La Obra del Espíritu Santo/El Apostolado

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English: The Work of the Holy Spirit/The Apostolate

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 11 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XXIX. El Apostolado

“Para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.”—1 Juan i. 3.

El apostolado tiene el carácter de una manifestación extraordinaria nunca antes vista, en la cual podemos descubrir una obra propia del Espíritu Santo. Los apóstoles fueron embajadores fenomenales— distintos a los profetas, distintos a los ministros de la Palabra de hoy en día. Ocupan un lugar único en la historia de la Iglesia y del mundo, y son particularmente importantes. Por lo tanto, el apostolado debe ser discutido en forma especial.

El apostolado, además, forma parte de las grandes cosas que el Espíritu Santo ha hecho. Todo lo que la Sagrada Escritura declara con relación a los apóstoles nos impulsa a buscar respuestas sobre sus personas y misión en la obra especial del Espíritu Santo. Antes de Su ascensión, Cristo repetidamente predijo que ellos serían Sus testigos sólo después de haber recibido el Espíritu Santo de manera extraordinaria. A la espera del cumplimiento de esta promesa, permanecen escondidos en Jerusalén. Y al llevar el mensaje de la cruz a Jerusalén y hasta lo último de la tierra, apelan al Espíritu Santo, quien los capacita poderosamente para la misión.

El apostolado era santo y por eso los llamamos los santos apóstoles— no porque hayan alcanzado un grado más alto de perfección, sino usando el sentido bíblico de la palabra; es decir, la idea de haber sido separados, apartados para el servicio del Dios santo, tal como lo fueron el Templo y sus utensilios.

Muchas cosas se han vuelto impías por causa del pecado. Antes del que el pecado entrara en el mundo todas las cosas eran santas. Aquella parte de la creación que se volvió impía se opone a aquella que se mantuvo santa. Esta última es el Cielo; y la que fue santificada es la Iglesia; y, por tanto, se denomina santo todo aquello que pertenece a la Iglesia, a su ser y organismo.

Por eso Jesús pudo decirles a sus discípulos justo antes de que lo negaran: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.” Los miembros de la Iglesia y sus hijos son “santificados” de manera similar; San Pablo los llama santos y amados en sus epístolas: no porque no hayan pecado, sino porque Dios los había llamado santos en la esfera de Su santidad, la cual Él, por Su gracia, había separado de la esfera del pecado. De la misma forma la Escritura es santa: no porque sea el registro solamente de cosas santas, sino por que su origen no es la vida del hombre pecaminoso, sino la esfera santa de la vida de Dios.

Nosotros confesamos, por lo tanto, que los apóstoles de Cristo fueron apartados para el servicio del Reino santo de Dios, y que fueron dignos de su llamado por el poder del Espíritu Santo.

Si omitimos la palabra “santos”, como muchos hacen, convertimos a apóstoles en hombres comunes y corrientes; los comenzamos a considerar como predicadores ordinarios— en un grado más alto indudablemente, debido a que son poseedores una gran ventaja, en especial por su relación cercana con Cristo y como testigos Suyos a nosotros—, pero aun así en el mismo nivel junto a otros maestros y ministros a lo largo de la historia de la Iglesia. Se pierde así la convicción de que los apóstoles eran hombres de un tipo diferente a los demás; se pierde la consciencia de que tuvieron un ministerio especial y único; se pierde también la confesión de que, por medio de ellos, el Señor nuestro Dios nos dio una gracia extraordinaria.

Esto explica por qué algunos ministros, al ser instalados, al salir o al jubilar, aplican sobre sí mismos declaraciones apostólicas que no se aplican a ellos, sino que son exclusivas para aquellos que ocupan un lugar especial y único en la Iglesia de todos los tiempos y lugares. Por esta razón repetimos el título de honor, “santos apóstoles,” para que así la importancia distintiva del apostolado sea reconocida nuevamente con honor en nuestras iglesias.

La Sagrada Escritura muestra esta importancia distintiva del apostolado de varias maneras.

Comenzaremos refiriéndonos al prólogo de la Primera Epístola de San Juan, en el cual, en la plenitud del sentido apostólico, el santo apóstol se dirige a nosotros solemnemente. San Juan abre su epístola declarando que ellos, los apóstoles del Señor, ocupan una posición excepcional en el milagro de la encarnación de la Palabra. Dice: “El Verbo se hizo carne, y en ese Verbo encarnado, la Vida se manifestó; y esa Vida manifiesta escuchamos, vimos y palpamos.” ¿Por quiénes? ¿Por todos? No, sino por apóstoles; por eso añade enfáticamente: “Aquello que hemos visto y oído os anunciamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó.”

¿Cuál fue el objetivo de esta declaración? ¿La salvación de las almas? Ciertamente, pero no en primer lugar. El propósito de esta declaración es unir a los miembros de la Iglesia con el apostolado. Por eso añade clara y enfáticamente: “Esto os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros.” Y sólo después de haber establecido este vínculo y de haber logrado comunión con el apostolado, dice: “Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.”

La lógica del apóstol es clara como el agua. La Vida fue manifestada de tal forma que pudo ser vista y palpada. Aquellos que la vieron y palparon fueron los apóstoles; y fueron ellos también los que declararon esta vida a los elegidos. La comunión necesaria entre los elegidos y el apostolado se establece por medio de esta declaración. Y como consecuencia de esto, los elegidos ahora pueden disfrutar de la comunión con el Padre y el Hijo.

Esto no debe entenderse como si se refiriera sólo al pueblo de ese entonces; y con respecto a Roma, tal perspectiva, incluso con Biblia en mano, es demasiado débil si se sostiene que esta mayor relevancia del apostolado se aplicaba sólo a los que vivían entonces, y no en la misma medida para nosotros hoy. Por cierto nosotros, que vivimos en el final de los tiempos, debemos mantener la comunión vital con el santo apostolado de nuestro Señor Jesucristo. Roma se equivoca al decir que sus obispos son los sucesores de los apóstoles, enseñando que la comunión con el apostolado depende de la comunión con Roma: un error que se hace evidente al ver que San Juan expresa y, enfáticamente, relaciona la comunidad del apostolado con los hombres que vieron, oyeron y palparon aquello que fue manifestado de la Palabra de Vida— algo a lo que ningún obispo de Roma podría aspirar hoy en día. Además, San Juan dice distintivamente que esta comunión con el apostolado debe ser el resultado de la declaración de la Palabra de Vida por los apóstoles mismos. Y en la medida que Roma sostenga que esta comunión es por medio del símbolo sacramental, y no por medio de la predicación de la Palabra, su doctrina se encuentra en directa oposición a la de los apóstoles.

