La Obra del Espíritu Santo/Oración

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English: The Work of the Holy Spirit/Prayer

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 23 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XXXIX. La Esencia de la Oración

“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos.”—Ef. vi. 18.

Por último, consideramos la obra del Espíritu Santo en la oración.

Se desprende de la Escritura, más de lo que se ha enfatizado, que en el sagrado acto de orar existe una manifestación del Espíritu Santo trabajando en nosotros y con nosotros. Y aun esto se desprende claramente de palabra apostólica: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Ro. viii. 26, 27). Cristo expresa esto con igual claridad, cuando Él le enseña a la mujer samaritana que “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn iv. 24); por esto, Él añade, “porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.” Con un sentido muy similar, San Pablo le escribe a los Efesios: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Ef. vi. 18).

Ellos ya poseían la antigua promesa de Zacarías: “Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración” (Zac. xii. 10). Y esta promesa se cumplió cuando el apóstol pudo testificar respecto a Cristo: “Porque por medio de Él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef. ii. 18). En el “Abba Padre” de nuestras oraciones, el Espíritu Santo testifica con nuestros espíritus que somos hijos de Dios (Ro. viii. 15). Y en su anhelo por la venida del Novio, no sólo la Novia, sino el Espíritu y la Novia oran: “Ven Señor Jesús, ven pronto.” Tras un examen más detenido, pareciera que la oración no puede ser separada de la regla espiritual de que debemos orar: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (1 Co. ii. 12-13).

De ahí que no puede haber ninguna duda de que aun en nuestras oraciones debemos reconocer y honrar una obra del Espíritu Santo; y que el trato especial de este sensible tema pueda dar fruto en el ejercicio de nuestras propias oraciones. Sin embargo, no proponemos tratar aquí el tema completo de la oración, el cual le pertenece en este punto a la explicación del Catecismo Heidelberg; pero sencillamente deseamos enfatizar la importancia del trabajo del Espíritu Santo para las oraciones de los santos.

En primer lugar, debemos descubrir el hilo de plata, que en la naturaleza del caso, conecta la esencia de nuestras oraciones con la obra del Espíritu Santo.

Pues todas las oraciones no son iguales. Existe una gran diferencia entre la oración sumo-sacerdotal del Señor Jesús y la oración del Espíritu Santo con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Las súplicas de los santos en la tierra son distintas a las de los santos en los cielos, aquellos que se regocijan ante el trono y aquellos que claman a los pies del altar. Aun las oraciones de los santos de la tierra no son iguales, según las variadas condiciones espirituales desde las que oran. Hay oraciones de la Novia, estas son, de todos los santos en la tierra como un todo; y oraciones de las asambleas locales de creyentes, súplicas de los círculos de hermanos cuando dos o tres están reunidos en el nombre de Jesús; y súplicas de creyentes individuales derramadas en la soledad de la habitación. Y diferenciadas en la raíz de estas oraciones de los santos están las oraciones de los aún inconversos, regenerados o no, quienes claman a Dios, a quien ellos no conocen y a quien ellos se oponen.

La pregunta es si el Espíritu Santo es activo, ya sea en una, o en todas estas oraciones. ¿Él solamente afecta nuestras oraciones cuando, en los escasos momentos de rica vida espiritual, tenemos comunión intima con Dios? ¿O sólo afecta las oraciones de los santos, excluyendo las oraciones de los inconversos? ¿O afecta todas las oraciones y súplicas, ya sean de santo o pecador?

Antes que respondamos esta pregunta, es necesario que definamos con precisión qué es la oración. Ya que la oración pueden ser entendida en un sentido limitado, como un acto religioso en el que se requiere algo de Dios, en cuyo caso es meramente la expresión de un deseo que brota de un consciente querer, vacío o necesidad, que le pedimos a Dios que supla; una aplicación al poder y providencia divina, en la pobreza ser enriquecido, en peligro ser protegido, en tentación ser mantenido en pie. O puede ser entendida en un sentido más amplio incluyendo el agradecimiento. En la Iglesia Reformada, el Servicio de Oración siempre incluye el Servicio de Agradecimiento. En este aspecto el Catecismo Heidelberg la trata, llamando a la oración la parte primordial del agradecimiento (q. 116). De hecho, nos es difícil concebir la oración, en el sentido más sublime, ascendiendo al trono de la Gracia, sin agradecimiento.

Por otra parte, la oración incluye alabanza y toda efusión del alma. La oración sin alabanza y agradecimiento no es oración. En la súplica de los santos, la oración y la adoración van juntas. Oprimida con la multitud de pensamientos, el alma puede carecer de una súplica terminante, o agradecimiento, o un himno de alabanza, y aun así, frecuentemente se siente obligada a derramar aquellos pensamientos ante el Señor. Cuando en Salmos xc. Moisés derrama su oración, hay: (1) una súplica, “Vuélvete, oh Jehová; ¿hasta cuándo? Y aplácate para con tus siervos”; (2) agradecimiento, “Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación”; (3) alabanza, “Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios.” Y aparte de esto hay (4) un derramamiento de los pensamientos que llenan su alma, “Porque con tu furor somos consumidos, y con tu ira somos turbados,” y aun más fuerte, “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos.”

Y así mismo encontramos en la oración sumo-sacerdotal de Cristo (Juan xvii.): (1) una súplica, “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”; o, “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros”; (2) agradecimiento, “Como le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste”; (3) alabanza, “Porque las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste”; (4) y aparte de esto, un derramamiento múltiple del alma, el cual no es ni oración, alabanza, ni agradecimiento, “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos”; “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”; “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.”

No le asignamos un lugar especial a la confesión de culpa y pecado, porque esta está incluida en la súplica, a la cual conduce y de la cual es la causa que la mueve; mientras que la confesión de la condición perdida del alma y la responsabilidad natural hacia la condenación necesariamente deben conllevar al derramamiento del alma.

Por lo tanto, hablando de forma global, entendemos por oración: todo acto religioso por el que nos llevamos a nosotros mismos directamente a hablar con el Ser Eterno.

La única dificultad está en el Himno de Alabanza. Ya que no puede negarse que en bastantes salmos hay un hablar directo con Dios en los himnos de alabanza; y, por lo tanto, la distinción entre la Oración y el Himno de Alabanza puede perderse de vista.

Hay cuatro pasos en el Himno de Alabanza: puede ser un canto de la alabanza de Dios ante nuestra propia alma; o ante los oídos de los hermanos; o ante el mundo y los demonios; o finalmente, ante el mismo Señor Dios.

Cuando la llama del santo gozo quema libremente en el corazón del santo, aunque él esté solo, o en cadenas en el calabozo, él se siente limitado, por su propia satisfacción, como si fuera a cantar con una fuerte voz un salmo a la alabanza de Dios. De esta forma era como cantaba David: “Amo a Jehová, pues ha oído mi voz y mis súplicas.” Distinto es el Himno de Alabanza cuando, con y para los hermanos, el santo canta en su compañía; porque ahí ellos cantan, “Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte; Andará, oh Jehová, a la luz de tu rostro”; o dirigiéndose directamente al pueblo de Dios: “Oh vosotros, descendencia de Abraham su siervo, hijos de Jacob, sus escogidos, Él es Jehová nuestro Dios; En toda la tierra están sus juicios.” Y otro es el Himno de Triunfo, el cual la Iglesia canta como si lo hiciera ante el mundo y los demonios; entonces los santos cantan: “Porque tú eres la gloria de su potencia, y por tu buena voluntad acrecentarás nuestro poder. Porque Jehová es nuestro escudo, y nuestro rey es el Santo de Israel.”

Pero el Himno de Alabanza se eleva más alto cuando se dirige al Eterno directamente; cuando el santo no piensa en sí mismo, ni en sus hermanos, ni en los demonios, sino sólo en el Señor Dios. Esto es alabanza en su aspecto más solemne. En el canto de las primeras frases del Salmos li. o el Salmos cxxx. la diferencia se percibe de inmediato:

“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones”;

O:

“De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.”

Entonces el orar y cantar en realidad se convierten en uno. Para orar en voz alta, la Iglesia debe cantar, aunque más por el bien de la súplica que del canto.


XL. Oración y la Conciencia

“E invócame en el día de la angustia; Te libraré, y tú me honrarás.”—Salmo l. 15.

