La Obra del Espíritu Santo/Regeneración

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English: The Work of the Holy Spirit/Regeneration

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 17 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


XIX. La Antigua y Nueva Terminología

“Lo que es nacido de la carne, carne es.”—Juan iii. 6

Antes que examinemos la obra del Espíritu Santo en esta importante materia, debemos definir primero el uso de las palabras.

La palabra “regeneración” se usa en un sentido limitado y en un sentido más extenso.

Se usa en un sentido limitado cuando denota el acto exclusivo de Dios de avivamiento, el cual es el primer acto divino por el cual Dios nos transfiere de la muerte a la vida, desde el reino de la oscuridad al reino de Su amado Hijo. En este sentido la regeneración es el punto de partida. Dios viene al nacido en iniquidad y muerto en transgresiones y pecados, plantando el principio de una nueva vida espiritual en su alma. Por consiguiente, él nace de nuevo.

Pero esta no es la interpretación de la Confesión de Fe, que en su artículo 24 dice: “Nosotros creemos que esta verdadera fe, forjada en el hombre por el oír la Palabra de Dios y por la operación del Espíritu Santo, lo regenera y hace de él un hombre nuevo, llevándolo a vivir una nueva vida y liberándolo de las cadenas del pecado.” Aquí la palabra “regeneración,” usada en su sentido más amplio, denota el completo cambio efectuado por la gracia en nuestras personas, terminando con nuestra muerte al pecado y nuestro nacimiento para el cielo. Mientras que formalmente este era el sentido usual de la palabra, ahora estamos acostumbrados al sentido más limitado, por lo cual será el que adoptemos en esta discusión.

Respetando las diferencias entre ambos—anteriormente la obra de la gracia era representada tal como el alma conscientemente la observaba; mientras que ahora la obra misma se describe aparte de la conciencia.

Por supuesto, un niño no sabe nada de la génesis de su propia existencia, ni del primer período de su vida, desde su propia observación. Si tuviera que contar la historia de sus propios recuerdos, comenzaría desde el tiempo en que se sentó en la silla alta y proseguiría hasta cuando como hombre adulto salió al mundo. Pero, habiendo sido informado por otros de sus antecedentes, vuelve a sus recuerdos y habla de sus padres, familia, tiempo y lugar de nacimiento, cómo creció, etc. Por consiguiente, hay una notoria diferencia entre los dos relatos.

Observamos la misma diferencia en el tema ante de nosotros. Antiguamente era costumbre describir nuestras experiencias, según la manera escolástica romana, a partir de nuestros propios recuerdos. Siendo personalmente ignorantes de la implantación de una nueva vida y recordando sólo las grandes alteraciones espirituales, las cuales nos llevaron a la fe y al arrepentimiento, fue natural fechar el comienzo de la obra de la gracia, no desde su regeneración, sino desde la convicción del pecado y la fe, procediendo luego a la santificación y así sucesivamente.

Pero esta representación subjetiva, más o menos incompleta, no nos puede satisfacer ahora. Era de esperar que los partidarios de la “voluntad propia” abusaran de él, infiriendo que el origen y primeras actividades del trabajo de salvación provienen del hombre mismo. Un pecador al escuchar la Palabra, se impresiona profundamente; se persuade por sus amenazas y promesas; se arrepiente, se levanta y acepta al Salvador. Por consiguiente, no hay más que una mera persuasión moral que oscurece el glorioso origen de la vida nueva. Para resistir esta repulsiva deformación de la verdad, Maccovius, ya en los días del sínodo de Dort, abandonó este más o menos crítico método, para hacer de la regeneración el punto de partida. Él siguió este orden: “Conocimiento del pecado, redención en Cristo, regeneración y sólo entonces la fe.” Esto fue consistente con el desarrollo de la doctrina de la Reforma, puesto que tan pronto como se abandonó el método subjetivo, fue necesario retornar a la primera implantación de vida en repuesta a la pregunta: “¿Qué ha aportado Dios al alma?” Y entonces quedó en claro que Dios no empezó por guiar al pecador al arrepentimiento, puesto que el arrepentimiento debe ir precedido por la convicción del pecado; ni por llevarlo a escuchar la Palabra, porque eso requiere de un oído dispuesto. Por consiguiente, el primer acto conciente y comparativamente cooperativo, está siempre precedido por el acto original de Dios, que planta en él el primer principio de la vida nueva, acto en el cual el hombre se encuentra completamente pasivo e inconciente.

Esto llevó a distinguir entre la primera y segunda gracia. La primera denota la obra de Dios en el pecador, creando en él vida nueva sin su conocimiento; mientras que el segundo, denota la obra realizada al regenerarlo con su completo conocimiento y consentimiento.

La primera gracia fue naturalmente llamada regeneración. Sin embargo, no hubo unanimidad completa al respecto. Algunos teólogos escoceses lo pusieron de esta manera: Dios comenzó la obra de la gracia con la implantación de la facultad de fe (fides potentialis), siguiendo con la nueva gracia del ejercicio de la fe (fides actualis) y con el poder de la fe (fides habitualis). Sin embargo, esto es sólo una diferencia aparente. Sea que se llame a la primera actividad de la gracia, la implantación de la “facultad de la fe” o “nuevo principio de vida,” en ambas instancias significa que la obra de la gracia no empieza con la fe ni con el arrepentimiento ni la constricción, sino que estos son precedidos por el acto de Dios que da poder a los desvalidos, audición a los sordos y vida a los muertos.

Para hacernos una correcta idea sobre la obra de la gracia en sus diferentes fases, tomemos nota de las siguientes etapas o hitos sucesivos:

  1. La implantación del principio de una vida nueva, comúnmente llamada regeneración en el sentido limitado o implantación de la facultad de la fe. Este acto divino se forja en el hombre a distintas edades; ¿cuándo? Nadie puede saberlo. Sabemos por la referencia de Juan el Bautista que incluso se puede forjar en el vientre materno. La salvación de los infantes muertos nos obliga, junto a Voetuis y a todos los teólogos profundos, a creer que este acto original puede darse a muy temprana edad.
  2. La mantención del principio de vida implantada, mientras que el pecador todavía continúa en pecado en lo que a su conciencia se refiere. Aquellas personas que recibieron el principio de vida a temprana edad no están más muertos, sino vivos. Morir antes de la conversión no los pierde, los salva. A temprana edad ellos manifiestan inclinaciones santas, a veces realmente maravillosas. Sin embargo, no tienen fe conciente, ningún conocimiento de los tesoros que poseen. La nueva vida está presente, pero dormida, guardada no por el portador, sino por el Dador—al igual que la semilla en el terreno durante el invierno y como la llama incandescente bajo las cenizas que aún no enciende la madera; como un torrente subterráneo que finalmente aflora a la superficie.
  3. El llamado hecho por La Palabra y el Espíritu, interna y externamente. Aun esto es un acto divino comúnmente realizado a través del servicio de la Iglesia. Se dirige no a los sordos sino a los oyentes; no a los muertos, sino a los vivos, aunque aún estén dormidos. Procede de la Palabra y del Espíritu, porque no sólo la facultad de la fe, sino que la fe misma—es decir, el poder y ejercicio de la facultad—son regalos de la gracia. La facultad de la fe no puede ejercitar la fe por sí misma. Ella de nada nos sirve al igual que la facultad de respirar cuando el aire y el poder respirar son retenidos. Por consiguiente, la prédica de la Palabra y la obra interna del Espíritu son operaciones divinas extraordinarias y correspondientes. Con la predicación de la Palabra, el Espíritu energiza la facultad de la fe y así el llamado se hace efectivo y el durmiente se levanta.
  4. El llamado de Dios produce la convicción de pecado y la justificación, dos actos del mismo ejercicio de fe. Con esto, la obra de Dios puede representarse nuevamente ya sea subjetivamente u objetivamente. Subjetivamente, le parece a los santos que la convicción de pecado y el corazón contrito vienen primero y que luego él obtiene el sentido de ser justificado por fe. Objetivamente, esto no es así. La realización de su perdida condición ya fue un acto de fe audaz. Por cada acto subsiguiente de fe, él se convence aun más de su miseria y recibe más abundantemente de la plenitud que se encuentra en Cristo, su garante. Respecto a la cuestión de si la condena del pecado no debe preceder a la fe, no es necesario hacer la diferencia, ya que ambas representaciones se refieren a lo mismo. Cuando un hombre puede decir por primera vez en su vida “Creo,” él está al mismo tiempo completamente perdido y completamente salvado, siendo justificado en su Señor.
  5. Este ejercicio de fe tiene por resultado la conversión; en esta etapa del camino de la gracia, el hijo de Dios se vuelve claramente consciente de la vida implantada. Cuando un hombre dice y siente el “yo creo” y no lo recuerda pero Dios lo confirma, la fe es seguida inmediatamente por la conversión: la implantación de la vida nueva precede al primer acto de fe, pero la conversión le sigue. La conversión no se vuelve un hecho mientras el pecador sólo ve su condición perdida, sino cuando él actúa sobre dicho principio, pues sólo entonces el hombre viejo comienza a morir y el hombre nuevo empieza a levantarse; y estas son las dos partes de toda conversión real.

En principio, el hombre se convierte sólo una vez, es decir, al momento de rendirse a Emanuel. Después de eso, él se convierte diariamente, o sea, tan seguido como él descubra conflicto entre su voluntad y la del Espíritu Santo. E incluso esto no es obra del hombre, sino la obra de Dios en él. “¡Cámbiame Tú a mí, oh Señor, y seré cambiado!” Sin embargo, existe una diferencia, ya que en el primer ejercicio de regeneración y fe él fue pasivo, mientras que en la conversión la gracia le permitió ser activo. Uno es convertido y uno se convierte a sí mismo; el uno está incompleto sin el otro.

  1. Por consiguiente la conversión se funde en la santificación. Este también es un acto divino y no humano; no un crecer hacia Cristo, sino una absorción en Su vida, a través de las raíces de la fe. En niños de doce o trece años fallecidos poco después de la conversión, la santificación no aparece. Pero ellos toman parte de ella, tanto como los adultos. La santificación tiene doble significado: primero, la santificación como obra terminada de Cristo, que se da y atribuye a todos los elegidos; y segundo, la santificación que desde Cristo se forja gradualmente en los convertidos y se manifiesta de acuerdo a los tiempos y circunstancias. No hay dos sino una santificación; tal como hablamos a veces sobre la lluvia que se acumula en las nubes de arriba y luego cae como gotas en los sedientos campos de abajo.
  2. La santificación se termina y cierra en la redención completa, al momento de la muerte. En la separación del cuerpo y alma, la gracia divina completa la muerte al pecado. Por consiguiente, en la muerte se realiza una obra de gracia, que permite a la obra de regeneración su despliegue máximo. Si hasta entonces, considerándonos fuera de Cristo, todavía estamos perdidos en nosotros mismos y yacemos en medio de la muerte, la muerte misma termina con todo esto. La fe se convierte en una visión, la excitación del pecado se desarma y estamos por siempre fuera de su alcance.

Finalmente, nuestra glorificación en el último día, cuando la bienaventuranza interna se manifieste en una gloria externa y por medio de un acto de omnipotente gracia, el alma se reunifique con su cuerpo glorificado y sea colocado en una gloria celestial tal, que se convierta en un estado de perfecta felicidad.

Esto muestra cómo las operaciones de la gracia están entrelazadas cómo eslabones en una cadena. El trabajo de la gracia debe comenzar con el avivamiento de los muertos. Una vez implantada, la vida todavía somnolienta debe ser despertada por el llamado. Habiendo sido despertado, el hombre se encuentra en una nueva vida, es decir, él se sabe justificado. Estando justificado, él deja que la nueva vida resulte en conversión. La conversión fluye en santificación. La santificación recibe la piedra angular a través del rompimiento del pecado en la muerte. En el último día, la glorificación completa el trabajo de la divina gracia en todo nuestro ser.

Por consiguiente, se desprende que aquello que sigue está contenido en aquello que lo precede. Un infante regenerado que ha fallecido, muere al pecado en la muerte de forma tan cierta como un hombre de cabeza cana y ochenta años. No puede haber la primera sin incluir la segunda y última. Por consiguiente, la obra completa de la gracia puede representarse como un nacimiento para el cielo, y una continua regeneración a ser completada en el último día.