Sin embargo, de aquí no se desprende que Roma se equivoca en el pensamiento fundamental, a saber, que todo hijo de Dios debe estar en comunión con el Padre y el Hijo a través del apostolado; por el contrario, esta es la declaración positiva de San Juan. La solución a este aparente conflicto se encuentra en el hecho de que ellos no sólo hablaron, sino que también escribieron: en otras palabras, su declaración de la Palabra de Vida no se limitó al pequeño círculo de personas que tuvieron el privilegio de escucharles; al contrario, por medio de sus escritos le han dado a su predicación una formas reales y duraderas; la han enviado a toda tierra y nación; para que, como apóstoles genuinos y ecuménicos, puedan dar testimonio de la Vida que ha sido manifestada a todos los elegidos de Dios en todo lugar y a través de todas las épocas.

Por tanto, los apóstoles se encuentran predicando al Cristo vivo en las iglesias incluso hoy mismo. Sus personas han partido, pero su testimonio personal permanece con nosotros. Y tal testimonio personal— el cual ha llegado a toda alma, en todo lugar y en toda época como documento apostólico—es el testimonio que aún hoy es el instrumento en la mano del Espíritu Santo para llevar a las almas a la comunión de la Vida Eterna.

Si alguien dice, “La palabra de los apóstoles, en este sentido, ciertamente aún es efectiva; sin embargo, esta no trae como resultado la comunión con ellos ni se efectúa por medio de su comunión con Cristo, sino que, de manera más simple, nos apunta directamente al Salvador de nuestras almas,” nos oponemos enérgicamente a esta noción no-bíblica.

Tal razonamiento ignora al cuerpo de Cristo y pasa por alto el hecho significativo del derramamiento del Espíritu Santo. No se trata de la salvación de unas pocas almas individuales, sino de la recolección del cuerpo de Cristo; y a ese cuerpo deben ser incorporados todos los que son llamados. Ya que el Rey de la Iglesia da Su Espíritu, no a personas separadas, sino exclusivamente a aquellos que son incorporados, y que el fluir del Espíritu Santo hacia Su cuerpo ocurrió en Pentecostés, principalmente en los apóstoles, por ende, en el tiempo presente nadie puede recibir don espiritual o influencia alguna del Espíritu Santo a menos que se encuentre en conexión vital con el cuerpo del Señor; y tal cuerpo no se puede concebir sin los apóstoles.

De hecho, la Palabra apostólica viene al alma en el día de hoy como testimonio de lo que ellos vieron, oyeron y palparon de la Palabra de Vida. En virtud de este testimonio se obra en el interior de las almas, y se estas hacen manifiestas al ser incorporadas al cuerpo de Cristo. Y esta comunión se manifiesta como una comunión con el mismísimo cuerpo del cual los apóstoles son líderes, en cuyas personas y en cuyos asociados fue derramado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés.

Sabemos que esta perspectiva—esta confesión, más bien—se encuentra en directa oposición a la perspectiva del metodismo,[1] el cual ha impregnado a los hombres de toda clase y condición. Los deplorables resultados se han hecho evidentes de varias maneras. El metodismo ha matado el aprecio consciente por sacramento; es frío e indiferente con respecto a la comunión de la iglesia; ha cultivado un desprecio ilimitado por la verdad en la confesión.[2] Mientras que el Señor nuestro Dios ha considerado necesario darnos una Santa Escritura extensa, formada por sesenta y seis libros, el metodismo se jacta de poder escribir su evangelio en una moneda.

Este error no puede ser superado a menos que la Palabra de Dios sea nuevamente nuestra Maestra y nosotros sus dóciles estudiantes. Entonces entenderemos—

  1. Que no son personas por separado las que están siendo rescatadas de las corrientes de la iniquidad, sino que un cuerpo será redimido.
  2. Que todos los que han de ser salvos serán incorporados a tal cuerpo.
  3. Que este cuerpo tiene como Cabeza a Cristo y a los apóstoles como sus líderes permanentes.
  4. Que el Espíritu Santo fue derramado sobre ese cuerpo en Pentecostés.
  5. Que incluso hoy cada uno de nosotros experimenta las acciones bondadosas del Espíritu Santo sólo a través de la comunión con este cuerpo.

La gloriosa palabra de Cristo “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,” será bien entendida sólo cuando estas cosas sean claras para el alma. Entendiéndola en el otro sentido, esta palabra no nos entrega el más mínimo consuelo; porque, entonces, el Señor oró solamente por sus contemporáneos, aquellos que tuvieron el privilegio de oír personalmente a los apóstoles, y aquellos que se convirtieron por medio de su testimonio verbal. Quedamos completamente excluidos. Pero si entendiéramos esta petición en el sentido que hemos estado defendiendo, es decir, como si Cristo estuviese diciendo, “No oro solamente por Mis apóstoles, sino también por aquellos que creerán en Mí por medio de su testimonio, ahora y en todas las edades, tierras y naciones,” entonces esta petición adquiere mayor alcance, incluyendo aun una oración por cada hijo de Dios, incluso por aquellos que son llamados hoy desde nuestros propios hogares.

Cuando en el Apocalipsis de Juan echamos un vistazo a la cuidad celestial, la Nueva Jerusalén, con doce fundamentos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero, podemos notar que la importancia única del apostolado está profundamente incrustada en el corazón del Reino. De ahí que su importancia no sea pasajera ni temporal, sino permanente e incluyendo a toda la Iglesia. Y cuando la guerra haya acabado y la gloria de la Nueva Jerusalén sea revelada, incluso en ese momento, en tal fruición celestial, la Iglesia descansará sobre el mismo cimiento sobre el cual fue edificada aquí; y, por lo tanto, llevará gravados sobre sus doce fundamentos los nombres de los santos apóstoles del Señor.

El apóstol Pablo tiene tan en alto al apostolado que en su Epístola a los Hebreos aplica el nombre de Apóstol al Señor Jesucristo. “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús.” El significado es perfectamente claro. Propiamente dicho, es Cristo mismo el que llama y testifica en Su Iglesia. Tal como el blanco rayo de luz se divide en muchos colores, así mismo Cristo se imparte a Sí mismo a Sus doce apóstoles, a quienes Él ha elegido como los instrumentos por medio de los cuales tiene comunión con Su Iglesia. Por tanto, los apóstoles no andan cada uno por su cuenta, sino que juntos constituyen el apostolado, cuya unidad no se encuentra en San Pedro ni en San Pablo, sino en Cristo. Si quisiéramos comprender al todo el apostolado en uno solo, tendría que ser en Él en quien está contenida la totalidad de los doce—el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo el Señor.