La forma de la oración no afecta su carácter. Puede ser un mero gemido al estar pensando o un suspiro en el que el alma oprimida encuentra alivio; puede consistir de un solo clamor, un flujo de palabras o una invocación elaborada del Eterno. Incluso puede transformarse en algo hablado o en canto. Pero siempre que el alma, conciente de que Dios vive y escucha su clamor, se dirige directamente a Él como si estuviera en su inminente presencia, el carácter de la oración permanece intacto. Sin embargo, entender la diferencia entre varias formas de oración es necesario para poder descubrir, en el origen mismo de la oración, la obra del Espíritu Santo.

El suplicante eres tú; tu ego; ni tu cuerpo ni tu alma, sino tu persona. Es cierto, tanto el cuerpo como el alma se involucran en la oración, pero de forma tal que tu persona, tu ego, tú mismo, entrega su alma; en el alma se hace conciente de tu oración y a través del cuerpo se expresa.

Esto será más claro cuando consideremos el rol que toma el cuerpo en la oración; ya que nadie negará que el cuerpo tenga algo que ver con la oración. La oración mutua es simplemente imposible sin la ayuda del cuerpo, ya que requiere de una voz para pronunciar la oración por parte de una persona y oídos que escuchen en los demás. Además, la oración sin palabras rara vez satisface el alma. La oración meramente mental es necesariamente imperfecta; la oración seria y ferviente nos obliga a expresarla en palabras. Puede haber cierta profundidad en la oración que no puede ser expresada pero entonces somos concientes de esa carencia; y el hecho de que el Espíritu Santo ora por nosotros con gemidos indecibles es para nosotros una fuente de gran consuelo.

Cuando el alma está perfectamente serena, la mera meditación mental puede ser muy dulce y dichosa; pero tan pronto como las aguas del alma se elevan como una gran ola, nos sentimos obligados de forma irresistible a pronunciar una oración con palabras; y aunque estemos en la soledad del closet, la oración silenciosa se convierte en una invocación audible y a veces ruidosa de las misericordias de nuestro Dios. Aun Cristo en Getsemaní oró, no con una meditación silenciosa o con gemidos no pronunciados, sino con palabras poderosas que aún parecen sonar en nuestros oídos.

Y no sólo esto, pero de otras maneras, el cuerpo afecta enormemente nuestras oraciones.

Existe, en primer lugar, un deseo natural de hacer que todo el cuerpo participe de ella. Por esta razón nos arrodillamos cuando nos humillamos ante la majestad de Dios. Cerramos los ojos para no ser distraídos por el mundo. Levantamos las manos como invocando Su gracia. El luchador agonizante en oración se postra a sí mismo en el suelo. Dejamos nuestras cabezas descubiertas como señal de reverencia. En la asamblea de los santos los hombres se ponen de pie, como lo harían si el Rey de Gloria fuese a entrar.

En segundo lugar, el efecto del cuerpo sobre la oración es evidente en cuanto a la influencia que las condiciones corporales frecuentemente ejercen sobre ella. Un dolor de cabeza depresivo, dolores musculares o nerviosos, desórdenes congestivos causando entusiasmo excesivo, usualmente impiden no solamente el suspiro, sino la efusión completa de: la oración. Todo el mundo sabe qué efecto tiene la somnolencia sobre el ejercicio de la oración cálida y seria. Mientras que por el otro lado, una organización vigorosa, una cabeza despejada y una mente tranquila son distintivamente conducentes a la oración. Por esta razón las Escrituras y el ejemplo de nuestros padres en la fe hablan del ayuno como medio para asistir a los santos en este ejercicio.

Por ultimo, la aflicción corporal previa a la aflicción del alma usualmente ha abierto labios cerrados a la oración ante Dios. Familias a las que la oración resultaba completamente extraña han aprendido a orar en tiempos de enfermedades serias. Frente a los peligros que acechan, labios que eran antes usados para maldecir han clamado frecuentemente en súplica. Presionados por guerra, hambruna o pestilencia, ciudades ateas frecuentemente han designado días de oración con el mismo celo con el cual antes designaban días de regocijo.

De ahí que la importancia del cuerpo en este aspecto es muy grande – de hecho, tan grande que cuando condiciones anormales causan que el vínculo entre el cuerpo y el alma se haga inactivo, la oración cesa al mismo tiempo. Sin embargo, el mero ejercicio del cuerpo no es oración, sino parla vacía. La mera imitación de las formas, meros sonidos de oración resonando en los labios, meras palabras dirigidas al Eterno sin un propósito consciente en el alma, son la forma de la oración pero no el poder de la misma.

Y esto no es todo. Para trazar la obra del Espíritu Santo en la oración debemos entrar más profundamente en esta materia. Según la representación común, que en parte es correcta, la oración es imposible sin una acción de la memoria, a través de la cual recordamos nuestros pecados y las misericordias de Dios; sin una acción de la mente, al elegir las palabras para expresar nuestra adoración de las virtudes divinas; sin una acción de la conciencia, para representar nuestras necesidades en oración; sin una acción del amor, permitiéndonos entrar en las necesidades de nuestro país, iglesia y lugar de residencia, de nuestros parientes, hijos y amigos; y por último, sin meditar sobre los hechos fundamentales de la oración, recordando las promesas de Dios, las experiencias de los padres de la fe y las condiciones del Reino.

Todas estas son actividades del cerebro, que es la base de la mente pensante; tan pronto como esto es perturbado por condiciones anormales, la conciencia es oscurecida y la capacidad de pensar cesa o se vuelve confusa. Sin el cerebro, por tanto, no se puede pensar; sin poder pensar no pueden haber pensamientos; sin pensamientos no puede haber acumulación de pensamientos en la memoria; y sin meditación, que es el resultado de las dos primeras, no puede haber oración en el sentido genuino de la palabra. De lo cual es evidente que la oración depende del ejercicio de funciones corporales mucho más de lo que se supone generalmente.

Y sin embargo, estemos alerta de no empujar esto demasiado lejos; e imaginarnos que la raíz de la oración esta en el cerebro, es decir, en un miembro del cuerpo; porque no lo está. Nuestra propia experiencia en la oración nos enseña, en conformidad con las Escrituras, que está en el corazón. Como del corazón son los asuntos de la vida, así también son los asuntos de la oración. A menos que el corazón nos fuerce a orar, todos nuestros clamores son en vano. Hombres con cerebros magníficos pero corazones fríos jamás han sido hombres de oración; y, por el contrario, entre los hombres de poco desarrollo mental pero con enormes y cálidos corazones, se encuentran un buen número de almas poderosas en la oración.

Y aun esto no es todo; ya que el corazón mismo es un órgano corporal. En proporción con la circulación de la sangre a través del corazón con pulsación fuerte o débil, en esa proporción es la expresión vital del alma fuerte y aplastante o débil y cansada; y dependiendo de esto, la oración es cálida y animosa o fría y formal. Cuando el corazón está débil y sufriendo, la vida de la oración generalmente pierde algo de su frescura y poder.

Somos hombres y no espíritus; y a diferencia de los ángeles, no podemos existir sin el cuerpo. Dios nos creó con cuerpo y alma. El primero pertenece a nuestro ser esencialmente y para siempre. De ahí que una expresión de nuestra vida como la oración debe depender necesariamente del alma y del cuerpo y en un sentido mucho más fuerte del cual usualmente suponemos.

Sin embargo, se debe enfatizar el hecho de que la dependencia de la oración respecto del cuerpo no es absoluta. De otra forma no habría oración entre los ángeles ni en el Espíritu Santo. Nuestra oración depende de nuestra conciencia; cuando eso se pierde, la oración cesa. Y, ya que somos hombres, formados por cuerpo y alma, la conciencia humana está, en el sentido común, también relacionada con el cuerpo. Pero que esta dependencia no es absoluta es evidente por el hecho de que el Ser Eterno, cuya conciencia divina está apenas levemente reflejada en la del hombre, no tiene cuerpo. “Dios es Espíritu”. Y lo mismo es cierto de, el mundo de los espíritus, que, aunque incorpóreos, poseen una conciencia; y de las tres Personas de la Trinidad, especialmente del Espíritu Santo.

Así pues nace la pregunta de si el hombre separado del cuerpo por la muerte pierde conciencia. A esto respondemos de forma afirmativa. Nuestra conciencia humana, como la poseemos en nuestra existencia terrenal presente, es perdida en la muerte, para ser restaurada a nosotros en la resurrección, en una forma más fuerte, más pura y más santa. San Pablo dice: “Nosotros,”—esto es, nuestra conciencia humana,—“ahora conocemos en parte, mas entonces nosotros,”—la misma conciencia humana,—“veremos cara a cara, como fuimos conocidos.”

