La Obra del Espíritu Santo/Volumen 3: Santificación

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English: The Work of the Holy Spirit/Volume 3: Sanctification

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Por Abraham Kuyper sobre Espíritu Santo
Capítulo 21 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


I. Santificación

“Pero por Él estáis vosotros en Cristo Jesús, cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.”—1 Corintios i. 30.

La santificación es uno de los más gloriosos regalos que el Mediador otorga a los santos por medio del pacto de gracia. Cubre toda su naturaleza mental, espiritual y física. Debemos, por lo tanto, entenderla completamente y aprender cómo obtenerla; y cada creyente, cualquiera sea la medida de su fe, debiera estar completamente consciente de su actitud hacia ella; porque las visiones erradas respecto a esto, nos llevarán de seguro a extraviarnos del Cristo viviente.

Es tonto pensar que, aun cuando las herejías del tiempo actual han afectado las doctrinas de Cristo, pecado y regeneración, la santificación es demasiado simple como para que no se vea afectada. Incluso los sacerdotes caen en este triste engaño. Siendo hombres de fervor espiritual, se oponen estrictamente a las herejías con respecto a estos otros en sus instrucciones catequéticas, desde púlpito y en sus escritos, y los consideran errores fundamentales; pero por alguna razón, nunca se han dado cuenta que la doctrina de la santificación puede estar expuesta a peligro y fallan al no poner a la Iglesia en guardia.

Tal riesgo era imposible, por lo tanto, ni siquiera se preocuparon de distinguir la santificación como un dogma en lo absoluto. “Al contrario,” dicen, “la belleza de la santificación es que sea vida; por consiguiente, completamente independiente de los misterios de un dogma. En la vida de la santificación, los creyentes pueden cargarse con negligencias, vivir una vida descuidada; en resumen, de un progreso lento, de un hacer y un obrar imperfectos; pues, ¿qué es la santificación sino el perfeccionamiento de uno mismo y el crecimiento diario en santidad? Pero nunca esto con una confesión defectuosa, con visiones erradas de la doctrina; porque la santificación no es doctrina sino vida.” De esta forma han llegado a negarle el valor y dignidad de un dogma o doctrina; para hacerla casi sinónimo de una superación de vida; por consiguiente, para hacerla parte de un bien común, para todos aquellos que tratan de llevar una vida esforzada y piadosa.

Entonces la idea creció naturalmente, de modo que muchas personas de doctrina incierta pudieran llevar vidas más espirituales. Esta supuesta verdad fue incluso fortalecida usando la palabra de Jesús que menciona que los publicanos y prostitutas entran al Reino de Dios antes que nosotros; y las congregaciones muchas veces tuvieron la impresión que el racionalismo mismo podría llevarlos a mejores resultados que aquel que fluye de una creencia ortodoxa. El resultado fue que esta supuesta santificación llevó a un debilitamiento de la fe, a considerar la pureza de la doctrina como inmaterial; hasta que finalmente asumió una actitud hostil hacia los misterios de la verdad. Este fue el esfuerzo natural de confundir la autosuperación con la santificación y el oponer la vida a la doctrina, así como el oro al oropel.

La difusión de estas falsas ideas sobre la santificación no ha beneficiado al cristianismo en estas provincias, sino que, al igual que en los días pre-Reforma, ha llevado a la gente a extraviarse de su doctrina pura.

Roma una vez sufrió y aún sufre del mismo mal. No como si abandonara o incluso alivianara su doctrina; sin embargo, aun en los florecientes días de su jerarquía, la necesidad de reformar la vida se sintió tan fuertemente que resultó en una incitación unilateral de santificación. Su lema favorito era “Buenas obras.” Tenían la máxima importancia: no palabras, sino poder; no la confesión, sino el empeño y la voluntad de hacer el bien, no meramente en secreto, sino abiertamente de modo que los hombres pudieran verlo. Esto se llevó tan lejos que finalmente Roma cesó de estar satisfecha con las buenas obras como fruto de la conversión, e incluso comenzó a verlas como causa primaria y meritoria de la salvación; y así rompió el misterio de la fe por una predicación falsa de la santificación. Como ahora, en forma no intencionada, el grito “No doctrina, sino vida,” hace que los hombres se orienten como por una necesidad férrea, primero a subestimar el valor de la doctrina, para luego desaprobarla y finalmente para proclamarla injuriosa, sí, incluso peligrosa; de esta forma el grito por buenas obras llevó gradualmente a Roma a divorciar el misterio del perdón del pecado por la cruz del Calvario, no en la confesión, sino en la consciencia de sus miembros.

Con el fin de lograr una mirada interna más clara y un procedimiento más seguro, debemos volver definitivamente a enseñar que la santificación es una doctrina, una parte integral de la confesión y un misterio de igual forma como la doctrina de la reconciliación, y por ende un dogma. De hecho, en el tratamiento de la santificación penetramos al corazón mismo de la confesión, al dogma que centellea en la doctrina de la santificación.

Por supuesto que no debemos separar la santificación de la vida. Ningún hijo de Dios, niega que la doctrina tenga aplicación en la vida; no hay verdad en una operación que no se sienta en su vida. Para él, toda doctrina está imbuida con la vida, es una braza viva, un fuego radiante, una lámpara siempre ardiente, una fuente de agua viva brotando hacia la vida eterna. El contenido de toda doctrina, de todo misterio, es algo en el Dios viviente o en Su criatura; la confesión de una condición, un poder o trabajo, una persona que existe realmente, que vive, que trabaja. La sangre del pacto no significa esas gotas particulares que fluyeron desde la cruz y que se perdieron en el inhóspito terreno del calvario; sino un tesoro en el Jesús viviente, que trabaja incesantemente en el cielo para aumentar en Sus hijos terrenales el glorioso poder que ahora conocen y experimentan.

Y esto es verdad para todos los misterios, tal como lo muestra nuestra confesión sobre la Santa Trinidad, la cual acerca de este profundo e incomprensible dogma dice “que los hijos de Dios saben esto, por los testimonios de las Santas Escrituras, como por las operaciones de las Personas Divinas, y fundamentalmente por aquellas que sentimos en nosotros mismos” (art. ix).

Y esto se aplica a la doctrina de la santificación, como a todas las otras doctrinas, porque no es, como no lo son otros dogmas, la confesión de un asunto muerto, sino la confesión de un poder tremendo que vive y obra efectivamente en nosotros. Por consiguiente, la santificación debe predicarse una vez más como una doctrina; debe ser confesada, examinada y estudiada como una doctrina a ser seguida por una adecuada aplicación, como la predicación de cualquier otra doctrina; y la santidad, la vida espiritual y las buenas obras, serán el resultado. Pero para obtener este resultado es necesario efectuar una clara exposición de las causas y el poder de la santificación que la anima.

Cuando en una fría mañana el fuego no arde, y la familia sufre, es tonto decir: “Ya que el fuego no arde, quítelo y caliéntese sin él.” Para evitar congelarse se requiere más fuego; no se debe remover el fuego, sino la causa de su fracaso. Y esto también se aplica a la santificación. Hay un reclamo amargo y generalizado sobre la frialdad que ha caído sobre la Iglesia; se requiere la poderosa obra de la santificación para salvar a la Iglesia.

Pero los medios empleados frecuentemente muestran un juicio pobre. Antiguamente la Iglesia confesaba una doctrina pura por medio de la cual se mantenía cercana a la fuente de calor vital que nos es dada por la Palabra de Dios; y los poderes y obras depositadas en el Mediador de la Iglesia irradiaban en gloriosa actividad. Entonces la iglesia floreció y la fe celebró sus más grandes triunfos. Estaba severamente fría sin ella, pero mientras el mundo yacía moribundo en sus mortajas, la verdad llenó a la iglesia de luz y calor, y el sagrado fuego de la pura doctrina brilló y centelló. Pero la luz se atenuó, y el fuego se apagó; y la iglesia de Dios se tornó oscura y fría. Y los santos, medio congelados y tiesos, se tornaron profundamente conscientes de la pérdida que habían sufrido y de la necesidad de luz y calor. Y ahora en vez de aconsejarles que prendieran la lámpara de la verdad y reavivaran el fuego de la confesión, para que sus almas fueran revividas y reconfortadas, muchos dijeron: “Querido hermano, no hay salvación en el dogma o la confesión; son completamente inútiles; nada permanece para avivar la luz y calentar nuestras almas sin ella.” Y así la iglesia se ve amenazada de muerte y destrucción.

En la clara seguridad de la bendición de Dios, procedemos en la dirección opuesta y aconsejamos a los hermanos a llenar con aceite la lámpara de los divinos misterios y agregar más combustible al fuego de la confesión; entonces habrá luz y calor y la Iglesia se salvará. Esto será así siempre y cuando—y esto no necesita ningún énfasis—la doctrina sea confesada realmente. Pero confesar no es meramente decir “Hay un agradable fuego en casa” y quedarse luego afuera en el frío, sino aceptar su consuelo y beneficio para otros, así como para nosotros mismos.

El grito “No dogma, sino vida” es necio e incrédulo. Opongámonos mejor a la enseñanza superficial y poco cuerda de hoy en día. La doctrina debe ser una expresión fiel del misterio; el misterio debe destacarse claramente frente al ojo espiritual e iluminar al alma ya que irradia del Cristo vivo, de acuerdo al diseño de la salvación. En vez de alejar a la gente de la doctrina, debemos hacerles ver cuán poco la entienden; cómo la han trivializado, y no la han confesado; que el bienestar de su alma necesita estudiarla vigorosamente, de modo que el acto de la confesión se profundice y enriquezca su vida espiritual. Y entonces imaginemos, no que el fruto de la vida deba ser importado de otro lugar, sino que la doctrina correctamente confesada se convierte en el propio instrumento, que manifiesta su poder en nosotros.

Así es como debiera tratarse la santificación.


II. La Santificación es un Misterio

“Limpiémonos de toda suciedad de la carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.”—2 Corintios vii. 1.

La santificación pertenece a los misterios de la fe; por consiguiente, no puede ser confesada sino como dogma.

Por esta declaración intentamos cortar de raíz cualquier representación que haga de la “santificación” algo dependiente del esfuerzo humano para hacerse a sí mismo santo o más santo.

El hacerse más santo es indudable una tarea recae sobre cada hombre. Dios ha condenado toda impiedad como algo abominable. La santidad inferior no puede existir ante Él. Todo hombre más o menos santo está sujeto a abandonar toda impiedad, renunciar a toda santidad menor y permitir que la santidad perfecta se manifieste y habite en él instantáneamente. El mandato “Sed santos como Yo soy santo” (Lev. xi. 45; 1 Pedro i. 16) no debe ser debilitado. La laxitud de la moral actual requiere que el derecho absoluto de Dios de demandar una santidad absoluta en cada hombre, se presente incesantemente a la conciencia, ligándola como un memorial al corazón y proclamándola a todos sin la menor duda.

En los numerosos territorios del cielo, donde Dios reúne a Sus redimidos, se excluye toda impiedad y la santidad absoluta es la característica que nunca falla. Tal como lo es en el cielo, así debiera ser en la tierra. Dios, el Soberano Rector de todos los reinos de este mundo, ha prohibido estrictamente la más mínima impiedad en el corazón o casa, o en cualquier otro lugar en la tierra, bajo pena de muerte. De hecho, no hay ninguna impiedad en la tierra, sea de cualquier nombre u forma, que no exista como un desafío a Su expresa voluntad.

Debe concederse por consiguiente, que es Su voluntad revelada y mandamiento que toda impiedad cese inmediatamente y sea reemplazada directamente por lo que es sagrado y bueno. Sus ojos son demasiado puros como para contemplar la iniquidad.

Debe concederse igualmente, que es deber de todo hombre remover la impiedad y avanzar en las cosas que son santas. Aquel que causa dolor debe también sanarlo. Aquel que ha destruido, debe también restaurar las cosas destruidas. Aquel que ha desacreditado lo sagrado, debe también volver a consagrarlo. Los hombres aún vivos al sentido de la justicia no nos contradecirán en esto.

La obligación de resantificar la vida del mundo descansa, en su sentido más profundo, sobre Satanás. Él inyectó en nuestras venas el veneno que genera las enfermedades de nuestras almas. La chispa que causó el fuego de nuestras pasiones pecaminosas para romper nuestra naturaleza humana fue avivada por él. El que Satanás esté irremediablemente perdido y anulado, no anula el eterno derecho de Dios. Aun Satanás mismo, de acuerdo a este derecho, debiera arrepentirse inmediatamente y presentarse delante de Dios tan santo como al principio. Y este mundo de hombres corrompido por él, que no fue suyo, sino que pertenecía a Dios, él nunca debió haber tocado. Por consiguiente, la obligación todavía continúa en él no solamente para detener su quehacer malévolo, sino también para reconsagrar perfectamente aquello que él tan amargamente y maliciosamente ha profanado.

El que Satanás no pueda hacer esto ahora ni en el futuro, justifica su temible juicio; pero no anula el derecho de Dios y nunca lo hará. Si el hombre del paraíso hubiera sido involuntariamente una victima de Satanás, la obligación de resantificar la vida del mundo habría caído sobre Satanás, pero no sobre él. Pero el hombre cayó voluntariamente; el pecado debe su existencia no sólo a la paternidad de Satanás sino también a la maternidad del alma humana; por consiguiente, el hombre mismo está envuelto en la culpa e incluido bajo juicio de muerte, y por consiguiente, obligado a restaurar lo que ha arruinado.

Dios creó al hombre santo, con el poder de continuar santo, santo por la virtud del creciente desarrollo del germen implantado. El hombre arruinó el trabajo de Dios en su corazón. Él echó por tierra el remanente de santidad. Y haciendo esto, violó el derecho. Si él se perteneciera a sí mismo, Dios le hubiera permitido hacer con sí mismo lo que le placiese y el derecho no habría sido violado. Pero Él no le dio el pertenecerse a sí mismo; Él lo retuvo para sí, como Su propiedad. La mano que arruinó y profanó al hombre, destruyó la propiedad de Dios, cercenó el divino derecho de soberanía, sí, sobre Su verdadero derecho de posesión, haciéndose así responsable (1) de la penalización por este cercenamiento y (2) la obligación de restaurar la propiedad arruinada a su estado original.

De ahí la innegable y positiva obligación del hombre de auto-santificarse. Esta obligación no recae en Dios ni sobre el Mediador, sino sobre el hombre y Satanás. La oración “Señor, santifícame,” que pronuncian los labios del inconverso, que no está bajo el pacto de la gracia, es de lo más indecoroso. Primero, destruir voluntariamente la propiedad de Dios, y luego, llevar lo arruinado ante el Demandante para que lo cure y lo restaure, es antagónico al derecho y revierte las ordenanzas. ¡No! Fuera de los misterios del pacto de gracia y bajo las obligaciones de una simple justicia, no podemos pedir “Señor, santifícanos”; por el contrario, Dios debe hacer cumplir Su justa demanda: “Santifícate a ti mismo.”

Santificarse a sí mismo no significa que el hombre deba llevar a cabo la ley. El apego a la ley y la santificación son dos cosas enteramente diferentes. Deje primero que el pecador se santifique y luego él también llevará a cabo la ley. Primero la santificación, luego el cumplimiento de la ley.

Es como un arpa con cuerdas cortadas. El arpa fue hecha para producir música a través de la vibración armónica de sus cuerdas. Pero la producción de música no es la reparación del arpa. Las cuerdas rotas deben reemplazarse; las cuerdas nuevas deben afinarse y luego será posible usarlas para melodiosos acordes. El corazón humano es como el arpa: Dios lo creó puro de modo que pudiésemos cumplir la ley; y esto es lo que un corazón impuro no puede hacer. Por consiguiente, habiendo sido profanado y siendo impío debe ser santificado; entonces podrá cumplir la ley.

Para ser más claros, dos hechos ciertos deben destacarse:

Primero, si el hombre no hubiese sido profanado por el pecado nunca hubiera entrado a su mente el santificarse a sí mismo y, sin embargo, la ley se habría cumplido sin alteración. Esto muestra que la santificación y el cumplimiento de la ley son dos cosas diferentes.

Segundo, la santificación continúa hasta que el hombre muere y entra al cielo. Entonces él es santo. Por lo tanto, no hay santificación en el cielo. La única ocupación de los santos en el cielo es hacer aquello que es bueno. Por consiguiente, la santificación es un asunto en sí mismo; no consiste en hacer buenas obras, pero debe ser un hecho logrado, antes que pueda realizarse una sola buena obra. Desde que el hombre se profanó a sí mismo, es llamado por Dios a resantificarse a sí mismo. Por consiguiente, la demanda de santificación no contiene ni siquiera una sombra de misterio. No tiene nada que ver con los misterios, por lo cual no es dogma. Es el más simple y natural veredicto de los derechos de Dios en la consciencia. El que hablemos de impiedad, implica que estamos convencidos que debemos ser santos.

Por lo tanto, ¿hay contradicción, primero, cuando decimos que la santificación en sí misma es un misterio y que puede solamente ser confesada en el dogma; y segundo, que la demanda de santificación no tiene que ver con dogma?

Ni en lo más mínimo. Los pecadores de quien Dios demanda que se santifiquen a sí mismos, son individual y colectivamente totalmente incapaces de satisfacer tal demanda. Hasta cierto punto, se pueden apartar del pecado y de cosas mundanas y muchos lo han hecho así. Muchos inconversos han efectuado trabajos dignos de aprecio. Hay muchos casos de vidas que han sido reformadas, en que todo el tono de la existencia ha mejorado por mero impulso, sin una traza de real conversión. Y concibiendo la santificación como consistente en hacer menos mal y más bien (y esto desde un motivo mejorado) se pensó que los hombres impíos, aun siendo incapaces de satisfacer esta divina demanda perfectamente, podrían satisfacerla en cierta medida. Pero todo esto no tiene nada en común con la santificación ni puede lograrse completamente sin ella. Con toda su autosuperación no puede efectuar la menor parte de ella; aun cuando se le haya dicho mil veces que se santifique a sí mismo, él no tiene la voluntad y es incapaz.

Por lo tanto la pregunta: ¿cómo, entonces, se logra la santificación? Y como esta pregunta nunca recibió respuesta de ninguno de los sabios, sino sólo de Dios en Su Palabra; entonces no es la demanda sino los medios de santificación los que para nosotros son incomprensibles y misteriosos. Por consiguiente, es el carácter de la santificación el que debe enfatizarse como un misterio.

¿Y cuál es la razón para negar que la santificación sea un misterio, es decir, el contenido de un dogma? El suponer que es de origen humano, que el hombre no es totalmente incapaz, y que la santificación es una superación de carácter y vida. Por consiguiente, es tanto más que (1) degradar la santidad al nivel del humano; (2) una oposición a considerar la santificación como un obra de Dios. Esto es algo muy serio. Nuevamente debemos hacernos claramente conscientes del hecho que la santidad, sin la cual ningún hombre verá a Dios, no se obtiene al apartarse de algún mal ni por hacer habitualmente algún bien.

La demanda de santificación pertenece al Pacto de Obras; la santificación por sí sola al Pacto de la Gracia. Esto hace más obvia la diferencia. No como si el Pacto de Obras mandara al hombre a santificarse a sí mismo; dado a hombres santos, dejó excluida la santificación. Pero Dios dio el Pacto de Gracia a las personas impías. Y la única conexión entre la demanda de santificación y el Pacto de Obras, es que este último persigue a los hombres caídos con su demanda y con el terror de Horeb. La impiedad destruye los fundamentos del pacto de Obras y hace imposible el cumplimiento de sus condiciones. De ahí la contradicción absoluta entre él y la vida personal del pecador. Uno debe hacer espacio para el otro; no pueden permanecer juntos.

En este doloroso conflicto somos tentados muy seguido a preguntar si no es injusto Dios en Su ley al demandar de nosotros algo imposible, y así a culparlo a Él; pues, ¿acaso Dios no nos hizo así? De esta dificultad quiere escapar el arminiano que hay en nuestro corazón, ya sea negando que hubo alguna vez un Pacto de Obras, o sustituyendo el cumplimiento de la ley por la santificación.

Por lo cual es nuestro objetivo, especialmente respecto a esta doctrina, escapar de esta dañina confusión de ideas y llegar a un correcto entendimiento y pureza de expresión. La predicación no debe sumar al caos, sino orientarnos a una más clara visión interna y entendimiento.