Por lo tanto, puede haber personas ignorantes de todas estas etapas indispensables, como los hitos para el topógrafo, pero no se pueden colocar para oprimir las almas de los simples. Aquel que respira profundo, inconsciente de sus pulmones es muchas veces el más saludable.

Tocante a la pregunta de si las Escrituras hacen referencia a estas disposiciones sobre los adultos, nos remitimos a la palabra de Jesús: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan iii. 5); por lo cual podemos inferir que Jesús fecha toda operación de la gracia desde la regeneración: primero la vida y luego la actividad de la vida.


XX. Su Curso

“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere.”—Juan vi.44

De lo precedente, se hace evidente que la gracia preparatoria es diferente en distintas personas; tal distinción debe hacerse entre los muchos regenerados en los primeros días de la vida y los pocos nacidos de nuevo a una edad más avanzada.

Por supuesto, nos referimos sólo a los elegidos. En los no elegidos la gracia salvadora no opera; por consiguiente, la gracia preparatoria está totalmente fuera de cuestión. Los primeros nacen, con pocas excepciones, en la iglesia. Ellos no entran a la alianza de la gracia más tarde en la vida, pues pertenecen a ella desde el primer momento de su existencia. Brotan de la semilla de la Iglesia y, en su momento, ellos mismos se transforman en la semilla de la futura Iglesia. Por esta razón, el primer germen de la nueva vida es impartido a la semilla de las Iglesias (la cual está, por desgracia, siempre mezclada con mucha paja) ya sea antes o inmediatamente después de su nacimiento.

La iglesia reformada estaba tan firmemente arraigada en esta doctrina que se atrevió a establecerla como la regla prevaleciente, creyendo que la semilla de la Iglesia (no la paja, por cierto) recibió el germen de la vida aun antes del bautismo; por lo cual ya se encuentra santificado en Cristo; y recibe en el bautismo el sello, no de algo que está aún por llegar sino sobre aquello que ya está presente. Por consiguiente, la pregunta litúrgica a los padres: “¿Reconoce usted que, aun cuando sus hijos fueron concebidos y nacidos en pecado y, por consiguiente, son sujetos de condenación en sí mismos, aun así son santificados en Cristo y, por lo tanto, como miembros de Su Iglesia, deben ser bautizados?”

En períodos subsiguientes, menos firmes en la fe, los hombres han evitado esta doctrina, no sabiendo qué hacer con las palabras “son santificados.” Se ha interpretado diciendo que los niños como hijos de miembros de la alianza son también pertenecientes a dicho pacto y por ello con derecho al bautismo. Pero el más riguroso y profundo sentido común de nuestra gente ha sentido siempre que este mero “ser pertenecientes a” no hace justicia al rico y completo significado de la liturgia.

Si usted averiguara el significado de estas palabras en la oficina del bautismo, “son santificados,” no con los más débiles epígonos, sino con los héroes de las enérgicas generaciones que han peleado victoriosamente las batallas del Señor contra Arminio y sus seguidores, usted descubriría que aquellos devotos e instruidos teólogos tales como Gysbrecht Voetious, por ejemplo, nunca, ni por un instante vacilaron en romper con estas explicaciones a medias, sino que hablaron abiertamente, diciendo: “Ellos tienen el derecho al bautismo, no porque sean contados como miembros de la alianza, sino porque, como regla, ellos ya poseen esa primera gracia; y por tal razón y sólo por tal razón se lee: ‘Que nuestros hijos están santificados en Cristo y por lo tanto, como miembros de Su cuerpo, deben ser bautizados.’”

Por esta confesión la iglesia reformada probó estar de acuerdo con la palabra de Dios y no menos con los hechos mismos. Con pocas excepciones, aquellas personas que posteriormente prueban pertenecer a los regenerados, no comienzan la vida con ruidosos exabruptos de pecados. Más bien, es la regla que los hijos de padres cristianos manifiesten desde temprana edad un deseo y gusto por las cosas sagradas, un caluroso celo por el nombre de Dios y emociones internas que no pueden ser atribuidas a una naturaleza maligna.

Aun más, esta gloriosa confesión dio el sentido correcto a la educación de los niños de nuestras familias reformadas, conservándolo en gran parte hasta el tiempo presente. Nuestra gente no vio en sus hijos unos retoños salidos de una vid silvestre a ser injertados quizás más adelante y con los cuales poco se podía hacer hasta su posterior conversión a la manera del Metodismo,[1] sino que vivieron con silenciosa esperanza y santa confianza en que el niño a ser entrenado ya estaba injertado y, por lo tanto, era digno de ser criado con el más tierno cuidado. Admitimos que, posteriormente, desde que el carácter de nuestras iglesias reformadas ha sido debilitado por la iglesia nacional, como una iglesia para las masas, este oro ha sido tristemente ensombrecido; pero su pensamiento original y vital, fue bello y estimulante. Hizo que el trabajo regenerador de Dios precediera al trabajo del hombre; al bautismo le dio su rico desarrollo, e hizo que el trabajo de educar no dependiera del azar, sino de una cooperación con Dios.

Por consiguiente, reconocemos cuatro clases entre la generación que se levanta en la Iglesia:

  1. Todas las personas elegidas regeneradas antes del bautismo, en quienes la vida implantada yace oculta, hasta que se convierten en un tiempo posterior.
  2. Personas elegidas, no sólo regeneradas en la infancia, pero en quienes la vida implantada se manifiesta tempranamente y madura imperceptiblemente hacia la conversión.
  3. Personas elegidas, nacidas nuevamente y convertidas más adelante en la vida.
  4. Los no-elegidos o la paja.

Examinando cada uno de estos cuatro, con especial referencia a la gracia preparatoria, llegamos a las siguientes conclusiones:

Respecto a los elegidos de la primera clase, por la misma naturaleza del caso, la gracia preparatoria tiene escasa cabida aquí, en su sentido limitado. En su forma directa, es impensable en relación a los no nacidos o a los recién nacidos. En tal caso es sólo indirecto—o sea, frecuentemente le es grato a Dios darle a esos niños padres cuyas personas y naturalezas practican un tipo de pecado menos franco, en su lucha con la gracia, que otras formas de pecado. No como si tales padres tuvieran algo de lo cual el niño pudiera ser injertado, porque aquello que nace de la carne es carne; nada limpio de lo que no es limpio. Es siempre la vid silvestre que espera el injerto del Señor. ¡No! La gracia preparatoria en este caso siempre aparece del hecho que ese niño recibe de sus padres una forma de vida adaptada a su llamado celestial.

Lo mismo se aplica a los elegidos de la segunda clase. Aun cuando concedemos que el llamado divino trabaja sobre ellos durante sus tiernos años mientras se prepara para la conversión, no se prepara para la regeneración a la cual sigue. El llamado no surte efecto salvo que la facultad de oír se implante primero. Sólo aquel que tiene oreja puede oír lo que el Espíritu le dice a las iglesias y a su propia alma. Por consiguiente, en este caso la gracia preparatoria es apenas perceptible. Por cierto que hay numerosos agentes que imperceptiblemente lo preparan para su conversión, pero esto es diferente a la preparación para la regeneración, de la cual estamos hablando ahora.

Hablando correctamente, la gracia preparatoria en su sentido limitado, se aplica sólo a la tercera clase de los elegidos. Compromete toda su vida con todos sus giros y cambios, relaciones y conexiones, alturas y profundidades, eventos y adversidades. No como si todos estos pudieran producir el más leve germen de vida o la posibilidad de avivamiento. ¡No! El germen de la vida no puede surgir de la gracia preparatoria, como tampoco la preparación de diez cunas con una docena de canastos de ropa y un armario lleno de costosa ropa de niño puede llevar con malabares a un solo infante a cualquiera de esas cunas. La chispa vital se produce sólo por el acto del poderoso Dios, independientemente de toda preparación. Pero, desde su nacimiento, Dios cuida esa vid silvestre y controla el crecimiento de sus retoños salvajes hasta que en la hora de Su goce, cuando Él le injerta la verdadera vid, llega a ser todo lo que debió ser.

Esto termina la discusión, porque en relación a la cuarta clase, ellos serán completamente separados del trigo y esparcidos por el abanico que esta en Su mano; por consiguiente, la gracia preparatoria está fuera de cuestión.

De esto se hace evidente que la propia obra del Espíritu Santo respecto a la gracia preparatoria es escasamente perceptible.

Cada aspecto de la obra presentada hasta ahora no apunta directamente a la operación del Espíritu Santo, ni a la del Hijo, sino que casi exclusivamente a la del Padre, porque las circunstancias del nacimiento de un niño—el carácter hereditario de su familia y más específicamente de sus padres, y el curso futuro de su vida hasta el momento de su conversión—pertenecen al ámbito de la divina providencia. El lugar asignado de nuestra habitación, nuestra generación y familia, la formación de nuestro ambiente inmediato, las influencias previamente establecidas para afectarnos—todas pertenecen al liderazgo de la providencia de Dios, atribuidas por las Escrituras a la obra del Padre. El Señor Jesús dijo: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere.” Y aunque esta atracción del Padre tiene un propósito superior y debe ser entendido espiritualmente, aun así indica generalmente que la determinación de esas cosas, las que regulan posteriormente la dirección y curso de las cosas, es atribuible en forma particular a la Primera Persona.

Notamos la obra del Espíritu Santo en estas materias sólo porque Él anima toda vida personal puesto que Él es el Espíritu de Vida y Aquel que coopera con el Padre en esa providencia especial que se refiere a los elegidos. Porque aunque en nuestras mentes podemos analizar la obra de la gracia, no debemos nunca olvidar que la realidad eterna no corresponde completamente a esta parte de nuestro análisis.

Por consiguiente, en los elegidos la obra de la providencia y la gracia usualmente fluyen juntas siendo una y la misma cosa. Nuestra iglesia ha tratado de expresar esto, en su confesión de una providencia general que incluye


XXI. La Regeneración, Obra de Dios

“El oído que oye, y el ojo que ve, Ambas cosas igualmente ha hecho Dios.”—Proverbios xx. 12

“El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho Dios.” Este testimonio del Espíritu Santo contiene todo el misterio de la Regeneración.

Una persona no regenerada es sorda y ciega; no sólo como el tronco o el bloque sino peor. Porque ni el tronco ni el bloque es corrupto o ruin, pero una persona no regenerada está completamente muerta y presa de la más temible disolución.

Esta confesión, rígida, inflexible y absoluta, debe ser el punto de partida en nuestra discusión, o bien fallaremos en entender los alcances de la regeneración. Esta es la razón por la cual toda herejía que ha permitido de una u otra forma que el hombre tenga parte—generalmente la parte más grande—en la obra de la redención, siempre se ha comenzado cuestionando la naturaleza del pecado. “Indudablemente,” dicen ellos “el pecado es muy malo”—un mal horrible y abominable, pero seguramente hay algún remanente de bien en el hombre. Ese hombre noble, virtuoso y amigable no puede estar muerto en transgresiones y en pecado. Eso puede ser cierto en algunos villanos o bribones detrás de las rejas, o en ladrones inescrupulosos o asesinos, pero en realidad no puede aplicarse a nuestras honorables mujeres y caballeros, a nuestras bellas niñas, rubicundos niños y atractivos hijos. Estos no son proclives a odiar a Dios y a sus vecinos, sino que están dispuestos con todo su corazón a amar a todos los hombres y a rendir a Dios la reverencia que le es debida.

Por consiguiente, ¡adiós a toda ambigüedad en esta materia! Este método de suavizar las verdades amargas, ahora tan en boga entre la gente afable, no lo podemos avalar. Nuestra confesión es y siempre será que por su naturaleza el hombre está muerto por trasgresiones y pecado, y que yace bajo la maldición, maduro para el justo juicio de Dios y todavía en maduración para una eterna condenación. Seguramente su ser como hombre está intacto por lo cual protestamos contra esa representación que dice que el pecador está en este aspecto como el madero o el bloque. ¡No! Como hombre él es incomparable; su ser está intacto, pero su naturaleza es corrupta y en esa naturaleza corrupta él esta muerto.