Pero de esto no se deduce que en el estado intermedio al alma se le deba negar toda auto-conciencia. Las Escrituras enseñan exactamente lo opuesto. Por supuesto, para este conocimiento dependemos sólo de las Escrituras. Los muertos no pueden contarnos nada respecto de su estado después de la muerte. Nadie excepto Dios, quien ordenó las condiciones de vida en el estado intermedio, puede revelarnos cuáles son esas condiciones. Y Él nos ha revelado que inmediatamente después de la muerte los redimidos están con Jesús. San Pablo dice: “Teniendo deseo de partir y estar con Cristo.” Y ya que la presencia de un amigo no nos entrega placer a menos que estemos conciente de ello, se deduce que las almas de los santos, en el estado intermedio, deben poseer algún tipo de conciencia diferente a la cual poseemos ahora pero suficiente para darse cuenta y disfrutar de la presencia de Cristo. Por estas razones los padres de la fe rechazaron toda representación de la muerte como un dormir; como si nuestras personas, desde el momento de la muerte hasta aquel de la resurrección, debiesen dormir en perfecta amnesia de las cosas gloriosas de Dios; a pesar de que no negaron el estado intermedio en el cual el alma es separada del cuerpo.

Por esta razón parece posible para el alma el ser conciente en un sentido más elevado, sin la ayuda del cuerpo, independiente del corazón y del cerebro—una conciencia que nos permite darnos cuenta de las cosas gloriosas de Dios y de la presencia del Señor Jesucristo.

Cómo opera esta conciencia más elevada es un misterio muy profundo; tampoco es revelada la naturaleza de esta operación. Y ya que no podemos tener más representaciones que aquellas formadas a través del cerebro, es imposible para nosotros tener la más mínima idea de esta conciencia más elevada. Su existencia es revelada pero no más que eso.

Lo siguiente puede ser considerado como algo resuelto y esta es la principal cuestión de nuestra presente investigación: En esa conciencia temporal en la cual estaremos en el estado intermedio, la misma persona que ahora es conciente a través del corazón y del cerebro, será auto-conciente. Incluso después de la muerte será nuestra propia persona quien será portador de esa conciencia y a través de ella yo seré conciente de mí mismo. No puede ser de otra forma; de otra forma, la conciencia después de la muerte es algo imposible, por la simple razón de que la conciencia sola no puede existir sin una persona. Y no puede ser otra persona. Por lo tanto, mi propia persona será portadora de esa conciencia; y así seré facultado para disfrutar de la presencia de Jesús.

De esto sacamos la siguiente conclusión que es importante: que en lo que se refiere a la forma de la conciencia común, esta depende del cuerpo; mientras que esencialmente no es dependiente de él. En esencia sigue existiendo, aun cuando el sueño oscurece el pensamiento o la locura me enemista de mí mismo o un desmayo me hace perder la conciencia; en esencia sigue existiendo aun cuando la muerte me separa temporalmente del cuerpo. De esto se deduce que la raíz y base de la conciencia debe ser buscada en el alma y que el corazón y el cerebro no son sino vehículos, conductores, que nuestra persona usa para manifestar esa conciencia en ideas y representaciones.

Y ya que la oración es un hablar con el Eterno, es decir, un estar ante Él de forma conciente, se deduce que la raíz de la oración tiene su base en nuestra persona y en nuestro ser espiritual; y, aunque también atada al cuerpo, en lo que respecta al origen descansa en nuestro ego personal, en la medida en que el ego, conciente de la existencia de las Personas divinas y del vínculo que las une a él, permite que ese vínculo opere.

Y así llegamos a esta conclusión final: que la posibilidad de la oración encuentra su terreno más profundo en el hecho de que somos creados a la imagen de Dios. No sólo es nuestra auto-conciencia un resultado de ese hecho, porque Dios es eternamente auto-conciente, sino que también de esta realidad emana otro poderoso hecho de que yo, como hombre, puedo estar conciente de la existencia del Eterno y del vínculo íntimo que me une a Él. La conciencia de este vínculo y relación se manifiesta en oración tan pronto como nos dirigimos hacia Dios. De ahí que la obra del Espíritu Santo en la oración debe ser buscada en Su obra en la creación del hombre. Y ya que, en nuestro estudio anterior, en este punto, descubrimos que es Dios el Espíritu Santo quien en la creación del hombre causó que despertara esta conciencia, llevando a ella y manteniendo a través de ella la conciencia de la existencia de Dios y del vínculo que une al hombre con Él, es evidente que la oración, como un fenómeno en la vida espiritual del hombre, encuentra su base directamente en la obra del Espíritu Santo en la creación del hombre.


XLI. La Oración y los Inconversos

“Mi Corazón ha dicho de ti: ‘Buscad mi rostro,’ Tu rostro buscaré, oh Jehová.”—Salmos xxvii. 8.

La facultad de orar no es una adquisición de los años tardíos, sino que es creado en nosotros, inherente en la raíz de nuestro ser, inseparable de nuestra naturaleza.

Y consecuente con este hecho, todavía esta el hecho de que la gran mayoría de los hombres no reza. Es posible poseer una facultad inactiva en nosotros por toda una vida. Los malayos poseen la facultad para estudiar idiomas modernos tan bien como nosotros, pero nunca lo usan. En el sueño conservamos la facultad de ver y oír, pero se encuentran inactivos. Aun cuando el gran tipo estaba dotado de gran poder, no levantó ni un dedo en contra del pequeño bribón que lo atormentaba. Por consiguiente, una facultad puede permanecer completamente subdesarrollada e inactiva por toda la vida o parcialmente desarrollada, pero contenida. Y lo mismo es verdad con la facultad de orar. Entre los mil cuatrocientos millones de la población mundial, hay escasamente doscientos millones que parecen estar familiarizados con la oración, aun cuando su forma de rezar es muy defectuosa. De las masas que no rezan, quienes son casi exclusivamente de Europa, una mitad recuerda el tiempo cuando, de una u otra forma, acostumbraban rezar. Muchos de aquellos que incluso han perdido ese recuerdo, todavía respiran una oración ocasional. Y el número de los que desean poder rezar es muy grande; y entre las personas que no rezan indudablemente ellos representan lo más noble.

Por consiguiente, mantenemos nuestro punto de partida, el que debemos nuestra facultad de orar a nuestra creación. Dios creó al hombre como un ser dispuesto a la oración. Si esto no fuera así, la facultad de orar no estaría entre sus dotes. Somos creados para la oración, de otra manera no podríamos haber saboreado nunca su dulzura.

A la pregunta, “¿Por qué en nuestra creación esta es una obra particular del Espíritu Santo?” nosotros contestamos: la oración es el resultado de la atracción entre la imagen estampada en el hombre hacia la imagen Original, que es la del Dios Trino. Ser portadores de esa imagen estampada es el maravilloso honor concedido a los hombres. Aun cuando esté estropeada por el pecado—que Dios concedió por la regeneración restaurada en usted—aun las características originales de esa imagen todavía son las características originales de nuestro ser humano. Sin esa imagen, dejaríamos de ser hombres.

Y, debiendo su origen a la impresión de esa Imagen original, nuestro ser interno se acerca hacia a Él, de manera natural, urgente y persistente. No puede vivir sin Él, y el hecho de que, por otro lado, la Imagen original del Eterno acerca la imagen impresa en el hombre a Él mismo, es el poder obligado y final de toda oración. Sin embargo, para elevar la dignidad de la oración, el acercamiento a Dios no debe ser como la succión involuntaria del agua hacia lo profundo, o el giro del botón de rosa hacia la luz. Porque el agua no sabe hacia donde va y el botón de rosa no tiene consciencia del brillo solar que lo gobierna. Ese acercamiento casi irresistible se puede llamar oración sólo cuando sabemos que es una oración, cuando lo percibimos y cuando, sabiendo a quién nos acerca, lo hacemos como un acto cooperativo consciente.

Por consiguiente, orar no surge de la voluntad. El Dios trino es quien insta al alma a orar, quien nos acerca, y no nosotros mismos. Por eso el salmista dice: “Mi Corazón ha dicho de ti: ‘Buscad mi rostro,’ Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Salmo xxvii.8). ¿Y cómo nos llega este primer impulso de Dios? No externamente como el viento, sino internamente en el corazón. Y sabiendo que no procede de mí, sino que viene a mí, debe ser del Espíritu Santo que obra en mí. ¿No son todos los impulsos internos que proceden del Eterno la propia obra del Espíritu Santo? No podemos tener camaradería con el Hijo sino a través del Espíritu Santo; ninguna con el Padre, sino es a través del Hijo, a quien el Espíritu Santo nos ha presentado.