Si no captamos completamente estos pensamientos ni vivimos en ellos, no seremos capaces de entender las epístolas de San Pablo ni de apreciar su conflicto espiritual por mantener en alto el honor del apostolado en su misión celestial. Especialmente en sus epístolas a los Corintios y Gálatas, Pablo contiende valiente y efectivamente en este aspecto— pero de una manera que el metodista no puede ver ni oír. Éste se lamenta por el celo del apóstol, y dice: “Si Pablo hubiese hecho menos hincapié en su título y se hubiese concentrado más humildemente a la conversión de las almas, nuestra imagen de él sería mucho más preciosa.” Y desde su punto de vista, tiene mucha razón. Si los apóstoles son más importantes sólo por haber sido los primeros maestros y ministros de la Iglesia, no tiene sentido que San Pablo haya desperdiciado su energía reclamando un título inútil.

Sin embargo, el hecho innegable de que el gran esfuerzo de San Pablo no va en línea con nuestras ideas en el día de hoy, no nos debe hacer creer que el apóstol, simplemente porque no se amolda a nuestras opiniones, no tiene la razón. Por el contrario, debemos reconocer que no podemos sostener nuestra perspectiva sin condenar al apóstol y, por tanto, debemos abandonarla—mientras más pronto sea, mejor. San Pablo no debe amoldarse a nuestras ideas; al contrario, nuestras ideas deben ser modificadas o cambiadas por el pensamiento de San Pablo.

XXX. Las Escrituras Apostólicas

“Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios.”—1 Cor. vii. 40.

Hemos visto que el apostolado tiene una importancia extraordinaria, ocupando una posición única. Esta posición consiste de dos partes: una temporal, con referencia a la plantación de las primeras iglesias; y otra permanente, con relación a las iglesias a lo largo de todas las edades.

La primera debe ser necesariamente temporal, porque lo que ya se ha hecho no puede se puede repetir. Un árbol puede ser plantado sólo una vez; un organismo puede nacer sólo una vez; la plantación o fundación de una Iglesia puede ocurrir sólo una vez. Sin embargo, esta fundación no fue sin previa preparación. Por el contrario, Dios ha tenido una Iglesia en el mundo desde el principio. Incluso, esa Iglesia era una iglesia mundial. Pero cayó en idolatría; y la única iglesia pequeña que quedó, en medio de un pueblo casi desconocido, fue la Iglesia en Israel. Para que esta iglesia particular pudiera convertirse otra vez en una iglesia mundial, dos cosas fueron necesarias:

En primer lugar, que la Iglesia de Israel dejara de lado su nacionalidad.

En segundo lugar, que la Iglesia de Cristo apareciera en medio del mundo pagano, para que ambas pudieran manifestarse como la Iglesia Cristiana.

Con estas dos cosas la labor apostólica queda prácticamente completa. En San Pablo se unen ambas. Ningún apóstol trabajó para quitarle a la Iglesia de Israel su vestimenta judía con tanto celo como él, y ningún apóstol fue tan prolífero en la plantación de nuevas iglesias en todas partes del mundo de la manera que él lo fue.

No obstante, el apostolado tenía un llamado mucho más amplio y alto, no sólo para con la gente de esos días, sino también para la Iglesia a lo largo de todas las edades. Ellos fueron ordenados para la tarea de apóstoles: dar a las iglesias formas definidas de gobierno, para así determinar su carácter; y darles la documentación escrita de la revelación de Cristo Jesús, para asegurar su pureza y perpetuidad.

Esto es evidente al observar el carácter de sus labores: porque no sólo plantaron iglesias, sino que también les dieron ordenanzas. San Pablo les escribe a los corintios: “En cuanto a la ofrenda para los santos, haced vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de Galacia.” (1 Cor. xvi. 1) Ellos estaban conscientes, por tanto, de poseer poder, de estar dotados de autoridad: “Esto ordeno en todas las iglesias,” dice el mismo apóstol (1 Cor. vii. 17). Esta orden no es como la de los directorios de nuestras iglesias que tienen poder para hacer reglas; o como cuando el ministro anuncia algunas regulaciones desde el púlpito en nombre del consistorio. No, los apóstoles ejercían una autoridad en virtud de un poder que poseían conscientemente en sí mismos, independientemente de una iglesia o de un concilio particular. Pues San Pablo, después de haber dado ordenanzas en cuanto al matrimonio, escribe: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios” (1 Cor. vii. 40). Por tanto, el poder y la autoridad para mandar, para ordenar y juzgar en las iglesias, no derivaban de la Iglesia, ni de un concilio, ni del apostolado, sino directamente del Espíritu Santo. Esto es cierto incluso en cuanto al poder para juzgar; pues San Pablo, en el caso de una persona incestuosa en la iglesia de Corinto, juzgó que tal individuo debía ser entregado a Satanás. La ejecución de tal sentencia la dejó en manos de los ancianos de la iglesia, pero la había determinado en virtud de su autoridad apostólica—1 Cor. v. 3.

En esta conexión, cabe destacar que San Pablo estaba consciente de una doble corriente que fluía a través de su palabra: (1) aquella de la tradición, tocante a las cosas ordenadas por el Señor Jesús durante Su ministerio; y (2) aquella del Espíritu Santo, tocante las cosas que debían ser dispuestas por el apostolado. Pues escribe: “En cuanto a las vírgenes no tengo mandamiento del Señor; mas doy mi parecer, como quien ha alcanzado misericordia del Señor para ser fiel” (1 Cor. vii. 25). Y otra vez dice: “Pero a los que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor: Que la mujer no se separe del marido” (versículo 10). Y en el versículo 12 dice: “Y a los demás yo digo, no el Señor.” Muchos han quedado con la impresión de que San Pablo quería decir: “Lo que el Señor ordenó, aquello deben cumplir; pero las cosas que yo les he ordenado son menos importantes y en ningún caso obligatorias”; una perspectiva que destruye la autoridad de la palabra apostólica y que, por ende, debe ser rechazada. El apóstol no tiene la más mínima intención de poner en riesgo su autoridad; pues habiendo entregado el mensaje, expresamente añade: “Y pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios”; (1 Cor. vii. 40) lo cual, en conexión al mandamiento del Señor, no puede significar nada distinto a: “Aquello que yo he ordenado tiene la misma autoridad que las palabras del propio Señor”;— una declaración ya contenida en la palabra: “He alcanzado misericordia para ser fiel,” es decir, en mi trabajo de dar regulación a las iglesias.

