecado o a través de la irreflexión, corre hacia aquel que incluso ahora te dará la bienvenida. Él ora por el perdón de sus enemigos. En el momento en que creas en Jesús, los Ángeles gritarán y se regocijarán por, sí, incluso tú y tu nueva vida en él (Lucas 15:7).

Si has desperdiciado tu vida, debes saber que existe otra vida. Hay más páginas. Aunque nada más que arrepentimiento te siga hasta la gloria, habrás vivido mejor que los reyes incrédulos y las celebridades de este mundo si te arrepientes de tu pecado y crees en el Señor Jesucristo. Él es la Vida misma, y solo pueden morir bien aquellos que, como este ladrón penitente, perecen en paz a la sombra de su cruz.


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