Sin embargo, no estamos hablando ahora del estado de regeneración. Hasta ahora en nuestro tratamiento de la oración, nos hemos referido al hombre en su estado original, independiente de la restauración; y en ese estado decimos que la oración no es el grito de un ser independiente a un Dios que le es desconocido, con quien tiene la esperanza de poder relacionarse; sino, al contrario, que toda oración presupone, de parte del hombre, un sentir interno del Eterno Ser de Dios, y del hecho que, habiendo sido creado a Su imagen, le pertenece a Él y conscientemente se acerca a su Imagen original. Por lo cual lo podríamos llamar magnetismo espiritual, que opera incesantemente sobre él, y que se origina en Su creación. Sin embargo, es diferente del magnetismo en dos aspectos: (1) en que el hombre está consciente de él; (2) en que es una atracción mutua.

El segundo punto necesita un énfasis especial. En la atracción magnética, el magneto está activo y el fierro pasivo; pero en la oración no es así. La oración descansa sobre el fundamento de la atracción mutua. Mientras que sólo proceda del lado de Dios, no hay oración, pero sí la hay cuando nuestro ser comienza a acercarse a Dios, cuando sentimos que el impulso para acercarnos a Dios es posible: “¡Ven, Señor, tanto tiempo! ¡Señor no demores! ¡Ven pronto!”

Este es el poder del amor que encuentra en la oración su más gloriosa manifestación. Orar es la flor más bella que crece sobre la vara del amor sagrado. Entonces el amor obra en Dios para el hombre, según la imagen por la cual Él lo ha creado. Y en el hombre el amor obra para Dios, debido a la Imagen por la cual él fue creado. De hecho, toda aflicción desde la que gritamos para que se nos libere, no es más que la necesidad consciente del alma, del poder y de la fidelidad de Dios. De modo que el amor trabaja para encontrar amor, y para que pueda orar, en tranquilos susurros, no para ser liberado de problemas, sino sólo para poseerlo a Él cuyo amor el corazón añora.

En un nivel más bajo, el orar ciertamente asume una forma más baja, la cual por el pecado se torna tan baja y tan mezquina, que la oración que debe el aliento al amor se ha tornado en un llanto egoísta. Pero nosotros discutimos la oración como fue originalmente antes que el pecado la haya afectado. Y así como el verdadero heredero del cielo añora su hogar celestial no con el propósito de la corona, palma y arpa de oro, sino solamente por su Dios; así lo es la oración pura e inmaculada, una añoranza, no por los regalos de Dios, sino por Dios mismo. Así como el zalamita llama por su novia, así lo hace el alma que ora, desde el deseo de amor que lo consume; reza y está sediento por la posesión de su Hacedor y ser poseído por Él.

Ya que es la Tercera Persona de la Trinidad quien hace posible esta comunión entre Dios y el alma, trabajando y manteniéndola en el alma, es evidente que la oración pertenece al dominio propio del Espíritu Santo; sólo cuando se considera así puede entenderse la oración en su más profundo significado.

Surge ahora la otra pregunta, respecto a la obra del Espíritu Santo en nuestra oración, después de habernos vuelto pecadores. Porque hasta los pecadores rezan. Esto es evidente del mundo pagano, donde no obstante cuan baja sea la forma de rezar, aún ofrece suplicas y peticiones. Es evidente por la facilidad con la cual un niño pequeño, enseñado por su madre, aprende a rezar; y de los muchos que, extraños a la oración, en calamidades súbitas doblan las rodillas, y aun cuando no pueden orar, asumen todavía la actitud de la oración, dispuestos a dar la mitad de sus reinos si sólo pudieran rezar. Y finalmente, es evidente de los cientos de miles que convencidos de su imposibilidad de orar por sí mismos dicen: “¡Oren por nosotros!”

La oración en su más alto y sagrado sentido, no puede ser ofrecida por el pecador. Todo en él es pecaminoso, incluso su oración. En su pecado él ha revertido el orden establecido de las cosas: no existiendo él para Dios, sino Dios existiendo para él. Confirmado en su egoísmo, el Dios del cielo y la tierra es para él un poco más que un Médico en cada enfermedad y un Proveedor en cada necesidad; un Ser maravilloso, siempre dispuesto, ante el primer grito, a suplir desde Su plenitud, todas sus necesidades.

Este es el egoísmo que inseparablemente pertenece a cada oración del pecador. La oración del santo redimido es “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu nombre, Venga a nosotros Tu Reino, Hágase Tu voluntad en la tierra como lo es en el cielo: Porque Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria por siempre jamás. Amén.” El pecador convertido ofrece primero las peticiones por Su nombre, Su reino y Su voluntad; entonces añade la petición por pan, por perdón, por protección del pecado. Pero el pecador no convertido no tiene concepción de la oración por el nombre del Padre, Reino y voluntad; Él sólo reza por pan, por perdón también, pero sólo con el motivo de que el pan, la lujuria y la liberación de problemas no le sean denegadas.

Por lo cual es imposible tener una estimación demasiado baja de la oración del pecador. La profundidad de nuestra caída al pecado no puede verse más claramente que en esta oración degenerada y bastarda. Todas esas oraciones pueden considerarse como un desafío y una irritación a Dios y a Su eterno amor. En este sentido, la oración del pecador no contiene nada de la obra del Espíritu Santo. Toda esta oración surge del egoísmo de un corazón pecaminoso, y no tiene el menor valor, sino más bien lo opuesto.

Pero—y esta es lo principal—aun cuando nuestras manos han quitado las cuerdas al arpa, de modo que no produce más que disonancias, el artista sigue siendo grande pues él planeó, construyó y afinó el instrumento de modo que pudiera producir los tonos más puros y la música más alegre. Y así es el corazón del hombre. El pecado no remueve las cuerdas, porque aun si así fuera, no podría producir ni siquiera disonancias; pero el pecado lo ha desafinado y ahora sus tonos son ásperos e ingratos al oído. Sin embargo, esas mismas cuerdas testifican la obra del Maestro original, porque por Su obra original todavía producen sonidos. Mientras las cuerdas estén sueltas sobre el arpa, pueden ser reparadas; pero cuando todas están rotas o han desaparecido ya no es más un arpa, sino un pedazo de madera inútil. Toda oración del pecador es una disonancia que desentona con la bella armonía del eterno amor de Dios. No obstante, las mismas disonancias de esa oración, son la evidencia que el Espíritu Santo originalmente puso las cuerdas en el corazón.

Si el Espíritu Santo no hubiese ejecutado nunca tal obra en el corazón, no existiría arpa alguna; el corazón no produciría siquiera una discordancia. El que lo haga, muestra que originalmente había cuerdas que estaban perfectamente afinadas. Por consiguiente, la oración en el pecador es impensable sin la obra del Espíritu Santo.

Pero esto no es todo. No sólo la posibilidad de tal oración discordante, sino la discordancia en sí misma, no es más que el trabajo revertido del poder creado, soportado y accionado por la obra del Espíritu Santo. Para dar mayor luz sobre esto, agregamos: que todo acto de imprecación y blasfemia, es la acción invertida de un poder del Espíritu Santo. Los blasfemos y hombres dados a la irreverencia se satisfacen en su terrible pecado, porque se dan cuenta que el Dios Todopoderoso vive, y que Su poder es a veces terrible. Imprecar y blasfemar son tonos y vibraciones diabólicas de la misma arpa de oración que el Espíritu Santo creó en el alma. Un animal no puede imprecar; y si el Espíritu Santo no hubiera encordado al alma con esas cuerdas de oración, ninguna maldición podría haber salido de los labios del hombre. Imprecar es un acto maligno, pero surge directamente de la arteria de la oración. Considérelo bien, aun Satanás no tiene el más mínimo poder directamente de sí mismo; todo el poder con el cual, en su rabia insana y blasfema, guerrea contra Dios, es un poder de Dios, torcido por Satanás.

Aun la oración del pecador es una manifestación de poder. Debe haber un impulso e instigación, sin importar cuán débil sea, que lo lleva a orar. Y esto requiere fortaleza de consciencia y una expresión de la voluntad. Y estos poderes no los crea por sí mismo, sino por el Espíritu Santo; él sólo abusa de ellos o los corrompe.