En vez de acunarnos dulcemente en torno a la Palabra, debemos dedicarnos fuertemente a entenderla. En las iglesias de ciudades y campos, la Palabra debe predicarse persistentemente y siempre con creciente pureza, hasta que, liberados de toda impureza personal, los hombres empiecen a ver que por la absoluta santificación, y no por mera auto-superación, deben restablecer a Dios Su derecho; hasta que sintiendo su inhabilidad, con corazones rotos, se vuelvan a Dios para recibir el Misterio de la Santificación de entre los tesoros del Pacto de la Gracia.


III. Santificación y Justificación

“Ahora para santificación, presentad vuestros miembros para servir a la justicia.”—Romanos vi. 19.

La santificación debe permanecer como santificación. No puede arbitrariamente ser despojada de su significado ni intercambiada por algo distinto. Debe siempre significar el hacer santo lo que es impío o menos santo.

Debe tenerse cuidado de no confundir santificación con justificación; un error común que frecuentemente cometen los lectores irreflexivos Las Escrituras. De ahí la importancia de un cabal entendimiento de estas diferencias. Descuidarlas puede guiar a una predicación confusa que genera una visión unilateral; y los hombres activos y pensantes invariablemente sistematizan su postura unilateral.

¿Cuál es, entonces, la diferencia? Según nuestros antiguos teólogos hay cuatro partes:

  1. la justificación obra por el hombre, la santificación en el hombre.
  2. la justificación remueve la culpa, la santificación la mancha.
  3. la justificación nos atribuye una justicia ajena a nosotros, la santificación obra una justicia inherente como propiamente nuestra.
  4. la justificación se completa al instante, la santificación se incrementa gradualmente; por consiguiente, permanece imperfecta.

En lo sustancial, la respuesta es correcta, pero insuficiente para alcanzar el error presente. Es plana, externa e incompleta; tiene muy en alto el “hacer justicia” y el “hacer santo,” mientras que no considera a “la justicia” y a “la santidad” como ideas correctas, absolutamente necesarias, para un correcto entendimiento de la justificación y santificación.

Examinemos estas ideas fundamentales, primero en Dios mismo. Se hace evidente de inmediato que las palabras “nuestro Dios es justo,” nos impresionan de un modo distinto a “Santo, santo, santo es el Señor.” El último nos impresiona con la sensación que el nombre de Jehová es infinitamente exaltado por sobre nivel de esta vida impura y pecaminosa; descubrimos una distancia entre Él y nosotros que a medida que se ensancha hacia una santidad trascendente mayor, nos lleva de vuelta dentro de nosotros mismos como criaturas impuras, al mismo tiempo que provoca que Su Ser resplandezca en la luz inalcanzable. Si los ángeles que exaltan Su santidad cubren sus caras con sus alas, ¡cuanto más debiéramos nosotros, hombres pecadores, considerarlo, con cara tapada y con santo temor! “El Señor es de ojos demasiado puros como para contemplar el mal,” nos impresiona con el profundo sentido de la innombrable sensibilidad de Dios, la cual es tan sutil que aún la más leve sugerencia de pecado o impureza activa en Él tal antipatía, que no puede soportar verla.

Pero la culpa no es el asunto. En la presencia de la divina santidad no nos sentimos culpables, pero somos sobrepasados cuando tomamos consciencia de nuestra total falta de pureza y de nuestra maldad. Y aun entre hombres, no nos sentimos del todo satisfechos de nosotros mismos. El cálido y amoroso celo de nuestros hermanos nos hace sentir avergonzados muchas veces. Pero ese sentir no se acumula como para desagradarnos a nosotros mismos. Mas, en la presencia de la santidad de Dios, sentimos al instante al igual que Isaías, nuestra impureza espiritual y somos impulsados a gritar por una braza viva del altar para santifique nuestros labios; y “aborrecernos a nosotros mismo” no es lo suficientemente fuerte como para expresar lo que sentimos cuando nos postramos frente a la santidad del Señor Jehová.

Esto establece la antítesis de inmediato. La divina Santidad, en su aspecto más exaltado, nos afecta no con temor al castigo ni con angustia, porque tenemos una deuda que no podemos pagar; sino con la insatisfacción de nosotros mismos, con el horror de nuestra contaminación y con la complacencia de nuestra justicia, que son como trapos sucios. Nos hace sentir, no nuestra culpa, sino nuestro pecado; no nuestra condenación sino nuestra maledicencia sin remedio; no nos aplasta bajo la pena de la ley, pero nos causa el consumirnos por nuestra impurezas; no nos sobrepasa por su justicia, pero destapa nuestra falta de santidad y corrupción interna.

Pero la justicia divina nos afecta de una manera totalmente diferente. No me impresiona con la trascendencia del nombre de Su exaltado Pacto como la divina Santidad; pero en la mano de Dios me oprime, me persigue, no me da descanso, toma posesión de mí y me rompe en pedazos bajo su peso. Su santidad hace que mi alma tenga sed de santidad y con pena vemos a Su majestad apartarse. Pero su justicia antagoniza con el alma, quien no la desea, y que lucha por escaparse de ella.

Algunas veces parece diferente, pero sólo aparentemente. Los hombres piadosos del Antiguo y Nuevo Pacto frecuentemente invocan la divina justicia: “¿No hará el bien el Juez de toda la tierra?” (Gn. xviii. 25). Este soporte divino del bien es la fuerza, el prospecto y la consolación de Su pueblo oprimido. Por esto es que en el cierre del artículo de su confesión, nuestros padres claman por el día del juicio, cuando como Juez justo Él destruirá a todos Sus enemigos y los nuestros. Pero la diferencia es sólo aparente. En este caso, el derecho divino se dirige contra otros, no contra nosotros mismos; pero el efecto es el mismo. Es en la oración y en la esperanza de Su pueblo que el derecho divino persigue a aquellos enemigos y los trata de acuerdo a sus propios méritos.

Por consiguiente, la justicia de Dios nos impresiona, primero con el hecho de Su autoridad sobre nosotros; que no somos nosotros sino Él quien determina qué es correcto y cómo debiéramos ser; que toda nuestra oposición es vana, porque Su poder cumplirá lo que es correcto; y, por consiguiente, que nosotros debemos sufrir los efectos de esa justicia.

Pero no es solamente el poder de lo justo lo que nos impresiona, ni la consciencia de ser tomados y juzgados, sino mucho más el saber que somos tomados y juzgados en justicia. Y esto no en forma arbitraria; al contrario, sentimos internamente que el poder divino tiene todo el derecho, y por lo tanto puede y debe sobreponerse a nosotros.

Por consiguiente, la justicia divina incluye el consentimiento de la criatura: “La prerrogativa para determinar lo correcto no es mía, sino de Él.” Y no sólo esto, pues nuestras almas están profundamente conscientes que las decisiones de Dios no son sólo correctas y buenas, sino absolutamente justas y superlativamente buenas.

La justicia divina nos pone cara a cara con la obra directa de la soberanía divina. Toda soberanía terrenal es un débil reflejo de la divina, pero suficientemente clara para mostrarnos sus fundamentales características. Una soberanía se estima lo suficientemente sabia para ver cómo las cosas debieran ser; calificada para determinar cómo ellas debieran ser; y poderosa para resistir a aquel que osa ser de otra forma. Esto también se aplica al Rey de reyes, o más bien, se aplica no a Él también, sino a Él solamente. Sólo Él es la Sabiduría con absoluta certeza para elegir, y de acuerdo a esa elección para ver cómo todo debe ser para que sea lo mejor. Sólo Él es el calificado sagrado que según esto puede determinar cómo todo debe ser. Y Él es el único Poderoso para condenar y destruir aquello que osa ser de otra forma.

Y esto revela las profundas características de este contraste. La santidad de Dios se refiere a Su Ser; la justicia de Dios es Su Soberanía. Más bien, Su justicia toca Su relación y posición con la criatura; Su santidad apunta a Su propio Ser interior.


IV. Santificación y Justificación (Continuación)

“El que es santo, santifíquese todavía.”—Apocalipsis xxii. 11.


La justicia divina que tiene por referencia a la soberanía divina, en cierto sentido, no se manifiesta a sí misma hasta que Dios entra en relación con las criaturas. Él ha sido glorioso en santidad por toda la eternidad, porque la creación del hombre no modificó Su Ser; pero Su justicia no podía desplegarse antes de la creación, porque lo justo presupone que hay dos seres sosteniendo la relación jurídica.

Un exiliado en una isla deshabitada, no puede ser justo ni hacer justicia, ni siquiera puede concebir una relación de justicia, mientras no exista otro hombre presente cuyos derechos él deba respetar o que pueda denegar sus derechos. La llegada de otros hombres creará necesariamente, una relación jurídica entre él y ellos. Pero mientras él permanezca solo, el podrá ser santo o impío, pero no se podrá decir de él que sea justo o injusto. De igual manera, se puede decir de Dios que antes de la creación Él era Santo, pero no podía desplegar Su justicia simplemente porque no había criaturas que sostuvieran con Él una relación jurídica. Pero inmediatamente después de la creación el despliegue de la justicia se hizo posible.

Aun así, esta ilustración solamente se puede aplicar a Dios hasta cierto punto. Esencialmente, Dios no es solo, pues es Trino en personas; por consiguiente, hay entre el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo una relación mutua. Siendo esta relación la más alta, tierna, y la más intima, contiene desde la eternidad la más completa expresión de justicia. Y aun en referencia a la criatura, la justicia divina no se originó hasta después de la creación, sino que encuentra su perfecta expresión en el consejo eterno. Dicho consejo no sólo determina toda posible relación jurídica entre las criaturas y el Creador, y entre las criaturas mismas, sino que indica también los medios por los cuales dicha relación debe restablecerse cuando se haya roto o alterado.

Por consiguiente, Su justicia es tan eterna como Su Ser; sin embargo, a fin de poder expresar claramente la diferencia entre santidad y justicia podemos decir que Su santidad ha sido gloriosa desde la eternidad, de modo que Su justicia se despliega y ejerce solamente en el tiempo, es decir, desde que la criatura comenzó a existir. No se originó en ese momento, pero se vuelve perceptible desde entonces. Cualquier cosa que se diga sobre la materia, permanece la diferencia fundamental: que Dios es Santo, aun cuando se le considere Él solamente; mientras que Su justicia comienza a irradiar cuando se le considera en relación a Sus criaturas.

Dios es esencialmente Santo; antes que existiera la más mínima impureza, había en Él una presión vital de repeler toda mezcla foránea con Su Ser. Pero sólo como Soberano pudo determinar lo justo, mantener los derechos violados y ejecutar justicia sobre el violador.

En sus características fundamentales esto se aplica a nosotros como hombres. Aun en nosotros la justicia es completamente diferente a la santidad; la primera hace referencia exclusiva a nuestra relación y posición ante Dios, hombre y ángel; mientras que la santidad se refiere no a cualquier relación, sino a la cualidad de nuestro ser interior. Hablamos de justicia sólo con respecto a nuestra relación con Dios o el hombre. Se dice que Noé fue un hombre justo en “su generación,” lo cual indica, no su cualidad esencial, sino su relación con otros.

La justicia implica lo justo, lo cual es impensable sino existe entre dos personas en conexión con la calificación de cualquiera de ellos o una tercera para determinar ese derecho. Por consiguiente, la justicia del hombre en referencia a Dios tiene dos aspectos:

Primero, implica el reconocimiento de las cualidades soberanas de Dios para determinar las relaciones del hombre con Dios y con los hombres.

Segundo, implica reverencia a las leyes divinas y ordenanzas ejercidas con respecto al servicio del hombre hacia Dios.

El hombre puede guardar estrictamente algunas de estas ordenanzas, pero no con motivo de reverencia, sino porque está obligado a aprobarlos. En algunos aspectos él da a Dios lo que merece; pero Su posición es errada. Falla en honrar a Dios como su Soberano Rector, para reconocer a Dios como Dios e inclinarse delante de Su majestad.

O bien el puede reverenciar la autoridad divina en lo abstracto, pero en la práctica robar constantemente a Dios sus derechos.

De ahí la que justicia original, que hace referencia al status del hombre delante de Dios como criatura, y la justicia derivada, que hace referencia al acto de honrar las ordenanzas divinas, sean dos cosas diferentes. Ambos son justas—es decir, el acto de ocupar la posición ordenada por la divinidad—pero la primera se refiere a nuestra posición personal determinada por Dios, y la segunda al acto de conformar nuestros pensamientos, palabras y obras al divino requerimiento.

Es innecesario hablar particularmente sobre la justicia con referencia a los hombres. Cualquier cosa que hagamos en relación a ellos, es justo o injusto de acuerdo a su conformidad o inconformidad con las ordenanzas divinas, y toda transgresión contra el prójimo se vuelve pecado solamente porque no está en conformidad con la justicia de Dios.

Brevemente, la justicia del hombre consiste de dos partes:

Primero, que su status será lo que Dios ha determinado.

Segundo, que sus pensamientos palabras y obras se conformen a dicha ordenanza divina. Por consiguiente, nuestra justicia no debiera ser el producto de nuestra labor del alma. La justicia original de Adán y Eva no carecía de nada, aun cuando no le habían hecho nada personalmente. Ellos solamente permanecieron en la posición correcta delante de Dios; una posición no asumida por ellos mismos, sino divinamente determinada. Así lo justo, luego de haber sido alterado, puede ser restaurado por una tercera persona, independientemente del violador. La pregunta no es cómo la relación correcta se restaura, sino si ella concuerda nuevamente con la voluntad soberana de Dios.

Aquel que libera a un deudor de la cárcel mediante el pago de sus deudas, lo restaura a una justa relación con sus acreedores anteriores, aun cuando el prisionero mismo no haya pagado un céntimo de la deuda. Porque la justicia dice relación con relaciones mutuas; el derecho se satisface tan pronto se restablece la relación alterada y la posición perdida se recupera. Cómo se logra, es irrelevante.

Esto nos permite mirar con mayor detalle el profundo significado de la Cruz y por qué es que nuestra justicia no se puede incrementar ni disminuir, aun cuando no afecte nuestro carácter esencial.

Enteramente diferente es la santidad del alma, que toca directamente la calidad de la persona y su carácter; como nuestros antiguos teólogos lo expresaban “la justificación actúa para el hombre; la santificación ocurre dentro del hombre.”

El impío es justificado en el mismo momento en que cree. Antes que la santificación haya empezado a operar en él, sabe que se presenta perfectamente ante Dios. Él no está meramente comenzando a ser justo; parcialmente justo, para ser un poquito más recto mañana y perfectamente justo cuando entre al cielo; sino que perfectamente justo ahora, de hoy en adelante y para siempre. Él es hecho justo no sólo para el presente y por toda la eternidad, sino también por el pasado. Él está seguro de presentarse delante de Dios en derecho intachable, como si nunca se hubiese equivocado y sabiendo que nunca lo estará de nuevo.

Por consiguiente, la percepción consciente de ser justificado es instantánea y completa y no puede ser incrementada ni disminuida. Esto es posible porque la justicia no tiene nada que hacer con su ser, sino que hace exclusiva referencia a la relación en la cual él se ve involucrado. Esta relación fue miserable y totalmente injusta; pero Alguien fuera de él ha restaurado dicha relación y ha hecho de ella lo que debió ser. Por consiguiente, él se presenta justo sin referencia alguna a su ser personal. Este es el significado profundo de la confesión, que aquel que es justificado es siempre una persona impía.

Pero este no es el caso en relación a la santidad del hombre, la cual toca a su persona y no puede llevar a cabo fuera de su ser interno.


V. La Vestimenta Sagrada Tejida por Nosotros

“Yo habito en lo alto y la santidad.”—Isaías lvii. 15.

La santidad es inherente al ser del hombre.

Hay una santidad externa, como por ejemplo, aquella del orden levítico, efectuada por el lavamiento o por el rociamiento de sangre; o aquella la santidad oficial, que denota la separación para el servicio divino, en cuyo sentido, los profetas y apóstoles son llamados santos, y los miembros de la iglesia son llamados santos y amados. Pero estos no tienen nada que ver con la santificación que estamos discutiendo.

La santificación como regalo de la gracia se refiere a la santidad personal del hombre. Como la santidad divina es la exaltación del Dios en lo alto y el rechazo furioso de toda impureza y corrupción, así también lo es la disposición esencial del hombre para la santidad humana, por la cual él ama espontáneamente la pureza y odia lo impuro. La victoria sobre la tentación, después de un largo y penoso conflicto, en el cual nuestros pies casi se deslizaron, no es santidad.

La santidad significa una disposición, una cualidad inherente, o dicho en otra forma, el tinte o sombra adoptada por el alma, de modo que las manifestaciones malignas del corazón y los malévolos susurros de Satanás nos llenan de horror positivo. Tal como el oído entrenado musicalmente es afectado dolorosamente ante una disonancia a medida que vibra a lo largo del temblante nervio auditivo, mientras que el oído no musical nunca percibe la ofensa contra la pureza tonal, así es la diferencia entre el santificado y el no santificado. Cualesquiera sean las disonancias morales del mundo, fallan en afectar al impío, quien incluso puede apreciar la música; pero angustian al santo cuya alma se deleita en la armonía del acorde sagrado.

Esta disposición santa o impía incluye todo nuestro ser interno; él habita en la mente, en la consciencia, en el entendimiento, en la voluntad, en los sentimientos y en las inclinaciones. El discurso maligno e impuro proporciona placer o dolor a todos ellos.

Sin embargo, esta no es la señal final de ser santo o impío. Se requiere algo más. ¿No se estremecen muchos no regenerados con lo que es maligno y se deleitan de igual forma con aquello que es bueno? Se puede llamar santidad a la simpatía por lo bueno sólo cuando posee esta característica esencial: que anhela lo bueno solamente para satisfacer a Dios.

Sólo Dios es santo. No hay santidad salvo aquella que desciende de Él, la fuente de todo bien, por consiguiente de toda santidad. La mera santidad humana es una falsificación, un ataque al honor de Dios como Fuente exclusiva y única de todo lo bueno. Es el esfuerzo de la criatura igualarse a Dios y, como tal, es en esencia un pecado. No, la santidad del hombre debe ser la disposición implantada divinamente que remece todo su ser para amar aquello que Dios ama, no según su gusto personal, sino por amor a Su Nombre.

Habiendo sido planeados a imagen de lo divino, Adán y Eva poseyeron esta santidad; por consiguiente, la discordancia entre ellos y su Hacedor era imposible. Su santidad no estaba solamente en el germen sino en todo, porque todo en ellos estaba en perfecta concordancia con Dios. Y los redimidos en el cielo son santos; en la muerte son separados completamente de la fuente interna del pecado; están esencialmente en plena y cálida simpatía con la santidad divina, y se sienten atraídos por todas Sus características.

Pero el pecador ha perdido esta santidad. Es su miseria que toda manifestación de su ser colisione naturalmente con la voluntad de Dios, cuya santidad no le atrae sino repele. Y la mera regeneración no santifica su inclinación y disposición; ni es capaz de germinar por sí solo la disposición sagrada. Se requiere de un acto adicional y muy peculiar del Espíritu Santo para que la disposición del pecador regenerado y convertido sea llevada gradualmente a la armonía de la voluntad divina; y este es el clemente regalo de la santificación.

Pero esto no implica que aquel hombre que muere inmediatamente después de la conversión entre al cielo sin santificación. Esto sería una doctrina muy incómoda, y animaría sin querer al antinomianismo. El hijo de Dios que entra al cielo está completamente santificado, no en esta vida, sino después de ella.

De acuerdo a las Escrituras hay en el cielo una diferencia entre los espíritus de los redimidos; no se parecen uno al otro al igual que dos gotas de agua. En la parábola de los talentos, Cristo enseña claramente que en el cielo hay diferencias en la distribución de los talentos. Aquel que niega esto se roba a sí mismo la promesa positiva que “el Padre que ve en secreto re recompensará en público” (Mateo vi. 4, 6, 18). El estado celestial que predicamos no se basa en los principios de la Revolución Francesa; al contrario, en la asamblea de los hombres justos hechos perfectos, nunca ascenderemos al rango de profetas o apóstoles, probablemente ni siquiera de mártires. Sin embargo, en el cielo no hay santo cuya santificación esté incompleta. En este aspecto todos son similares.