Por medio de estas ordenanzas, los apóstoles no sólo dieron a las iglesias de aquellos días una forma definida de vida, sino que también prepararon el canal que debía determinar el curso futuro de la vida de la Iglesia. Esto lo hicieron de dos maneras:

En primer lugar, en parte por medio de las marcas que dejaron en la vida de las iglesias, las cuales nunca fueron totalmente borradas.

En segundo lugar, también en parte y más particularmente al dejarnos por escrito la imagen de esa Iglesia, y al sellar las características principales de estas ordenanzas en sus epístolas apostólicas.

Estas dos influencias— aquella directa a la vida de las iglesias, y aquella de las Escrituras apostólicas—, se han encargado de cuidar que la imagen de la Iglesia no se pierda, y de que, en donde existe el peligro de que se pierda, sea totalmente restaurada por la gracia de Dios.

Esto nos lleva a considerar la segunda actividad de los apóstoles, por medio de la cual obran en la Iglesia de todos los tiempos, a saber, la herencia de sus escritos.

Nuestros escritos son los más ricos y maduros productos de la mente; y la mente del Espíritu Santo obtuvo su más rica, completa y perfecta expresión cuando Su significado fue puesto en forma documental. Por lo tanto, la labor literaria de los apóstoles merece cuidadosa atención.

En cada una de las actividades que Pedro y Pablo realizaron— predicar el Evangelio, sanar enfermos, juzgar a los rebeldes y plantar iglesias, entregando ordenanzas—, llevaron a cabo una obra gloriosa. Aun así, la importancia de la labor de San Pablo al escribir, por ejemplo, la Epístola a los Romanos, es tan superior al valor de la predicación y de la sanación, que no puede haber comparación entre las dos. Cuando escribió ese librito, que impreso en un panfleto común y corriente no tendrá más de dos páginas, él hizo la obra más grande de su vida. El rango de influencia de este librito ha sido tremendo. Por medio de este pequeño libro es que San Pablo se transformó en un personaje histórico. Sabemos, claro está, que muchos teólogos de nuestro tiempo invierten este orden y dicen: “Estos apóstoles eran hombres profundamente espirituales; vivieron cerca del Señor y pudieron conocer en profundidad la mente de Cristo; trabajaron y predicaron, y ocasionalmente escribieron una que otra carta, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros; sin embargo, estos escritos no tuvieron mayor importancia para ellos”; y en contra de toda esta falsa representación protestamos con todas nuestras fuerzas. No, estos hombres no eran excelentes personalidades que escribieron cartas con sus propias manos que no tuvieron mayor importancia en sus vidas. Por el contrario, la labor epistolar fue la obra más importante de todas sus vidas; pequeñas en tamaño, pero ricas en contenido; aparentemente de menos valor, pero en realidad, en virtud de su profunda y extendida influencia, de una importancia mucho mayor. Y ya que los apóstoles no pueden ser considerados unos tarados que con suerte sabían algo del futuro de la Iglesia y de lo que estaban haciendo, afirmamos que un hombre como San Pablo, al terminar su Epístola a los Romanos, estaba consciente del hecho de que su obra ocuparía un lugar prominente dentro de sus labores apostólicas.

Aunque se transe y se acepte que el apóstol estaba inconsciente de esto, esto no altera el hecho. Hoy, cuando todas las iglesias fundadas hace dieciocho siglos han pasado, y que la iglesia de Roma apenas puede ser reconocida; cuando aquellos que por medio de su maravilloso poder fueron sanados o salvados se han convertido en polvo, y que no queda ni un recuerdo de estas labores; hoy esta herencia epistolar aún gobierna la Iglesia de Cristo.

No podemos imaginar cuál sería la condición de la Iglesia sin las epístolas de San Pablo, si perdiéramos la herencia del gran apóstol que ha llegado a nosotros por medio de nuestros padres. ¿Qué es lo que controla nuestra confesión sino las verdades desarrolladas por él? ¿Qué es lo que gobierna nuestras vidas sino los ideales que él puso en alto? Podemos decir con toda seguridad que nuestra Iglesia sin las epístolas paulinas tendría una forma y apariencia completamente diferente.

Siendo esto así, también tenemos justificación para decir que la concretización de la verdad cristiana en las epístolas apostólicas es la más importante de todas sus labores. En vez de llamarlas “letras muertas,” confesamos que ellas la actividad de los apóstoles alcanzó su cenit.

No obstante, siendo nuestra presente preocupación la obra particular del Espíritu Santo en el apostolado, y no el apostolado en sí, consideraremos a continuación la siguiente pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de esta obra?

Nuestra alternativa está entre la teoría del proceso mecánico y la del proceso natural.

Quienes apoyan la primera dicen: “Nada puede ser más simple que la obra del Espíritu Santo en los apóstoles. Ellos sólo tuvieron que sentarse, tomar pluma y tinta, y escribir según se les dictaba.” Quienes abogan por el proceso natural dicen: “Los apóstoles habían entrado profundamente a la mente de Cristo; eran más santos, más puros, y más piadosos que los demás; y por lo tanto ellos calificaban para ser los instrumentos del Espíritu Santo el cual, después de todo, le da vida a todo hijo de Dios.” Estos son los puntos de vista extremos. Por un lado, la obra del Espíritu Santo es considerada como un elemento ajeno introducido a la vida de la Iglesia y a la de los apóstoles. Cualquier escolar capaz de escribir un dictado podría haber escrito la Epístola a los Romanos igual de bien que San Pablo. La diferencia obvia de estilo y forma de presentación entre sus epístolas y las de San Juan no surge de la diferencia de sus personalidades, sino del hecho que el Espíritu Santo a propósito adoptó el estilo y la forma de hablar de Su escriba elegido— sea San Pablo o San Juan—.

El otro extremo considera que las personas de los apóstoles dan cuenta de todo; por tanto, hablar de una obra del Espíritu Santo es simplemente repetir un término religioso. Según esta posición, la influencia de la relación personal tuvo un efecto pedagógico en Sus discípulos, la cual dejó una marca tan fuerte de Su vida en ellos que pudieron entender Su Persona y Sus objetivos mucho mejor que otros. Por tanto, siendo las mentes mejor desarrolladas del círculo cristiano en ese entonces, adoptaron en sus escritos una cierta autoridad apostólica.