Cuando una mano inexperta toca las cuerdas del arpa y produce disonancia, él no crea esas disonancias; pero ellas se forman de los sonidos y tonos que están en las cuerdas vibrantes del arpa. Lo mismo es verdad de la oración del pecador. Él no podría ofrecer su oración pecaminosa sino hubiera tono de oración en las cuerdas de su corazón. El solo hecho que pueda orar se lo debe a que el Santo Espíritu creó los tonos de oración en su corazón; los cuales él hace salir, desgraciadamente, sólo para producir disonancias.

Sin embargo, en este aspecto, la gracia ordinaria, en carácter preparatorio, no se debiera pasar por alto. El pecador está en la tierra y no todavía en el infierno. Entre ambos, la primera diferencia es que en la tierra hay una gracia preventiva que lleva las riendas del poder del pecado, previniendo que explote en toda su violencia. El pecado en la tierra, es como un buldog encadenado o una hiena con bozal. En segundo lugar, Dios ama a Su mundo. Tiene pensamientos de paz para él. Él no menosprecia la obra de Su creación y por Su gracia soberana provee la redención que salva al organismo del mundo y de la raza, de modo que el árbol se salva, mientras que los brotes inútiles y las hojas secas se juntan para ser arrojadas al infierno. Teniendo esto en vista, la gracia ordinaria o general apunta a la preservación de los poderes originales de la creación, para desarrollarlos en alguna extensión, y preparar así el terreno en el cual se plantará más tarde, la semilla de la vida eterna. Y aun cuando esta gracia ordinaria no hace efectiva la salvación, como tampoco la mera aradura del terreno jamás podrá hacer germinar las espigas que no son cosechadas en los surcos, esta aradura de la gracia ordinaria tiene una importancia real para el futuro crecimiento de la semilla de la vida eterna.

Y en esta gracia general, la gracia de oración ocupa un lugar importante. Si no hubiera gracia general, amordazamiento del pecado y aradura del terreno, el pecador no podría orar más que Satanás, y como él, estaría maldiciendo a Dios sin cesar. Pero todavía ora, ha orado por siglos, y por su oración, aun cuando sólo sea fruto de la tradición, a veces ha sobrepasado el egoísmo pecaminoso de su corazón. Pero esta oración nunca surgió de la raíz del pecado, ni de algo bueno que mantuvo junto con el pecado en el sagrado lugar secreto de su corazón; sino que fue la obra bondadosa del Espíritu Santo.

Se encuentra evidencia del profundo trabajo interno de esta gracia, en las devociones exaltadas que aún resuenan en nuestros oídos, provenientes de las más antiguas oraciones tradicionales de la India, Egipto y Grecia antigua; y en el misterio de la oración desde el púlpito efectuada por ministros no convertidos, cuyas súplicas muchas veces mueven y tocan el alma.

Sin embargo, la gloria de esto no le pertenece al pecador, ni afecta en lo más mínimo el carácter absoluto de la depravación humana por el pecado. Pero muestra que el Señor Dios no dejó al pecador a su pecado; sino que, aun en ausencia de la regeneración, y a la gloria de Su nombre, causó que la gracia general interviniera, la cual iluminó frecuentemente la vida de oración.

Y cuando tales personas, conocedoras aun de estas tradiciones sagradas y bondadosas operaciones, recibieron el conocimiento del Cristo crucificado y de Su poder salvador, se hizo evidente después que las oraciones puestas en boca del pecador, independientemente a él mismo, prepararon un camino y abrieron una puerta para que el Rey de Gloria pudiese entrar en ellas. Tomándolo en casos individuales, aparece según la experiencia de muchos, que mucho antes que el alma tomara conciencia de la gracia salvadora, la gracia de Dios no sólo lo protegió de violentos exabruptos de pecado, sino que, a través de la tradición de oración, labró en él una obra cuyos benditos efectos sólo pudo entender mucho tiempo después.

Y todas estas operaciones de la gracia general, tan pronto como tocan la vida de la oración, son obra del Espíritu Santo. Aquel que en la creación tocó el arpa de la oración en el alma, es el mismo que causa no sólo que el tono de la oración vibre aun con nuestras peticiones egoístas, sino quien, de una forma más gloriosa, a veces tañe las cuerdas con el aliento de Su boca, como si el alma fuera un arpa eólica, extrayendo de Él los bellos y cautivadores tonos de las oraciones peticiones.


XLII. La Oración de los Regenerados

“Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.”—Rom. viii. 26.

Lo siguiente a tocar es la pregunta: ¿Cuál es la obra del Espíritu Santo en la oración de la persona regenerada?

Aquí hay que distinguir entre (1) la oración del santo y (2) la del Espíritu Santo por él.

Vamos a ver esto último primero, porque a través del apóstol Pablo recibimos la más clara revelación tocante a este tema: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom. viii..26). A fin de entender esto mejor, observemos:

En primer lugar, el apóstol dice que la oración, o el gemido, surge, no de la persona regenerada en sí, sino de otro a su nombre. No es una oración, sino una intercesión del Espíritu Santo a su favor. [1]

En segundo lugar, hay que distinguir entre la intercesión del Espíritu Santo y la de Jesucristo el Justo.

Cristo intercede por nosotros en el cielo, y el Espíritu Santo en la tierra. Cristo, nuestra Santa Cabeza, estando ausente de nosotros, intercede desde fuera de nosotros. El Espíritu Santo, nuestro Consolador, intercede desde nuestro propio corazón, el cual ha elegido para ser su templo.

Hay una diferencia, no sólo de lugar, sino también en la naturaleza de esta doble intercesión. El Cristo glorificado intercede en el cielo por sus elegidos y redimidos para obtener para ellos el fruto de Su sacrificio: “Si alguno hubiere pecado, Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo” (1 Juan ii.i). Pero el objeto de las peticiones del Espíritu Santo es poder presentar todas las necesidades más profundas y ocultas de los santos ante el ojo del Trino Dios.

En Cristo hay una unión entre Dios y el hombre, ya que siendo en forma de Dios, él tomó para sí la naturaleza humana. Por lo tanto, su oración es la del Hijo de Dios, pero en unión con la naturaleza del hombre. Él ora como la Cabeza de la nueva raza, como el Rey de Su pueblo, como Aquel que sella el pacto del Nuevo Testamento en Su sangre. De la misma manera, hay hasta cierto punto una unión entre Dios y el hombre cuando el Espíritu Santo ora por los santos. Esto, porque a través de Su habitación en los corazones de los santos, Él ha establecido una unión íntima y duradera, y en virtud de dicha unión, se pone en su lugar, y ora por ellos y en lugar de ellos.

En cada instancia hay intercesión, pero en cada una se realiza de distinta manera. El padre de familia en su capacidad sacerdotal, como cabeza de su hogar, ora por su familia, no porque los miembros no puedan ofrecer una oración semejante, sino porque es debido a su llamado como cabeza para representarlos ante Dios. Todos oran, pero él, como la cabeza ora por todos ellos. Por lo tanto, como la Cabeza del Cuerpo, el llamado de Cristo es a orar por el Cuerpo. Aunque Su oración fuera perfecta, Su oración aún sería necesaria. Todos los miembros deben orar, pero Él debe orar por todos ellos. Es completamente diferente, sin embargo, la oración de una madre por su hijo agonizante. Si tiene sólo cinco o seis años, el pequeño apenas puede orar por sí mismo. No tiene ni la menor idea de lo que le está pasando, ni cuáles son sus verdaderas necesidades. Es entonces cuando su madre se arrodilla a su lado y ora por él, “ayudándole en su debilidad, pues qué ha de pedir como conviene, no lo sabe.” Si fuese veinte años mayor, no habría necesidad de ello. Él mismo podría entender su condición y orar por sí mismo. Y esto se aplica a la intercesión del Espíritu Santo. Si el santo fuera lo que debiera ser y pudiera orar como debiera, no habría necesidad de esta intercesión. Pero, justamente debido a que es imperfecto y acosado por la debilidad, no sabiendo por qué orar, el Espíritu Santo le ayuda en su debilidad y ora por él.

Cristo intercede por el cuerpo porque Él es la Cabeza. Aun cuando las oraciones de los miembros fuesen perfectas y maduras, aun así intercedería ante el Padre a su favor. Pero el Espíritu Santo ora porque las oraciones de los santos son imperfectas, inmaduras e insuficientes. Su oración es complementaria y necesaria debido a que el santo no puede orar como debe. Por lo tanto, va disminuyendo a medida que el santo va a aprendiendo a orar cada vez más correctamente.