Lo comparamos con el cuerpo de una persona que ha muerto de una enfermedad ordinaria. Tal cuerpo retiene intactas todas las partes del cuerpo humano. Está el ojo con sus músculos y el oído con sus órganos de audición. En el examen post-mortem, su corazón, el baso, el hígado y los riñones, todos parecen perfectamente normales. Un cuerpo muerto puede aparecer a veces tan natural que uno se tienta a decir: “Él no está muerto, sino durmiendo,” y sin embargo, a pesar de lo perfecto y natural, su naturaleza está corrompida con la corrupción de la muerte. Lo mismo es verdad con el pecador. Su ser permanece intacto y completo conteniendo todo lo que constituye un hombre, pero su naturaleza está corrompida, tan corrompida que está muerto, no sólo aparentemente, sino completamente muerto, muerto en todas las variaciones que pueden ser establecidas con el termino “muerto.”

Por consiguiente, sin la regeneración, el pecador es completamente inútil. ¿Qué sentido tiene una oreja sino es para oír, un ojo sino para ver? Por eso el Espíritu Santo testifica “El oído que oye, y el ojo que ve, ambas cosas igualmente ha hecho Dios.”[2] Y como en el mundo de las cosas espirituales las orejas sordas y los ojos ciegos no avalan nada, la Iglesia de Cristo confiesa que toda operación de la gracia salvadora debe ser precedida con el avivamiento del pecador, abriendo sus ojos ciegos y desbloqueando sus oídos sordos; en resumen, por la implantación de la facultad de fe.

Y como aquel hombre que sentado en la oscuridad, puede ver tan pronto como se le abren sus ojos, así nosotros, sin mover ningún pelo respiramos y somos trasladados del reino de la oscuridad al reino de la luz. “Trasladados” no denota aquí un ir exactamente, ni “ser trasladado” significa un cambio de lugar, sino simplemente que la vida entra a la muerte, de igual modo que aquel que estaba ciego ahora puede ver.

Este maravilloso acto de regeneración puede ser examinado en dos clases de personas: en el infante y en el adulto.

La manera más segura de examinarlo es en el infante: no porque la obra de la gracia sea diferente en un infante de lo que es en un adulto, puesto que es de igual forma en todas las personas favorecidas de este modo; pero para la observación consciente en un adulto, las obras de regeneración están tan mezcladas con aquellas de la conversión, que se hace difícil distinguir entre las dos.

Pero esta dificultad no existe en el caso del niño inconciente, como por ejemplo en Juan, el hijo de Zacarías y Elizabeth. Dicho infante no tiene conciencia, como para crear confusión. El tema se da en una forma pura y sin mezcla. Con ello estamos capacitados para distinguir entre la regeneración y conversión en un adulto. Es evidente que en caso de un infante como Juan, que todavía no ha nacido, no puede haber más que mera pasividad—es decir, el niño sobrellevó algo, pero él mismo no hizo nada. Algo se le hizo a él y en él, pero no por él; y toda idea de cooperación queda absolutamente excluida.

Por consiguiente, en la regeneración el hombre no es ni el trabajador ni co- trabajador, sino meramente el objeto a forjar; el único trabajador en esta materia es Dios. Por esta misma razón, ya que Dios es el único Trabajador de la regeneración, debe entenderse completamente que su trabajo no comienza sólo con esta regeneración.

¡No! Mientras que el pecador esta todavía muerto en trasgresiones y pecados, antes que la obra de Dios haya comenzado, él ya es un elegido y ordenado, justificado y santificado, adoptado como hijo de Dios y glorificado. Esto es lo que llenó a San Pablo de éxtasis y alegría cuando dijo: “A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó, y a los que llamó, a estos también justificó, y a los que justificó, a estos también glorificó.” (Romanos viii. 29,30) Y esto no es la recitación de lo que ocurrió en el regenerado, sino la feliz suma de todas las cosas que Dios efectuó por nosotros antes que existiéramos. Por consiguiente, nuestra elección, preordenación, justificación y glorificación preceden al nuevo nacimiento. Es cierto que en la hora de amor, cuando la regeneración debió efectuarse en nosotros, las cosas llevadas a cabo fuera de nuestra conciencia, debieron ser reveladas a nuestra conciencia de la fe; pero en lo concerniente a Dios, todas las cosas estaban listas y preparadas. El pecador muerto, a quien Dios regenera, es ya para la divina conciencia un niño querido, elegido, justificado y adoptado. Dios sólo aviva a Sus queridos niños.

Dios por supuesto justifica a los impíos y no a los justos. Él llama a los pecadores al arrepentimiento y no sólo a los justos, pero debe recordarse que esto se plantea desde el punto de vista de nuestra propia conciencia de pecado. El aún no-regenerado, no se siente a sí mismo como hijo de Dios, ni justificado, tampoco cree en su propia elección y, en efecto, muchas veces lo niega; mas él no puede alterar las cosas que divinamente han sido labradas en él para su beneficio, es decir, que ante el divino tribunal de justicia, Dios lo declaró justo y libre, mucho antes que él mismo declarara ante el tribunal de su propia conciencia. Mucho antes que él creyera, fue justificado ante el tribunal de Dios completamente para ser justificado por fe ante su propia conciencia.

Pero, no importando cuán magnífico e insondable sea el misterio de la elección—y ninguno de nosotros será capaz jamás de contestar la pregunta de por qué uno ha sido elegido para ser un vaso de honra y otros para ser dejados como vasos de ira—en el tema de la regeneración no enfrentamos ese misterio en absoluto. El que Dios regenere a unos y no a otros ocurre según una regla fija e inalterable. Él viene con la regeneración a todos los elegidos, y a los no-elegidos Él los pasa de largo. Por consiguiente, este acto de Dios es irresistible. Ningún hombre tiene el poder de decir, “Yo no volveré a nacer de nuevo,” o de impedir la obra de Dios, o de poner obstáculos en su camino, o de hacerlo tan difícil que la regeneración no pueda realizarse.

Dios efectúa su divina obra a Su manera, es decir, Él persevera con tal realeza, que todas las criaturas juntas no podrían robarle ni a uno de sus elegidos. Si todos los hombres y demonios llegaran a conspirar para arrancarle un hombre brutal, de entre los elegidos por su poder salvador, todos esos esfuerzos serían en vano. Tal como hacemos a un lado una telaraña, de tal forma Dios se reiría de todos sus esfuerzos. El poderoso taladro perfora la plancha de acero de forma no más silenciosa ni con menos esfuerzo con el que Dios silenciosamente y majestuosamente penetra el corazón de quienquiera sea Su Voluntad, para cambiar la naturaleza de Su elegido. La palabra de Isaías respecto a la noche estrellada—“Levantad en alto vuestros ojos y mirad quién creó estas cosas; Él saca y cuenta Su ejército; a todos llama por sus nombres y ninguno faltará. Tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio.” (Isaías xl. 26) puede aplicarse al firmamento en el cual los elegidos de Dios brillan como estrellas: “Porque por la grandeza de Su fuerza y poder, ninguno falló.” Todos los que han sido ordenados para la vida eterna son avivados a la divina hora asignada.

Esto implica que el trabajo de regeneración no es un trabajo moral, es decir no se realiza por medio de consejos o exhortaciones. Aún tomado en el sentido más amplio incluida la conversión, como por ejemplo, los cánones de Dort lo usan de vez en cuando, la regeneración no es un trabajo moral en el alma.

No es simplemente un caso de mal entendido el que estando la voluntad del pecador todavía incorrupta sólo se requiera de instrucción y consejo para inducirla a tomar la elección correcta. ¡No! Tal consejo y admonición está totalmente fuera de cuestión respecto al hijo nonato de Zacarías, y de los miles de infantes de padres creyentes de quienes en Dort se estableció correctamente que de ellos se puede suponer que murieron en el Señor, es decir, habiendo nacido de nuevo, y respecto a aquellos regenerados antes del bautismo, pero convertidos más adelante en la vida.

Por esta razón es que es tan necesario examinar la regeneración (en su sentido limitado) en un infante y no en un adulto, en quien es necesario incluir la conversión.

El siguiente razonamiento no puede discutirse:

  1. Todo hombre, incluidos los infantes, nacen muertos en trasgresión y pecado.
  2. De estos infantes, muchos mueren antes que se vuelvan conscientes de sí mismos.
  3. De estas flores recogidas, la Iglesia confiesa que muchos son salvos.
  4. Estando muertos en el pecado, no pueden ser salvados sin haber nacido de nuevo.
  5. Por consiguiente, la regeneración efectivamente ocurre en personas que no están conscientes de sí mismas.

Siendo estas aseveraciones indiscutibles, es evidente, por lo tanto, que la naturaleza y carácter de la regeneración puede determinarse más correctamente examinándolo en estas personas aún inconscientes.

Tal infante nonato es totalmente ignorante del lenguaje humano; no tiene ideas, no ha escuchado prédicas del Evangelio, no puede recibir instrucción, alertas u exhortaciones. Por consiguiente, la influencia moral está fuera de cuestión; y esto nos convence de que la regeneración no es una moral, sino un acto metafísico de Dios, tanto como la creación del alma de un infante nonato que se lleva a cabo independientemente de la madre. Dios regenera al hombre completamente sin su conocimiento previo.

Qué es lo que constituye el acto de regeneración, no se puede decir. Jesús mismo lo dice así, porque dice: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu” (Juan iii. 8). Y por lo tanto, es adecuado investigar este misterio con la mayor discreción. Aun en el reino natural el misterio de la vida y sus orígenes están casi enteramente más allá de nuestro conocimiento. Los más letrados médicos son totalmente ignorantes respecto a la manera en que la vida se hace presente. Una vez presente, él puede explicar su desarrollo, pero de la instancia que precede a todas las demás él no conoce absolutamente nada. Respecto a esto, él es tan ignorante como el más inocente de los niños campesinos. El misterio no puede ser penetrado simplemente porque está más allá de nuestra observación, es perceptible sólo cuando la vida ya existe.

Esto se aplica con mayor fuerza al misterio de nuestro segundo nacimiento. La examinación post-mortem puede detectar la localización del embrión, pero espiritualmente incluso esto es imposible. Las manifestaciones subsecuentes son instructivas hasta cierto punto, pero aun entonces mucho es incierto e indeterminado. ¿Por medio de qué infalible estándar podemos determinar cuánto de la vieja naturaleza forma parte de las expresiones de la nueva vida? ¿No hay hipocresía? ¿No hay condiciones inexplicadas? ¿No hay obstáculos al desarrollo espiritual? Por consiguiente, las experiencias al respecto no pueden aprovecharse; aunque pura y simple, sólo puede revelar el desarrollo de lo que es y no el origen de la vida no nacida.

La única fuente de verdad en esta materia es la Palabra de Dios y en esa Palabra el misterio no sólo permanece sin ser revelado sino que velado, y por buenas razones. Si fuéramos a llevar a cabo la regeneración, si pudiéramos agregarle o quitarle, si pudiéramos adelantarlo u obstaculizarlo, entonces las Escrituras seguramente nos habrían instruido suficientemente respecto a ello. Pero como Dios se ha reservado esta obra completamente para sí mismo, el hombre no necesita resolver este misterio, como tampoco el de su primera creación o aquel de la creación de su alma.


XXII. La Obra de la Regeneración

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas.”—2 Corintios v. 17.

En nuestro artículo anterior vimos que la regeneración es un acto real de Dios, en la cual el hombre es absolutamente pasivo e incapaz, acorde a las antiguas confesiones de la Iglesia. Examinemos ahora reverentemente esta materia en detalle, no para penetrar en cosas muy elevadas para nosotros, sino para cortar errores y aclarar nuestra consciencia.

La regeneración no es afectada sacramentalmente por el sagrado bautismo, aliviando la inhabilidad del pecador y ofreciéndole otra oportunidad para elegir a favor o en contra de Dios, como sostienen los éticos.

Ni tampoco es una mera rectificación del entendimiento, ni un simple cambio de disposición o inclinación, haciendo que los indispuestos se dispongan, para adecuarse a la sagrada voluntad de Dios.

Tampoco es un cambio de ego, ni como muchos mantienen, un dejar al ego imperturbable y la personalidad inalterada, colocando simplemente al ego malvado a la luz y reflexión de la justicia de Cristo.

Los dos últimos errores deben refutarse y rechazarse tan positivamente como los dos primeros.