Pero habrá lugar para el desarrollo. La santificación completa de mi personalidad, cuerpo y alma, no implica que mi disposición santa esté de hecho ahora en contacto con toda la plenitud de la divina santidad. Al contrario, a medida que asciendo de gloria en gloria, encontraré en las infinitas profundidades del Ser divino el eterno objeto de las más ricas delicias cada vez más grandes. En este aspecto, los redimidos en el cielo son como Adán y Eva en el paraíso, quienes, aun cuando eran perfectamente santos, estaban destinados a entrar más plenamente a la vida del amor divino en un desarrollo sin fin.

Debe entenderse completamente, por lo tanto, que al momento de su entrada al cielo, la santificación del redimido no carece de nada. Sin embargo, su santificación se completará plenamente cuando sean alzados de la sepultura, en la gloria del cuerpo resucitado, entrando al Reino de Gloria después del día del juicio. Hasta esa hora ellos estarán en un estado de separación del cuerpo descansando en paz; esperando la venida del Señor.

Como la santificación incluye cuerpo y alma, un tratamiento exhaustivo requiere que enfoquemos la atención sobre este punto. No como si este estado intermedio fuera pecaminoso, una suerte de purgatorio; porque las Escrituras nos enseñan claramente que en la muerte estamos separados del cuerpo. El hecho de que el cuerpo permanece impuro hasta el día de la glorificación no afecta el estado santo de los santos fallecidos. Habiendo sido liberado del cuerpo, no se ve más afectado por él. Y cuando, en el notable día del Señor, el cuerpo le sea restaurado, este será perfectamente santo, puro y glorificado.

Aquello que le pertenece a Jesús entra al cielo perfectamente santo. La más mínima carencia indicaría algo internamente pecaminoso; aniquilaría la gloriosa confesión de que la muerte es un morir a todo pecado, así como la positiva declaración de Las Escrituras: que nada profano podrá entrar por las puertas de la ciudad. Por consiguiente, es una regla inalterable de la santificación que cada alma redimida que entra al cielo está perfectamente santificada.

Esto también se aplica al infante que, habiendo sido regenerado en la cuna, es luego llevado de allí a la tumba, en quien, por consiguiente, el ejercicio consciente de la santidad está fuera de cuestión; a toda persona convertida que muere súbitamente; y al hombre que, endurecido por la vida, en la hora de su muerte se arrepiente ante Dios y fallece como uno de los redimidos del Señor.

Los sustentadores de la ordinaria doctrina arminiana consideran imposible esta representación. Ellos creen que la santificación del santo es un efecto de su propio esfuerzo, ejercicio y conflicto. Es como una preciosa vestidura de lino fino, muy deseable, pero que debe ser de tejido propio. Esta labor comienza inmediatamente después de la conversión del santo. El telar es puesto a punto y comienza a tejer. Continúa su labor espiritual pero sólo unas pocas interrupciones. El pedazo de lino crece gradualmente bajo sus manos y toma forma y diseño. Si no es cortado a temprana edad, él espera terminarlo aun antes de la hora de su partida.

El púlpito debe oponerse a esta teoría que no proviene de los libros arminianos, sino de la malvada alma del hombre. Porque no es sólo muy inconfortable sino también malvada.

Es inconfortable porque si fuera cierto, entonces todos nuestros pequeños queridos que murieron en la cuna están perdidos, porque no pudieron dar una sola puntada en la vestidura de Su gloria; inconfortable, porque si el santo estuviera atrasado con su tejido o fuera arrebatado en la mitad de sus días, antes que pudiera darle término, estaría ciertamente perdido. Ni siquiera es menos inconfortable para aquel en el lecho de muerte, cuya conversión resulta completamente inútil, pues llegó muy tarde como para tejer esta vestidura de santificación.

Y es también malvada: porque entonces Cristo no es un Salvador suficiente. Él puede afectar nuestra justificación y abrir las puertas del Paraíso, pero el tejer nuestra propia tenida de matrimonio, lo deja en nuestras manos sin asegurarnos el suficiente tiempo para terminarla. ¡Sí! muy malvado por cierto, porque esto hace que el tejido sea nuestro trabajo, que la santificación sea un logro del hombre, y que Dios no sea más el único Autor de nuestra salvación. Entonces, no es una gracia, pues el trabajo del hombre se vuelve a cero.

Con esto se trastornan los fundamentos mismos de las cosas sagradas. Los irreflexivos teólogos éticos debieran considerar la destrucción que traen a la Iglesia de Cristo. Nuestros padres nunca creyeron estas doctrinas y siempre se opusieron a ella. “No hay Evangelio en él,” decían. Es anular del Pacto de Gracia; hace recaer en los santos de Dios el temor y desazón del Pacto de Obras.


VI. Cristo, Nuestra Santificación

“Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.”—1 Corintios i. 30.

El alma redimida posee todas las cosas en Cristo. Él es un completo Salvador, Él no necesita de nada. Teniéndolo a Él somos salvados hasta en lo más remoto; sin Él estamos completamente perdidos y desechos.

Debemos mantener firmemente este punto especialmente en lo referente a la santificación, y repetir con claridad cada vez más que Cristo nos es dado por Dios no sólo para sabiduría y justicia, sino también para santificación.

Se lee claramente que Cristo es nuestra justicia y santificación. Esta traducción es perfectamente correcta. El griego no se lee “dikai sis” que es justificación, sino “dikaiosún,” que nunca se refiere al acto de hacer justicia, sino a la condición de ser justo, por lo tanto, justicia. Igualmente no se lee “hagios” o “hagiosúne,” que puede referirse a la santidad sino que se lee claramente, “hagiosmós,” que apunta al acto de hacer santo.

Lo que el apóstol distinguió tan claramente, no se debe confundir.

San Pablo y la iglesia de los corintios son creyentes. Ellos ya están justificados en Cristo, de una vez por todas; porque Cristo fue hecho justicia para ellos. Pero este no es en el caso con la santificación. “Aun las personas más santas están recién comenzando a andar en esta obediencia, la cual los constriñe a vivir no sólo de acuerdo a algunos sino a todos los mandamientos de Dios” (Catecismo de Heidelberg, n. 114).

Pero el trabajo recién ha comenzado. Comparado con los tiempos anteriores, hay un amor y espíritu más santo en ellos, pero por ningún motivo están completamente santificados. Están bajo el tratamiento del Espíritu, su Santificador. Se asemejan más y más a la imagen de Dios (n. 15). Por consiguiente, hay grados de progreso en la santidad. En aquellos convertidos recientemente, la santificación ha progresado, pero sólo un poco; en otros se ha logrado un progreso glorioso. En la Iglesia hay personas santas, más santas y santísimas (n. 114).

Dado que la justificación de los impíos se termina al instante, y que la santificación de los regenerados ocurre lenta y gradualmente, San Pablo le escribe a los corintios con mucha precisión que Cristo es para él y ellos, no un hacedor de justicia sino la justicia misma; de lo contrario, Él no se habría vuelto para ellos en santidad o sino en hacedor de santidad.

Habiendo entendido bien esto, es imposible equivocarse. Si el apóstol hubiera intentado enumerar en abstracto todo lo que el perdido pecador posee en Cristo, él habría dicho: “Hacedor de sabiduría, hacedor de justicia y hacedor de santidad”; porque un pecador perdido todavía camina en su necedad, aún no ha sido hecho justo, etc. Pero él describe su propia experiencia, diciendo que, como una estrella, la sabiduría de Dios ha surgido en su alma oscurecida; que en beneficio de Cristo, ha obtenido el perdón y la satisfacción, por lo cual él se presenta perfectamente justo delante de Dios; y que ahora él está siendo hecho santo y siendo redimido. Él aún no es redimido completamente; el griego “apolutrosis” denota también aquí la acción continua de estar siendo liberado de la miseria interna y externa.

El Catecismo de Heidelberg (n. 60) describe la presentación justa del alma frente a Dios de manera impactante:

“P. ¿Cómo eres justo delante de Dios?

“R. Sólo por fe verdadera en Jesucristo: de manera que, aunque mi consciencia me acuse que he transgredido a sobremanera todos los mandamientos de Dios, y que no guardo ninguno de ellos, y que todavía estoy inclinado al mal; no obstante, me presento ante Dios sin ningún mérito propio sino sólo por mera gracia, la cual me concede y atribuye la satisfacción perfecta, justicia y santidad de Cristo, tal como si yo nunca hubiera tenido ni cometido pecado alguno: sí, como si yo hubiera logrado toda la obediencia que Cristo ha realizado por mí; en la medida que adopte tal beneficio con un corazón creyente.”

El que esta respuesta incluya la santidad como parte de la justicia, ha provocado que los hombres menos pensantes infieran que la santificación y la justificación son la misma cosa. Discutido esto en el Sínodo de Dort, este asunto se resolvió insertando dentro del artículo 22 de la Confesión la cláusula siguiente: “Jesucristo atribuyéndonos todos Sus méritos y tantas obras santas, las cuales Él ha realizado por nosotros y en nuestro lugar, es nuestra Justicia.”

¿Qué incluye, entonces, la justificación? No la santificación de nuestras personas, sino la suma total de las obras santas que le debemos a Dios según con la ley. La Pregunta 60 llama a esto “nuestra santidad.”

La diferencia entre ambos se ve claramente en Adán y Eva en el Paraíso. Ellos fueron creados personalmente santos, santos en sí mismos; no había nada impío en ellos. Pero no habían completado la ley aún. No poseían obras santas. No habían adquirido el tesoro de la santidad. Personalmente, uno puede ser santo sin haber logrado ni adquirido ni un grano de la santidad; y, por otro lado, uno puede haber completado perfectamente la ley, sin tener la más mínima función de la santidad personal. Cristo en el pesebre era perfectamente santo, pero no había aún completado la ley, por consiguiente, no había adquirido aún la santidad para presentarla a nosotros en nuestro lugar. Pero en la hora de la justificación, el hijo de Dios recibe (1) la completa remisión de su castigo en base a la propiciación de Cristo; (2) la completa remisión de su deuda en base a la satisfacción de Cristo. Y esta satisfacción no es más que el perfecto cumplimiento de la ley; una completa presentación de todas las buenas obras. Por consiguiente, una manifestación perfecta de santidad. Entre las Preguntas 114 y 115 no existe, por lo tanto, el menor conflicto.

La santificación y la santidad son dos cosas diferentes. La santidad en la Pregunta 60 no hace referencia a las disposiciones y deseos personales, sino a la suma total de todas las buenas obras requeridas por la ley. La santificación, al contrario, no se refiere a cualquier obra de la ley, sino exclusivamente a la obra de crear una disposición santa en el corazón.

Si alguien pregunta, ¿es Cristo tu santidad tanto como tu justicia y en el mismo sentido? Nosotros respondemos: ¡Sí! Por supuesto, alabado sea el Señor; Él es mi santidad completa delante de Dios como también mi perfecta justicia. Una es tan absoluta y cierta como la otra. El desempeño de todas las obras santas que la ley requiere de todo hombre, de acuerdo al Pacto de Obras, es un acto vicario de Cristo en el sentido más completo de la palabra. Por lo cual confesamos que la obras santas que Cristo hace por nosotros son justa y positivamente una santidad atribuida al presentarnos delante de Dios por una justicia atribuida. No se puede agregar nada. Es un todo, perfecto y completo en todo aspecto.

Y aquello que se hace para nuestro beneficio no requiere nuevamente de nosotros. Esto sería moralmente absurdo. De acuerdo con el Pacto de Obras, ni la ley ni el dador de la ley tienen algo más que demandar de nosotros. Es un trabajo terminado. El castigo se sufre y la santidad requerida por la ley se presentado. Somos perfectamente justos delante de Dios y frente a nuestra propia consciencia, ya que recibimos este beneficio innombrable con un corazón creyente.

Pero todo eso no tiene nada que ver con nuestra santificación. Adicionalmente a la justicia instaurada y a las obras santas, a continuación sigue nuestra santificación.

Del pecado procede la culpa, la pena y la mancha. Debemos ser liberados de esos tres. De la pena por la expiación de Cristo; de la culpa por Su santificación; y de la mancha por la santificación. Después que Dios nos ha redimido de esta eterna condenación, aún estamos oprimidos en nuestra sangre impura. La santa disposición inherente en Adán y su deseo no están restaurados aún en nosotros. Al contrario, la mancha del pecado todavía está allí. Nos gozamos en la ley de Dios en del hombre interno, pero también encontramos al pecado siempre presente y en todo lugar, en el cuerpo y alma manchados por el pecado. Y la voluntad de Dios es que esto no continúe. Porque Él sustituirá la mancha del pecado por una santa disposición. Él resuelve reformarnos internamente y renovarnos después en honor a la imagen de Su querido Hijo, es decir, para santificarnos.

Es sólo ahora que Él comienza a hacernos realmente santos. Como sus hijos, somos amados como la niña de Sus ojos. Él ha grabado nuestros nombres en las palmas de Sus Manos. Nosotros rechazamos las cosas indiferentes, pero pulimos la preciosa joya. Y nuestra vieja vestimenta es descartada. Pero removemos la mancha de la costosa túnica de seda. La dueña de casa adorna el bien amado caserío y el jardinero saca las malezas de su jardín. De igual manera, Dios motivado por Su Amor desea que Sus hijos, en cuerpo y alma, sean iluminados, hasta que la mancha del pecado sea removida completamente.

Esta es la obra de la santificación, apuntando exclusivamente a nuestra santificación personal, para restaurarnos a la santidad de Adán antes que hubiera realizado cualquier obra santa.

En Adán la santidad personal vino primero, luego la santidad consistente en la cumplimiento de la ley. Pero para el hijo de Dios, el último, atribuido a él por amor a Cristo, es impartido primeramente, y luego le sigue su santidad personal. Así como Adán fue creado santo, así el regenerado es hecho santo.

La santificación personal del regenerado y del pecador convertido comienza después del avivamiento de la fe; continua con más o menos interrupciones todos los días de su vida; es terminada, en lo que respecta al alma, con la muerte; y en relación al cuerpo, con la llegada del Señor. Y como esto es forjado por Cristo, a través del Espíritu Santo, las Escrituras confiesan que Cristo no es sólo nuestra Justicia, sino también nuestra Santificación.


VII. Aplicación de la Santificación

“A los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos.”—Romanos viii. 29.


En Su tiempo y con irresistible gracia, Dios trasladó a Sus elegidos de la muerte a la vida. Les dio fe y consciencia de ser justificados en Cristo; y por la conversión, Él puso sus pies en el camino de la vida. Así ellos están libres de culpa. No hay para ellos condenación. Ni el infierno ni el diablo pueden prevalecer contra ellos. De ahí surge el grito de victoria del apóstol: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. viii. 33, 34).

Los hijos de Dios tienen prueba formal de su justificación no sólo en la palabra, sino también en Cristo mismo, quien continuamente presenta Su sacrificio delante del trono. Tenga o no una alegría consciente de esto, no es relevante. En su sueño, en el delirio de la fiebre, privado de razón por causas físicas, continúa siendo el hijo de Dios. Independiente de sensaciones, experiencias y estados de ánimo, ¡sí! aun cuando no haya derramado una lágrima de arrepentimiento, posee su tesoro bajo toda circunstancia. Aun aquellos con discapacidad mental pueden poseerla. ¿Por qué Dios no podría tener hijos entre ellos? Por supuesto, bajo condiciones normales la fe consciente es la regla; pero la salvación no depende de la experiencia en sí del alma. Cuando caminas al sol, tu sombra es visible, pero tu existencia no depende de tu sombra.

Se debe enfatizar que la santificación no implica esfuerzos humanos y para complementar el trabajo de Cristo: pero es la obra adicional de la gracia crear en el santo de forma sobrenatural una disposición santa.

Los pecados generan polución, o sea, no puede haber pecado que no engendre pecado; el pecado genera pecado, atribuye pecado, es siempre madre del pecado. Si no detuviéramos el proceso engendrador de pecado en nuestros corazones, la cadena del pecado no se rompería, y sólo el pecado sería el resultado.

Pero este no es el propósito divino. Dios desea que nuestras buenas obras sean vistas por los hombres y glorifiquen al Padre que está en el cielo. Por lo tanto, Dios ha preparado buenas obras para que andemos en ellas. Pero si la mancha del pecado trabajara sin interrupciones, no podríamos ni caminar en ellas: ni uno solo de nosotros podría nunca hacer una buena obra. La luz nunca brillaría en los hijos de la luz y no habría ocasión para glorificar a Dios en el cielo. Las buenas obras labradas en nosotros por el Espíritu Santo independientemente de nosotros no pueden ofrecer dicha ocasión. Sus obras son siempre santas: no hay nada sorprendente en eso. Él causa que las obras sagradas procedan de nosotros de tal manera que son verdaderamente nuestras, y entonces hay motivos de alabanza—Mateo v. 16. Entonces los hombres preguntarán sorprendidos: ¿Quién hizo esto en ellos? Y mirando hacia arriba glorificarán al Padre. Y entonces la temible continuidad del pecado llamada “mancha” se rompe; entonces la ley que dice que el pecado debe engendrar pecado, es decir, cultivar una disposición pecaminosa, es reemplazada por otra ley que gradualmente introduce la santa disposición.

Esta disposición sagrada no puede surgir del hombre, ni siquiera desde de la regeneración. Un niño hambriento no puede crecer, ni tampoco el niño de Dios puede proseguir a la santificación si se le deja solo. Aun cuando la santificación está orgánicamente conectada a la vida implantada, no germinará sin el derrame constante de la gracia. Por consiguiente, es un regalo gratis del Padre de las luces.

El Espíritu que nos habita es el real Obrero. Él lo realiza en todos los santos, no parcialmente, sino completamente tanto en la vida como en la muerte, o sólo en la hora de muerte. Esto último se aplica a los niños elegidos, a los discapacitados mentales, a las personas enfermas y a las personas convertidas en su lecho de muerte. En todos los otros lo realiza durante toda su vida y en la hora de su partida.

Pero hay diferencias en distintas personas. En algunos el Espíritu Santo comienza la santificación en la niñez; en otros, en la madurez; en algunos procede casi sin ninguna interrupción; en otros se dificultada por conflictos o apostasía. Pero en todos Él actúa de acuerdo a lo que le es grato. La santificación es un bordado artístico confeccionado en nuestra alma. Él se asegura que será terminado en el momento preciso dispuesto para nuestra entrada a la Nueva Jerusalén; pero la forma y medida del progreso dependerán solamente de lo que sea Su propósito y beneplácito.

Primero, la santificación está íntimamente relacionada a Cristo y es parte del Pacto de Gracia que Él nos asegura como nuestro Garante. No es solamente Su obra, sino también una gracia inherente a Su Persona y tan identificada con Él, que el apóstol proclama: “¿Quién ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención?” Está relacionado a la unio mystica: Él vitalmente en nosotros y nosotros vitalmente en Él; Él es la vid y nosotros las ramas: “Ya no soy yo que vive, sino Cristo que vive en mí” (Gálatas xi. 20); Él la Cabeza y nosotros los miembros. Todos estos indican la unión vital entre el creyente y el Mediador. Se puede decir que el niño nonato respira a través de la respiración de la madre y que la madre respira en el niño. Lo mismo es verdad aquí, aun cuando la comparación ilustra pero no satisface completamente.

Por tanto, el hijo de Dios no puede estar sino en Cristo. No es que siempre esté consciente de ello. Muchas veces siente como si Cristo estuviera lejos de Él, y despechado por esto, se aleja tanto que pareciera que los lazos de unión se disolvieran completamente. Esto no es realmente así, porque Cristo nunca suelta su dominio. Pero así le parece a él. Y esta es la causa de la dificultad. En esta condición, su naturaleza pecaminosa se queda con él; todos sus tesoros de la gracia se quedan con Jesús. Por esta razón la liturgia dice: “Yacemos fuera de Cristo en medio de la muerte.” Cuando con Dina dejamos la tienda patriarcal para dirigirnos a tomar el camino de Siquén, lo hacemos bajo nuestro propio riesgo y responsabilidad, teniendo tan sólo la herencia de Adán, a saber, un alma muerta y una naturaleza corrupta. Entonces, imaginarnos que tenemos algo en nosotros mismos que sea aceptable a Dios, es equivalente a una negación de Emanuel. Con Köhlbrugge decimos: “Considerado fuera de Cristo, el convertido y el inconverso son exactamente iguales.” Pero aun cuando renegamos de Él, Él nunca reniega de nosotros; esta es la inconmensurable diferencia entre el convertido en su más profunda caída y el inconverso, en que el alma del primero está unida inseparablemente a Jesús y el alma del último no lo está.