La intercesión del Espíritu Santo es según la condición del santo, la cual es descrita en el capítulo siete de Romanos. Seguramente, al Señor Dios le habría agradado regenerar al pecador de manera tal de liberarlo de una vez y para siempre completamente del pecado y de todos los demás efectos de su vieja naturaleza. Pero Él ha dispuesto otra cosa. La regeneración no obra un cambio tan repentino. Es cierto que sí cambia su estatus ante Dios de una vez y para siempre, pero no lo coloca inmediatamente en una condición de perfecta santidad. Por el contrario, después de la regeneración, permanece por una parte “según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios,” (Rom. vii.22), pero también por otra, “veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi mente” (Rom. vii.23). De ahí el clamor: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom vii.24).

La intercesión del Espíritu Santo suple toda necesidad por esta condición. Si en la regeneración nos volviésemos perfectamente santos, sin ninguna debilidad, con conocimiento perfecto de cómo debiéramos orar, no habría necesidad alguna de esta intercesión. Pero ya que no es así, el Espíritu Santo viene a ayudarnos en nuestras debilidades dentro de nosotros para orar por nosotros, como si fuera nuestra propia oración.

Se debe enfatizar este último punto. El Espíritu Santo ora por hombres llamados santos. Y debe afirmarse que cada persona regenerada es un santo, pero sus debilidades permanecen. Es un santo, no por lo que es en sí mismo, sino por la palabra de Cristo: “Ustedes son míos.” Estas dos condiciones, 1) el ser un santo, y 2) aún profano en sí mismo, deben ser conciliadas. Porque la Sagrada Escritura enseña que, aunque permanecemos en medio de la muerte, en Cristo somos santos. Por lo tanto, tenemos una santidad, pero no dentro de nosotros, sino fuera de nosotros en Cristo Jesús. “Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios.” Y lo mismo se aplica a nuestras oraciones. Somos santos, no sólo de nombre, sino también en obra. Por lo tanto, las oraciones que ascienden desde nuestro corazón al trono de misericordia deben ser oraciones santas. Es el dulce incienso de las oraciones de los santos. Pero siendo incapaces por nosotros mismos de prender el incienso, el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra debilidad y desde nuestro propio corazón ora a Dios en nuestro lugar. No somos consientes de esto. Él ora por nosotros y en nosotros con gemidos indecibles, lo que no significa que Él nos hace a nosotros pronunciar gemidos fuera de nuestro control, sino que Él gime en nosotros con afectos y emociones que nos pueden consolar pero que no tienen nada en común con los suspiros que emiten nuestros órganos respiratorios. Esto queda muy claro por el versículo 27, donde San Pablo declara que el que escudriña los corazones conoce la intención del Espíritu.

Además de la intercesión del Espíritu Santo a nuestro nombre, también está la obra de Su Persona en nuestras oraciones.

La proporción entre estas dos operaciones es distinta de acuerdo con nuestras condiciones diferentes. El hijo, regenerado en la cuna y muerto antes de que la conversión fuera posible, no podría orar por sí mismo. El Espíritu Santo, por lo tanto, oró por él y en él con gemidos indecibles. Pero si el hijo hubiera sobrevivido y se hubiera convertido cuando fuera un poco mayor, habría sido al principio solamente la oración del Espíritu Santo. Y después de su conversión, sus propias oraciones habrían sido agregadas. Incluso después de su conversión, se podría haber vuelto indiferente y haber caído en una apostasía temporal, de forma tal que su oración fallaba completamente. Con todo, la oración del Espíritu Santo en él nunca le falla.

Finalmente, según la medida de su crecimiento espiritual, su progreso en la oración será o lento o rápido. El Espíritu Santo ora en nosotros mientras y en la medida que nosotros no podemos orar por nosotros mismos. Pero al mismo tiempo nos enseña a orar, a fin de que gradualmente su oración se vuelva superficial. Esto incluye que cuando las tentaciones de las cuales no somos consientes nos amenazan, o cuando no somos capaces de entender, el Espíritu Santo inmediatamente renueva Su oración y clama a Dios en nuestro lugar.

Pero esto no debiera entenderse como que el Espíritu Santo nos enseña a orar con el propósito de que pueda retirarse completamente de nuestras oraciones. Por el contrario, cada oración del santo debe estar en comunión con el Espíritu Santo. A fin de poder ser más fervientes en oración debemos mantener una comunión más íntima. Mientras más oremos solos y por nuestra propia cuenta, más nuestra oración se degenera en una oración pecaminosa, y deja de ser la oración del hijo de Dios. Por eso, San Judas nos exhorta a orar en el Espíritu.

Sólo existe esta diferencia: cuando el Espíritu Santo ora por nosotros, ora en independencia de nosotros, aun cuando mora en nuestro corazón. Pero cuando hemos aprendido a orar, aunque el Espíritu Santo continúa siendo el verdadero Peticionario, Él ora con nosotros y a través de nosotros, y clama a Dios desde nuestros labios. Del mismo modo que una madre al principio ora por su hijo sin que él lo sepa, y después le enseña a orar para que de a poco ella pueda orar con él, así también es la obra del Espíritu Santo. Comienza orando por nosotros. Luego nos enseña a orar. Y luego, una vez que hemos progresado un poco en la escuela de la oración, comienza a orar con nosotros no sólo en nosotros, sino que también a través de nosotros. Este es el Espíritu de adopción, por el cual clamamos “Abba, Padre.” Pero es de tal forma que al mismo tiempo testifica con nuestro espíritu que somos hijos de Dios.

Por esta razón el Señor le dijo a la mujer de Samaria: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan iv. 23). La mención “en verdad” tenía relación con el servicio simbólico de las ceremonias en Israel. La tierra de Canaán era el tipo del cielo, Jerusalén del santuario interior, y Sión del trono de Dios. Los sacrificios sangrientos del carnero y el novillo significaban la remisión del pecado. El altar de incienso era un símbolo de las oraciones de los santos. Todo esto era verdaderamente típico, pero no la verdad en sí. Jerusalén no era el santuario del Señor Jehová, y Sión no era Su trono de misericordia. La verdad de todo esto estaba y está en el cielo de los cielos, y por lo tanto, la verdad y la gracia vinieron de Jesucristo, del mismo modo que Su símbolo y sombra habían venido por la ley de Moisés. Después de la venida de Cristo, las oraciones de los santos debían ser separadas de Jerusalén. Porque Jesús le dijo a la mujer: “Jerusalén y Gerizím están fuera de discusión: ellas pertenecen a la dispensación de las sombras. Y esa dispensación terminó con Mi venida al mundo. De aquí en más no habrá más adoración en las sombras, sino una adoración del Padre de hecho y en verdad.” Esto nos da la verdadera interpretación de la voz “en espíritu.” Mientras las personas dependían del servicio de las sombras, ellas buscaban cosas externas para sustentar sus oraciones. Pero, ya que debía ser una adoración en verdad necesitaba el apoyo interno que el Consolador, el Espíritu Santo, les ofrecía.

El santo es un santo porque recibió el Espíritu Santo, que ha tomado residencia en él, e internamente contrajo matrimonio con el alma. Cada pronunciamiento vital procedente de él, aparte del Espíritu Santo en él, es ajeno a su filiación y es pecado. Sólo en la medida que es movido y puesto en funcionamiento por la habitación del Espíritu, sus pensamientos, palabras y obras son el fruto del hijo de Dios en él.

Y si esto es cierto en todas las dimensiones de su vida, ¿cuánto más no lo será en su vida de oración? Después de su conversión, él a menudo ora respecto a sí mismo separado del Espíritu Santo. Pero esa no es la oración del Hijo de Dios, sino del antiguo pecador. Pero cuando la comunión del Espíritu Santo está activa en su corazón y obra en él tanto el impulso como la animación de su oración, es entonces que verdaderamente es la oración del hijo de Dios, porque fue forjada en él por el Espíritu Santo.

Por tanto, Zacarías combina el Espíritu de gracia y de suplicación. Es el mismo Espíritu que, al entrar a nuestros corazones, abre para nosotros la gracia de Dios, nos enriquece con esa gracia, nos enseña a darnos cuenta de esa gracia y al mismo tiempo nos causa sed por esa gracia, que se manifiesta en oración. La oración es el clamor por gracia, que no puede ser pronunciado hasta que el Espíritu Santo le presenta al ojo espiritual las riquezas de la gracia que están en Cristo Jesús. Y por otra parte, el Espíritu Santo no puede producir que esas riquezas de gracia brillen ante los ojos del alma sin producir en nosotros una sed y un gran deseo por esta gracia, y por lo tanto nos mueve a orar.