En la regeneración el hombre no recibe otro ego, es decir, nuestro ser como hombre no cambia ni se modifica, pues antes y después de la regeneración es el mismo ego, la misma persona, el mismo ser humano. Aun cuando el pecado corrompe terriblemente al hombre, su ser permanece intacto. Nada falta. Todas las partes constitutivas que lo distinguen de otros seres están presentes en el pecador.

No su ser, sino su naturaleza se vuelve totalmente corrupta. Naturaleza y ser no son lo mismo. Aplicado a una máquina de vapor, el ser es la máquina misma, con sus cilindros, tubos, ruedas y tornillos, pero su naturaleza es la acción que se manifiesta tan pronto como el vapor entra a los cilindros. Aplicado al hombre, el ser es aquello que lo hace hombre y naturaleza es aquello que manifiesta el carácter de su ser y de su trabajo.

Si el pecado hubiese arruinado el ser del hombre, este no sería más un hombre y la regeneración sería imposible. Pero desde que su ser, su ego, su persona permanecen intactos y la profunda corrupción afecta sólo su naturaleza, la regeneración, es decir, la restauración de su naturaleza, es posible y esta restauración se efectúa por medio de un nuevo nacimiento. Dejemos esto firmemente establecido. En la regeneración no recibimos un nuevo ser, ego o persona, sino que nuestra naturaleza renace.

La mejor y más satisfactoria ilustración de la manera en que la regeneración se lleva a cabo está en el curioso arte de la enjertación. El exitoso injerto de un retoño de una parra en brote sobre una vid silvestre da por resultado un buen árbol creciendo sobre un tronco silvestre. Esto se aplica a todos los árboles frutales y árboles florales. Lo cultivado puede injertarse sobre lo silvestre. Dejado por sí solo, lo silvestre nunca rendirá nada bueno; la pera silvestre y la rosa silvestre permanecen atrofiadas, sin frutas ni flores. Pero deje que el jardinero injerte una rama de un peral sabroso sobre un peral silvestre o una doble rosa sobre una rosa silvestre y el primero dará frutas jugosas y el segundo magníficas flores.

Este milagro de la injertación ha sido siempre un misterio para los hombres que piensan. Es un misterio. El tronco que se ha de injertar es absolutamente silvestre; con sus raíces succiona la sabia y la fuerza hacia sus células silvestres. Pero ese pequeño injerto tiene el poder para convertir la savia y fuerzas vitales en algo bueno, posibilitando que el tronco silvestre dé frutos nobles y preciosas flores. Es cierto que el tronco silvestre resiste vigorosamente la reformulación de su naturaleza mediante los vástagos que existen por debajo de lo injertado, y si tiene éxito, su naturaleza silvestre se esforzará para que la savia no pase a través del muñón. Pero manteniendo bajo control esos retoños salvajes, la savia puede ser forzada hacia el muñón, con excelentes resultados. Forzando el tronco viejo, el injerto llegará gradualmente hasta las raíces y nosotros llegaremos a olvidar que el árbol fue alguna vez silvestre.

Esto claramente representa la regeneración hasta lo que se puede representar objetivamente de este misterio divino. Porque en la regeneración algo se planta en el hombre, algo que por su naturaleza no tiene. La caída no sólo lo sustrajo de la esfera de la divina rectitud, a la cual la regeneración lo trae de vuelta, sino que la regeneración efectúa una modificación radical en el hombre como hombre, creando una diferencia tan grande entre él y el no-regenerado que finalmente lo llegan a ser polos opuestos.

Decir que entre el regenerado y el no-regenerado no hay diferencia, es equivalente a renegar de la obra del Espíritu Santo. Generalmente, sin embargo, no se notan al principio las diferencias, como tampoco en el árbol injertado. Los gemelos yacen en la misma cuna uno regenerado y el otro no, pero no podemos ver la menor diferencia entre ambos. El primero puede incluso tener genio peor que el último, pero se ven exactamente igual. Los dos surgen del mismo tronco salvaje. Ninguna navaja precisa ni microscopio puede detectar la menor diferencia, porque aquello que Dios ha forjado en el niño favorecido es totalmente espiritual e invisible, sólo discernible por Dios.

Este hecho debe ser confesado definitivamente y enfáticamente en oposición a aquellos que dicen que la semilla de la regeneración es material. Este error ocupa el mismo terreno que la herejía maniquea con respecto al pecado. Esto último hace del pecado un microbio; y esto hace que la semilla de la regeneración sea una suerte de germen perceptible de vida y santidad. Y esto falsea la verdad contra la cual, entre muchos, el doctor Böhl protestó enérgicamente.

La semilla de la regeneración es intangible, invisible, puramente espiritual. No crea dos hombres en un mismo ser, pues antes y después de la regeneración no hay más que un ser, un ego, una personalidad. No un hombre viejo y uno nuevo, sino un solo hombre—por ejemplo, el hombre viejo antes de la regeneración y el hombre nuevo después de ella—el cual es creado en perfecta rectitud y santidad por Dios. Porque aquello que es nacido de Dios no puede pecar. Su semilla permanece en él. “Las cosas viejas ya pasaron,” y he aquí, “Todas son hechas nuevas” (2 Co. v. 17).

Sin embargo, la naturaleza del ego o personalidad ha cambiado verdaderamente, y de tal manera que, aun poniendo la nueva naturaleza como principio, esta continúa trabajando a través de la vieja naturaleza. El árbol injertado no es dos árboles, sino uno. Antes de la enjertación era una rosa silvestre; después, una cultivada. Aun así, la nueva naturaleza debe obtener sus nutrientes a través de la vieja naturaleza; lejos del injerto, el tronco permanece silvestre.

Por consiguiente, antes y después de la regeneración, yacemos en medio de la muerte, tan pronto como nos consideramos fuera de la divina semilla. Por lo cual, tratando de evitar una falsa posición, debemos ser cuidadosos de no entrar en otra; tratando de escapar, el barco siamés del hombre viejo y del hombre nuevo, y manteniendo la unidad del ego antes y después de la regeneración, no debiéramos empezar a enseñar que la regeneración deja a nuestra persona sin cambios, que no afecta al pecador en sí mismo, sino que meramente lo traslada hacia la esfera de una entrañable rectitud. ¡No! Las Escrituras hablan de una nueva criatura, un nuevo nacimiento, un ser cambiado y renovado. Y esto no puede reconciliarse con la noción que el pecador debe permanecer sin cambio alguno.

Respecto a la cuestión de qué hay en el muñón que tiene la potencia de regenerar al tronco silvestre, ni el botánico mejor informado puede descubrir la fibra o el líquido que pueda tener ese poder. Él sólo sabe que cada muñón tiene su propia naturaleza y que posee la potencia de producir otra rama o árbol de la misma naturaleza por su poder formativo.

Y esto se aplica a la obra de la regeneración. En el centro de nuestro ser, nuestro ego, la personalidad gobierna nuestra naturaleza, disposición, forma de ser y existencia, compartiendo su impresión, su forma, carácter y calidad espiritual a lo que somos, trabajamos y hablamos. Ese centro controlador de todo es por naturaleza pecaminoso y malvado. Bajo sus formas más ocultas, es todo excepto recto. Por consiguiente, voluntaria o involuntariamente presionamos sobre nuestro ser y labramos la estampa de la iniquidad. De acuerdo con la edad y desarrollo, esta naturaleza del ego esculpe en el mármol de nuestro ser un hombre maligno y pecaminoso correspondiente a la imagen contenida en nuestra naturaleza de la cual procede. En la regeneración, Dios ejecuta en este centro controlador de nuestro ser, un acto maravilloso convirtiendo su naturaleza, esta fuerza formativa, en algo enteramente diferente. Consecuentemente nuestro ser, trabajo y hablar, son de aquí en adelante controlados por otro predicamento, ley de vida y gobierno. Y esta nueva fuerza formativa esculpe otro hombre en nosotros, un nuevo y santo hijo de Dios, creado en rectitud.

Pero este cambio no se completa de inmediato. El árbol injertado en marzo puede permanecer inactivo durante el mes entero, porque aún no hay trabajo en su naturaleza; pero es seguro que, tan pronto como ocurra cualquier acción, esta será de acuerdo a la nueva naturaleza injertada.

Y así es aquí. La nueva vida injertada puede yacer durmiendo por una temporada, como un grano de trigo en la tierra, pero cuando empiece a trabajar será de acuerdo a la naturaleza de la vida nueva. Por consiguiente, la regeneración implanta el germen de vida del nuevo hombre, a quien contiene en toda su plenitud, y del cual continuará tan ciertamente como el trigo contenido en el grano del cual procede.

Para apoyarnos en la representación de este misterio, nos asistiremos de los grandes teólogos de las iglesias reformadas, quienes han presentado el divino plan de la regeneración en las siguientes etapas:

(1) En Su propia mente, Dios concibe al hombre nuevo a quien (2) Él identifica como persona particular, creando así al hombre nuevo; (3) Él coloca el germen de este nuevo hombre en el centro de nuestro ser, (4) y en tal centro, Él efectúa la unión entre nuestro ego y esa vida en germinación; (5) en ese germen vital, Dios coloca el poder formativo, el cual en Su tiempo Él hará que se haga presente, por el cual nuestro ego se manifestará a sí mismo como hombre nuevo.


XXIII. Regeneración y Fe

“Pues habéis renacido, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.”—1 Pedro i. 23.

Hay una objeción posible en lo que se ha dicho anteriormente respecto a la regeneración. Es evidente que la Palabra de Dios y, por consiguiente los símbolos de la fe, ofrecen una representación modificada de estas cosas, las cuales consideradas superficialmente parecen condenar nuestra representación. Esta representación que no considera a los niños sino a los adultos debe ser establecida: Dentro de un círculo de personas inconversas, Dios hace que la palabra sea predicada por medio de Sus embajadores de la cruz.

Por la predicación les llega el llamado. Si hay personas elegidas entre ellos para los cuales ahora es el tiempo del amor, Dios acompaña al llamado externo con el llamado interno. Consecuentemente, ellos dejan sus caminos del pecado para ir por el camino de la vida. Y así son engendrados por Dios.

San Pedro presenta esto de la siguiente manera: “Habiendo renacido, no de semilla corruptible sino incorruptible por la palabra de Dios que vive y permanece por siempre” (1 Pedro i. 23); y también San Juan cuando declara: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos x. 17). Esto armoniza completamente con lo que San Pablo escribe respecto al bautismo sagrado, a lo que él llama el lavado de la “regeneración,” porque en esos días los judíos y gentiles eran bautizados en el nombre de nuestro Señor Jesús inmediatamente después de su conversión por medio de la predicación de los apóstoles.

Por esta razón, nuestros padres dijeron en su Confesión (artículo 24): “Nosotros creemos que esta verdadera fe, habiendo sido traída al hombre por haber escuchado la palabra de Dios y por la operación del Espíritu Santo, ambas regeneran y hacen nuevo al hombre.” De la misma forma enseña el Catecismo de Heidelberg (Ver asunto 65): “Tal fe procede del Espíritu Santo, quien obra nuestra fe en nuestros corazones por la predicación del Evangelio y lo confirma por el uso de los sacramentos.” Y también los cánones de Dort, Encabezados Tres y Cuatro de Doctrina sección 17: “Tal como la todopoderosa operación de Dios por la cual Él prolonga y mantiene nuestra vida natural, no excluye, sino que requiere el uso de medios por los cuales Dios y Su infinita misericordia y rectitud han elegido ejercer Su influencia; de igual modo, la antes mencionada sobrenatural operación de Dios, por la cual somos regenerados, de ninguna manera excluye o subvierte el uso del Evangelio; el cual el muy sabio Dios ha ordenado que sea la semilla de la regeneración y alimento para el alma. Por lo cual, tal como los Apóstoles y los maestros que les siguieron han instruido piadosamente a la gente respecto a esta gracia de Dios, para su Gloria y para el abandono de todo orgullo, y que en el entretanto sin embargo descuidaron de no guardar, por los sagrados preceptos del Evangelio en el ejercicio de la Palabra, los sacramentos y la disciplina; así también, aún hasta estos días, se encuentra lejos de los instructores e instruidos, el presumir tentar a Dios en la Iglesia por la separación de lo que Él y Su beneplácito han unido en lo más íntimo. Porque la gracia se confiere por medio de admoniciones; y mientras más prontamente realicemos nuestra labor, más evidente usualmente será la bendición de Dios trabajando en nosotros y más directamente avanza Su obra.”