Segundo, la santificación de los santos es impensable sin Cristo, porque la implantación de la disposición sagrada por el Espíritu Divino es: “Que nos transformamos más y más a la imagen de Dios hasta que llegamos a la perfección preparada para nosotros en la vida por venir” (Catecismo de Heidelberg, n. 155). ¿Y acaso esto no es la imagen de Cristo?

Ser santificados, entonces, significa dejar que Cristo crezca en nosotros. No son sólo unos pocos signos confusos de santidad, sino un todo orgánico de un deseo e inclinación pura, estampado en nuestra alma, abrazando todos los poderes del espíritu humano y su disposición. Por consiguiente, su progreso no puede medirse en diez grados ahora y en quince el próximo año. Es el reflejo de Cristo sobre la superficie reflexiva de nuestra alma; primero en tenues trazos, gradualmente más distinguible, hasta que el ojo experimentado reconoce en él, la forma de Jesús. Pero, aun en el caso más avanzado, no es nunca más que un daguerrotipo; sólo a través de la muerte se nos revelará una imagen perfecta de Emanuel.

La disposición sagrada es un “hombre perfecto,” es decir, una forma de abrazar toda la personalidad del santo; una expresión completa de la imagen de Cristo; y, por consiguiente, abarca todo nuestro ser humano.

Cuán necio es hablar entonces de la Santificación como resultado del esfuerzo humano. Cuando la persona desaparece, ¿no va también la sombra con ella? ¿Cómo podría entonces la imagen de Cristo, su forma o su sombra, permanecer en nosotros cuando, en nuestros vagabundeos, el alma se separa de Él? El resplandor desaparece con la luz. No se puede retener una sombra. Es por esto que Emanuel es nuestra santificación en todo el sentido de la palabra. Su forma reflejándose a sí misma en el alma y el alma reteniendo ese reflejo es toda la obra de la santificación.

Finalmente, vamos a la pregunta: ¿Cómo puede la santificación implantar una disposición sagrada si depende de la reflexión de la forma de Jesús en el alma, si es que una negación o apostasía temporal que nos separa de Él? Contestamos: ¿Puede una disposición inherente no existir y continuar sin ser ejercida? Uno puede haber adquirido la disposición (hábito) de hablar inglés fluido y no hablarlo por todo un año. Así también puede adherirse al alma la disposición o hábito del deseo sagrado, aun cuando el flujo de la impiedad lo cubra por toda una temporada. Y el alma está completamente al tanto de esto por la lucha interna en la consciencia. Si Jesús pudiera perder su dominio sobre nosotros, sí, entonces la sagrada disposición podría no permanecer. Pero, ya que el alma inconsciente en medio de la profunda caída, permanece en Su mano, tal objeción no tiene peso.


VIII. La Santificación en Hermandad con Emanuel

“Pero ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación y. como fin, la vida eterna.”—Romanos vi. 22.

La tercera razón por la cual nuestra santificación esta en Cristo es: que Él la ha obtenido; que de Él fluye y que Él la garantiza.

Teniendo su mente completamente despojada de la falsa idea que la santificación es producto de sus propias manos, sujetando fuertemente la clara doctrina de que es un regalo de la gracia, esta tercera razón apela a usted. Si la santificación es un regalo, un favor, surge la pregunta: ¿para qué? ¿Es un regalo por la labor de su alma? ¿Fruto de su oración? ¿Un aliento en el camino? ¿Es por motivo de su amor, piedad, bondad? ¿Es por cualquier otra cosa en usted? Porque debe haber algún motivo. El que Dios deba otorgar el precioso y duradero regalo de la santificación a personas que con ambas manos se oponen a ella y con dedos torpes estropean su belleza, es inconcebible. ¿Qué fue, entonces, lo que movió al Señor Dios en favor suyo? Usted debe decir: “Su insondable placer, que es la base más profunda de toda nuestra salvación.” Muy bien; pero el divino consejo no trabaja por magia. Todo lo que proviene de ese consejo sigue su curso y muestra los vínculos que le dan consistencia.

Por consiguiente, la pregunta que se debe hacer es: “¿Quién es el que obtuvo para usted el gracioso regalo de la santificación?” Y la respuesta es “Nuestro redentor; la santificación es el fruto de la Cruz.”

No hay división en la obra de redención. Cristo no obtuvo en la Cruz solamente nuestra justicia, dejando que nosotros obtuviéramos la santificación por conflicto y negación propia; pero hay Uno que obra, y los otros entran en Su paz; Él solo pisó el lagar y, de la gente que estaba allí, no había ninguna con Él.

Dios ha ordenado que nuestra santificación fluya directamente de Cristo. El Espíritu Santo es el Trabajador, aun cuando cualquier cosa que Él nos imparte, lo toma de Cristo. “Él recibirá de mí y Él me glorificará.” Esta no es una frase vacía sino la pura realidad.

Lo que un alma redimida necesita es una santidad humana. Un hombre debe santificarse, un ángel no. Este último no puede ser santificado. Una vez caído, se pierde para siempre. Creado y caído como Adán, no puede ser restablecido como Adán. Los ángeles sin saber nada de la redención, desean contemplar esto. Por consiguiente, cuando, a pesar del pecado, Dios induce a la vida eterna a una innumerable compañía de hombres y ángeles, Él efectúa esto santificando a los elegidos de entre los hombres impíos; mientras que los ángeles elegidos no necesitan santificación porque ellos nunca han sido impíos. La santificación se refiere, por tanto, exclusivamente a los hombres; se imparte una santidad hecha posible y decretada sólo para los hombres; se crea una disposición sólo para la forma y carácter humanos, calculada para las peculiares necesidades del corazón humano.

El Espíritu Santo encuentra esta disposición sagrada en su forma requerida, no en el Padre, no en sí mismo, sino en Emanuel quien, como hijo de Dios e Hijo del hombre, posee la santidad en esa peculiar forma humana.

Cristo también nos garantiza su precioso regalo. Siendo la justificación un hecho que se logra de una sola vez, no requiere esto, pero la santificación es gradual.

La falta de garantía respecto a nuestra propia santificación nos llenaría de dudas e incertidumbres, viendo cómo comienza pequeña y progresa lentamente; y en lo que respecta a aquellos infantes fallecidos y personas convertidas tarde en la vida, tales dudas podrían causarnos temor y robarnos la satisfacción de una obra terminada.

Cristo dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo xi. 28). Sin embargo, la experiencia nos enseña que a muchos creyentes la inherente falta de santidad les causa constante desasosiego. Saben que en Cristo son justos, mas están confrontados; porque Dios dice en Su palabra: “Sean santos como Yo soy santo” (1 Pedro i.16). Si sólo se leyera: “Actúa santamente,” los méritos de Cristo podrían ser suficientes, pero se lee “Se santo,” y eso significa disposición santa inherente. O si se leyera “Vuélvete santo,” su acercamiento gradual a la idea podaría inspirarle esperanza. Pero se lee inexorablemente “Sé santo,” y eso causa que su alma herida tema.

Pero no todo creyente está complicado en este asunto. Muchos casi nunca, y la gran mayoría, nunca piensa en esto. Mientras se les predique la reconciliación y la satisfacción, incluidas las buenas obras terminadas, ellos están en paz. Su naturaleza carnal está suficientemente satisfecha con esto. Pero hay otros más pensantes y de consciencia más escrupulosa que no aceptan la “puerta ancha y el camino espacioso” abierto así a sus almas, pero que sí creen la palabra: “Angosta es la puerta y angosto el camino” (Mateo vii. 14). Para ellos se lee “Sean santos,” y no habrá paz o alivio para sus consciencias hasta que no se hayan reconciliado con esa palabra.

Por consiguiente, decimos que no es suficiente que Cristo haya obtenido la santificación, que el Espíritu Santo le imparta, sino también que Cristo nos garantice no una vez, sino para siempre; de modo que cuando sea que aparezcamos delante del Único Santo, seamos realmente santos en Cristo.

Y esta es la tranquilidad bendita de la Palabra, que Cristo mismo es nuestra santificación. Tal como los descendientes caídos de Adán tienen la temible certeza que toda su naturaleza está completamente contaminada, así también los redimidos por Cristo resucitado tienen la gloriosa garantía que en Él serán completamente santos.

Este es el misterio de la Vid y sus ramas, y de las profundas palabras: “Ahora vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Pedro xv. 3). Como nuestro Garante, Él nos asegura de aquí en adelante: (1) que la disposición sagrada creada en nosotros, aun cuando sea sobrepasada temporalmente por el pecado, no se puede perder nunca; (2) que la forma de Cristo, de la cual sólo hay un pequeño comienzo en nosotros, logrará plena perfección antes que entremos a la Nueva Jerusalén; (3) que como nuestro Garante Él está delante del Padre en nuestro beneficio, habiendo depositado en los tesoros de Sus méritos todo aquello que aún carecemos en nuestro nombre. Conociendo esto, el alma acongojada encuentra descanso.

Seamos cuidadosos que la preciosa vasija en la cual Dios nos presenta esta gracia permanezca intacta, porque el pecador no puede conformarse con menos.

Pero también debemos ser cuidadosos de evitar el otro extremo, el cual bajo el pretexto de que Cristo es nuestra santificación, niega el trabajo del Espíritu Santo. Los que sostienen este punto de vista conceden que Cristo sea nuestra santificación, que el Espíritu Santo trabaja en nosotros y que las buenas obras son el resultado, pero de tal manera que nuestra propia persona como tal permanece igual de malvada e inútil como antes. Ser regenerados o no, creer o no creer, es todo lo mismo. La única diferencia entre ambas es que, independientemente de nuestra propia persona y en contra de nuestra voluntad, el Espíritu Santo nos hace caminar inconscientemente por el camino de la vida.

Esta perniciosa enseñanza se opone a Romanos vii. y a la Confesión de las Iglesias Reformadas. El apóstol no dice que sus deseos e inclinación sean todavía malvados, y que el Espíritu Santo realice buenas obras independientemente de él y aun así por medio de él; sino lamenta que, siendo su deseo simpatizar con la voluntad divina y desear el bien, el mal aún está presente. De manera similar, el Catecismo enseña que el hombre está inclinado a todo mal, mientras no haya nacido de nuevo, pero no más allá. Porque el avivamiento del nuevo hombre consiste en una sincera alegría de corazón en Dios a través de Cristo, y en el amor y deleite de la vida según la voluntad de Dios (Pregunta 90).

Y el alma de los impíos no está dispuesta así. De ahí que la discrepancia entre ambos sea tan grande como el abismo entre el cielo y el infierno que bosteza entre ellos.

Puede ser, por consiguiente, provechoso para nuestros lectores poner delante suyo la Confesión de los teólogos Reformados de las iglesias de Suiza, Alemania, Inglaterra y Países Bajos sobre este punto (1619).

Ellos confesaron: “Que el Espíritu Santo domina los recesos más profundos del hombre; abre la habitación y suaviza el corazón endurecido; circuncida aquello que no fue circuncidado; inyecta nuevas cualidades a la voluntad que previamente estaba muerta; Él la aviva; al ser malvado, desobediente y obstinado, Él lo transforma en bueno, obediente y piadoso; lo activa y fortalece de modo que, al igual que un buen árbol, pueda dar frutos de buenas acciones” (Tercera sección del Cuarto Capítulo de la Doctrina, artículo 11).

Y este glorioso trabajo se realiza de la siguiente manera, según la unánime confesión de las Iglesias Reformadas: “Que el Señor no quita la voluntad ni sus propiedades, ni hace violencia contra ellas; sino que la espiritualidad aviva, cura, corrige y, al mismo tiempo, doblega con dulzura y poder; de tal manera que donde anteriormente prevalecía la rebelión y resistencia de la carne, comienza a reinar una obediencia espiritual pronta y sincera; que es en lo que consiste la restauración verdadera y espiritual de nuestra voluntad y libertad” (Tercera sección, Cuarto Capítulo de la Doctrina, artículo 16).


IX. Dispocisiones Implantadas

“Perfeccionando la santidad en el temor de Dios.”—2 Corintios vii. 1.

Negar que el Espíritu Santo crea nuevas disposiciones en la voluntad es equivalente a retornar al error Romano, aun cuando Roma discute esta materia de una forma diferente.

Roma niega la total corrupción de la voluntad por el pecado; dice que sólo su disposición es completamente maligna. Por consiguiente, no siendo la voluntad del pecador completamente inútil, se desprende: (1) que el regenerado no necesita la implantación de una nueva disposición; (2) que en este aspecto no hay diferencia entre el regenerado y no regenerado. Aquellos que introducen en las Iglesias Reformadas esta y similares enseñanzas, debieran considerar que afectan uno de los fundamentos de la Reforma y, aun cuando sin intención, nos llevan de vuelta a Roma.

La cuestión principal de esta controversia es: si el hombre es algo o nada.

Si el hombre es absolutamente nada, como algunos alegremente proclaman; entonces Dios no puede obrar en él, porque Dios no puede obrar en nada. En nada uno no puede hacer nada. En nada, nada se puede implantar. A nada, nada se le puede agregar. La nada no puede ser un canal para algo. Si el hombre es nada, no puede haber ni pecado ni justificación, porque el pecado de nada es nada; y nada es no pecado. Nada no puede nacer de nuevo, ni ser convertida ni compartir la gloria de los hijos de Dios. Y si no hay pecado no hay necesidad de un Salvador para reparar del pecado; porque para reparar de nada no se necesita expiación. Entonces no hay necesidad de discutir la santificación en absoluto. Esto muestra que la idea que el hombre no es nada no puede ser tomada en su sentido absoluto. Ya que el hombre es un ser, él debe ser algo; y aquellos que mantienen que es nada, muestran por sus acciones que ellos se consideran a sí mismos como algo muy lejos de ser nada.

Pero si lo ponemos así: “El hombre es nada delante de Dios,” esto se vuelve comprensible de inmediato. Entonces todo buen cristiano se suscribe a esto incondicionalmente; él sólo llora porque es tan difícil ser nada delante de Dios; y con todos los santos él ora para que pueda negarse a sí mismo más sinceramente, morir a sí mismo, y saberse a sí mismo como nada delante de Dios. Medido por Dios, el hombre no tiene valor. Todo su esfuerzo por ser algo delante de Dios es una ridícula insensatez. Todo púlpito debiera echar abajo, con tonos de trompeta, toda montaña de orgullo y hacer humilde al hombre delante de Dios, de modo que sintiéndose como una mera gota en la cubeta—sí, menos que nada—pueda encontrar descanso en la adoración a la Majestad divina.

Delante de Dios el hombre no es nada. Ni siquiera el hombre regenerado es algo; pero en Su mano, por Su ordenanza y Su estimación, él es tan grande que “Dios lo corona con gloria y honor,” lo ama como a Su hijo, lo hace heredero de la dicha divina y lo invita a pasar una eternidad con Él.

Estas dos no deben confundirse jamás; el absoluto no-ser del hombre ante Dios no se puede aplicar nunca al hombre como instrumento en la mano de Dios. Y el poderoso significado del hombre, como instrumento de Dios, no puede tender nunca a hacerse el más mínimo algo ante Dios como un ser.

De modo que nos oponemos al misticismo panteísta y al funesto pelagianismo.

La equivocación esencial de este último es que le da al hombre como tal cierto prestigio ante Dios y rehúsa reconocer que incluso el más docto y más excelente, cuyo aliento está sus narices, “¿Y dónde está el que ha de ser apreciado?” es menos que nada delante de Dios. Y el falso misticismo en aquella injuriosa tendencia de la mente humana, la cual en todas las épocas y en todas las naciones con el fin de no ser nada delante de Dios, niega la significancia del hombre, incluso como instrumento de Dios. En sus escritos se reitera que ante Dios el hombre es nada, que en Dios él desaparece y se pierde a sí mismo, que Dios lo absorbe. Y este ‘ser absorbido’ es llevado tan lejos que nada permanece a lo cual el pecado o la culpa se puedan adscribir. Y así la conciencia de la responsabilidad y la concepción de imputabilidad se han perdido. Los cristianos, descarriados por la fascinación de no ser nada, han cantado himnos y predicado sermones muy aceptables para los budistas de India, pero enteramente fuera del panorama del cristianismo.

El hombre como instrumento de Dios es importante, por cierto. Al crearlo de la nada, Él creó algo y no nada, y ese algo fue tan importante que todas las criaturas hechas antes que él apuntaban hacia él; en el Paraíso, sólo él fue el portador de la imagen divina. El dominio sobre toda la tierra le fue dado a él; aun el de juzgar a los ángeles. “El Hijo asumió la naturaleza, no de los ángeles, sino humana.”

Decir esto significa que el hombre es sólo un espejo que refleja la naturaleza divina en el vano esfuerzo del enfermizo misticismo por reconciliar el significado del hombre con sus propias teorías panteístas. Las Escrituras enseñan, no que Dios refleja algo en nosotros, sino que nos imparte algo a nosotros. El amor de Dios, por medio del Espíritu Santo, es derramado en nuestros corazones.

El Señor nos hace su templo y penetra en él. Una semilla divina es colocada en el alma. Agua pura es esparcida sobre nosotros. Las Escrituras usan muchas otras imágenes para advertirnos contra la falsa teoría que niega la disposición inherente en el alma y reduce al hombre a un mero espejo. La rama no es un reflejo de la vid sino que crece del tronco soportando hojas y racimos. Un niño no es un mero espejo del padre pues, como ser, posee vida y cualidad. Un enemigo no es uno que meramente falla en reflejar correctamente, sino un ser dotado de existencia real.

Hacer de un hombre, aun como instrumento de Dios, un mero espejo en principio niega el pecado, destruye el sentido de responsabilidad y cambia la vida misma en fantasías de un sueño.

Las Escrituras enseñan sobre este punto que ante Dios el hombre es nada; que sólo a través de Dios el hombre es algo; y todo lo inherente y la bondad adquirida viene sólo de la Fuente de todo bien. Y siguiendo los pasos de los padres reformados, debemos mantener esta doctrina. Pero negar el ser real y peculiar del hombre, es inconsistente con las Escrituras y con la Confesión.

Escapando de esta manera de un falso misticismo y retornando a la verdad purificada y ordenada, no encontramos más dificultad en la santificación. Por supuesto, si el niño de Dios no es más que un espejo pulido, entonces aquellos que niegan lo inherente y la disposición sagrada están en lo correcto y tal disposición está fuera de cuestión. Como espejo, el hombre está muerto y todo lo que se puede ver en él no es más que un pálido y pasajero reflejo de la imagen de Dios. Pero si el hombre, como instrumento de Dios, tiene un ser propio, es natural que aparte de ser, Dios también le dio cualidades. Un ser sin cualidades es impensable. Hay cualidades en toda esfera: en el mundo material, porque el hombre come, toma, camina y duerme; en el mundo intelectual, porque piensa, juzga y decide; en materias de gusto porque juzga las cosas como bellas, feas o indiferentes; y en el mundo moral, porque sus deseos son justos o injustos, nobles o abyectos, buenos o malos.

Y estas cualidades difieren en distintos hombres. Uno ama la comida que otro detesta. El juicio de uno es plano y el de otro, agudo. Uno llama apuesto lo que otro considera antiestético, y bueno lo que otro considera maligno. Por consiguiente, debe existir una diferencia esencial en las condiciones del hombre que pueden surgir desde sus respectivos temperamentos, educación, ocupación, etc. Algunos hombres tienen estas diferencias en común. Hombres de un grupo no consideran el imprecar como algo pecaminoso, sino más bien parecen gozar de ello; aquellos de otro grupo lo aborrecen y protestan contra eso. Esto prueba que entre ambos debe haber una diferencia en algo; porque sin una causa diferente no puede haber un efecto diferente. Y esta diferencia que causa en algunos hombres disfruten el imprecar y otros lo aborrezcan se llama la disposición de la personalidad del hombre.