O para ponerlo más exhaustivamente, la oración del santo requiere 3 cosas:

Primero, un entendimiento de las riquezas de la redención eterna.

Segundo, impresiones vívidas de su muerte espiritual y angustia.

Finalmente, un deseo ferviente por una comunión viva con los tesoros insondables de la gracia divina.

¿Y cómo puede ser revelada la santa presencia del Señor Jehová a quien está en paz sino sólo por el Espíritu Santo que entra a su corazón? ¿Y cómo puede él tener una comprensión viva de su angustia espiritual si no es el Espíritu Santo el que se lo revela? ¿Y cómo podrá tener la audacia para clamar en su angustia a Dios en la comunión del amor, si no es el Espíritu Santo quien que produce esa audacia y confianza en su alma?


XLIII. La Oración los Unos por los Otros y los Unos con los Otros


“Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho.”—Santiago v. 16.

Este último artículo tratará una vez más la clave del amor, algo que ya fue mencionado en el artículo anterior. Hablar de la obra del Espíritu en nuestras oraciones y omitir la intercesión de los santos refleja una falta de entendimiento en cuanto al Espíritu de toda gracia.

La oración por otros es bastante distinta a la oración por nosotros mismos. Esta última es un mandato expreso. Dios nos lo ordena: “…sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.” Sin embargo, esta puede contener un egoísmo refinado, aun cuando sea revestida de acción de gracias. Por lo tanto, a la oración es necesario agregar la intercesión, de modo tal que en la oración el aliento del amor pueda apagar suave, pero efectivamente, ese egoísmo restante, y nos guíe a una oración incluso más santa para el Rey celestial y Su Reino.

Cristo ora por nosotros, pero la Novia también debe orar por su Novio celestial. La oración de David por Salomón apunta más allá de Salomón, al Mesías: “Dale al Rey tus juicios, oh Dios.”

En el Salmo 20 y en el 61 se repite el mismo pensamiento. Sin embargo, esta no es una oración por su Persona (porque como tal, ya está glorificado), sino por la venida de Su Reino, por extender Su Nombre a los fines de la tierra y por la reunión de las almas de Sus elegidos.

En la oración del Señor, la petición más santa se halla en el primer plano. Porque cuando oramos “Santificado sea Tu nombre; venga Tu reino; hágase Tu voluntad,” (Lucas xi. 2) nos inspira, no el amor por nosotros mismos o por otros, sino el amor por Aquel que está en los cielos. Es cierto que nos damos cuenta que el cumplimiento de esa oración es lo más deseable para otros y para nosotros mismos. Aun así, es el amor a Dios que está en primer plano aquí. Es el resumen de la oración, que encaja eminentemente con el resumen de la ley: “Amarás al Señor tu Dios.” (Mat. xxii. 37) Este es el primer y más grande mandamiento. Luego, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mat. xxii. 39) Sucede lo mismo en nuestra oración: primero, hace referencia a la causa de Dios, esta es la primera y principal petición. Luego, la oración por nuestro prójimo como por nosotros mismos. Nuestra oración es la prueba de nuestra relación con el primer y grande mandamiento.

¿Cuál es la obra del Espíritu Santo en la oración de intercesión?

Es necesario aquí, a fin de tener un entendimiento claro, hacer la distinción entre una intercesión con dos elementos: (1) hay una oración por las cosas que pertenecen al cuerpo de Cristo; y (2) hay otra por las cosas que no pertenecen a aquel cuerpo según nuestra percepción y concepción en esta materia.

La oración por los reyes y por todos los que están en autoridad no tiene que ver con las cosas que pertenecen al cuerpo de Cristo. Tampoco la oración por nuestros enemigos, ni por nuestro lugar de habitación, país, ejército, armada, ni por una cosecha abundante, por ser guardados de enfermedades, por éxito comercial, etc. Todas estas materias pertenecen a la vida natural y a las personas, sean justos o pecadores con relación a la vida de la creación, y no al Reino de la Gracia. Pero nuestra oración sí tiene que ver con el cuerpo de Cristo cuando oramos por la venida del Señor, por una unción fresca a los ministros de Dios, por que ellos puedan ser revestidos de la salvación, por éxito en el trabajo misionero, por el bautismo del Espíritu Santo, por fortaleza en medio de la adversidad, por el perdón de pecados, por la salvación de un ser querido, por la conversión efectiva de la semilla plantada en la Iglesia. La primera intercesión dice relación con la esfera de la naturaleza, la segunda, con el Reino de la Gracia. Por lo tanto, en cada una de ellas debemos buscar el vínculo de la comunión de la cual surge nuestra oración intercesora.

Esto se debe a que cada oración de intercesión supone una comunión con aquellos por quienes oramos. Una comunión que nos coloca en la misma aflicción y de la cual buscamos liberación, y esto de tal manera que el pesar de uno nos agobia, y el gozo de otro nos causa acción de gracias. Donde no existe tal comunión vital, ni el amor que surge de él, o donde está temporalmente inactivo, puede tal vez haber palabras formales de intercesión, pero no la intercesión verdadera que surge del corazón.

En referencia a la intercesión en la esfera de la naturaleza, el fundamento de esta comunión se encuentra naturalmente en el hecho de que fuimos creados de una sola sangre. La humanidad es una. Las naciones forman un todo orgánico. Es un gran tronco con una corona frondosa. Las naciones y los pueblos son las ramas del mismo, las generaciones sucesivas las ramas, y todos y cada uno de nosotros es una es una hoja que revolotea. Nos pertenecemos unos a otros y vivimos juntos basados en la misma raíz de nuestra naturaleza humana. Es una carne y una sangre la que cubre cada esqueleto y corre por las venas de cada hombre, desde Adán hasta el último recién nacido. De ahí nuestro deseo por la filantropía universal; el clamor que nada humano nos sea ajeno; la necesidad de amar a nuestro enemigo y orar por él, porque él también es nuestra carne y hueso.

Si fuéramos como granos en un montón de arena, cada grano tal vez podría suspirar. Pero la oración de intercesión mutua sería impensable. Pero siendo las hojas que somos, sin embargo, provenientes del mismo árbol de vida, existe, aparte del clamor de cada hoja, también una oración los unos por los otros, una oración mutua por toda la vida humana; “toda la creación gime.”

Pero en el Reino de la Gracia, la comunión del amor es mucho más fuerte, más firme y más íntima. También hay aquí un todo orgánico, el cuerpo de Cristo bajo su Cabeza. No es que una persona convertida sea independiente de otra, y que las dos estén unidas por un simple vínculo de simpatía. No, pues son una multitud de ramas, todas surgiendo de la misma raíz de Isaí. Crecen de la vid. Todas son uno, orgánicamente hablando. Salvados y redimidos por el mismo rescate de Su sangre. Proceden del acto único de la elección. Nacidos de nuevo por la misma regeneración. Acercados por la misma fe. La partición de un mismo pan y el beber de una misma copa.

Fijémonos bien, pues esta unidad es doblemente fuerte. Porque no es independiente de la comunión de la naturaleza, sino que ha sido agregada a ella. Los que llegan a ser miembros del cuerpo de Cristo son creados juntamente con nosotros de la sangre de Adán, y juntamente con nosotros son redimidos por la sangre de Cristo. Por lo tanto hay aquí una doble raíz de comunión. Carne de nuestra carne, y hueso de nuestros huesos. Es más, nacidos por un mismo decreto, sellados por un solo bautismo, unidos en un solo cuerpo, incluidos en una promesa, con el tiempo copartícipes con nosotros de la misma herencia.

El amor que une mutuamente a los hijos de Dios está en la raíz de esta doble comunión, especialmente en sus oraciones de intercesión, una unión que aparece de vez en cuando en sus oraciones mutuas. La comunión vital no surge de nuestro amor por el pueblo de Dios, sino que ese amor surge de la comunión de la vida de gracia, la cual es común a todos sus santos. Aquello que no crece de una raíz, y por lo tanto tiene parte, no puede alcanzar el amor en el sentido más alto. La oración los unos por los otros nace del amor mutuo, y el amor que nos une proviene de la raíz de vida en la cual todos hemos sido injertados a través de la gracia, en la cual todos estamos sujetos en virtud de nuestra creación desde Adán. Y así, la obra del Espíritu Santo en la oración de intercesión se apreciará en la más clara luz.