Y ahora, para erradicar cualquier suspicacia que tengamos contra esta representación, declaramos abierta y definitivamente que le damos nuestro más sincero apoyo.

Sólo rogamos que se considere que en esta representación, tanto las Escrituras como los símbolos de la fe, apuntan a los misterios subyacentes, a la magnífica obra de Dios que se esconde en un misterio inescrutable, sin el cual todo esto se convierte en nada.

Los cánones de Dort describen este misterioso, inescrutable y maravilloso trasfondo, muy elaborada y bellamente, en el artículo 12, Encabezados Tres y Cuatro de Doctrina: “Y esta es la regeneración tan altamente celebrada en las Escrituras y denominada una nueva creación; una resurrección desde la muerte, un hacer vivir, el cual Dios obra en nosotros sin nuestro apoyo. Pero esto no se ve afectado de ninguna manera meramente por la predicación externa del evangelio, por disuasión moral, ni por un modo de operación que, después Dios ha realizado Su parte, todavía deja en manos del hombre el ser regenerado o no, el ser convertido o seguir inconverso; sino que es evidentemente una obra sobrenatural, muy poderosa y a la vez muy placentera, asombrosa, misteriosa y inefable, no inferior en eficacia a la creación ni a la resurrección de los muertos, como lo declaran las Escrituras inspiradas por El Autor; de modo que todos en cuyos corazones Dios obra de esta maravillosa manera estén ciertamente, infaliblemente y eficazmente regenerados, y efectivamente crean. Con lo cual la voluntad así renovada, no sólo es actuada e influenciada por Dios, sino que como consecuencia de esta influencia se hace activa en sí misma. Por lo cual también el hombre por sí mismo dice correctamente creer y arrepentirse, en virtud de la gracia recibida.” Y también en el artículo 11: “Pero cuando Dios logra Su buena satisfacción en los elegidos, u obra en ellos una verdadera conversión, Él no sólo hace que el Evangelio se predique externamente a ellos y poderosamente ilumine sus mentes, por el Santo Espíritu, sino que también puedan entender correctamente y discernir las cosas del Espíritu de Dios, sino por la eficacia del mismo Espíritu regenerador. Él domina los más íntimos escondrijos del hombre; Él abre el closet y suaviza el corazón endurecido, circuncida aquello que no ha sido circuncidado, infunde nuevas cualidades a la voluntad, la cual hasta ese momento se hallaba muerta. Él revive; de malvados, desobedientes y refractarios los vuelve buenos, obedientes y flexibles; lo mueve para que, al igual que un buen árbol, pueda generar frutos de buenas acciones.” El Catecismo de Heidelberg apunta a esto, en el párrafo 8: “A menos que seamos regenerados por el Espíritu de Dios.” Y también en la Confesión, artículo 22: “Creemos que para lograr el verdadero conocimiento de este gran misterio, el Espíritu Santo inculca en nuestros corazones una fe sincera y recta, que abraza a Cristo Jesús con todos Sus méritos.”

Este misterioso trasfondo que nuestros padres en Dort llamaron “Su dominio de los más íntimos escondrijos del hombre por la eficacia del Espíritu regenerador,” es evidentemente lo mismo que nosotros llamamos “la divina operación que penetra hasta el centro de nuestro ser para implantar el germen de la nueva vida.”

¿Y cuál es esta obra misteriosa? De acuerdo al testimonio universal basado en las Escrituras es una operación del Espíritu Santo en el ser más profundo del hombre.

Por consiguiente, la pregunta es si el acto regenerativo precede, acompaña o sigue al acto de escuchar la Palabra. Esta pregunta debe ser bien entendida, ya que conlleva la solución de este aparente desacuerdo.

Nosotros respondemos: El Espíritu Santo puede realizar este trabajo en el corazón del pecador antes, durante y después de la predicación de la Palabra. El llamado interno puede asociarse con el llamado externo o le puede seguir. Pero aquello que precede al llamado interno, es decir, la apertura del oído sordo para que este pueda oír, no depende de la predicación de la Palabra y, por consiguiente, puede preceder de dicha predicación.

La correcta discriminación en este aspecto es de la máxima importancia.

Si designo todo el trabajo consciente de la gracia, desde la conversión hasta la muerte, como “regeneración,” sin ningún miramiento a su misterioso pasado, entonces puedo y debo decir junto con la Confesión (artículo 24): “Que esta fe, habiendo sido labrada en el hombre por escuchar la Palabra por y la operación del Espíritu Santo, ambos cosas lo regeneran y hacen de él un hombre nuevo.”

Pero si distingo en esta obra de la gracia, de acuerdo a los planteamientos de los sacramentos, entre el origen de la nueva vida, para lo cual Dios nos dio el sacramento del sagrado Bautismo, y su soporte, para lo cual Dios nos dio el sacramento de la Santa Cena, entonces la regeneración cesa inmediatamente después que el hombre nace nuevamente, y aquello que sigue se llama “santificación.”

Para diferenciar claramente entre aquello que el Espíritu Santo forjó en nosotros consciente o inconscientemente: la regeneración se refiera a aquello que fue forjado en nosotros inconscientemente, mientras que conversión es el término que aplicamos al despertar consciente a esta nueva vida implantada en nosotros.

Por consiguiente, la obra de la gracia de Dios fluye a través de estos tres estados sucesivos.

  1. La regeneración en su primera etapa, cuando el Señor planta una nueva vida en el corazón muerto.
  2. La regeneración en su segunda etapa, cuando el hombre renacido se convierte.
  3. La regeneración en su tercera etapa, cuando la conversión se funde con la santificación.

En cada uno de estas tres, Dios realiza una obra maravillosa y misteriosa en el ser interno del hombre. De Dios proceden el avivamiento, la conversión y santificación, y en cada etapa Dios es el Operador, sólo que con las siguientes diferencias: en el avivamiento Él trabaja solo, encontrando y dejando al hombre inactivo; en la conversión Él nos encuentra inactivos pero nos hace activos; en la santificación Él trabaja en nosotros de tal manera que nos trabajamos a nosotros mismos a través de Él.

Describiendo esto aún más finamente, decimos que en la primera etapa, aquella del avivamiento, Dios trabaja sin medios; en la segunda etapa, aquella de la conversión, Él emplea medios, por ejemplo, la predicación de la Palabra; y en la tercera etapa, aquella de la santificación, Él usa medios además de nosotros, a quienes Él usa como medios.

Condensando lo antes dicho, hay un gran acto de Dios en el que recrea al corrupto pecador y lo hace un hombre nuevo—el exhaustivo acto de la regeneración. Este tiene tres etapas: avivamiento, conversión y santificación.

Para el ministerio de la Palabra es preferible considerar sólo los últimos dos, la conversión y la santificación, ya que estos son los medios designados para llevarlo a cabo. El primero, la regeneración, es preferentemente una materia de meditación privada, ya que en ella el hombre es pasivo y sólo Dios activo, y también porque en este acto la grandeza de la operación divina es más evidente.

Por consiguiente, no hay conflicto u oposición. Refiriéndonos sólo a la conversión y santificación, según la Confesión, artículo 17, la no detención del oído sordo que precede a la posibilidad de oír la Palabra no se niega. Y penetrando en la obra que antecede a la conversión, “En el cual Dios obra en nosotros sin nuestro apoyo” (Art. 12 del canon de Dort), no se niega, sino que se confiesa que, esa conversión y santificación siguen a la apertura del oído sordo y que, propiamente tal, la regeneración sólo se completa en la muerte del pecador.

No suponga que ponemos a estos dos en conflicto. Al escribir la biografía de Napoleón, sería suficientemente simple mencionar su nacimiento, pero uno también podría mencionar aquellas cosas que ocurrieron antes de su nacimiento. De igual manera en este aspecto: me puedo referir ya sea a las dos partes de la regeneración, conversión y santificación, o también podría incluir algo de lo que precede a la conversión y hablar también del avivamiento. Esto no implica antagonismo, sino que una mera diferencia de exactitud. Es más exhaustivo, respecto a la regeneración, hablar de las tres etapas: avivamiento, conversión y santificación, aun cuando es más habitual y práctico hablar sólo de estas dos últimas.

Nuestro propósito, sin embargo, nos llama a una mayor amplitud. El propósito de este trabajo no es predicar la Palabra, sino el de destapar los fundamentos de la verdad, y así detener la construcción de murallas torcidas sobre los fundamentos, como lo hacen los éticos, racionalistas y supernaturalistas.

La exhaustividad del tratamiento requiere preguntar no sólo cómo y qué escucha el pecador avivado, sino también quién le ha dado oídos capaces de escuchar.

Y esto es en lo que más hay que insistir, puesto que nuestros niños no deben ser ignorados en este aspecto. En 1618 en Dort, nuestros niños fueron tomados en cuenta y nosotros no debemos negarnos esta placentera obligación.

Y aquí yace un peligro real. Porque hablar de los pequeños, sin considerar la primera etapa de la regeneración—es decir, el avivamiento—, causa confusión y perplejidad de la cual no hay escapatoria.

La salvación depende de la fe, y la fe del escuchar la Palabra; por consiguiente, nuestros hijos fallecidos están perdidos, porque no pueden escuchar la Palabra. Para escapar de este tenebroso pensamiento, se dice usualmente que los niños se salvan en virtud de la fe de los padres—un mal entendido que confundió grandemente nuestra concepción del bautismo en su totalidad e hizo de nuestra forma bautismal algo que nos dejaba perplejos. Pero tan pronto como distinguimos el avivamiento, como etapa de la regeneración, de la conversión y santificación, se hace la luz. Porque desde que el avivamiento es un acto inasistido de Dios en nosotros, independiente de la Palabra y frecuentemente separado de la segunda etapa, la conversión, por un intervalo de varios días, no hay nada que impida que Dios realice su obra aun en los bebés, y que el aparente conflicto se disuelva en una bella armonía. Aun más, a penas observe a mis hijos inconversos aún sin ser regenerados, su entrenamiento debe correr en la dirección de un cuestionable Metodismo.[3] ¿Qué sentido tiene el llamado, mientras suponga y sepa que “esta oreja aún no puede oír”?

Tocando el tema respecto a “la fe,” estamos plenamente preparados para aplicar la misma distinción en esta materia. Usted sólo tiene que discriminar entre el órgano o la facultad de la fe, el Poder de ejercer la fe y el obrar de la fe. El primero de estos tres, o sea, la facultad de la fe, se implanta en la primera etapa de la regeneración—es decir, en el avivamiento; el poder de la fe se comunica en la segunda etapa de la regeneración—es decir, en la conversión; el obrar de la fe, se forja en la tercera etapa—es decir, en la santificación. Por consiguiente, si la fe se forja sólo al escuchar la Palabra, la predicación de la Palabra no crea la facultad de la fe.

Mire solamente lo que nuestros padres confesaron en Dort: “Aquel que obra en el hombre el querer y el hacer, produce tanto la voluntad para creer y también el acto de creer” (Tercer y Cuarto encabezado de La Doctrina, artículo 14).

O, para expresarlo en una manera aun más fuerte: cuando la Palabra se predica, yo lo sé; y cuando la oigo y la creo, yo sé de dónde viene el obrar de la fe. Pero la implantación de la facultad de la fe es una cosa completamente diferente. Nuestro Señor Jesús dice de esto: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va”;[4] (Juan iii. 8) y como el viento, así es también la regeneración del hombre.

XXIV. Implantación en Cristo

“Porque si fuimos plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección.”—Romanos vi. 5.

Habiendo discutido la regeneración como acto de Dios llevado a cabo en un pecador perdido, malvado y culpable, examinaremos ahora un asunto más sagrado y delicado: ¿cómo afecta este acto divino a nuestra relación con Cristo?

Consideramos este punto más importante que el primero, ya que toda concepción de la regeneración que no hace plena justicia a la “unión mística con Cristo” es antibíblica, erradica el amor fraterno y provoca orgullo espiritual.

El santo apóstol declara: “Yo vivo, más no yo, sino Cristo vive en mí, y la vida que vivo ahora en la carne, la vivo por la fe del Hijo de Dios.”[5] [Gálatas ii. 20][6] La idea de que un santo pueda tener una vida fuera de la unión mística con Emanuel, no es más que una ficción de la imaginación. El regenerado no puede vivir una vida más que aquella consistente en la unión con Cristo. Dejemos esto firme y fuertemente establecido.