Además de estos dos extremos, debemos mencionar la perspectiva de ciertos teólogos amigables que cambian este proceso natural en uno sobrenatural— pero, aun así, desarrollado por el mismo individuo—. Ellos reconocen junto con nosotros que existe una obra del Espíritu Santo, a la cual llaman regeneración, y que a ella a menudo se le suma el don de la iluminación. Y basado en esto arguyen: “Entre los regenerados hay algunos en los cuales esta obra divina es solamente superficial, mientras que en otros Él opera con más profundidad. En los primeros, el don de la iluminación no está desarrollado; en los últimos, el don toma más realce; y a esta clase pertenecían los apóstoles, quienes fueron partícipes de este don en el grado más alto. Debido a estos dos dones, la obra del Espíritu Santo llegó a tal claridad y transparencia en ellos que, al hablar o escribir acerca de las cosas del Reino de Dios, casi invariablemente tocaron en la nota exacta, eligieron la palabra exacta, y continuaron en la dirección correcta. De ahí procede el poder de sus escritos, y la autoridad casi obligatoria de su palabra.”

En contra de estos tres oponentes queremos presentar el punto de vista de los mejores teólogos de la Iglesia cristiana, los cuales, a pesar de entender completamente los efectos de la regeneración e iluminación en los apóstoles, sostienen que a partir de esto, la autoridad infalible de los apóstoles no puede ser explicada; y que la autoridad de su palabra es reconocida sólo por la confesión incondicional de que estas operaciones de gracia fueron los medios usados por el Espíritu Santo al momento de entregar Su propio testimonio, por medio de los apóstoles, en formas documentales para la Iglesia de todos los tiempos.


XXXI. La Inspiración Apostólica

“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.”—Juan xvi. 13.

¿Cuál es la naturaleza de la obra del Espíritu Santo en la inspiración de los apóstoles?

Aparte de las teorías mecánicas y naturales, las cuales son vulgares y profanas, existen otras dos, a saber, la ética y la reformada.

Según la primera, la inspiración de los apóstoles difiere del aliento de los creyentes sólo en grado y no en naturaleza. Los éticos representan este asunto como si, por medio de la encarnación de la Palabra, una nueva esfera de vida fuese creada; la llaman “Dios-hombre.” Aquellos que han recibido la vida de esta esfera más alta son los creyentes; los demás son incrédulos. En estos creyentes, la consciencia es cambiada, iluminada y santificada gradualmente. Por tanto, ellos ven las cosas en una luz diferente, es decir, sus ojos son abiertos para que puedan ver el mundo espiritual del cual los no-creyentes nada ven. Sin embargo, este resultado no es el mismo para todos los creyentes. Los más favorecidos ven más correcta y claramente que los menos favorecidos. Y los más excelentes entre ellos, quienes poseen esta vida divino-humana con más abundancia, y ven las cosas del Reino con la mayor claridad y precisión, son los hombres llamados apóstoles. De ahí que la inspiración de los apóstoles y la iluminación de los creyentes es la misma en principio, mas diferente en sólo en grado.

Las iglesias reformadas no pueden estar de acuerdo con esta visión. En su juicio, cualquier esfuerzo por asimilar la inspiración apostólica a la iluminación de los creyentes aniquila en realidad a la primera. Pues ellas sostienen que la inspiración de los apóstoles era totalmente única en naturaleza y en clase, totalmente diferente de lo que la Escritura llama la iluminación de los creyentes. Los apóstoles poseían este don en el más alto nivel, y en este aspecto apoyamos de todo corazón lo que dicen los teólogos éticos. Pero, cuando todo se ha dicho, nos aferramos a que la inspiración apostólica ni siquiera se toca; que yace enteramente fuera de ella; que no está contenida en ella, sino añadida a ella; y que la Iglesia debe reverenciarle como obra del Espíritu Santo extraordinaria, peculiar y única, forjada exclusivamente en los santos apóstoles.

Entonces, ambos lados están de acuerdo en que los santos apóstoles eran nacidos de nuevo, y que fueron iluminados en un grado peculiarmente alto. No obstante, mientras los teóricos éticos sostienen que esta iluminación extraordinaria incluye inspiración, los reformados afirman que la iluminación en su más alto grado no tiene nada que ver con la inspiración; pues esta última fue única en su especie, sin igual, dada sólo a los apóstoles; jamás a otros creyentes.

La diferencia entre los dos puntos de vista es obvia.

Según el punto de vista ético, las epístolas son escritos de hombres muy dignos, piadosos y santificados; los brillantes discursos de creyentes altamente iluminados. Y aún así, habiendo dicho eso, ellos son falibles después de todo; pueden tener el noventa por cierto de la verdad bien expresado y correctamente definido; mas la posibilidad de que el diez por ciento restante esté lleno de errores y fallas aún existe. Aunque puede haber una o más epístolas infalibles, ¿qué provecho sacamos, si no sabemos cuál es cual? De hecho, no tenemos certidumbre alguna en cuanto a esto. Y por esta razón se acepta que en verdad los apóstoles cometieron errores.

De ahí que las iglesias reformadas no puedan aceptar esta fascinante representación. Las consciencias de los creyentes siempre protestarán en contra de ella. Lo que esperamos en los “santos apóstoles” es esta mismísima certidumbre, fiabilidad, y decisión. Al leer su testimonio, queremos confiar en él. Esta certidumbre ha sido la fortaleza de la Iglesia por todas las edades. Sólo esta convicción le ha dado descanso. Con todas estas teorías que suenan tan hermosas, las cuales desvisten a la palabra apostólica de su infalibilidad, la Iglesia de hoy siente instintivamente que se le está usurpando la fiabilidad a su Palabra, a su Biblia.

Así se muestran los santos apóstoles en sus escritos, y no en otra forma. San Juan, el más amado entre los doce, testifica que el Señor Jesús le dio a los apóstoles una promesa excepcional, diciendo, “Él os guiará a toda la verdad,” (Juan xvi. 13) una palabra que no puede aplicarse a otros, sino exclusivamente a los apóstoles. Y otra vez: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Juan xiv. 26) Esta promesa no es para todos, sino sólo para los apóstoles, la cual les asegura un don evidentemente distinto que el de la iluminación. De hecho, esta promesa no era sino la dotación permanente del don recibido sólo temporalmente cuando salieron en su primera misión a Israel: “Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.” (Mt. x. 20)

Además, el Señor Jesús no sólo les prometió que la palabra que saliera de sus bocas sería una palabra del Espíritu Santo, sino que les concedió tal poder y autoridad personal que sería como si Dios mismo hablara a través de ellos. De esto testificó San Pablo a la iglesia de Tesalónica, diciendo: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios” (1 Ts. ii. 13). Y San Juan nos dice que, tanto antes como después de la resurrección, el Señor Jesús les dio a Sus discípulos el poder para atar en la tierra, en el sentido de que su palabra tendría un poder atador para siempre: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos”— (Juan xx. 23) palabras que resultan horribles e insoportables a menos que se entiendan con la implicancia del perfecto acuerdo entre la mente de los apóstoles y la mente de Dios. Las palabras de Cristo a Pedro tienen un significado similar: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mt. xvi. 19)