En la esfera de la naturaleza, nuestro poder vital proviene del Padre, nuestro parentesco humano a través del Hijo, y la noción de ese parentesco, del Espíritu Santo. Por lo tanto, en las manifestaciones ordinarias de benevolencia, tales como auxilio en una aflicción, simpatía en la vida diaria, y el deseo por interacción social, es una obra del Espíritu Santo para mantener vivo en nosotros la noción de nuestro parentesco humano. Es verdad que el pecado ha afectado esta noción tremendamente. No obstante, el Espíritu Santo no ha abandonado Su obra. Sino que, cuando un hombre ve a un niño desconocido ahogándose, y aun sin considerar su propia vida, se lanza al agua y lo salva, el que debe llevarse la gloria en tal acto heroico de filantropía es el poder que obliga, el cual proviene del Espíritu Santo.

Pero aun mucho más aparente es la obra del Espíritu Santo en la oración de intercesión que pertenece al dominio de la gracia. Porque, en referencia a la comunión del cuerpo de Cristo, nuevamente es del Padre que proviene nuestra redención, del Hijo en quien estamos unidos, y del Espíritu Santo que nos imparte la noción y la conciencia de esta unidad y comunión santa. El simple hecho de haber sido elegidos por el Padre y redimidos por el Hijo no nos obliga a amar. Es el acto del Espíritu Santo, quien, revelando a nuestra noción y consciencia este hermoso don de gracia, abriendo nuestros ojos a la belleza de estar unidos al Cuerpo de Cristo, enciende en nosotros esta chispa del amor por Cristo y por Su pueblo. Y cuando esta doble obra del Espíritu Santo opera efectivamente en nosotros, provocando que nuestros corazones sean atraídos a todo lo que nos pertenece en virtud de nuestro parentesco con el Hijo, entonces se despierta en nosotros ese amor del cual el apóstol dice ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.

Con todo, esto no es toda la obra. El amor puede ser tierno sin obligarnos hacia la oración. Esto es evidente del amor universal de la benevolencia. Un hombre puede entrar a toda prisa a un edificio en llamas para salvar a otro, y al mismo tiempo, para él la oración puede ser algo completamente ajeno y desconocido. Y por el contrario, existen personas que siempre están hablando de cómo oran por otros, que constantemente ensanchan las filacterias de su propia oración de intercesión, que siempre están diciéndole a otros “oren por mí,” pero que a la hora del peligro, silenciosamente nos dejarían ahogarnos o perecer en las llamas, o guardarían con mucho cuidado sus bolsillos, no sea que la misericordia les llame a ayudarnos con su dinero.

De esto es evidente que debe haber un vínculo conector entre el amor y la oración que nace del amor. Tan pronto como el amor comienza a orar, se le une la fe. Y en virtud de esta unión, la oración se torna activa. El amor en sí mismo no es oración. Y la pura oración de intercesión no es evidencia del amor. Entonces, sólo podemos decir que hay verdadera intercesión cuando el amor, junto con la fe, nos obliga a llevar el objeto de nuestro amor ante el trono de la gracia.

Seamos, entonces, cuidadosos en nuestras oraciones de intercesión. Especialmente cuando la persona por quien oramos está presente, porque entonces nos enfrentamos al peligro que nuestra oración a su favor tenga la tendencia de mostrarle a esa persona cuánto la admiramos y amamos, en lugar de obligarnos a pedirle a Dios algo para ella. El metodismo muchas veces peca en este aspecto; muchas oraciones han sido desechadas por esta intercesión tan poco sincera.

Esto muestra claramente cuál es la obra adicional del Espíritu Santo en este respecto: no sólo que Él produzca en nosotros la fe en general, ni que Él avive en nosotros las llamas del amor fraternal. Sino que también Él provoque que la fe se una al amor en un matrimonio santo, dirigiéndoles de esa forma unida hacia el hermano por quien estamos orando. Este es el objetivo de San Pablo cuando desea que haya una comunión entre todos los santos, no sólo en el don de Dios, sino también en la oración de acción de gracias; no sólo para nuestro bien, sino “para que abundando la gracia por medio de muchos, la acción de gracias sobreabunde para gloria de Dios.”

De la manera en que en una sala cuyas paredes están revestidas de espejos de cristal, la luz del candelabro se refleja no sólo en cada espejo, sino que también de espejo a espejo de modo tal que hay un eterno reflejo de luz, así también lo es respecto a la oración de intercesión y acción de gracias dentro del cuerpo de Cristo. En esta sala de gloria, Cristo es la Luz, la cual se refleja en el espejo del alma. Pero no es suficiente que cada alma-espejo reciba la luz y la refleje en acción de gracias. Esta gloria del Hijo debe ser reflejada de espejo en espejo, aquí o allá, hasta que haya un centelleo interminable de brillo en aumento. Y todo es bautizado en el lustre desbordante en que el Hijo se glorifica a sí mismo.

Esto nos conduce a tratar el tema de la oración mutua.

La oración mutua es intercesión en su expresión más rica, ya que su valor aumenta por la conciencia de ser mutua. En la intercesión ordinaria, uno ora por otro sin saber si el otro también está orando por él o ella, pero en la oración mutua el “yo” se vuelve en “nosotros,” como en la oración del Señor. Ya no es uno solo que está luchando ante el trono de la gracia, sino que todos juntos, dando así expresión a la unidad y a la comunión del cuerpo de Cristo. El clamor por una aflicción. Le bendicen a Cristo por la misma gracia. Claman por la misma promesa. Miran a futuro hacia la misma gloria. Acuden al mismo Padre en el nombre del único Mediador, descansando sobre la expiación de la misma sangre. Es entonces cuando la obra del Espíritu Santo logra Su gloria más alta. Entonces Él une la fe y el amor, no en un solo corazón, sino que en muchos. Es entonces que Él abre los corazones y une las almas de los santos. Es entonces que Él obra en ellos para que se junten en la sala de audiencias del Señor Dios, un pueblo, una multitud de creyentes, quienes en su parentesco espiritual reflejan la unidad del Cuerpo de Cristo.

De ahí que no haya nada más difícil que la oración mutua. La oración dentro de un armario es fácil. Orar por otros no es difícil. Pero orar los unos con los otros requiere tal tono espiritual exaltado, tal amor puro amor, tal percepción tan clara de la unidad del cuerpo y, ¡ay! tan pocas veces se logra en grupos grandes de creyentes en medio de esta vida pecaminosa. El líder entonces, si verdaderamente es el portavoz del pueblo, tiene una tarea muy difícil, y debe él mismo estar en un estado mental rigurosamente espiritual.

Claro está que si el Espíritu Santo nos dejara solos, cada actividad de fe, amor y oración se paralizarían muy pronto. Pero, ¡bendito sea Dios! Él conoce nuestra debilidad y con divina piedad Él mira nuestra terrible impotencia. Él es y sigue siendo el Consolador. Su obra nunca termina. Cuando nos quedamos dormidos sin aceite en nuestras lámparas, Él vigilaba nuestras almas. Cuando nuestro amor fallaba, Él nos amaba igual. Cuando nuestra fe se volvió débil y apagada, y la oración se volvió sosa en nuestros labios, Él oró por nosotros con gemidos indecibles.

En esto consiste Su obra continuamente. Es Él el Portador divino de toda concepción alta y toda consciencia santa entre los hijos de los hombres. Él, el Espíritu del Padre y del Hijo, el que exhibe todas las riquezas del Mediador a la Novia, y de esta manera hace que ella tenga más deseo de poseerlas. Es Él el que produce los tesoros de la Palabra a través de la chispa de su fuego santo, trayéndolas a la conciencia del hombre interior.

Bendito es el hombre que ha gustado la obra del Espíritu Santo en su propia vida. Bendita es la Iglesia la cual, en su servicio, ha demostrado la obra interior del Espíritu de gracia y súplica. Bendito es aquel que, constreñido a amar por el amor del Espíritu Santo, ha abierto su corazón en acción de gracias, alabanza y adoración, no sólo al Padre, quien desde la eternidad lo ha elegido y llamado, y al Hijo quien lo ha comprado por precio y redimido, sino también a la Tercera Persona de la Santa Trinidad, quien ha encendido en él la luz y la mantiene ardiendo en la oscuridad interior. A quien, por tanto, conjuntamente con el Padre y el Hijo, pertenecen para siempre el sacrificio de amor y devoción de toda la Iglesia de Dios.


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