Las expresiones de las Escrituras “fuimos plantados juntamente con Él”[7] † y “ramas de la vid,” las cuales se deben tomar en su significado más completo, son metáforas enteramente diferentes a las que usamos. Estamos confinados a metáforas que expresan nuestro entendimiento por analogía; pero no se pueden aplicar ni expresar completamente el ser de la cosa; de ahí viene el concepto del tercer término de la comparación. Pero las figuras usadas por el Espíritu Santo expresan una real conformidad, una unidad de pensamiento divinamente expresado en el mundo espiritual y visible. Por consiguiente Jesús podía decir “Yo soy la vida verdadera”[8] [Juan xv. 1], es decir, “Toda otra vid es sólo una figura. La Vid verdadera soy Yo, y sólo Yo.”

Siendo excesivamente sobrio y selectivo en Su discurso metafórico, el Señor Jesús no dice que una rama se injerta en la vid, simplemente porque eso no ocurre en la naturaleza, es decir, en la creación de Dios. En Juan xv., Jesús ni siquiera toca la cuestión de como uno se convierte en rama. Ese es trabajo del Padre. Mi Padre es el Labrador. En Juan xv. 3 Él solamente habla de una persona que, al no permanecer en Él, se marchita y será quemada.

Ni siquiera Romanos vi. 5 habla de ir a Jesús, y Romanos xi. 17-25 sólo lo hace parcialmente. El primero habla de haber sido plantado con Él, pero no dice “cómo”; y ni siquiera se menciona “injertar.” En el último, donde se habla de ramas de olivo quebradas, de olivos silvestres injertados sobre un buen olivo y finalmente de ramas quebradas restauradas al olivo original, no se hace ninguna referencia a la implantación de individuos en Cristo, tal como lo vamos a probar pronto.

Aun así, esta figura sólo es aplicable parcialmente. En efecto, en Romanos xi., San Pablo, con su característico discurso y estilo osado, invierte, por un fin comparativo, la obra de Dios en la naturaleza; porque mientras que en la realidad el brote cultivado se injerta en un tronco silvestre, él simula en dicha instancia que el brote silvestre se injerta sobre un pie o tronco bueno. Un golpe audaz sin duda, y muy beneficioso para nosotros, porque hace posible ver de forma clara y distintiva la implantación general en Cristo. Pero eso es todo.

Porque, nótelo cuidadosamente, esta figura no se debe forzar demasiado. Es un error tomarla para referirse a la regeneración del pecador individual. Porque una persona una vez implantada en Cristo no puede ser separada de Él. “Ninguna persona puede arrancarlo de mis manos”[9] [Juan x. 28, 29]; “A quienes Él ha justificado, a ellos Él también a glorificado”[10] [Ro. viii. 30].

Sin embargo, se hace referencia aquí a las ramas que son quebradas y que luego son injertadas nuevamente. Si esto se refiriere a individuos particulares, entonces los judíos, quienes durante la vida de San Pablo denegaron al Señor, deben haber sido personas regeneradas que cayeron y retornaron antes que murieran.

Si este hubiera sido el significado dado por San Pablo, los eventos subsiguientes habrían rebatido sus palabras y revocado todo el tenor de sus otras enseñanzas. Pero él simplemente dice que las tribus de Israel, quienes estaban en el Pacto de la Gracia, habían perdido su posición en ella por sus propias faltas; y que, aun fuera del pacto, ellos debían ser preservados a través de las épocas siguientes, y que en el curso de la historia, el camino sería abierto incluso para ellos, para ser reintroducidos al Pacto de la Gracia. Esto muestra que Ro. xi. 17-25 no enseña acerca de la regeneración de personas individuales, y que el buen olivo no habla de Cristo, porque el que es implantado en Cristo, nunca puede ser cortado de Él, y que el que es cortado de Él, nunca le perteneció. ¿Acaso no creemos en la perseverancia de los santos?

Puede objetarse que en Juan xv. se hace referencia a las ramas que son descartadas de la vid; a lo cual nosotros respondemos: primero, que esto no quita la dificultad de que los judíos apóstatas de los tiempos de San Pablo nunca fueron injertados nuevamente; y que, en segundo lugar, con Calvino sostenemos que Jesús, hablando de la ramas desechadas, hace referencia a personas que, como Judas, parecían estar implantadas; de otra manera, sus propias palabras, “Nadie puede arrebatarlos de Mi mano,”[11] [Juan x. 28-29] no se sostienen ni por un momento.

Arribamos, por consiguiente, a esta conclusión: que ni en Juan xv., ni en Romanos xi., se hace referencia alguna a la regeneración personal, en su sentido limitado; ya que Romanos xi. habla de llegar a ser implantados, no introduce la idea del injerto, ni hace la menor alusión a la manera en la cual este “llegar a ser implantado” se logra.

Es innecesario decir que no pocos exegetas juzgan como incorrecta la traducción, “implantados con Él,” omitiendo las palabras en cursiva. No expresamos aquí nuestra opinión respecto a este tema, pero se muestra claramente que Romanos vi. no tiene nada que decir respecto a la manera en la cual nuestra unión con Cristo se lleva a cabo.

De hecho, las Escrituras nunca aplican la figura de injerto a la regeneración. Romanos xi. trata sobre la restauración de las personas y naciones al pacto de la gracia. Romanos vi. habla sólo de una íntima unión, y Juan xv. nunca alude a las ramas silvestres que se vuelven buenas por ser plantadas en Cristo. Estas figuras ponen por delante la unión con Cristo, pero no enseñan nada con respecto a la manera en que esta se lleva a cabo. Las Escrituras son completamente silenciosas respecto a esto; y como no hay otra fuente de información, la inventiva humana es completamente inútil. Aun la experiencia cristiana no arroja luz sobre esto, porque no puede enseñar nada que las Escrituras no hayan enseñado ya. Y nuevamente, podemos fácilmente percibir la unión con Cristo donde existe, pero no podemos verla donde no existe, o donde se está recién formando.

Sin embargo, esta unión con Cristo debe enfatizarse fuertemente. Los teólogos que representan la verdad divina, deben poner mucho más énfasis en esta materia. Y aun cuando Calvino pudo haber sido el más rígido entre los reformadores, aun así, ninguno de ellos ha presentado la unio mystica, esta unión espiritual con Cristo, tan incesantemente, tan tiernamente y con tanto ardor santo como él. Y tal como Calvino, así lo hicieron todos los teólogos reformados desde Beza a Comrie, y desde Zanchius a Köhlbrugge. “Sin Cristo, nada; por esta unión mística con Cristo, todo”; tal era su consigna. Aun ahora el valor de un predicador debe medirse por el grado de su prominencia, según la unión mística con Emanuel en su presentación de la verdad. Las fuertes declaraciones de Köhlbrugge, “Uno puede nacer de nuevo, uno puede ser un hijo de Dios, uno puede ser un sincero creyente, pero sin esta unión mística con Cristo, uno no es nada en sí mismo, nada más que un perdido y malvado pecador,” fue siempre la gloriosa confesión de nuestras iglesias. De hecho, es lo que nuestra forma de administración de la Santa Cena tan bien expresa: “Considerando que buscamos nuestra vida fuera de nosotros mismos, en Cristo Jesús, reconocemos que yacemos en medio de la muerte.”

Pero es una errado enseñar sobre esta base—como se reporta que lo hacen algunos de nuestros jóvenes ministros—y despectivo a la obra del Espíritu Santo, que la regeneración no logra nada en nosotros, y que toda la obra se realiza completamente fuera de nosotros, como algunos han dicho, “Que no necesitamos ni siquiera ser convertidos, porque aun eso ha sido hecho por nosotros de forma vicaria por el Señor Jesús.” Decir que no hay diferencia entre una persona regenerada y una no-regenerada, es contradecir las Escrituras y negar la obra del Espíritu Santo. Por lo cual, nos oponemos fuertemente a esta noción. Por supuesto que hay una diferencia. La primera ha entrado en la unión con Cristo y la última no. Y de esta unión depende todo; hace la diferencia en los hombres, así como lo es entre el cielo y el infierno.

Ni puede decirse lo contrario: “Que una persona regenerada, aun sin la unión con Cristo, es otra o mejor que un incrédulo”; porque esto separa lo que Dios ha unido. Fuera de Cristo, en el hombre nacido de mujer, no hay nada más que oscuridad, corrupción y muerte.

Por consiguiente, afirmamos enfáticamente la indisoluble unicidad en estos dos: “No hay regeneración sin establecer la unión mística con Cristo”; y otra vez: “No hay unión mística con Emanuel salvo en un regenerado.” Estos dos no se pueden separar nunca; y en el largo camino entre el primer acto de la regeneración y la completa santificación, a la unio mystica no se le debe quitar la vista, ni por un momento.

Los teólogos éticos probablemente estarán de acuerdo en todo lo que hemos dicho sobre esta materia; y, sin embargo, de acuerdo a nuestra más profunda convicción, ellos lo han degenerado completamente y no han comprendido este precioso artículo de fe. Con toda certeza, enfatizan fuertemente la unión con Cristo; incluso nos dicen que hacen esto más que nosotros, manteniendo que es irrelevante si un hombre está en lo cierto o no, respecto a las Escrituras, mientras esté unido a Cristo. En tal caso, no hay necesidad de ninguna fórmula, confesión, artículo de fe o incluso fe en las Escrituras. Un prominente ético, profesor en la Universidad de Utrecht, ha declarado abiertamente: “Aun cuando llegara a perder todas las Escrituras, y aun cuando no pueda verificarse la verdad de ninguna de las narrativas del Evangelio, no estaría en absoluto afectado, porque aún estaría en posesión de mi unión con Cristo; y teniendo eso, ¿qué más puede desear un hombre?” Esto tiene un sonido tan piadoso y tan cierto tomado en abstracto, que muchas consciencias deben estar de acuerdo, sin tener la menor sospecha de la apostasía que contiene con respecto a la fe de los padres.

Si alguien nos preguntara si no creemos que el alma unida con Jesús tenga todo lo que se pueda desear, casi negaríamos una respuesta, pues él sabe mejor. No, por supuesto, alma favorecida, teniendo aquello que ya no necesitas más; vete en paz, tres veces bendecido por Dios.

Pero como la unión mística con el Hijo de Dios es un artículo de fe tan preciado y de tanto peso, deseamos que todo hombre lo trate de la forma más seria y examine si la unión que dice poseer, es realmente la misma unión mística con el Señor Jesucristo que las Escrituras prometen a los hijos de Dios, y de la que han gozado a través de los tiempos.


XXV. No Una Naturaleza Divina-Humana

“Yo en ellos, y Tú en mí.”—Juan xvii. 23

La unión de los creyentes con el Mediador es, entre todas las materias de la fe, la más tierna, invisible, imperceptible a los sentidos, e insondable; escapa a toda visión interior; rehúsa ser dividida o ser representada de cualquier forma objetiva; en el sentido más completo de la palabra, es mística—unio mystica, como lo llamó Calvino, siguiendo el ejemplo de la Iglesia primitiva.

Aun así, no obstante cuan misteriosa sea, ningún hombre está en libertad de interpretarla de acuerdo a sus propias nociones; de hecho, es necesaria una fuerte vigilancia para que no se efectúe un contrabando injurioso al interior del santuario divino, bajo una apariencia piadosa de este místico amor. Hemos, por lo tanto, alzado nuestra voz contra las falsas representaciones de las sectas místicas anteriores y la de los teóricos éticos del tiempo presente.

Expliquemos primero las enseñanzas éticas sobre este punto.

Sus creencias comienzan de la antítesis existente entre Dios y el hombre. Dios es el Creador; el hombre, una criatura. Dios es infinito; el hombre es finito. Dios habita en lo eterno; el hombre habita en lo temporal. Dios es santo; el hombre es impío, etc. Mientras existan todos estos contrastes, así enseñan ellos, no puede haber unidad, no puede haber reconciliación, no puede haber armonía. Así como la filosofía panteísta acostumbraba hablar de tres etapas sobre las cuales fluye el curso de la vida: primero, aquella de la proposición (tesis), luego aquella del contraste (antítesis), y finalmente, aquella de la reconciliación, combinación (síntesis)—de igual modo los éticos, enseñan que entre Dios y el hombre, existen estas tres: tesis, antítesis y síntesis.