Puede ser santa o impía, pero nunca indiferente. Siendo corrupta e impura en la naturaleza humana no regenerada, no puede ser santa en el regenerado a menos que Dios la haya creado en él. Aquello que es nacido de la carne, carne es. Todas nuestras carreras, trabajo y esclavitud no pueden crear en nosotros una santa disposición. Sólo Dios puede hacer eso. Como Él tiene el poder por medio de la regeneración para cambiar la raíz de la vida, también puede cambiar por la santificación la disposición de las afectaciones. Y podría haber hecho esto al instante, al igual que en la regeneración, haciendo que nuestra naturaleza sea inmediatamente perfecta en todas sus disposiciones; pero a Él, que no da cuenta ninguna de Sus materias, no le ha complacido hacerlo.

Por supuesto, Él libera a Sus hijos de inmediato del lazo del pecado; pero, como regla, la santificación de sus disposiciones es gradual excepto en los infantes electos fallecidos, y hombres convertidos en el lecho de muerte. En todos los otros la implantación de las sagradas disposiciones va paso a paso, e incluso, a veces, con recaídas temporales. Sin este incremento en Cristo no puede haber santificación; y el alma que no alcanza santificación, ¿qué soporte tiene para gloriarse en su elección?


X. Perfecto en Partes, Imperfecto en Grados

“Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.”—1 Tesalonicenses v. 23.

La doctrina de las Escrituras que establece que la santificación es un proceso gradual, perfeccionado sólo en la muerte, debe mantenerse clara y sobriamente: primero, en oposición a los perfeccionistas, que dicen que los santos pueden ser santificados completamente en esta vida; segundo, en oposición aquellos que niegan la implantación de las disposiciones sagradas inherentes en los hijos de Dios.

Debe hacerse notar, por lo tanto, que la Sagrada Escritura distinga la santificación imperfecta en grados y la santificación perfecta en sus partes. Un infante normal, aunque pequeño, es un perfecto ser humano. Por supuesto que debe crecer. Pero tiene todas las partes del cuerpo humano. Las facultades mentales no pueden ser examinadas, pero los miembros del cuerpo son obviamente perfectos y completos. La cabeza puede no estar cubierta de pelo, varios miembros pueden estar todavía incompletos, pero eso no impide su perfección: en un pequeño comienzo, las partes constitutivas y todos los miembros están presentes. Por consiguiente, al niño se le llama perfecto en sus partes.

Sin embargo, no es perfecto en sus grados, es decir, no ha logrado su pleno crecimiento. Debe crecer e incrementar en todo aspecto. Y este es un progreso lento e imperceptible. Una prenda que calza perfectamente en la noche nunca quedará demasiado chica a la mañana siguiente. El crecimiento durante una noche es imperceptible. Sin embargo, crecemos e incrementamos; hasta la hora de la muerte, el cambio es constante. Y este incremento y el subsecuente decrecimiento con la edad avanzada, afectan a todas las partes por igual. Nunca pasa que el brazo del niño crezca, pero no su pierna; que su cuello se expanda, mientras que su cabeza permanece pequeña. Este incremento gradual es la fuerza expansiva inherente al principio vital, dominando a todos los miembros y a cada parte.

Esto se aplica a los hijos de Dios, en su segundo nacimiento, aun con más fuerza, porque en el Divino Reino no hay deformidades; todos proceden de la mano del Creador como creaciones perfectas. Esta perfección es en las partes, o sea, tienen lo que en esencia les pertenece. Y todo miembro está internamente animado y labrado desde un principio vital, por el Espíritu Santo, de tal manera que todas las partes son afectadas por Él espontáneamente. Por consiguiente, en la santificación los deseos sagrados y las inclinaciones deben surgir de ese principio vital interno en las partes, el cual domina todo miembro.

En este sentido, la santificación es una obra perfecta no externamente, sino en la parte de Dios, en la cual Él causa que el principio santificador afecte cada miembro. Él no santifica primero la voluntad y luego el entendimiento; o primero el alma y después el cuerpo; sino más bien, Su obra abarca a todo el hombre de una sola vez.

Pero la santificación es imperfecta en el grado de su desarrollo. Cuando por diez años Dios ha labrado en nosotros el deseo sagrado, este debe ser mucho más fuerte que al principio. Este es el resultado del crecimiento, de un incremento gradual, a pesar de muchos altos y bajos, casi imperceptibles. Por consiguiente, hay pasos ascendentes, de lo menos a lo más en relación al hombre nuevo; y descendente de más a menos en la muerte del hombre viejo; pero en los dos siempre hay un cambio gradual, cada vez más lejos de Satán y más cerca de Dios.

“Perfecto en partes, imperfecto en grados,” como nuestros santos padres acostumbraban decir, por medio de lo cual ilustraban el segundo nacimiento comparándolo con el primero; y en esto ellos simplemente seguían a las Escrituras que colocan la perfección del regalo de Dios junto a las imperfecciones de nuestro incremento gradual. El Catecismo lo expresa como sigue: “Aun el hombre más santo, mientras esté en esta vida, sólo tiene pequeños principios de esta obediencia.” Hasta que, con sincera resolución ellos comienzan a vivir, no sólo de acuerdo a algunos sino a todos los mandamientos de Dios” (p. 114). San Pablo dice que Cristo “constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios iv. 12). En 2 Corintios x. 15, él espera ser engrandecido entre ellos cuando su fe se incremente. A los colosenses, escribe: “Para que podáis andar como es digno del Señor, agradándolo en todo, llevando fruto en toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses i. 10). A los tesalonicenses: “Por cuanto vuestra fe va creciendo y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás” (2 Tesalonicenses i. 3). El salmista canta que “el justo florecerá como la palmera,” y San Pablo le dice a Timoteo, su hijo en Cristo, “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (1 Timoteo iv. 15). De su propia experiencia el apóstol testifica: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.” Y escribiendo a los Corintios, él esboza un cuadro del fruto de la santificación diciendo: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor.”

Pero no debemos caer en el error común de aplicarle a la santificación lo que las Escrituras enseñan con respecto a “los hijos” y “los perfectos.” Esto causa confusión. Hablando de diferentes clases de creyentes, las Escrituras reconocen que hay diferentes grados. Esto aparece más claramente la primera Epístola de San Juan (ii. 12-14), en donde se dirige a los creyentes como “hombres jóvenes” y como “padres,” evidentemente con referencia a su edad, porque coloca a los últimos como más maduros en experiencia espiritual que los primeros. En Hebreos v. 13-14, San Pablo distingue lo “perfecto” que usa alimento sólido y las “niños” que dependen de la leche. A los corintios: “Hermanos, no pude hablarles como a espirituales, sino como a carnales,” es decir, aquellos que no pueden soportar la carne, sino que todavía deben alimentarse de leche (1 Corintios iii. 1ss). Que estas palabras se refieran a la santificación, es evidente por lo que sigue: “Porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (ver. 3). De él mismo él testifica: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, jugaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño” (1 Corintios xiii. 11). Él exhorta a los efesios (iv. 14): “Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error”; y entre los filipenses distingue lo perfecto de lo imperfecto diciendo: “Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos” (iii. 15).

Por consiguiente, el apóstol evidentemente distingue dos clases de creyentes: aquellos cuya condición es normal y aquellos que están todavía en una condición preliminar. Las Escrituras designan a los primeros como “perfectos,” “adultos,” y “hombres y padres,” a quienes pertenece el alimento sólido (‘la carne fuerte’); a los últimos como “niños” y “jóvenes,” quienes todavía necesitan leche.

Ahora el tema surge entre si la transición del primero al segundo es lo mismo que el incremento gradual de la santificación. Generalmente la respuesta es afirmativa; pero las Escrituras responden negativamente, por razones tan claras como la luz del día. Encontramos pruebas convincentes en Filipenses iii. 12-15. En el versículo 12, San Pablo dice: “No soy perfecto aún” e inmediatamente después de eso (ver. 15) y en el mismo sentido él se pone distintivamente entre los perfectos; él se ofrece incluso como ejemplo.

Es evidente que cuando San Pablo, bajo la directa guía del Espíritu Santo, declara en el mismo momento que todavía no es perfecto y que él es perfecto—sí, el ejemplo de lo perfecto—la palabra “perfecto” no se puede tomar en el mismo sentido, en ambos casos; en uno debe haber un significado diferente al otro.

Aquellos que creen en la santificación gradual no deben apelar a este y a otros similares para sustentar su doctrina. Tal mal aplicación de las Escrituras es sacar agua de la piedra, para el molino de los perfeccionistas, los que con buena razón contestan: “Los apóstoles estaban relacionados evidentemente con santos ‘completamente santificados’ como nosotros.”

¿Y cuál es la diferencia?

Un niño y un hombre no son lo mismo. El último está completamente crecido, el primero no; el último, habiendo llegado a la madurez, entra en un nuevo proceso de hacerse más noble, más refinado, interiormente más fuerte. El encino continúa su crecimiento hasta que logra su altura total—proceso que toma muchos años. Pero este no es el término de su desarrollo. Al contrario, no empieza a adquirir sus cualidades de pureza hasta que ha logrado pleno crecimiento. Se envía al niño al colegio para ejercitar sus poderes. Habiendo pasado por sucesivas instituciones y habiéndose graduado de la superior, recibe su diploma que declara que su educación ha terminado y que está listo para entrar a la carrera de su vida; es decir, su educación ha terminado en lo que respecta al colegio. Pero esto no implica que no tiene nada más que aprender. Al contrario, sólo ahora sus ojos han sido abiertos para ver la realidad y la condición actual de las cosas. Su educación ha terminado y, sin embargo, él recién comienza a aprender.

Y lo mismo se aplica a aquellos que las Escrituras llaman “perfecto.” Un nuevo convertido debiera ir primero al colegio y no, después de la práctica del Metodismo, ser puesto directamente a trabajar para convertir a otros como perfectos creyentes. Él es sólo un bebé, dice el apóstol, un bebedor de leche; y no se puede esperar de un bebé que dé asistencia, como a una esposa de mediana edad o una enfermera, en el nacimiento espiritual de otros bebés.

Es un gran error de muchas escuelas dominicales hacer que los corderitos que aún maman hagan el trabajo de las ovejas; o descuidar de alimentar a los bebés recién nacidos con conocimiento y disciplina espiritual. Y la insana noción, que gana terreno más y más, de que los jóvenes que han evidenciado tan sólo un leve atisbo de vida espiritual deben ser promovidos de inmediato al estado de un cristiano maduro, lo cual trae destrucción a la Iglesia. Esto es, porque tan pocos indagan después la verdad, o buscan enriquecerse con conocimiento espiritual; porque la vida espiritual pareciera consistir solamente en correr y carreras hasta que espiritualmente exhaustos y empobrecidos, los hombres se sienten amargamente desilusionados. Esto hace cristianos enfermos, espiritualmente tísicos, altos y delgados, con ojos centellantes y pómulos febriles, sin aspecto varonil, fuerza y vigor. Por supuesto, tales personas no pueden resistir los vientos arremolinados de enseñanzas extrañas sin ser arrastrados con todo viento de doctrina.

Por lo cual repetimos que el recién nacido debe ser alimentado primero con leche, enviado luego al colegio, no a enseñar sino a aprender. Y los ministros de la Palabra en el púlpito, los padres en la casa y los maestros de nuestros colegios cristianos, deben examinarse a sí mismos para ver si entienden el arte de alimentar a los bebés con leche, si es que el enseñar del pan no es demasiado pesado ellos, si es que no han olvidado que estos aún son ovejas que no han sido destetadas.

Por supuesto que llegará el tiempo cuando el succionador tendrá la capacidad de digerir comida sólida. El conocimiento se acumulará y más tarde su educación terminará. Y luego sería tremendamente tonto no seguir hacia la perfección y retener la comida sólida y continuar alimentando a los miembros de la Iglesia con leche. Tal curso de acontecimientos dejaría pronto vacía la iglesia. Los hombres provistos con dientes espirituales no pueden vivir con esa dieta. La prédica que siempre está colocando los primeros cimientos mata tanto al predicador como a las personas.

Por tanto, hay un tiempo en la vida de los santos cuando termina el primer proceso de crecimiento; cuando los creyentes habiéndose convertido en hombres tienen su lugar entre los maduros y perfectos. En este sentido escuchamos al apóstol decir: “Yo no pertenezco a los bebés en el regazo de la madre, ni a los niños en el colegio, sino a los adultos y perfectos cuya educación ha terminado. Pero, oh hermanos, no penséis que yo soy perfecto internamente, pues no lo he logrado aún; pero lo persigo, a ver si puedo alcanzar aquello por lo cual también he sido alcanzado en Cristo Jesús.”

Vemos la misma diferencia entre plantas y animales, en el nacimiento natural y espiritual. Hay un primer crecimiento para lograr la altura total; sólo entonces comienza el real desarrollo que en los hijos de Dios corresponde al despliegue de la disposición sagrada en sus propias personas.


XI. El Pietista Y El Perfeccionista

“Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad.”—Hebreos xii. 10.

La santificación es obra de la gracia de Dios, por la cual, en forma sobrenatural, Él gradualmente despoja de pecado las inclinaciones y disposiciones del regenerado y lo viste de santidad.

Aquí enfrentamos una seria objeción, que merece nuestra cuidadosa atención. Para el observador superficial, la experiencia de los hijos de Dios parece diametralmente opuesta al declarado regalo de santificación. Uno dice: “¿Puede ser que por más de diez años haya sido sujeto de una operación divina por la cual mis deseos e inclinaciones han sido despojados de pecado y vestidos de santidad?” Si este es el Evangelio, entonces no pertenezco a los redimidos de Dios; porque en mí mismo, escasamente percibo algún progreso; sólo sé que mi primer amor se ha vuelto frío y que la corrupción interna es atrayente. Algunos sueñan con el progreso, pero yo escasamente descubro algo en mí, salvo tropiezos. Ninguna ganancia, sólo pérdidas, es el triste estado de cuenta al día. Mi única esperanza es Emanuel mi Garante.”

Mientras que la experiencia de un corazón roto purga de esta forma su aflicción, otros nos exhortan a no estimular la vanidad espiritual. Ellos dicen: “No debemos alentar el orgullo espiritual en los hijos de Dios, porque por naturaleza ya están inclinados a él. ¿Qué conduce más al orgullo espiritual que la presunción de una santidad siempre creciente? ¿No es la santidad el logro más alto y más glorioso? ¿No realizamos un rezo exhaustivo para hacernos partícipes de Su Santidad? ¿Y podría usted imaginar a esas almas que se han convertido años atrás, que hayan alcanzado ya un considerable grado de la perfección divina? ¿Daría usted licencia a los cristianos más antiguos para sentirse superiores a sus hermanos menores? La santidad quiere ser notada; por consiguiente, usted los insita a desplegar sus buenas obras. ¿Qué es esto, sino cultivar un espíritu farisaico?”

No debemos descansar hasta que esta objeción de la consciencia sensible sea removida enteramente.

No es que podamos escapar a todos los peligros del fariseísmo. Esto silenciaría toda exhortación a la vida santa. La luz sin sombras es imposible; la sombra sólo desaparece en la absoluta oscuridad. En los tiempos de los antiguos fariseos, Jerusalén comparado con Roma y Atenas era una ciudad temerosa de Dios. El fariseísmo no fue nunca más desembozado que en los días de Jesús. Y la historia muestra que el peligro del fariseísmo ha sido menor en las Iglesias Romanas y mayor en las Iglesias Reformadas; y entre estas últimas es más fuerte donde el nombre de Dios ha sido más exaltado. La santidad es imposible sin la sombra del fariseísmo. Mientras mayor la luz y gloria de los primeros, más oscura la sombra de los últimos. Para escapar completamente del fariseísmo, uno debe descender a los hoyos más pestilentes de la sociedad, donde nada controla las pasiones de los hombres.

Y esto es natural. El fariseísmo no es una corrupción común, sino que es el moho de la más noble fruta que la tierra haya visto jamás, a saber, la santidad. Los círculos que están libres del farisaísmo también carecen del bien más alto; ¿cómo puede entonces pudrirse ahí? Y los círculos en los cuales este peligro es mayor, son los mismos círculos en los cuales el mayor bien es conocido y exaltado.

Pero, aparte de estas escaramuzas sin destino con el fantasma farisaico, los escrúpulos mencionados más arriba tienen nuestra simpatía más profunda. Si fuera cierto que la santificación impresionara tanto al alma como para incitarlo al orgullo, no podría ser el artículo real; porque de todos los orgullos impíos, es el más abominable. Es la más dulce y sincera súplica de David: “Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión” (Salmo xix. 13). La concepción fundamental de la gracia está íntimamente conectada con la idea de convertirse en un niño pequeño, y su regalo está tan fuertemente condicionado hacia una disposición humilde que el regalo que estimula el orgullo espiritual no puede ser un regalo de la gracia.

Pero estamos confiados que la doctrina de la santificación, tal como se ha presentado en estas páginas, acorde a las Santas Escrituras, no tiene nada en común con esta caricatura. Desde que en el Paraíso surgió el pecado de la primera incitación satánica al orgullo, y todavía crece de esa raíz venenosa toda la impiedad espiritual y carnal, es evidente que el primer efecto de la santa disposición implantada es hacer más humilde al orgullo; bajarlo de su pedestal y al mismo tiempo avivar un espíritu humilde, sumiso y parecido al de un niño.

La idea que la santificación consiste en inspirar en el santo el horror por los pecados detestables y externos sin un rompimiento previo de la autoindulgencia, es contrario a las Escrituras y objetado por las Iglesias Reformadas. Las Escrituras enseñan que el Espíritu Santo nunca aplica la santificación al creyente sin adjuntar todos sus pecados al mismo tiempo. “Una sincera resolución de vivir no sólo de acuerdo a algunos sino a todos los mandamientos de Dios” (Catecismo de Heidelberg).

De todos los pecados, el orgullo es el más insoportable, porque en todas sus manifestaciones es la trasgresión del primer mandamiento. Por consiguiente, la santificación real y divina labrada es inconcebible sin que antes se destruya el orgullo y se cree una disposición humilde como la de un niño, silenciosa y desconfiada de sí misma.

Y esto resuelve toda la dificultad. Aquél que teme que la santificación gradual va a llevarlo al orgullo y el autoconsentimiento, confunde su falsa humanidad con la obra real divinamente labrada. Por lo cual, con esta objeción él debe atacar al hipócrita y no a nosotros.

Sin embargo, una interpretación equivocada de lo que las Escrituras llaman “carne” puede sugerir esto. Si “carne” significa inclinaciones sensuales y apetitos corporales, y la santificación consiste casi enteramente en combatir estos pecados, la santificación así entendida puede estar acompañada por un incremento del orgullo espiritual. Pero por “carne” pecaminosa las Escrituras quieren denotar el hombre entero, cuerpo y alma, incluyendo los pecados que son espirituales así como los sensuales; por consiguiente, la santificación apunta al cambio inmediato de las inclinaciones espirituales y sensuales del hombre y, primero que todo, a su tendencia al orgullo.

En el artículo anterior dijimos que la santificación incluía una descendente así como también una ascendente. Cuando el Señor nos eleva, también descendemos. No hay ascenso del nuevo hombre sin la muerte del viejo hombre; y todo intento de enseñar la santificación sin hacer completa justicia, no es de las Escrituras.

Nos oponemos, por lo tanto, a los intentos de los pietistas y de los perfeccionistas, quienes dicen no tener nada más que hacer con el hombre viejo; que nada permanece en ellos para ser mortificado y que todo lo que se necesita de ellos es apurar el crecimiento del nuevo hombre. Y nosotros igualmente nos oponemos a lo opuesto; aquello que admite la muerte del hombre viejo, pero niega el surgimiento del nuevo y que el alma recibe todo aquello de lo cual carece.

Toda conversión real y duradera, de acuerdo a nuestro Catecismo, debe manifestarse en estas dos partes, a saber, una mortificación del hombre viejo y el surgimiento del nuevo en iguales proporciones.

Y a la pregunta “¿Qué es la mortificación del hombre viejo?” el Catecismo de Heidelberg responde, “un decrecimiento gradual” porque dice: “Es una sincera pena de corazón la que hemos provocado en Dios por nuestros pecados; y más y más por odiar y huir de ellos.” Mientras el avivamiento del hombre nuevo se expresa así de positivamente: “Es una sincera alegría de corazón en Dios a través de Cristo y con el amor y la alegría de vivir, de acuerdo con la voluntad de Dios en todas las buenas obras”—una declaración que se repite en la respuesta a la Pregunta 115, que describe así esta mortificación: “Que en toda nuestra vida podamos aprender más y más a conocer nuestra naturaleza pecaminosa”; y que habla del avivamiento del nuevo hombre como “llegar a ser más y más de acuerdo a la imagen de Dios.”