No obstante, al leer y meditar en estas palabras notables y de mucho peso, seamos cuidadosos de no caer en el error de Roma ni de—por tratar de evitarlo— hacer inefectiva la Palabra de Dios. Pues la Iglesia de Roma aplica estas palabras de Jesús a Sus discípulos, a toda la Iglesia como institución; y especialmente a Pedro, haciendo que se refiera a todos los (supuestos) sucesores de Pedro en el gobierno de la Iglesia de Roma. Si ese fuera en verdad el significado de estas palabras, Roma tendría toda la razón; así, al Papa se le ha concedido el poder para atar, y a los sacerdotes de Roma el poder de absolver. Nuestra razón para negar que Roma tenga este poder no es que los hombres sean incapaces de poseerlo, pues fue dado a los apóstoles; Pedro era infalible en sus discursos ex cátedra, y los apóstoles podían conceder absolución. Pero negamos que Roma tenga la más mínima autoridad para conferir este poder de Pedro al Papa, o el de los apóstoles a los sacerdotes. Ni Mateo xvi. 19 ni Juan xx. 23 contienen la más mínima prueba para tal pretensión. Y ya que ningún hombre tiene la libertad para ejercer ese poder tan extraordinario a menos que muestre las credenciales de su misión, negamos que Roma esté calificada para ejercer tal autoridad en papas o sacerdotes, no porque sea imposible, sino porque Roma no puede justificar tales pretensiones.

Al mismo tiempo, en nuestro enfrentamiento con Roma, no caigamos en el error opuesto de desacreditar el sentido claro y directo de la palabra. Esto es lo que hacen los teólogos éticos; pues no le hacemos justicia a dichas palabras de Jesús si nos negamos a reconocer una obra del Espíritu Santo enteramente particular, única y extraordinaria en los apóstoles. Diluimos las palabras de Jesús y violamos su sentido si no reconocemos que, si los apóstoles aún estuvieran vivos, tendrían el poder para perdonar nuestros pecados; y que Pedro, si aún estuviera vivo, tendría el poder y autoridad para promulgar ordenanzas obligatorias para toda la Iglesia. Las palabras son tan claras, la aptitud otorgada en términos tan precisos, que no se puede negar que Juan podía perdonar pecados ni que Pedro tenía el poder para promulgar un decreto infalible. El Señor les dijo a los discípulos: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Juan xx. 23); y a Pedro: “Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.” (Mt. xvi. 19)

Al reconocer de esta manera la posición única y el poder extraordinario de los apóstoles, inmediatamente añadimos que este poder les fue otorgado sólo a ellos y a nadie más.

Enfatizamos esto en oposición a Roma y a aquellos que aplican las palabras de Cristo—las cuales fueron dichas exclusivamente a Sus discípulos—a los ministros y a otros creyentes. Ni Roma ni los teólogos éticos tienen derecho a hacer esto, a menos que puedan demostrar que el Señor Jesús les dio tal derecho. Pero no pueden hacerlo. Se debe tener cuidado, por lo tanto, en la elección de textos, pruebas y citas de la Escritura para asegurar no sólo qué se dice, sino también a quién se le dice. Así el error en cuanto al apostolado será pronto superado; y los creyentes verán que los apóstoles ocupan una posición diferente a la de otros cristianos, que las promesas citadas tienen un carácter excepcional, y que la Palabra del Señor se malentiende cuando la inspiración es confundida con la iluminación.

En oposición a estas perspectivas incorrectas, las cuales suenan a doctrina de Roma—clericales en principio y al mismo tiempo con tendencia hacia el racionalismo—nos adjuntamos a la antigua confesión de la Iglesia Cristiana, la cual declara que, como extraordinarios embajadores de Cristo, los apóstoles ocuparon una posición única en la raza, en la Iglesia, y en la historia del mundo, y que fueron vestidos de poderes extraordinarios que requirieron una operación extraordinaria del Espíritu Santo.

No obstante, no negamos que estos hombres hayan nacido de nuevo y que hayan tenido parte en la iluminación celestial; pues para que el nuevo hombre fuera revelado en ellos con poder, el hombre viejo tuvo que ser quitado. Sin embargo, su estado y condición personal fue la causa de su continua pecaminosidad hasta la hora en que murieron; por lo tanto, su autoridad infalible jamás podría haber surgido desde la condición falible de sus corazones. Incluso si hubiesen sido menos pecaminosos, no se podría dar cuenta de tal poder. Y si hubiesen caído más profundamente en pecado, esto no hubiese frustrado la operación del Espíritu Santo con referencia al ejercicio de esta autoridad. Ellos eran santos porque estaban escondidos en Cristo como otros cristianos; pero eran santos apóstoles, no sobre la base de su estado y condición espiritual, sino sólo en virtud de su llamado santo y de la obra del Espíritu Santo que les fue prometida y otorgada.

Finalmente surge la pregunta de si hubo alguna diferencia entre la operación de Espíritu Santo en los profetas y en los apóstoles. La respuesta es afirmativa. Los oráculos de Ezequiel son diferentes al Evangelio de San Juan. La Epístola a los Romanos da testimonio de una inspiración diferente a la de las profecías de Zacarías. El libro de Apocalipsis prueba indudablemente que los apóstoles también eran susceptibles a inspiración por medio de visiones; el libro de Hechos da evidencia de que en esos días también hubo señales maravillosas; San Pablo también habla de visiones y éxtasis. Y aún así, el tesoro colectivo que hemos heredado bajo el nombre de los apóstoles da evidencia de que la inspiración del Nuevo Testamento tiene un carácter distinto al del Antiguo Testamento. Y la diferencia principal consiste en el hecho poderoso del derramamiento del Espíritu Santo.

Los profetas fueron inspirados antes de Pentecostés, y los apóstoles después de él. Este hecho está destacado con tanta fuerza en la historia de su misión, que antes de Pentecostés los apóstoles se encuentran quietos, y luego de él se muestran en su rol apostólico ante el mundo. Y ya que en el derramamiento el Espíritu Santo vino a morar en el cuerpo de Cristo, al cual ya había estado preparando, es obvio que la diferencia de inspiración en el Antiguo y Nuevo Testamento consiste en el hecho que, en el primero, la inspiración fue forjada en los profetas desde fuera, mientras que en el último fue forjada en los apóstoles desde dentro, proveniente del cuerpo de Cristo.