En el primer lugar, está Dios. Ésta es la tesis, la proposición. Opuesto a esta tesis en Dios, la antítesis, el contraste, aparece en el hombre. Esta tesis y antítesis encuentran su reconciliación, síntesis, en el Mediador, quien es a la vez finito e infinito, quien carga con nuestra culpa, santo, temporal y eterno.

Es sólo recientemente que citamos la siguiente oración del pequeño libro del profesor Gunnings, “El Mediador entre Dios y el Hombre” (Pág. 28): “Jesucristo es el Mediador equidistante entre los judíos y los gentiles; y también entre todas las cosas que necesiten mediación y reconciliación; y entre Dios y el hombre, espíritu y cuerpo, cielo y tierra, tiempo y eternidad.”

Esta representación contiene el error fundamental de la teología ética. Ella interfiere con los límites que Dios ha establecido. Los borra. Provoca que finalmente todos los contrastes desaparezcan y, por este mismo hecho, se convierta, sin quererlo, en el instrumento divulgador del panteísmo de la escuela filosófica. Sin entender este sistema, uno puede enamorarse fuertemente de él. Este fermento panteísta está fuertemente asentado en nuestro corazón pecaminoso. Las aguas del panteísmo son dulces, su sabor religioso es peculiarmente agradable. Hay una intoxicación espiritual en este vaso; y una vez embriagado, el alma pierde su deseo por la sobria claridad de la divina Palabra. Para escapar de los embrujadores encantos panteístas, uno necesita la estimulación de una experiencia amarga. Una vez despierta, el alma se alarma ante el temible peligro a la cual la sirena lo expuso.

No, el contraste entre Dios y el hombre no debe cesar; el contraste entre el cielo y la tierra no se puede colocar sobre la misma línea que la de los judíos y gentiles; el contraste entre lo finito e infinito no debe ser borrado por el Mediador. El tiempo y la eternidad no se deben establecer como idénticos. Deben ser traídos a reconciliación por el pecador. Eso es todo y nada más. “Poner al alcance la reconciliación” es la obra asignada al Mediador y eso solamente. Y esa reconciliación no es entre el tiempo y la eternidad, el infinito y lo finito, sino exclusivamente entre una criatura pecaminosa y el Santo Creador. Es una reconciliación que no podría haber ocurrido si el hombre no hubiera caído; es necesaria solamente por su caída; una reconciliación no esencial al ser de Cristo, sino Suya per accidents, vale decir, por algo independiente de Su ser.

Y ya que la esencia de la verdadera santidad se basa no en la remoción de los límites y contrastes establecidos divinamente, sino en la profunda reverencia por la misma; y en este terreno, la criatura diferenciada del Creador, no se puede sentir a sí misma como uno con Él, sino absolutamente distinta de Él, queda en claro que este error de los éticos afecta la esencia de la santidad.

La iglesia de los primeros tiempos descubrió este mismo principio en Origen, y subsiguientemente en Eutico; y nuestros padres del último siglo lo encontraron en Hernhutters y fuertemente se opusieron a él. Sólo porque carecemos de conocimiento e inteligencia, estas doctrinas éticas han sido capaces de esparcir tan rápidamente aquí, en Alemania, Suiza e incluso en Escocia, su tendencia panteísta sin que nos demos cuenta.

¿Y cómo afecta este mal a su cristología? La afecta en tal medida que es enteramente diferente de aquella de las iglesias reformadas. Aunque nos dicen: “No estamos de acuerdo en nuestra visión de las Escrituras, pero estamos de acuerdo en nuestra confesión de Cristo,” esto es absolutamente falso. Su Cristo no es el Cristo de las iglesias reformadas. El Cristo, de las iglesias reformadas, de acuerdo a las Escrituras y a la iglesia ortodoxa de todos los tiempos, lo confiesan a Él, como Hijo de Dios, eterno Partícipe de la naturaleza divina, quien en el tiempo, en adición a la naturaleza divina, adoptó la naturaleza humana, uniendo estas dos naturalezas, en la unidad de una persona. Él las une de tal manera, sin embargo, que estas naturalezas continúan cada una por sí mismas, no se funden y no comunican los atributos de uno al otro. Por consiguiente, dos naturalezas se unen íntimamente, en la unidad de una persona, pero continuando hasta el final, e incluso ahora en el cielo, en dos naturalezas, cada una con sus propiedades particulares. “Él es uno, no por conversión de la Divinidad en carne, sino al tomando la condición humana y llevándola a Dios” (Confesión de Atanasio, art. 35). Y nuevamente: “Él es uno, no por mezcla de sustancias, sino por unidad de persona” (art. 36).

De igual manera, confesamos en el artículo 19 de nuestra Confesión: “Creemos que por esta concepción la persona del Hijo está inseparablemente unida y conectada a la naturaleza humana, de modo que no hay dos Hijos de Dios, no dos personas, sino dos naturaleza unidas en una misma persona; mas cada naturaleza retiene sus propiedades distintivas. Entonces, tal como la naturaleza divina se ha mantenido siempre increada, sin comienzo de días o fin de la vida, llenando el cielo y la tierra; de igual modo, tampoco la naturaleza humana ha perdido sus propiedades, sino que ha permanecido siendo criatura, teniendo principio de días, teniendo naturaleza finita y reteniendo todas las propiedades de un cuerpo real. Y aun cuando Él, por Su resurrección, ha dado inmortalidad al mismo hombre, sin embargo, Él no ha cambiado la realidad de Su naturaleza humana, por mucho que nuestra salvación y resurrección también dependan de la realidad de Su cuerpo. Pero estas dos naturalezas fueron unidas tan cercanamente en una persona que no fueron separadas ni aun por Su muerte.”

Esta clara confesión, que la iglesia ortodoxa ha defendido siempre contra los eutiquianos y monotelitas, y que en particular nuestras iglesias reformadas han mantenido en oposición a los luteranos y místicos, se opone a la visión de los éticos a lo largo de toda línea. El reciente profesor Chantepie de la Saussaye dijo claramente en su discurso inaugural que era imposible mantener la antigua representación en este punto, que también era mantenida por nuestra Confesión; y que su confesión acerca el Mediador era otra. Por consiguiente, el ala ética se desvía de los antiguos caminos, no sólo en cuanto las Escrituras, sino que también en la confesión sobre la persona del Libertador. Enseña lo que las iglesias reformadas han negado siempre, y niegan lo que las iglesias reformadas han mantenido siempre, en oposición a las iglesias menos correctas en sus visiones.

Por la influencia que el entrenamiento de Schleiermacher entre los hermanos moravos, y su desarrollo panteísta y dogmática luterana han ejercido sobre los éticos, ellos predican a un Cristo que no es el Cristo ante el cual la iglesia ortodoxa de todo los tiempos ha doblado la rodilla; y cuya confesión ha sido siempre preservada incorrupta por los reformados y, especialmente por nuestros teólogos nacionales. Pues sus conclusiones son las siguientes:

1ro. Que la encarnación del Hijo de Dios debió haber ocurrido, aun si Adán no hubiera pecado.

2do. Que Él es el Mediador no sólo entre el pecador y el Santo Dios, sino que también entre lo finito y lo infinito.

3ro. Que las dos naturalezas se mezclan y comunican sus atributos uno al otro en tal medida que de Él, que es tanto Dios y hombre, procede aquello que es divino-humano.

4° Que esta naturaleza divina-humana también es comunicada a los creyentes.

Este error se reconoce inmediatamente por el uso de la palabra divino-humano. No es que condenemos su uso en toda instancia. Al contrario, cuando no se refiere a las naturalezas sino a la persona, su uso es legítimo, porque en la misma persona las dos naturalezas están inseparablemente unidas. Sin embargo, en nuestros tiempos es mejor ser cautelosos con dicha palabra. Divino-humano tiene actualmente un significado panteísta, denotando que el contraste existente entre Dios y hombre no existió en Jesús, pero que en Él, la antítesis entre lo divino y lo humano no se encontró.

Esto es totalmente antibíblico, y resulta ser, en sus consecuencias finales, pura teosofía. Pues de hecho el resultado es una fusión de las dos naturalezas: una naturaleza divina en Dios y una naturaleza humana en el hombre, y una naturaleza divina-humana en el Mediador. De modo que, si el hombre no hubiera caído, el Mediador habría aparecido aun así en una naturaleza divina-humana.

Esta es una doctrina verdaderamente horrenda. Pone en lugar del Salvador de nuestros pecados, a otra persona enteramente diferente; el contraste entre el Creador y la criatura desaparece; la naturaleza divina-humana del Cristo se coloca realmente por encima de la naturaleza divina misma. Porque el Mediador en su naturaleza divino-humana posee algo de lo cual carece en la naturaleza divina, o sea, su reconciliación con los humanos.

Esto muestra cuánto más lejos de lo que generalmente se cree se han apartado los éticos de la pura confesión del Señor Jesucristo. Según ellos, hay en la persona del Mediador un tipo de nueva naturaleza, un tipo de tercera naturaleza, un tipo de naturaleza superior, que se llama “humano-divina.” La unión con Cristo se encuentra (no subjetivamente, sino objetivamente) en el hecho que el Señor Jesucristo vierte en nosotros ese nuevo, tercer y superior tipo, es decir, la naturaleza divino-humana. Por consiguiente, los regenerados son los que han recibido este nuevo, tercer y superior tipo de naturaleza. Esto no tiene conexión con el pecado, pero habría aparecido aún en la ausencia de pecado. La reconciliación de los pecadores es algo adicional, y no toca las raíces de esta materia.

La real y principal cosa es, que el Mediador entre lo “finito y lo infinito” (para usar las mismas palabras del profesor Gunning) imparte esta nueva, tercera y superior naturaleza divino-humana, sobre los que tenemos la naturaleza menor, la naturaleza humana.

No es que la naturaleza humana deba removerse, y que la naturaleza divino-humana tome su lugar. No, por supuesto; pero, de acuerdo a los teólogos éticos, la naturaleza humana está originalmente planeada y destinada a ser ennoblecida, refinada y exaltada de esta forma. Y tal como la estaca de la planta, bajo la influencia del sol desarrolla y produce flores de selección, de igual forma la naturaleza humana se desarrolla y despliega, bajo la influencia del Sol de la Justicia, hacia su superior naturaleza.

Que esto deba lograrse por medio de la regeneración es por causa del pecado. Si no hubiera existido caída en el paraíso, y ningún pecado después de la caída, no habría existido regeneración, y nuestra naturaleza caída de menor grado habría pasado espontáneamente a esa naturaleza superior de tipo divino-humana. Y esto es, en el círculo de los éticos, la base de una mucho más elogiada unio mystica con el Cristo.

La iglesia invisible es, de acuerdo a su punto de vista, aquel círculo de personas en los cuales esta superior y más noble tintura de vida se ha inculcado, y otros no tan favorecidos todavía permanecen sin ella. De ahí, su falta de aprecio por las iglesias visibles; pues, ¿no es la tintura divino-humana de la vida lo que determina a este círculo? Por eso su preferencia por lo “inconsciente”; la confesión consciente y expresión del pensamiento es irrelevante; el asunto principal es estar dotado de esta nueva, superior y más refinada naturaleza divino-humana. Esto explica su postura, generalmente altanera, hacia aquellos que no comparten sus opiniones. Ellos pertenecen a una suerte de aristocracia espiritual; son de más noble descendencia, están relacionados con formas más refinadas, viviendo una vida superior, desde la cual con ojos compasivos, miran hacia abajo a aquellos que no sueñan sus sueños de vida con tintes superiores.

Baste con decir aquí que las iglesias reformadas no pueden avalar esta representación de la unio mystica, sino que deben rechazarla positivamente.

XXVI. La Unión Mística con Emanuel

“Cristo en vosotros, la esperanza de gloria.”—Colosenses i. 27.

La unión de los creyentes con Cristo, su Cabeza, no se pone en efecto por el inculcar en el alma una tintura de vida divino-humana. No hay vida divino-humana. Hay una muy santa Persona que unifica en sí mismo la vida divina y humana; pero ambas naturalezas se mantienen sin mezclarse, sin fusionarse ni homogenizarse, reteniendo cada una sus propias propiedades; y como no hay una vida divino-humana en Jesús, no puede instaurarlas en nosotros.