Por consiguiente, hay dos partes, o más bien dos aspectos de la misma cosa: (1) el quebrantamiento del hombre viejo y (2) el crecimiento conforme a la imagen divina.

Mortificar y para avivar, matar y dar vida, más y más—esta es, según la confesión de nuestros padres, la obra del Dios Trino en la santificación.

El pecado no es meramente “la falta de justicia.” Tan pronto como la justicia, el ser bueno y la sabiduría desaparecen, toman su lugar la injusticia, la maldad y la locura. Así como Dios implantó en el hombre los primeros tres, así también el pecado se los roba de ellos, poniendo los tres últimos en su lugar. El pecado no sólo mata en Adán al hombre de Dios, sino que también aviva en él al hombre del pecado; por consiguiente, la santificación debe afectarnos en el sentido contrario. Debe mortificar aquello que el pecado avivó y avivar aquello que el pecado ha mortificado.

Si esta regla se entiende completamente, no puede haber confusión. Nuestra idea de la santificación necesariamente corresponde a nuestra idea del pecado. Aquellos que consideran al pecado como un mero veneno, y niegan la pérdida de la justicia original son pietistas; ellos ignoran la mortificación del viejo hombre y están siempre ocupados de adornar al nuevo. Y aquellos dicen que el pecado es la pérdida de la justicia original y niegan sus efectos malévolos están inclinados al antinomianismo y reducen la santificación a una emancipación fantasiosa del hombre viejo, rechazando el surgimiento del hombre nuevo.

Por supuesto, esto toca la doctrina del hombre viejo y el nuevo.

La representación de que el alma del convertido es una arena donde los dos se enganchan en una lucha cuerpo a cuerpo es incorrecta, y no tiene un solo texto satisfactorio que lo soporte. Rechazamos las dos representaciones siguientes: aquella del antinomianista quien dice: “El ego creyente es el nuevo hombre en Cristo Jesús; yo no soy responsable del hombre viejo, el ego personal y pecaminoso; él puede pecar tanto como le plazca”; y la representación de los pietistas, quienes lo consideran todavía como hombre viejo, parcialmente renovado y quien está siempre ocupado para remodelarlo. Ambos no pertenecen a la Iglesia de Cristo.

Las Escrituras enseñan, no que el hombre viejo esté santificado por haberse cambiado al nuevo; sino que el hombre viejo debe ser mortificado hasta que nada de él permanezca. Tampoco enseña que en la regeneración sólo una pequeña parte del hombre viejo es renovada—el resto a ser parchado gradualmente—sino que un hombre enteramente nuevo es implantado.

Esto es de suma importancia para el correcto entendimiento de estas cosas sagradas. El pecado fue labrado en nosotros como hombres viejos, el cuerpo del pecado: no meramente una parte, sino el todo, con todo lo que le pertenece cuerpo y alma. Por consiguiente, el hombre viejo debe morir, y el pietista con todas sus obras de piedad nunca puede galvanizar ni un músculo en su cuerpo. Él es totalmente inútil y debe perecer bajo su justa condenación.

De igual manera, Dios por gracia regenera en nosotros una nueva criatura que es también un hombre completo. Por consiguiente, no debemos tomar al nuevo hombre como una restauración gradual del viejo. Los dos no tienen nada en común aparte que la base mutua de la misma personalidad. El nuevo no surge del viejo, sino que lo sustituye. Estando sólo en el germen, él puede estar enterrado en el nuevo regenerado, pero resurgirá y entonces la obra gloriosa de Dios se mostrará. Dios es su Autor, Creador y Padre. No es el hombre viejo, sino el hombre nuevo quien grita: “¡Abba Padre!”

Sin embargo, nuestro ego se relaciona con el hombre viejo que muere y el hombre nuevo que surge. El ego de una persona no elegida se identifica con el hombre viejo. Son él mismo. Pero en la consumación de la gloria celestial, el ego de los niños de Dios se identifica con el hombre nuevo.

Pero durante los días de nuestra temprana vida terrenal, esto no es así. El hombre nuevo de un no regenerado, pero electo, existe separadamente de él, pero oculto en Cristo. Él todavía está casado con su hombre viejo. Pero en la regeneración y la conversión Dios disuelve este matrimonio impío, y Él une su ego al nuevo hombre. Pero, a pesar de todo esto, él aún no está libre del hombre viejo. Ante Dios y la ley, desde el punto de vista de la eternidad, puede ser considerado así, pero no actualmente y realmente.

Y esta es la causa del conflicto interno y externo. Todas las malignas amarras no son disueltas al instante y todas las amarras santas no son unidas al instante. Por la unión mística con Cristo, el hijo de Dios posee actualmente al hombre nuevo completo, aun cuando él pueda morir mañana; pero él aún no lo ha disfrutado. Habiendo sido desenganchado al nuevo hombre ante Dios, él debe todavía morir al hombre viejo, a través de un proceso penoso, y por la gracia divina el hombre nuevo será alzado en él. Y esta es su santificación: la muerte del viejo y el surgimiento del nuevo por medio del cual Dios crece y nosotros decrecemos. ¡Bendita manifestación de fe!


XII. El Viejo Hombre y el Nuevo

“Para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia.”—1 Pedro ii. 24.


El salmista canta: “Irán de poder en poder; verán a Dios en Sión” (Salmo ixxxiv. 7). Debemos mantener este glorioso testimonio, aun cuando nuestra propia experiencia parece contradecirla muchas veces. No es la experiencia, sino las Escrituras las que nos enseñan la verdad divina; ni es como si el procedimiento de la operación divina en nuestro corazón pudiera diferir del testimonio de la Sagrada Escritura, sino que nuestra experiencia suele interpretar incorrectamente nuestra real condición espiritual.

Nuestro autoconocimiento es muy pequeño. La plomada de nuestra propia consciencia escasamente llega bajo la superficie, mientras que el ojo sagrado de Dios penetra las aguas de nuestra alma hasta el fondo. Somos ignorantes de lo mucho que ocurre en nuestra alma, y lo que percibimos de ella muchas veces se presenta en nuestra consciencia de forma diferente a lo que es en realidad. Si nuestro autoconocimiento fuera perfecto, el testimonio de nuestra experiencia espiritual sería tan confiable como aquella de las Escrituras. Pero no siendo así, ni siquiera entre los hijos de Dios, la experiencia espiritual, aun cuando útil, nunca debilitará la Palabra de Dios. Por consiguiente, aun cuando descubrimos en nosotros una debilidad siempre creciente, el testimonio de las Escrituras todavía es seguro: “Ellos van de poder en poder.”

¿Pero quién va de poder en poder? Por supuesto que no es el hombre viejo. No se debe decir que la regeneración efectúa un cambio en él, que se incrementa constantemente y que le permite un encomiable progreso y que con la ayuda divina probablemente tendrá éxito al final. Esto no es así. Las Escrituras enseñan que el hombre muerto está condenado a morir para siempre; que es incorregible y no puede ser restaurado, salvado, ni reconciliado. Está perdido y sin esperanza. Y en vez de hacerse gradualmente a sí mismo de nuevo, debe ser asesinado y enterrado. En vez de esperar algo bueno de él, debiera ser nuestra gloria morir a él y deshacernos de él.

Ni tampoco va el hombre nuevo de poder en poder. Él no esta siendo rearmado poco a poco hasta que se pueda parar en sus propias piernas; pero desde que debemos vivir por siempre en la nueva criatura, debe ser un hombre real el que nazca en nosotros. Y como tal, él no puede crecer ni decrecer; sólo dormita en el germen y debe surgir.

Pero mi persona, que por fe está en Cristo, debe ir de poder en poder. Esa persona nació una vez en el hombre viejo y, por lo tanto, nació en trasgresión y pecado y es un niño colérico por naturaleza. Él nunca hubiera salido y escapado del hombre viejo por sí solo. Eso no lo podía hacer. Fue identificado con el hombre viejo tan completamente, que este último fue su propio ego. No tenía otra vida o existencia. Pero en la regeneración ocurrió un cambio. Por este acto divino nuestra persona se desprende del ego anterior, en el hombre viejo. La raíz fue mochada y por la acción constante de la tormenta y la gravedad, las partes dañadas fueron separadas más y más. Nuestra persona no se identifica más con el hombre viejo, sino que se opone a él. Aun cuando tenga éxito en incitarnos de nuevo al pecado, aun sucumbiendo, no hacemos lo que queremos sino aquello que odiamos. Sólo escuchen lo que San Pablo dice: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos vii. 19-20).

Por lo cual no se debe identificar al hijo de Dios con el hombre viejo después de la regeneración, porque esto se opone a la simple enseñanza de la Palabra. Él no es más el hombre viejo, sino que combate contra él. Como hijo de Dios llega a ser un hijo nuevo, no en parte, sino totalmente. “Las cosas viejas pasaron; todas las cosas son hechas nuevas.” Esto, y nada menos, es causa de glorificación. Su persona es llevada de muerte a vida. Es trasladada del reino de la oscuridad al Reino del amado Hijo de Dios. Él está tan completamente identificado con el hombre nuevo que mientras está en este mundo, ya está sentado con Cristo en el cielo, de donde es su ciudadanía, y donde su vida está oculta con Cristo en Dios.

Si la palabra del salmista no se refiere al hombre viejo ni al nuevo, ¿a quién entonces se refiere? Las Escrituras contestan: a los creyentes, sus personas, sus egos, quienes, habiendo sido separados del hombre viejo y oponiéndose a él, se identifican con el nuevo. Ellos van deponer en poder. Es cierto que el uso de de la palabra “ego” en ambos sentidos se presta para confusión; pero San Pablo hace lo mismo. Él dice “yo” y “no yo”: “Ya no soy yo quien vive, mas Cristo vive en mí” (Gálatas ii. 20). La misma persona que cayó en Adán y de Adán recibió al hombre viejo con quien por un tiempo se identificó, ahora está cambiado, trasladado y renacido con Cristo; de Cristo recibió un hombre nuevo y con ese hombre nuevo se empieza a identificar más y más. Por lo tanto, va de poder en poder.

Esta identificación de nuestra persona con el hombre nuevo, inmediatamente después de la regeneración, es todavía muy suave; mientras estemos tan completamente ligados al hombre viejo, con casi todas las fibras de nuestro ser, parece que él es aún nuestro mismo ser. Pero, por la operación del Espíritu Santo, gradualmente morimos al hombre viejo y al mismo tiempo el hombre nuevo es avivado en nosotros más y más.

Y dado que ambos, el hombre que muere y el gradual surgimiento del hombre nuevo son beneficiosos a nuestra persona, el Espíritu Santo testifica respecto a Su propia obra, que nosotros los hijos de Dios vamos de poder en poder, hasta que cada uno de nosotros en Sión aparezca frente a Dios. Se refiere no sólo a nuestro crecimiento hacia el hombre nuevo sino de igual forma a la liberación gradual del hombre viejo que muere. En ambos es la misma obra. Por consiguiente, ambos nos permiten incrementar nuestro poder.

Consideraremos primero el morir del hombre viejo en lo relativo a la santificación.

Este morir no tiene relación con nuestra propia actividad aludida en el ministerio del bautismo: “Que nosotros combatimos resueltamente y vencemos al pecado y al diablo y a todos sus dominios”; al contrario, se refiere a los frutos de la Cruz de Cristo. A la pregunta, ¿Qué ulterior beneficio recibimos del sacrificio y muerte de Jesús en la cruz?” la Iglesia Reformada responde: “Que en virtud de eso, nuestro viejo hombre es crucificado y enterrado con Él; de modo que las inclinaciones corruptas de la carne no pueden ejercer su reino en nosotros” (Catecismo de Heidelberg, Pregunta 43). Por consiguiente, la muerte del hombre viejo no es un fruto de nuestra labor; pues Cristo lo realizó en nosotros en virtud de Su Cruz a través del Espíritu Santo.

Con el fin de inculcar esto en nosotros, el Espíritu Santo desvía nuestros afectos personales, inclinaciones y disposiciones del hombre viejo a quien estaban hasta ahora fuertemente adheridos, de modo que ahora empezamos a odiarlo.

Es posible que la amistad muera. Pudimos haber sido íntimos con una persona de la cual después descubrimos que era de mal carácter. Entonces no sólo se rompe la amistad sino que nuestros afectos cesan. Lamentamos nuestra anterior intimidad y lo despreciamos aun más a medida que prueba ser más engañoso y malicioso. Y esto se aplica a nuestra relación con el hombre viejo. Anteriormente fuimos muy íntimos con él. Compartimos sus deseos, simpatías y sus afectos. Vivimos una vida con él. Nos sentimos ligados a él por las más tiernas ataduras. No podíamos estar contentos si no era en su compañía. Pero sobrevino un cambio. Adquirimos diferentes gustos. Nos relacionamos con otras y mejores personas, es decir, con el hombre nuevo en Cristo Jesús, y nos hacemos íntimos con él. Y este noble intercambio se nos descubre a través de la bajeza y corrupción del hombre viejo. Entonces cesa nuestro amor y empezamos cordialmente a odiarlo.

Es cierto que nuestra conexión anterior nos lleva a contactos con él frecuentemente. En tales ocasiones nos atrae por su astucia, pero no por nuestro agrado; y estando nuestra alma sólo medianamente dispuesta, protesta y tan pronto como cometemos el pecado, nos embarga el autodesprecio y la constricción.

Esta vuelta atrás en nuestros afectos no es nuestro trabajo, sino la operación del Espíritu Santo. No es que neguemos muchas veces que Él nos use como instrumento o nos incite a esforzarnos, sino que el cambio de nuestras inclinaciones no es nuestro trabajo sino la directa operación de Dios el Espíritu Santo.

Cómo se lleva a cabo, lo podemos entender sólo parcialmente. Esencialmente es un misterio, tanto como lo es la regeneración. Siendo Dios el Espíritu Santo, tiene acceso a nuestro corazón; Él descubre nuestra personalidad, la naturaleza de nuestros afectos y en qué forma su accionar se puede revertir. Pero nuestra inhabilidad para desentrañar este misterio no afecta en lo absoluto nuestra fe en este asunto.

Ya que la muerte del hombre viejo no se hace efectiva por nuestras buenas obras, sino por la implantación de una disposición y una inclinación repugnante al hombre viejo, nuestro propio trabajo queda enteramente fuera de cuestión; por que nuestro propio corazón es inaccesible a nosotros. No tenemos poder sobre nuestro ser interno; carecemos de los medios para crear otra inclinación y cuando negamos esto nos decepcionamos a nosotros mismos. Sólo Dios el Creador puede hacer esto y, al hacerlo, Él es irresistible. El odio contra el hombre viejo, una vez que entra en el alma, es un poder que simplemente nos sobrepasa. Aun cuando seamos atraídos por él, no podemos hacer nada más que odiarlo.

El séptimo capitulo de Romanos es muy instructivo al respecto. San Pablo dice: “Me deleito en la ley de Dios en el hombre interno” (Romanos vii. 22), es decir, desde mis sentimientos internos. Hay, por supuesto, otra ley en sus miembros, que lo hace cautivo a la ley del pecado; pero no tiene el menor amor o simpatía por tal ley, y por la ley de su mente él se resguarda contra eso.

Cualquier otra representación contradice este testimonio positivo, expresado por boca del más excelente de los apóstoles, bajo el sello del Espíritu Santo. Aquel que cree, abraza al Hijo y no puede más que recibir impresiones y ser movido por influencias que causan que sus afectos e inclinaciones sean cambiados radicalmente. Un creyente está internamente labrado. Todos sus tratos anteriores con el hombre viejo—orgullo, dureza de corazón, desencanto y sed de venganza—ahora lo llenan de horror; aquello que para él era anteriormente el orgullo de vida y la lujuria de sus ojos, ahora es aflicción del espíritu, ya que ahora se da cuenta cuán vergonzoso y abominable es.

De modo que muere gradualmente al hombre viejo, hasta que, a la hora de muerte, es entregado completamente. Y el hijo de Dios permanece como el cavador de tumbas del hombre viejo, hasta la hora de su propia partida.

Sin embargo, él muere a él tan completamente que al final pierde toda confianza en él, completamente convencido que es, sin excusa, un abominable desdichado, un réprobo y un impostor, capaz de todo mal. Y cuando ocasionalmente él consiente el orgullo y las prácticas del hombre viejo, con desdeñoso júbilo, no es para jactarse de su propio trabajo o el de sus seguidores, sino sólo por glorificar la bondadosa obra de su Dios.


XIII. La Obra de Dios en Nuestra Obra

“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.”—1 Tesalonicenses v. 23.

La diferencia entre santificación y buenas obras debe entenderse correctamente.

Muchos confunden ambos, y creen que la santificación significa llevar una vida honorable y virtuosa; y, ya que esto equivale a buenas obras, la santificación sin la cual ningún hombre verá a Dios, es llevado a consistir en el esfuerzo decidido y diligente por hacer buenas obras.

Pero este razonamiento es falso. No se debe confundir la uva con el vino, el rayo con el trueno, el nacimiento con la concepción, como tampoco la santificación con las buenas obras. La santificación es la semilla de donde brotará la brizna y la espiga llena de buenas obras; pero esto no identifica a la semilla con la brizna. La primera yace en el suelo y por sus fibras se afirma al surco internamente. La espiga brota del suelo externamente y se hace visible. De igual manera, la santificación es la implantación del germen de la disposición e inclinación que producirá la flor y el fruto de una buena obra.

La santificación es la obra de Dios en nosotros, mediante la cual Él imparte a nuestros miembros una disposición santa, llenándonos internamente de gozo en Su ley y de repugnancia al pecado. Pero las buenas obras son actos del hombre que surgen de esta santa disposición. Por consiguiente, la santificación es la fuente de todas las buenas obras, la lámpara que brillará con su luz, el capital del cual vendrán los intereses.

Permítanos repetirlo: la “santificación” es una obra de Dios; “las buenas obras” son de los hombres. La “santificación” trabaja internamente; “las buenas obras” son externas. La “santificación” imparte algo al hombre; las buenas obras sacan algo de él. La “santificación” fuerza la raíz en el terreno; hacer “buenas obras” fuerza al fruto a salir del árbol frutal. Confundir estas dos hace que la gente se extravíe.

Los pietistas dicen: “la santificación es el trabajo del hombre; no se puede insistir con suficiente énfasis. Es nuestro mejor esfuerzo de ser devotos.” Y los místicos sostienen: “no podemos hacer buenas obras porque no podemos perseverar en ellas, pues el hombre es incapaz; sólo Dios las obra en él e independientemente de él.”

Por supuesto, ambos están igualmente equivocados y son antibíblicos. El primero, al reducir la santificación a buenas obras, lo saca de la mano de Dios y lo coloca sobre el hombre, quien nunca lo podrá realizar; y el último, en hacer que las buenas obras tomen el lugar de la santificación, liberando al hombre de la tarea impuesta a él y afirmando que Dios la realizará. Hay que oponerse a ambos errores.

Tanto la santificación como las buenas obras deben recibir reconocimiento de los ministros de la Palabra, y a través de ellos el pueblo de Dios debe entender que la santificación es un acto de Dios, que Él realiza en el hombre; y que Dios ha dado instrucción al hombre para realizar buenas obras para la gloria de Su nombre. Y esto tendrá dos efectos: (1) el pueblo de Dios deberá reconocer su completa inhabilidad para recibir la santa disposición de otra forma que no sea como un regalo gratis de la gracia, y luego orará fervientemente pidiendo esta gracia; (2) orarán para que Su elegido, en quien esta obra ya ha sido labrada, pueda mostrarse aprobado por la Obra glorificadora de Dios: “[escogidos en Cristo Jesús] para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él” (Efesios i. 4).

Aun cuando esta distinción es muy clara, dos cosas pueden causar confusión:

Primero, el hecho que la santidad pueda atribuirse a las mismas buenas obras.