Y esta es la razón por la cual los profetas nos dan más o menos la impresión de haber recibido una inspiración independiente de su vida personal y espiritual, mientras que la inspiración en los apóstoles actúa casi siempre a través de la vida del alma. Es este mismísimo hecho el que le da pie al error de la perspectiva ética. Seguramente la persona y su condición son mucho más prominentes en los apóstoles que en los profetas. No obstante, tanto en el profeta como en el apóstol, la inspiración es esa operación completamente extraordinaria del Espíritu Santo por medio de la cual, de una manera incomprensible para nosotros y no siempre consciente para ellos, fueron resguardados de la posibilidad de error.


XXXII. ¿Apóstoles Hoy?

“¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?”—1 Cor. ix. 1.

No podemos abandonar el tema del apostolado sin un último vistazo al círculo de sus miembros. Pues este es un círculo cerrado; y todo esfuerzo por reabrirlo tiende a borrar una característica del Nuevo Pacto.

Aun así, el esfuerzo se hace una y otra vez. Lo vemos en la sucesión apostólica romana; en la perspectiva ética, la cual borra gradualmente la línea divisoria entre apóstoles y creyentes; y en su forma más fuerte y concreta, entre los irvingitas.1

Estos últimos dicen, no sólo que el Señor dio a Su Iglesia un colegio de apóstoles en el principio, sino que ahora ha llamado a un cuerpo de apóstoles en Su Iglesia para preparar a Su pueblo para lo que viene.

No obstante, esta posición no puede ser sostenida con éxito. Ni en los discursos de Cristo, ni en las epístolas de los apóstoles, ni en el Apocalipsis encontramos la más mínima sugerencia a tal evento. Repetidamente se habla del fin de todas las cosas. El Nuevo Testamento da cuenta frecuentemente de los eventos y señales que han de preceder al retorno del Señor. Se encuentran registrados tan cuidadosamente que algunos llegan a decir que se puede saber la fecha exacta de cuándo ocurrirán. Y aun así, en medio de todas estas profecías, no se encuentra la más mínima pista acerca de un apostolado subsiguiente. En el panorama de las cosas que han de venir, literalmente no hay espacio para tal cosa.

Ni siquiera los resultados han satisfecho las expectativas de estos hermanos. Su apostolado ha sido una tremenda desilusión. Sus logros son prácticamente nulos. Ha venido y se ha ido sin dejar rastro. No negamos que algunos de estos hombres hayan hecho cosas maravillosas; pero se debe notar, en primer lugar, que las señales hechas estuvieron muy por debajo de las de los apóstoles; en segundo lugar, que el pastor Blumhardt también ha hecho señales que merecen ser destacadas; en tercer lugar, que de vez en cuando la Iglesia Católica Romana también muestra señales que no son fingidas ni artificiales; y, por último, que el Señor nos advirtió en Su Palabra acerca de hombres que harán señales, pero que no vendrán de parte Suya.

Además, no olvidemos que los apóstoles de los irvingitas carecen completamente de las marcas del apostolado. Estas eran: (1) un llamado directo del Rey de la Iglesia; (2) una calificación particular del Espíritu Santo que los hiciera infalibles en el servicio a la Iglesia. Estos hombres carecen de ambas. Nos cuentan, de hecho, de haber recibido un llamado por boca de profetas; pero esto no sirve de nada, pues el llamado de un profeta no es igual al llamado directo de Cristo; y, otra vez, el nombre “profeta” es demasiado engañoso. La palabra profeta tiene, en la Escritura, una amplia aplicación, y ocurre se usa tanto en un sentido limitado como en uno general. El primero involucra la revelación de un conocimiento que la mera iluminación no puede suplir; mientras que el último se aplica a hombres que hablan en éxtasis santo para alabanza de Dios. Aceptamos que el profetizar, en el sentido general, es un charisma permanente de la Iglesia; por esa razón los reformadores del siglo dieciséis intentaron revivir este oficio. Por tanto, si los irvingitas creen que la actividad profética ha revivido en sus círculos, no lo disputaremos; aunque no podemos decir que los informes de sus profecías han tenido un efecto abrumador sobre nosotros. De todas formas, aceptemos que tal don ha sido restaurado. Pero entonces debemos preguntar: ¿Qué han ganado con él? Pues no hay la más mínima prueba de que estos profetas y profetizas sean como sus predecesores en el Antiguo Testamento. La voluntad oculta de Dios no les ha sido revelada. Si es que verdaderamente son profetas, entonces su profecía es meramente un hablar para alabanza de Dios en un estado de éxtasis espiritual.

La inutilidad de la apelación a tales profetas para apoyar a este nuevo apostolado es evidente. Este es, meramente, el esfuerzo para sostener un apostolado insostenible por medio de un profetismo igualmente insostenible.

Tampoco se debe olvidar que las labores de estos supuestos apóstoles no han cumplido con sus propios programas. Han fracasado en ejercer influencia perceptible alguna en el curso de las cosas. Las instituciones fundadas por ellos no han superado a ninguna de las nuevas organizaciones eclesiales de este siglo en ningún aspecto. No han establecido ningún nuevo principio; sus labores no han manifestado ningún nuevo poder. Todo lo que han hecho ha carecido del sello de origen divino. Y prácticamente todos estos nuevos apóstoles han muerto, no en cruces ni en hogueras como los doce genuinos, sino es sus propios lechos, rodeados por sus amigos y admiradores.

No obstante, esto no es todo. El nombre de apóstol puede tomarse (1) en el sentido de ser llamado directamente por Jesús a ser embajador de Dios, o (2) en un sentido general, refiriéndose a todo hombre enviado por Jesús a Su viña; pues la palabra apóstol significa “uno que es enviado.” En Hechos xiv. 14, Bernabé es llamado apóstol: no porque haya sido parte de los doce, sino meramente para indicar que fue enviado por el Señor como Su misionero y embajador. En Hechos xiii. 1, 2, Bernabé es mencionado antes de Saulo, al cual ni siquiera se le llama por su nombre apostólico; todo esto muestra que este llamado del Espíritu Santo tenía un carácter temporal solamente, teniendo en vista sólo esta misión especial. Por esta razón, el Señor Jesucristo, Aquel enviado por el Padre, el gran Misionero en este mundo, el Embajador de Dios a Su Iglesia, es llamado Apóstol: “Por tanto, hermanos santos,... considerad al Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús” (Heb. iii. 1).