Debemos reconocer de corazón, que hay una cierta conformidad y similitud entre la naturaleza divina y la humana, porque el hombre fue creado a imagen de Dios: por eso San Pedro podía decir: “para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro i. 4); pero de acuerdo a todos los expositores cuerdos, esto sólo significa que al pecador se le imparten los atributos de rectitud y santidad, que originalmente él poseyó en su propia naturaleza en común con la naturaleza divina, pero que perdió por el pecado.

Comparado con la naturaleza de las cosas materiales y con aquella de los animales y demonios, hay ciertamente una característica de similitud entre la naturaleza divina y la humana, pero esto no se debe entender como si borrara los límites entre la naturaleza divina y humana. Por consiguiente, no dejemos que se abuse más de la gloriosa palabra de San Pedro con el fin de justificar un sistema filosófico que no tiene nada en común con la sobriedad y simplicidad de la Sagrada Escritura.

Lo que San Pedro llama “ser partícipe de la naturaleza divina” se menciona en otro lugar cuando se habla de llegar a ser los hijos de Dios. Pero aun cuando Cristo es el Hijo de Dios y nosotros somos llamados hijos de Dios, esto no hace que la Filiación de Cristo y nuestra filiación se encuentren en el mismo plano y sean de la misma naturaleza. No somos más que hijos adoptados, aun cuando tenemos otros descendientes, mientras que Él es el mismo y Eterno Hijo. Mientras Él es esencialmente el eterno Hijo, partícipe de la naturaleza divina que en la unidad de Su persona se une con la naturaleza humana, nosotros somos solamente restituidos a una similitud de la naturaleza divina que hemos perdido por pecado.

Por consiguiente, “ser adoptado como hijo,” y “ser el Hijo por siempre” son contrastantes, como también es lo siguiente: “tener la naturaleza divina en sí mismo,” y “ser sólo partícipes de la naturaleza divina.

El amigo que comparte el luto desconsolado de una madre, no es desconsolado mismo en sí mismo, sino que a través del amor y compasión, él se ha vuelto partícipe de ese luto. De manera similar, los creyentes, al aceptar estas grandes y preciosas promesas, se convierten en partícipes de la naturaleza divina, aun cuando en sí estén totalmente desprovistos de dicha naturaleza. Partícipe no denota que lo uno posee en sí mismo, que sea de él mismo, sino una comunicación parcial con aquello que no le pertenece a él sino a otro. Por consiguiente, esta palabra gloriosa y apostólica no debiera usarse más en su sentido panteísta. Como es ilícito decir de que somos hijos esenciales de Dios, debemos humildemente confesar, a través de Cristo, ser sus hijos adoptivos, ya que no es lícito decir que por fe nos hemos convertido en portadores de la naturaleza divina; pero debemos estar satisfechos con la confesión que, a través de nuestra hermandad de amor, Dios nos ha hecho partícipes de las emociones vitales de la naturaleza divina, hasta el punto en que nuestras capacidades humanas sean capaces de experimentarlas.

Esto nos trae de vuelta a la unio mystica con Cristo, la cual, siendo un misterio impenetrable, debiera definirse suficientemente como para no hacernos caer en error. Mencionamos, por lo tanto, sus puntos vitales y así plasmamos nuestra confesión con respecto a ella:

1ro. El primer punto es que el Señor Jesús no requiere que seamos purificados ni santificados para poder unirnos a Su persona.

Jesús es un Salvador no para los justos, sino para los pecadores. Y por esta razón, Él adoptó la naturaleza humana; no como lo enseñan los bautistas, por haber recibido un nuevo cuerpo creado desde el cielo, como el cuerpo paradisíaco de Adán, sino para hacerse partícipe, como los niños pequeños, de nuestra carne y huesos. Lo mismo es verdadero de Su unión con los creyentes. Él no espera hasta que sean puros y santos, para luego desposarse espiritualmente con ellos; sino que Él se desposa de modo que se pueden convertir en puros y santos. Él es el rico novio, y el alma es la novia pobre. Él viene en las relucientes túnicas de Su rectitud y la encuentra negra, fea, en su deshonra. Él no dice, “Límpiate, hazte sabia y rica, y como novia rica, Yo me casaré contigo”; sino, “Yo te tomo a ti tal como eres; y te digo, en tu sangre, Vive. Aunque seas pobre, cazándome contigo, te haré coparticipe de Mí y de Mi tesoro. Pero un tesoro tuyo, no poseerás jamás.”

Este punto se debe establecer firmemente. El Señor Jesús se une, no a los justos, sino a los pecadores. Él se casa no con los puros e inmaculados, sino con los contaminados y sucios.

Cuando el santo apóstol Pablo habla de una novia que el presentará sin mancha ni arruga, él se refiere a algo enteramente diferente; no a Su matrimonio con el individuo, sino al matrimonio del Señor Jesús con su Iglesia como un todo. Mientras la Iglesia continúe en la tierra, separada de Él, ella es Su novia, hasta que en la plenitud del tiempo, terminada la separación, Él la traiga a la rica y completa comunión de la vida unificada en la gloria.

2do. El segundo punto al cual pedimos poner atención es el cuándo de dicha unión comienza. Decir que esta unio mystica es el resultado de la fe solamente, es sólo parcialmente correcto. Porque las Escrituras enseñan muy claramente que ya estábamos en el Señor Jesús cuando Él murió en el Calvario, y cuando Él resucitó de entre los muertos; que ascendimos con Él al cielo y que por dieciocho siglos hemos estado sentados con Él, a la diestra de Dios. Por consiguiente, debemos distinguir cuidadosamente entre las cinco etapas por las cuales se despliega la unión con Emanuel.

La primera de estas cinco etapas yace en el decreto de Dios. Desde el mismo momento en que el Padre nos entregó a Su Hijo, fuimos realmente de Él, y se estableció una relación entre Él y nosotros, no débil ni floja, sino muy profunda y extensa, de modo que todas las relaciones subsiguientes con Emanuel surgen solamente de esta fundamental relación de raíz.

La segunda etapa está en la Encarnación, cuando, adoptando nuestra carne y entrando en nuestra naturaleza, Él hace de esa relación esencial y preexistente algo real; cuando el vínculo de la voluntad divina pasa, o sea, desde el decreto a la existencia real. Cristo en carne lleva a todos los creyentes en las ancas de Su gracia, como Adán llevó a todos los hijos del hombre en las ancas de su carne. Por consiguiente, las Escrituras enseñan, no figurativamente ni metafóricamente, sino en el sentido real, que cuando Jesús murió y resucitó, nosotros morimos y resucitamos con Él y en Él.

La tercera etapa comienza cuando nosotros mismos, no aparecemos en nuestro nacimiento, sino en nuestra regeneración; cuando el Señor Dios comienza a obrar sobrenaturalmente en nuestras almas; cuando en la hora del amor, el Amor Eterno concibe en nosotros al hijo de Dios. Hasta entonces, la unión mística se ocultaba en el decreto y en el Mediador; pero, en la regeneración y por medio de ella, aparece la persona con quien el Señor Jesús lo establecerá. Sin embargo, no la regeneración primero y luego algo nuevo; es decir, unión con Cristo, sino que en el mismo momento de concretarse la regeneración, esa unión se vuelve un hecho internamente acabado.

Esta tercera etapa debe distinguirse cuidadosamente de la cuarta, que no comienza con el avivamiento, sino con el primer ejercicio consciente de fe, puesto que, aun cuando la facultad de fe fue implantada en la regeneración, puede permanecer inactiva por largo tiempo; y sólo cuando el Espíritu Santo le permite actuar, produciendo una fe genuina y la conversión en nosotros, se establece subjetivamente la unión con Cristo.

Esta unión no es el fruto subsecuente de un mayor grado de santidad, pero coincide con el primer ejercicio de la fe. La fe que no vive en Cristo no es fe, sino su opuesto. La fe genuina se forja en nosotros por el Espíritu Santo y todo lo que Él imparte en nosotros lo obtiene de Cristo. Por consiguiente, puede haber una aparente o pretendida fe, sin la unión con Cristo, pero no una fe real. Por lo tanto, es un hecho cierto que el primer suspiro del alma, en su primer ejercicio de fe, resulta de la maravillosa unión del alma con su Garante.

No negamos, sin embargo, que hay un incremento gradual de la realización consciente, de un sentir vívido y de un regocijo libre de esta unión. Un niño posee a su madre desde el primer momento de su existencia; pero el sensato regocijo en el amor de su madre despierta gradualmente, y se incrementa con los años hasta que él plenamente sabe del tesoro que Dios le ha dado en su madre. Y así, la consciencia y el regocijo de lo que tenemos en nuestro Salvador se hace gradualmente más clara y profunda, hasta que llega un momento que nos damos cuenta plenamente cuán ricos Dios nos ha hecho en Jesús. Y por esto, muchos llegan a pensar que su unión con Cristo se remonta a ese momento. Esto es así sólo aparentemente. Aun cuando pueden volverse completamente conscientes de su tesoro en Cristo, la unión misma existía (incluso subjetivamente) desde el momento de su primer grito de fe.

Esto nos lleva a la quinta y última etapa, o sea, la muerte. Regocijándonos en Él con alegría innombrable y plena de gloria, y aún no viéndole a Él, queda mucho más por desear. Por consiguiente, nuestra unión con Él no logra su máximo despliegue hasta que toda carencia haya sido suplida y lo veamos a Él como es; y en esa visión de gozo seremos como Él, porque entonces nos dará todo lo que tiene. Por consiguiente, la fe nos hace partícipes primero de Él mismo y luego de todos sus regalos, como el Catecismo de Heidelberg, claramente lo enseña.

3ro. El tercer punto hacia el cual enfocamos nuestra atención, es la naturaleza de esta unión con Emanuel.

Tiene una naturaleza peculiar a sí misma; puede compararse con otras uniones, pero no puede explicarse completamente por ellas. Magnífica es la unión entre el cuerpo y el alma; más magnífica aun es la unión sacramental del Sagrado Bautismo y la Cena del Señor; igual de magnífica es la unión vital entre la madre y el hijo en su sangre, así como la unión entre la vid y sus ramas en crecimiento; magnífica la unión de marido y mujer; y mucho más magnífica la unión con el Espíritu Santo, establecida por Su morada en nosotros. Pero la unión con Emanuel es distinta a todas estas.

Es una unión invisible e intangible; el oído no la percibe o falla en percibirla y elude toda investigación; sin embargo, es una unión y comunión real, por la cual la vida del Señor Jesús nos afecta y controla directamente. Al igual que el bebé nonato que vive en la sangre de la madre, cuyo corazón late fuera de él, así vivimos nosotros en la vida de Cristo, cuyo corazón late, no en nuestra alma, sino fuera de nosotros, en el cielo de arriba, en Cristo Jesús.

4to. En el cuarto lugar, aun cuando la unión con Cristo coincide con nuestra relación de pacto con Él como Cabeza, aun así, no es idéntica a ella. Nuestras relaciones de comunión con Cristo son muchas. Hay una hermandad de sentimiento e inclinación, de apego y cariño; somos discípulos del Profeta, somos Su posesión comprada con Su sangre, los súbditos del Rey y miembros del Pacto de Gracia, del cual Él es Cabeza. Pero en vez de absorber la unio mystica, todas ellas se basan en esto. Sin este vínculo verdadero, todos los demás son sólo imaginarios. Por consiguiente, mientras sabemos, sentimos y confesamos que es glorioso estar escondidos de forma segura bajo en la Cabeza de la Alianza, es más dulce, más precioso y delicioso vivir en la mística comunión del Amor.


Notas

  1. Para ver el sentido con que el autor trata el Metodismo, vea la sección 5 del Prefacio.
  2. [Prov. xx. 12]
  3. Ver la explicación de Metodismo en la sección 5 del Prefacio.
  4. “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, mas ni sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.”
  5. San Pablo no declara en estas palabras que el recibió otro ego; al contrario, dice enfáticamente que en su ego, que continúa siendo de él, no es más el Yo quien vive, sino Cristo.
  6. “Con Cristo estoy juntamente crucificado y ya no vivo yo, más Cristo vive en mí; y lo que ahora vive en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.”
  7. † Al Menos si las palabras “con Él” son originales.
  8. “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador.”
  9. “Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano 29 Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.”
  10. “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.”
  11. “y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. “

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