Uno puede ser santo, pero también hacer obras santas. La Confesión habla de “las muchas obras santas que Cristo ha hecho por nosotros en nuestro provecho” (art. 22). Por consiguiente, la santidad puede ser externa e interna.

El siguiente pasaje se refiere, no a la santificación sino a las buenas obras: “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir!” (2 Pedro iii. 11). “Así como aquel que os llamo es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro i. 15). “Que siendo nosotros liberados de las manos de nuestros enemigos, podamos servirlo a Él sin temor en santidad y justicia todos los días de nuestra vida” (Lucas i. 75).

Encontramos que la palabra “santo” se usa tanto en nuestra disposición interna como en sus resultados, nuestra vida externa. Se puede decir de la fuente así como del agua que contienen fierro; del árbol así como del fruto, que son buenos; de la vela así como de la luz, que es brillante. Y, dado que la santidad puede ser atribuida tanto a la disposición interna como a la vida externa, la santificación puede entenderse refiriéndose a la santificación de nuestra vida. Esto puede llevar al supuesto que una vida externa sin tacha, es la misma cosa que la santificación. Y si esto fuera así, entonces la santificación no es más que una tarea impuesta, no un regalo impartido. Debe, por consiguiente, hacerse notar cuidadosamente que la santificación de la mente, afectos, y disposiciones no son nuestro trabajo sino el trabajo de Dios; y que la vida santa que surge de ella es nuestra.

Segundo: la otra causa de confusión son los numerosos pasajes de las Escrituras que exhortan y nos animan a santificar, a purificar y a perfeccionar nuestra vida, sí, aun “a perfeccionar nuestra santidad” (2 Corintios vii. 1); a “rendirnos como sirvientes a la santidad” (Romanos vi. 19); y de ser “irreprochables en santidad” (1 Tesalonicenses iii. 13), etc.

Y no debiéramos debilitar estos pasajes como lo hacen los místicos; quienes dicen que estos textos no quieren decir que debamos rendir nuestros miembros, sino que Dios mismo tomará especial cuidado para que ellos mismos sean rendidos. Estos son trucos que llevan al hombre a trivializar la Palabra. Es un abuso de las Escrituras, con el fin de introducir nuestras propias teorías bajo el alero de la autoridad divina. El predicador que por temor de imponer responsabilidades sobre los hombres se abstiene de la exhortación y dobla el borde de los mandamientos divinos para representarlos como promesas, asume una fuerte responsabilidad sobre sí mismo.

Porque, aun cuando sabemos que ningún hombre ha realizado nunca una sola buena obra sin Dios, quien labro en él tanto la voluntad como el hacer; aun cuando de corazón estamos de acuerdo con la confesión “que estamos en deuda con Dios por nuestras buenas obras y no Dios a nosotros” (art. 24); y nos regocijamos con el santo apóstol en el hecho “que Dios ha preparado las buenas obras para que andemos en ellas” (Efesios ii. 19); aun así, esto no nos absuelve del deber de exhortar a los hermanos.

Es verdad que Dios se complace en usar al hombre como instrumento y por el estímulo de su propia habilidad y responsabilidad para incitarlo a la actividad. Un hombre de la infantería en el campo de batalla está completamente consciente de cuánto depende del buen servicio de su caballo y también de que el animal no puede correr sino es porque Dios se lo permite. Siendo un hombre creyente, el reza antes de montar para que Dios permita que su caballo lo lleve a la victoria. Pero una vez montado usa toda su fuerza, con la espuela, rienda y voz para hacer que el caballo haga lo que debe hacer. Y lo mismo es verdad con la santificación. Salvo que la respiración del Señor sople a través del jardín de su alma, ni una hoja se agitará. El Señor realiza solo el trabajo de principio a fin. Pero Él lo realiza parcialmente con ayuda de los medios; y el instrumento elegido muchas veces es el hombre mismo, quien coopera con Dios. Y las Escrituras se refieren a esta instrumentalidad humana cuando, en conexión con la santificación, nos conmina a realizar buenas obras.

Tal como en la naturaleza Dios da a la semilla las fuerzas de la tierra y la lluvia y el sol para madurar el fruto de la tierra, mientras que al mismo tiempo usa al labrador para perfeccionar su trabajo, así lo es también en la santificación: Dios hace que trabaje efectivamente, pero Él emplea el instrumento humano para cooperar con Él, tal como el serrucho trabaja en conjunto con aquel que lo sujeta.

Sin embargo, esto no puede entenderse como si en la santificación Dios se hiciera absolutamente dependiente del instrumento humano. Esto es imposible; por naturaleza el hombre puede estropear la santificación, pero nunca más allá. Por naturaleza la odia y se opone a ella. Más aun, es absolutamente incapaz de producir desde su naturaleza corrupta, cualquier cosa para su crecimiento en la santificación. No se debe abusar, por consiguiente, de su cooperación instrumental ya sea por adscribir al hombre un poder para el bien o para oscurecer el trabajo de Dios.

Es necesaria una discriminación cuidadosa. Aquel que implanta la disposición santa es el Señor. El ejercicio combinado de todos estos instrumentos no puede implantar una sola característica de la mente santa, no más que todas las herramientas del carpintero juntas pueden dibujar el molde de un panal. El artista pinta sobre la tela; pero con todas sus exenciones, su paleta, brochas y cajas de pintura, no podrían dibujar ni una sola figura. El escultor moldea la imagen; pero por sí solos, el cincel, el mazo, y el escaño no pueden sacarle una sola esquirla al áspero mármol. Grabar los rasgos de la santidad en el pecador es un trabajo indescriptiblemente divino, en el sentido artístico más elevado. Y el Artista que lo ejecuta es el Señor, al quien San Pablo llama Artista y Arquitecto de la Ciudad que tiene cimientos. El hecho que el Señor se alegre en usar instrumentos para algunas partes del trabajo no le confiere a ellos ningún valor, mucho menos una habilidad para realizar cualquier cosa por sí mismos sin el Artista. Él es el único Obrero.

Pero como Artista, Él usa tres diferentes instrumentos, a saber, la Palabra, Sus providencias, y la persona regenerada en sí misma.

  1. La Palabra es una fuerza poderosa en la Iglesia que penetra aun lo que separa las uniones y la médula, y que como tal, es un instrumento divinamente asignado para crear impresiones en un hombre; y estas impresiones son los medios por los cuales la santa inclinación se implanta en su corazón.
  2. Las experiencias de vida también hacen impresiones en nosotros más o menos duraderas, y esto lo usa Dios también para crear una santa disposición.
  3. El tercer instrumento se refiere al efecto del hábito. Los actos pecaminosos repetitivos hacen audaz al pecador y crea hábitos pecaminosos; de esta forma él coopera haciéndose un pecador aun mayor. En un sentido similar, los santos cooperan con su propia salvación permitiendo que la santa disposición se irradie en buenas obras. El acto frecuente de hacer el bien crea el hábito. El hábito gradualmente se convierte en su segunda naturaleza. Y es esta poderosa influencia del hábito, la que usa Dios para enseñarnos la santidad. De esta forma Dios puede hacer de un santo el instrumento para la santificación de otro.

Un arquitecto construye un palacio que lo hace famoso como artista. Es cierto que el constructor-contratista, es una persona importante en su lugar, pues es quien erige la estructura, pero su nombre raramente se menciona. Es al arquitecto para quien se reservan todos los elogios. En la santificación no es la Palabra por sí sola la que es efectiva, sino la Palabra manejada por el Santo Espíritu. Ni tampoco lo es la experiencia de vida por sí sola, sino la experiencia empleada por el Santo Artista. Tampoco lo es la persona regenerada quien sirve como maestro de obras, sino el glorioso Dios Trino, en cuyo servicio él trabaja.


XIV. La Persona Santificada

“En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo.”—Colosenses ii. 11.

La santificación abarca a todo el hombre, cuerpo y alma, con todas sus partes, miembros y funciones que le pertenecen a cada uno respectivamente. Abarca su persona y todo lo de su persona. Es por esto que la santificación progresa desde la hora de la regeneración a través de la vida y sólo puede completarse y a través de la muerte.

San Pablo ora por la iglesia de Tesalónica: “Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y que todo vuestro ser—espíritu, alma u cuerpo—sea guardado irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses v. 23). La santificación es esencialmente una obra de una sola pieza, simplemente porque nuestra persona no es un ensamble de piezas, sino una orgánicamente en todas sus partes.

La santidad del pecador o impiedad abarca todo su ser. Es un pecador no sólo en su cuerpo, sino en su alma y sobre todo en su alma; no sólo porque su voluntad es impía, sino también porque su entendimiento es impío, y aun más. La memoria, la imaginación y todo lo que le pertenece como hombre está radicalmente deshonrado, profanado y corrompido. Él yace en medio de su muerte. Aun como niño pequeño, cada parte está afectada. Sin el menor esfuerzo él aprende una canción de la calle, mientras que le parece imposible cantar una estrofa de un salmo.

Si la santificación hace referencia a la mancha heredada, así como la justificación a la culpa heredada, se desprende que la santificación debe extenderse tan lejos como la mancha heredada. Si toda la persona está cubierta por el veneno de la mancha, la santificación lo debe cubrir con mayor abundancia aun.

El pecado es disturbio, trastorno, discordia y lugar de lucha en el hogar y en el corazón, y no es superado completamente hasta que sea reemplazada por la santa paz. Esta es la razón por la cual San Pablo llama al Dios de la santificación Dios de paz; y por eso él ora por la iglesia para que el Dios de paz los santifique a ellos completamente, o literalmente, “hasta el fin completo,” de modo que el fin de la santificación se pueda lograr perfectamente en ellos.

Sin embargo, el punto de partida de esta gracia yace no en el cuerpo, sino en el alma. El pecado empezó en el alma, no en el cuerpo; por consiguiente, la mortificación del pecado debe empezar también en el alma.

Se dirige, antes que nada, a la conciencia y a sus facultades de cognición, contemplación, reflexión y juicio. La santificación procede, no desde la voluntad, sino desde la consciencia. La santificación es hacerse conforme a la voluntad de Dios, y esto requiere que en primer lugar Su buena, perfecta y aceptable voluntad se convierta en una realidad viviente a la consciencia y convicción. Las cosas de las cuales uno es ignorante no le afectan, pero la ignorancia de la voluntad divina es pecado y esto debe ser superado antes que todo.

Pero, ¿cómo? ¿Aprendiendo de memoria? ¿Aprendiendo el Catecismo? Por ningún motivo. La santificación de la consciencia consiste en la acción de Dios que escribe su ley en nuestros corazones. Verdadero, hay aún unos pocos trazos de dicha ley escritas en el corazón del pecador, como escribe el apóstol, que los gentiles que están sin ley tienen una ley en sí mismos; pero esto es a lo más la fermentación de un principio mayor en la persona pecadora que no se puede sostener por sí sola. Los nihilistas y comunistas de hoy día muestran hasta qué punto el corazón puede perder el sentido de los principios de rectitud y justicia. Pero cuando las Escrituras prometen que el Señor escribirá la ley en sus corazones, y que no enseñará más el hombre a su vecino, diciendo “Conoce al Señor” porque todos le conocerán, desde el menor al mayor de ellos (Hebreos viii. 11), esto nos ofrece algo enteramente diferente y mucho más glorioso. Y esto se logra, no por estudio externo, sino por la aprehensión interna; no por un ejercicio de la memoria, sino por la renovación de la mente, como escribe San Pablo: “No sean conformados a este mundo, sino que sean transformados por la renovación de su mente, de modo que puedan probar lo que es la buena, aceptable y perfecta voluntad de Dios.”

Ezequiel profetiza de esta renovación de la mente cuando el dice: “Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros” (Ezequiel xxxvi. 26).

La instrucción previamente recibida puede usarse como medio para ese fin; pero la instrucción que el espíritu humano recibe en la santificación no es humana sino divina. Por consiguiente, se dice: “Ellos son enseñados por el Señor” (Isaías liv. 13). “Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí” (Juan vi. 45). “Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón” (Jeremías xxxi. 33).

Ya que los libros de Moisés enfatizan el hecho de que las tablas de la ley fueron escritas, no por Moisés ni por Aholiab ni por Bezaleel, sino directamente por el dedo de Dios, se desprende por la naturaleza del caso que las Escrituras intentan presentar este escrito sobre las tablas del corazón, no como un trabajo del hombre, sino como la obra directa de Dios. La santificación de la consciencia humana es labrada en nosotros por Dios, de una manera divina, insondable e irresistible; pero no independientemente de la Palabra, porque la Palabra en sí es divina y la predicación de la Palabra está divinamente ordenada e instituida. Pero, ya que la Palabra y la predicación sólo pueden presentar la materia a la consciencia, es el Espíritu Santo quien hace que el corazón la entienda, la declare a la consciencia, trabaje la convicción, y motive a la consciencia a aprobarla, permitiendo así que sienta la presión que procede de aquello que está escrito en el corazón.

Por consiguiente, la santificación de la consciencia consiste, no sólo en recibir nuevo conocimiento y ser impresionado con conceptos avivados, sino también en tener la razón calificada para ejercitar funciones completamente diferentes. Porque el hombre natural no entiende las cosas del Espíritu de Dios, pero el hombre espiritual, es decir, aquel cuya consciencia es regenerada, santificada e iluminada, discierne todas las cosas, porque tal hombre, como dice San Pablo, tiene la mente de Cristo.

Sin embargo, la santificación de nuestra consciencia no completa la santificación en nuestra persona. Al contrario, aunque la voluntad es absolutamente dependiente de la consciencia, aun la voluntad misma es corrompida por el pecado. No pierde su operación funcional, pero al igual que en el pecador, el juicio todavía juzga y la emoción todavía siente, de igual forma la voluntad todavía es capaz de ejercerla, pero pierde su habilidad de extenderse en todas direcciones y nos sucede la calamidad de no poder por naturaleza hacer lo que Dios quiere.

Y esa rigidez y dureza, la cual impide que la voluntad actúe libremente en este aspecto, debe ser removida. Las Escrituras llaman a esto: a quitar el corazón de piedra y darle un corazón de carne, que no sea más duro e insensible.

Donde el pecado ha amarrado a la voluntad inclinándola al mal, privándola de poder doblegarse en la dirección opuesta, es decir, hacia Dios, el bondadoso regalo de la santificación nos viene a aliviar de esta tendencia hacia el infierno y a darnos fuerza para inclinarnos hacia Dios.

Formalmente nuestro conocimiento y convicción de la obligatoriedad de las cosas no prevalece; porque deja a nuestra voluntad sin poder, como una rueda encadenada que es incapaz de girar en la dirección correcta. Pero la conciencia no sólo tenía una mejor idea, una visión interna más clara sobre la obligatoriedad de las cosas y nosotros asentimos a ella, sino que el deseo también estaba inclinado por propia voluntad a elegir lo bueno; y entonces la hora de Dios ha llegado a su fin, a logrado su propósito y ha cambiado al hombre por completo.

Y así el hombre recobra también el control sobre sus pasiones. Cada hombre tiene pasiones y propensiones que el pecado ha hecho indisciplinados, e incontrolables. De hecho, el hombre es su juguete; ellos pueden usarlo como les plazca. Es verdad que el inconverso a veces logra doblegar e imponer un bozal a una pasión, pero siempre para volverse esclavo sin esperanza de otros. La disipación se conquista sólo por la excitación de la avaricia, la sensualidad por el aprecio interno del orgullo, la rabia por acunar la sed de venganza. Se saca a Kamosh sólo para darle lugar a Moloc; el viento norte es reprendido sólo para ser seguido por una ráfaga del oeste.

Pero las pasiones del santo se controlan de forma distinta. La santificación les da otra dirección. Él siente su látigo y espuela, pero son para él la vivencia de un poder externo. Por lo cual San Pablo declara que ya no es él quien lo hace sino el pecado que mora en él (Romanos vii. 17-20). Y ninguna pasión puede sobrepasarlo que con el poder de Dios él no pueda dominar y controlar.

La santificación incluye al cuerpo, en segundo lugar. Tanto el pecado como la santidad afectan al cuerpo, no como sin fueran el asiento del pecado, lo cual es una herejía maniquea, sino en el sentido en el cual las Escrituras desaprueban el acto de tocar un cadáver. El cuerpo es un instrumento del alma; por consiguiente, los miembros se pueden usar para propósitos santos o impíos y ofrecer su cooperación o resistencia a tales propósitos. ¿Quién no sabe que un exceso de sangre inflama al feo temperamento y excita a la rabia; que los nervios irritables lo hacen a uno impaciente; y que una gran energía muscular tienta hacia la imprudencia y temeridad? Muchas son las conexiones entre el cuerpo y el alma. Puesto que el Espíritu Santo somete a los miembros corporales al reinado de la nueva vida, la santificación por supuesto que afecta la vida del cuerpo. Esto surge del hecho que el cuerpo sea llamado el templo del Espíritu Santo. San Pablo dice: “en el cual sois despojados de vuestra naturaleza pecaminosa” (Colosenses ii. 11); y nuevamente: “No reine, pues, el pecado de vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus apetitos” (Romanos vi. 12).

Por consiguiente, el hombre viejo es así de malo y se convierte en algo peor. Pero al mismo tiempo hay un debilitamiento gradual—y así mueren sus malignas lujurias; mientras que el hombre nuevo continúa no sólo intacto y santo, sino que gradualmente nos domina y nos permite presentar nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, el cual es nuestro servicio racional (Romanos xii. 1).

Todo esto es forjado por el Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, el Consolador, Guía y Maestro de los desolados. Cristo está lejos de nosotros, en el cielo sentado a la diestra de Dios. Pero el Espíritu Santo es derramado. Él habita en la Iglesia en la tierra. Él nos sostiene como nuestro Consolador.

Por consiguiente, no debemos imaginarnos que estamos completamente equipados, una nave bien aprovisionada, que bajo propio riesgo y sin un piloto, prontamente nos lleva al refugio de descanso; porque sin viento y marea no podemos mover nuestra barcaza en absoluto. El corazón del santo es una Betel; cuando él se despierta de los benditos sueños, se sorprende al encontrar que Dios está en ese lugar y que él no lo sabía. Cuando somos llamados a hablar, actuar o pelear, lo hacemos como si lo estuviéramos haciendo por nosotros mismos, sin percibir que es Otro el que obra en nosotros nuestra voluntad y en el hacer. Pero tan pronto como terminamos la tarea exitosamente y agradablemente a la voluntad de Dios, como hombres de fe, nos postramos delante de Él y decimos: “Señor, el trabajo fue todo tuyo.”

Y esto va en contra del hombre viejo. Antes que la obra sea llevada a cabo, está temeroso e impaciente, pero tan pronto como termina se llena de vanagloria, y el incienso del orgullo humano es dulce a su olfato. Pero el hijo de Dios trabaja en la simplicidad y espontáneamente, trae el sacrificio de su trabajo esperanza contra esperanza, con todo el ejercicio del talento que Dios le dio. Pero habiendo terminado el trabajo, él duda como pudo llevarlo a cabo, y se da cuenta que la única solución, de hecho, es que hay Uno que poderosamente lo forjó en él y a través del él.


XV. Buenas Obras

“Pues somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.”—Efesios ii. 20.

Las buenas obras son el fruto maduro del árbol que Dios plantó en la santificación.

En el santo hay vida; de esa vida provienen las obras; y esas obras pueden ser buenas o malas. Por consiguiente, las buenas obras no se adicionan a la santificación para mero efecto, sino que le pertenecen a ella. La discusión de la santificación no se completa sin discutir las Buenas Obras.

Sea lo que sea el hombre, las obras siempre proceden de él, y ya que las obras no pueden ser neutrales, sino que se conforman o no se conforman a la ley divina, se desprende que toda obra del hombre puede ser buena o mala, pecados de hecho (Peccata actualia) o buenas obras. De hecho, toda vida tiene su propia energía. Sin ella no hay vida. Hablando sin equívoco, la vida en el santo no proviene de la santificación, sino que la santificación facilita su tono, color y carácter.