Si los irvingitas hubiesen llamado apóstoles a los grandes reformadores del siglo dieciséis, o a algún líder de iglesia prominente en el presente tiempo, no se podría hacer gran objeción. Pero no es esto lo que ellos quieren decir. Ellos presumen que estos nuevos apóstoles deberán presentarse frente a la Iglesia con un carácter peculiar, al mismo nivel que los primeros apóstoles, aunque con una tarea diferente. Y esto es inaceptable. Pues estaría en directa oposición a la declaración apostólica de 1 Cor. iv. 9: “Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte.” ¿Cómo podría Pablo hablar de los postreros apóstoles si Dios tuviera contemplado en Su plan enviar a otros doce apóstoles al mundo después de dieciocho siglos?

En vista de esta palabra positiva del Espíritu Santo, dirigimos a todos aquellos en contacto con los irvingitas a lo que la Escritura dice acerca de los hombres que se hacen llamar apóstoles pero no lo son: “Porque éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan como apóstoles de Cristo.” También, el Señor Jesús testifica a la iglesia de Éfeso: “Has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos.”

La noción de que los falsos apóstoles deben ser algo así como demonios encarnados no se aplica de ninguna manera a los tranquilos, respetables y venerables hombres vistos frecuentemente en los círculos de los irvingitas. Pero, lejos de esta noción absurda, y considerando que los falsos profetas del Antiguo Testamento se parecían tanto a los verdaderos que incluso el pueblo de Dios fue engañado por ellos, podemos entender que los falsos apóstoles del tiempo de San Juan pudieran ser detectados sólo por un discernimiento espiritual más alto: y que los supuestos apóstoles del siglo diecinueve, quienes por su similitud a los doce genuinos cegaron los ojos de los más superficiales, pueden ser detectados sólo por criterio de la Palabra de Dios. Y esa Palabra declara que los doce del tiempo de San Pablo fueron los últimos apóstoles, lo cual cierra la conversación con este supuesto apostolado.

Este error de los irvingitas no es, por tanto, algo tan inocente. Es fácil explicar cómo se originó. El desdichado y deplorable estado de la Iglesia necesariamente da espacio al origen de sectas. Y de corazón reconocemos que los irvingitas han enviado muchas advertencias y reprensiones bien merecidas a nuestra superficial y dividida Iglesia. Pero estas buenas acciones no justifican por ningún motivo el llevar a cabo las cosas que la Palabra de Dios condena; y aquellos que se han dejado llevar por tales enseñanzas tarde o temprano experimentarán su resultado fatal. Ya es manifiesto que este movimiento, el cual comenzó en medio de nosotros bajo el pretexto de la unión de una iglesia dividida por medio de la reunión del pueblo de Dios, ha logrado sólo un poco más que la adición de otra secta al gran número de ellas, robándole así a la Iglesia de Cristo sus excelentes poderes y desperdiciándolos.

El apostolado era un círculo cerrado y no una teoría flexible, como lo demuestra Hechos i. 25: “Tú, Señor, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado”; y también las palabras de San Pablo (Rom. i. 5): “Por quien recibimos la gracia y el apostolado”; y también (1 Cor. ix. 2): “Porque el sello de mi apostolado sois vosotros en el Señor”; y finalmente en Gal. ii. 8: “Pues el que actuó en Pedro para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles.” Y, nuevamente, es evidente por el hecho de que los apóstoles siempre aparecen como los doce; y por haber sido especialmente elegidos e instalados por Jesús, el cual por Su aliento les dio el don oficial del Espíritu Santo; y por los poderes y dones excepcionales relacionados con el apostolado. Y es especialmente desde este lugar conspicuo en la venida del Reino de nuestro Señor Jesucristo de donde el apostolado recibe su carácter categórico. Pues la Santa Escritura enseña que los apóstoles se sentarán sobre doce tronos y juzgarán a las doce tribus de Israel; y también que la Nueva Jerusalén tiene “doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero.” (Ap. xxi. 14)

San Pablo, en su propia persona, nos da la prueba más convincente de que el apostolado era un grupo cerrado. Si no hubiese sido así, jamás habría habido contienda alguna sobre si él era verdaderamente o no un apóstol. Aun así, gran parte de la Iglesia se negó a aceptar su apostolicidad. Él no formó parte de los doce; no caminó al lado de Jesús; ¿cómo podría ser un apóstol? Contra esto luchó San Pablo levantó su voz tantas veces y con tanta energía y valor. Este hecho es la clave para el correcto entendimiento de sus epístolas a los corintios y a los gálatas. Estas brillan con un santo celo por la realidad de su apostolicidad; pues él estaba profundamente convencido de que era un apóstol tal cual Pedro y los otros. No en virtud de mérito personal; en sí mismo no había nada digno como para ser llamado apóstol—1 Cor. xv. 9. Pero tan pronto como su oficio se veía atacado, Pablo saltaba como un león, porque era el honor de su Maestro el que se veía afectado, el honor de Aquel que se le apareció en el camino a Damasco; no, como se dice normalmente, para convertirlo—pues esta no es obra de Cristo, sino del Espíritu Santo—sino para designarlo como apóstol en aquella Iglesia a la cual estaba asolando.

En cuanto a la pregunta de cómo la adición de San Pablo a los doce es consistente con tal número, estamos convencidos que el nombre de Pablo, y no el de Matías, es el que está escrito sobre los cimientos de la Nueva Jerusalén junto con los de los demás; y que, no Matías, sino San Pablo se sentará a juzgar a las doce tribus de Israel. Tal como una de las tribus de Israel fue reemplazada por otras dos, así también con respecto al apostolado; pues así como Simeón cayó y Manasés y Efraín le sustituyeron, Judas fue reemplazado por Matías y Pablo.

No queremos decir que los apóstoles se hayan equivocado al elegir a Matías para ocupar el puesto vacante que dejó Judas al suicidarse. Por el contrario, el número apostólico no podía esperar hasta la conversión de San Pablo. La vacante debía ser ocupada inmediatamente. Pero se podría decir que cuando los discípulos eligieron a Matías, tuvieron una concepción demasiado pequeña de la bondad de su Señor. Supusieron que por Judas recibirían a Matías, mas ¡he aquí! Jesús les dio a Pablo. En cuanto a Matías, la Escritura no vuelve a mencionar su elección. Y aunque para la Iglesia de los últimos tiempos el apostolado sin San Pablo sea inimaginable, y aunque esta haya dado a su persona el primer lugar entre los apóstoles, y a sus escritos la más alta autoridad entre las Escrituras del Nuevo Testamento, a la persona de Matías su elección al apostolado debe haberle brindado el más alto honor. El apostolado es un lugar tan alto que el hecho de haber sido identificado con él, incluso temporalmente, imparte mucho más realce al nombre de un hombre que una corona real.


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