En un jardín, donde todas las condiciones son iguales y existe el mismo suelo, el mismo fertilizante, etc., se plantan distintos árboles frutales. Evidentemente, el trabajo que hace que los árboles crezcan proviene del suelo; porque si se plantaran en el desierto, no crecerían. Pero lo que hace que un árbol produzca duraznos y otro produzca uvas, no está en el suelo, sino en el árbol. Por ello, debemos distinguir el trabajo mismo de la sombra, del tono, del carácter, de la propiedad peculiar que asume el trabajo. El viento que produce la más dulce música del arpa eólica al soplar a través del vidrio quebrado del panel, produce sonidos lúgubres. Es una misma operación, pero con diferentes efectos. En la pradera, cerca al tierno trébol, crece el ponzoñoso tártago. Sin embargo, ambos levantan sus pequeñas cabezas del mismo suelo y beben del mismo aire, luz y lluvia. Aun cuando la energía vital es la misma, la diferencia en las semillas causa diferencia en las plantas y efectos opuestos.

Lo mismo se aplica al jardín del alma, donde la vida humana está en plena actividad. Pero esa misma vida humana produce un acto abyecto hoy día y un acto heroico mañana. No hay más que un trabajo, pero varían los colores, puede ser blanco o negro, oscuro o claro.

Y encontramos que, en el jardín del alma, todo crecimiento espontáneo es un crecimiento de malezas; mientras que la semilla que Dios ha plantado produce precioso fruto. Los efectos de la santificación son evidentes. Provoca que fluya agua dulce de fuentes salobres. Le facilita a cada operación su propia cualidad y propiedad, y le da una dirección que trabaja para el bien. Y así las buenas obras proceden del hombre perdido en sí mismo.

Por supuesto, en la raíz, este trabajo aparentemente idéntico tiene dos caras. Una surge de la naturaleza vieja, la otra de la nueva; una de lo natural, la otra de lo sobrenatural. Pero, ya que tal distinción fue discutida ampliamente en el capítulo sobre la Regeneración, lo trataremos ahora simplemente desde la unidad de la persona.

Aun cuando nosotros coincidimos de corazón con la Confesión, “Que una persona regenerada tiene en sí ambas expresiones de vida: una temporal y corpórea, aquella con la que viene desde su primer nacimiento y que es común a todos los hombres; la otra espiritual y celestial, aquella que le es dada en el segundo nacimiento y que es particular a los elegidos de Dios” (Art. 35); sin embargo, esto no afecta la unidad de la persona, ni altera el hecho que las operaciones de la vieja como la nueva vida son mis operaciones. Si divido mi persona y tomo la natural y la sobrenatural, cada una por separado, entonces no hay santificación alguna; porque la vida corrupta de mi vieja naturaleza no es santificada sino crucificada, muerta y enterrada, y mi vida celestial, espiritual y regenerada, no puede ser santificada, ya que nunca fue pecaminosa ni podrá serlo nunca. Por consiguiente, en la santificación debemos considerar la vida desde un punto de vista de la unidad e indivisibilidad de la persona. El hombre que se ha casado primero a la naturaleza corrupta y ahora se halla casado al hombre nuevo, era entonces malvado y ahora se ha vuelto bueno; por lo cual su vida debe recibir el deseo divino, inclinación y disposición. Y sólo entonces le será posible producir buenas obras.

Una obra es buena cuando se ajusta a la ley divina.

1. El primer punto es que sólo Dios tiene el derecho de determinar lo que es bueno y lo que es malo.

El hombre también puede adquirir este discernimiento, pero sólo siendo enseñado por Dios. Pero tan pronto como presume poder determinar por sí mismo las diferencias entre bien y mal, él viola la majestad divina y el inalienable derecho de Dios de ser Dios. Ni un solo hombre ni muchos hombres, ni todos los hombres y ángeles juntos pueden hacer esto. No les pertenece. Es la prerrogativa eterna del Dios Todopoderoso, Creador del cielo y la tierra. Sólo Él determina lo bueno y lo malo para cada criatura por todo tiempo y eternidad.

Aquello que Él demanda de cada vida será la ley de esa vida, de todo lo que le pertenece, y bajo todas las circunstancias; una ley en la cual todas las ordenanzas divinas están comprendidas. Su ley, cuyos principios están brevemente comprendidos en los Diez Mandamientos, crece de estos diez troncos, en ramas y ramillas frondosas y densas, conformando en su totalidad un inmensurable techo de hojas que cubre de sombra a la familia humana entera, en todas sus variedades.

Por consiguiente, no hay la más remota oportunidad aquí para transar. La voluntad y ley de Dios son absolutas; gobiernan sobre todo; son vinculantes en todo dominio, y no pueden ser revocadas nunca. Y donde en el delicado trabajo de un reloj se permite una variación de milésimas de milímetro en una ruedecilla en la ley divina, tal juego es inconcebible. La ley de Dios no permite siquiera la desviación del grosor de un cabello, ni una infinitesimal parte de ella.

Por consiguiente, una buena obra no significa solamente una mera obra no maligna; ni una obra que contenga algo de bien, o simplemente pasable, o una obra cuya buena intención es evidente. Pero una buena obra no es nada más ni nada menos que una buena obra. Y no es buena a menos que sea absolutamente buena, es decir, en todas sus partes igualmente conforme a la voluntad y ley divina. Un durazno no es mitad pera o mitad uva sino un durazno completamente; así, una buena obra no es meramente pasable, parcialmente bien intencionada, sino absolutamente conforme a lo que Dios ha determinado que sea bueno en consideración a la obra.

Se ve rápidamente que, a menos que la santificación sea adaptable para permitir que el hombre realice tal obra, él nunca podría concretarlo. Tal como es un hábito peculiar del árbol duraznero, a través de su vida ascendente, el darle a la fruta el sabor de un durazno y a la parra vinífera el dar a su fruto el sabor de una uva, así es de peculiar, en principio, la cualidad del alma santificada para impartir a su fruto el sabor de la ley. La santificación no sólo inspira al alma con el deseo de algo superior, sino que le imparte tal disposición, tono, sombra, sabor y carácter para que se rinda a la ley divina. Y la ley le da su impronta al alma. La aspiración del alma no es más un ideal vago, sino que tiene un positivo placer, deseo y amor, por todos los mandamientos de Dios. Y ya que la santificación graba la ley en el alma, es posible que la obra que le sigue sea conforme a la ley.

Decimos “posible,” porque de su propia y triste experiencia, el hijo de Dios sabe que es posible ser de otra forma, y que muchos veranos van y vienen sin cosechar de sus ramas ningún beneficio visible para la gloria de Dios.

2. Esto nos trae al segundo punto. Una buena obra debe serlo por fe.

La santificación en sí misma no es por fe. No tiene nada que ver con la fe. Es labrada por Dios mismo. ¿Qué puede lograr la fe, entonces, en este aspecto?

Pero es diferente en relación a las buenas obras; porque ellas deben ser nuestras buenas obras. El hombre es y debe ser pasivo en todos los otros aspectos, pero no en su trabajo. El trabajo es el fin de nuestra condición pasiva. Trabajar y ser pasivo son opuestos. Imaginar que el trabajo puede ser pasivo o activamente pasivo es como imaginar que un círculo es cuadrado, que la tinta es blanca, que el agua es seca. Por consiguiente, el Catecismo de Heidelberg correctamente pregunta: ¿Por qué debemos nosotros hacer todavía buenas obras?

Por lo tanto no puede haber buenas obras al menos que sean labradas por nosotros mismos. Y toda representación como si el hombre no realizara buenas obras, sino que el Santo Espíritu las realiza en él y en su lugar, es trastornar el Evangelio y despedazar las Escrituras.

La obra de Cristo es indirecta; aquella del Espíritu Santo no lo es. Él obra en el hombre, pero no en su lugar. Y no obstante la extensión que pueda tener Su trabajo en nosotros, habiéndose labrado independientemente de nosotros, no puede ser nunca contado como propio nuestro. Cristo murió y resucitó de los muertos por nosotros, independientemente de nosotros. Pero el Espíritu Santo no puede sacar fruto del árbol si no es nuestro ego el que ejecuta el trabajo.

Pero—y esto se debe enfatizar—nuestro ego no puede ejecutarlo si no es “el trabajo que es forjado en nosotros con poder.” La vida interior y superior no actúa como la savia en la vid, porque esta penetra en la vid naturalmente. Pero la obra de la vida santa es diferente. Aun cuando la santa disposición esté implantada, el hijo de Dios no produce ningún fruto bueno por sí solo. Aun cuando esté bien dotado y equipado, si se le deja solo, no produce nada, ni una sola buena obra por pequeña que sea.

El más hábil cortador de diamantes, aunque cuente con las mejores herramientas no puede moldear la más pequeña de las rosas en el diamante a menos que el propietario del establecimiento le dé el diamante, la fuerza motriz para utilizar sus herramientas y aun la luz sobre sus manos. De igual forma, es imposible para el más excelente entre los hijos de Dios, aun cuando su alma esté bien equipada, poder realizar obra alguna si no es el Propietario del establecimiento de arte sagrado el que le da el material, el poder y la luz.

Por consiguiente, el contenido y la forma entera de toda buena obra, no son del hombre, sino del Espíritu Santo, de modo que cuando se termine, le debemos dar gracias a Dios y no Él a nosotros. En todo hombre que realiza una buena obra, Él trabaja tanto la voluntad como el hacer.

Pero cuando el Espíritu Santo ha provisto todo lo necesario, entonces falta todavía una cosa, a saber, que el santo lo haga y que haga suyo el trabajo. Y este es el magnífico acto de la fe.

No hay ni una sola buena obra que Dios no haya preparado de antemano para que andemos en ella; y es por esto que no es forjada hasta que andemos en ella. El Señor le dijo a Ezequiel, “Yo haré que andes en mis estatutos” (Ezequiel xxxvi. 27); pero el Señor no provoca que vayamos hacia allá, hasta que realmente andamos en ellas. No seremos acarreados ni llevados sobre ruedas a ellos. Esto no tendría ningún valor delante de la Divina Majestad; no habría arte. Aun nosotros podemos llevar al inválido sobre ruedas, en su carruaje, pero el arte de hacerlo caminar, sí, incluso el de saltar como un ciervo, no es humano, sino digno de Dios solamente. Y no podemos permitir que esto sea quitado por un misticismo enfermizo y así robarle a Dios esta gloria.

Decir, como muchos hacen, que el Señor lleva a sus hijos imperceptiblemente a los buenos caminos, y que esto constituye sus buenas obras, es despreciar las cosas sagradas. Nadie debiera tocar el honor de nuestro Dios; y no debemos descansar hasta que la pura doctrina arda nuevamente en el candelabro: que el poder de Dios se manifieste en el hecho que Él causa que el tullido pueda caminar, correr y saltar como un ciervo.

Y este es el acto de la fe, a saber, ese maravilloso acto del alma de lanzarse a sí mismo al abismo, sabiendo que caerá en los siempre presentes brazos de la misericordia, aun cuando sea completamente incapaz de verlo. La fe en este aspecto, es estar de acuerdo con la voluntad divina: de aceptar la buena obra que Dios ha preparado para nosotros como nuestra, de apropiarnos de lo que Dios nos da.

Un torpe estudiante tiene que dar un discurso ante una extraña audiencia. Es una tarea difícil y ni siquiera sabe cómo empezar. Todos los esfuerzos propios son inútiles. Entonces su padre lo llama y dice: “Si haces este pequeño discurso que he preparado y lo recitas sin omitir una palabra, será un éxito”. Y el niño obedece. No hay nada de él mismo—todo es obra de su padre; él meramente cree que lo preparado para él por su padre es bueno. Y en esta confianza, enfrenta a la extraña audiencia, entrega la composición de su padre y tiene éxito. Sin embargo, el haber escrito el discurso no termina con el asunto, y no podría terminar hasta que el joven haya realizado su parte. Cuando Dios ha preparado la buena obra para nosotros, no la ha terminado hasta que hayamos hecho lo que Dios ha preparado para nosotros.

Llegando a casa, el joven no pide orgullosamente un premio, sino que con gratitud abraza a su padre por su amor y fidelidad. Habiendo obtenido el éxito, los hijos de Dios están profundamente agradecidos por la excelente ayuda de su Padre y reconocen que todo se lo deben a Él. Y Él está contento de darles un premio, no porque se lo merezcan, porque si fuera cuestión de merecer, ¡los hijos deberían darle todo al Padre! Pero es meramente una recompensa de amor para el apoyo futuro de su fe.


XVI. Negarse A Sí Mismo

“Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.”—Mateo xvi. 24.

Las buenas obras no son la santificación del santo, como tampoco las gotas de agua son la fuente, sino que brotan como gotas cristalinas de la fuente de la santificación. Son buenas, no cuando el santo intenta que sean buenas, sino cuando se ajustan a la ley divina y proceden de una fe verdadera. Sin embargo, la intención es de gran importancia; la Iglesia ha enseñado siempre que una obra no puede ser llamada buena a menos que esté dirigida a la gloria de Dios.

Este es un punto vital que debe animar y orientar el asunto completo: sólo para la gloria de Dios. Toda otra intención hace de la buena obra algo malvado. Aun el esfuerzo de hacer buenas obras es imposible sin el “Soli Deo Gloria.”

Esta es la razón por la cual tantos esfuerzos bien intencionados de la supuesta santificación se vuelven pecaminosos. Porque el hombre que se aplica esforzada y diligentemente a las buenas obras, sólo para lograr un estatus de mayor santidad y así hacerse una persona más santa, ha perdido su recompensa. Su finalidad no es Dios, sino él mismo; y ya que toda buena obra, hace humilde al hombre y la santificación real lleva a echar abajo el yo y a quitárselo, esta mal planeada santificación produce la auto-exaltación y el orgullo espiritual.

Pensar que por la auto-santificación se honra a Dios y se exalta Su gloria es una decepción personal. El honor divino y su majestad son tan sagrados y exaltados que Su gloria debe ser el objetivo directo en la mira. Trabajar por la propia santificación directamente, e indirectamente por Su honor, no es digno de Su santidad.

El fin y objetivo de todas las cosas debe ser del Señor Dios solamente. La justicia debe habitar en la tierra, no sólo para preservar el orden, sino para remover la iniquidad de la presencia del Señor. Se debe apoyar la causa misionera no sólo para conseguir almas convertidas, sino para convocar a las naciones a presentarse en Sión delante de Dios. La oración debe ofrecerse no sólo para obtener el bien que se otorga sin rezar, sino porque cada criatura debe tenderse, mañana y noche, sobre el polvo santo gritando, “¡Santo, santo, santo es el Señor!” haciendo que toda la tierra se llene de Su gloria. Y por tanto toda criatura debe hacer buenas obras y todos los niños de Dios pueden hacer buenas obras; no para que ellos se puedan hacer un poquito más santos, sino para que la gloria de la santidad pueda brillar en alabanza a nuestro Dios.

3. Este tercer punto, por lo tanto, no se debe omitir nunca. Cuando nuestro trabajo se hace de acuerdo a la ley y a la fe, pero no directamente para la gloria de Dios, esto no le complace a Él. No vale de nada, aun cuando el arco esté fuertemente doblado y la cuerda sea del mejor material, si es que la flecha puesta sobre la cuerda no se orienta en la dirección correcta.

La doctrina de los Buenas Obras toca lo más delicado y sensible de nuestras emociones internas, a saber, el negarse a uno mismo.

Las mentes superficiales, pobres en gracia y santidad, hablan de la negación de sí mismos sólo ocasionalmente, y entonces sin entender su significado. Piensan que consiste en hacer espacio para otros, en argumentar menos, en renunciar al placer o en obtener ganancias para un propósito más alto, o en preocuparse por otros y no por ellos mismos. Ciertamente este es un fruto precioso, deseable encarecidamente; y si se encontrara con mayor abundancia entre los hijos de Dios, debiéramos estar agradecidos por esto. Pero, desgraciadamente, hay tanta delgadez del alma aun en los más empeñosos, tanta mezquindad, ambición, rabia y confianza en la criatura, que toda manifestación de impulso más noble resulta de lo más refrescante.

Pero la pregunta que tenemos ahora por delante es esta: si es que hacer espacio para otros, tanto auto-sacrificio, merece el nombre de negarse de uno mismo. Y la respuesta debe ser un muy enfático: ¡No! La auto-negación del santo no hace referencia al hombre sino a Dios, y por esta razón es superlativamente alta y sagrada, difícil y casi imposible.

Por supuesto que los hijos de Dios aman a su Padre Celestial, pero no con un amor inalterable. Su amor es muchas veces muy poco amoroso. Sin embargo, cuando la pregunta resuena a través de su alma “Simón, hijo de Jonás, ¿Me amas?” (Juan xxi. 15-17) y se siente tentado a reprocharse, diciendo “No, Señor,” entonces la respuesta surge como un rayo del fondo de su alma, contra toda contradicción: “Sí, Señor, Tú sabes que te quiero” (Juan xxi. 17).

Por lo tanto, nada podría parecer más natural que encontrar gozo en negarse a sí mismo por amor a Dios. Y este es efectivamente el caso. Pasa sus momentos más felices en una sincera negación de sí mismo; porque entonces nunca está solo, sino que siempre con Jesús, a quien él sigue. Entonces él se da cuenta de la santidad y trascendencia gloriosa de la proclamación: “Si alguien quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo xvi. 24; Marcos viii. 34; Lucas ix. 23).

Pero mientras que la bienaventuranza de su auto-negación anterior está todavía fresca en su memoria, cuando sea llamado nuevamente a un acto de la misma naturaleza, él se escabulle y lo encuentra casi imposible. La negación de sí mismo se extiende tanto así. Su profundidad no se puede comprender. Cuando la plomada ha descendido todo el largo de la línea, todavía hay una enorme profundidad por debajo de modo que el fondo nunca se toca. Se refiere no a unas pocas cosas, sino a todas las cosas. Abarca su vida y existencia entera, con todo lo que hay en nosotros, alrededor de nosotros; nuestro entorno total, reputación, posesión, influencia y posesiones; incluye todas las amarras de la sangre y afectos que nos unen a nuestra mujer o esposa y niños, padres y hermanos, amigos y asociados; todo nuestro pasado, presente y futuro; todo nuestros regalos, talentos, y donaciones; todas las ramificaciones y extensiones de nuestra vida interna y externa; la rica vida de nuestra alma y las emociones más tiernas de nuestros impulsos santos; nuestros conflictos y nuestras luchas; nuestra fe, esperanza y amor—¡sí! nuestra herencia en el Hijo, nuestro lugar en la mansión celestial, y en la corona que el Juez Justo nos dará algún día; y como tal, en ese amplio o entero espectro de vida, debemos negarnos a nosotros mismos delante de Dios.

Somos, para usar una ilustración, en toda nuestra vida y existencia como un árbol frutal, enraizado ampliamente, completamente crecidos, plantados en suelo fértil, adornados con una corona de muchas ramas y un glorioso techo de hojas; y como ese árbol con raíces profundas y amplias en la tierra, y con ramas altas y amplias en el aire, estamos profundamente enraizados, poseyendo una existencia obtenida por medio del dinero, reputación, propiedad y descendencia, fe, esperanza, amor y las promesas de Dios. Y a ese árbol entero, a esa unidad completa, desde la más profunda raíz al más alto brote, el cual como nuestro ego, lleno de poder y majestad, se presenta ante nuestra consciencia y en nuestra vida; a todo esto el hacha debe caer; de todo esto, el alma que se niega a sí misma debe decir: “Dios lo es todo; yo no soy nada.”

Muchos dicen, “Esto es está bien y es claramente mi idea,” y lo dicen bastante a menudo; porque cuando estas muy difíciles y excelentes palabras pasan una y otra vez por los labios como meros sonidos huecos, dan un golpe disonante al alma esforzada y sensible. Pero cuando agarramos el pensamiento como un hecho presente, entonces encontramos que esta negación de nuestro ser y existencia entera está casi totalmente fuera de nuestra comprensión. Uno mismo (el ‘yo’) puede minimizarse a tal punto que pensamos realmente que se ha ido y negado, mientras que al mismo tiempo se queda de pie a nuestras espaldas, sonriendo con satánico regocijo. El ‘yo,’ grande e inflado, no es difícil de negar. De esta forma el inconverso se presenta ante de Dios, pero no el santo. Eso le ha sido quitado. Aquello no es más un impulso de su anhelo. Pero un ‘yo’ encogido, reducido, parcialmente desvestido, escondido detrás de emociones pías y un montón de buenas obras, es extremadamente peligroso. ¿Qué más hay para ser negado? No queda casi nada. No busca ya al mundo, ni su propia gloria; su finalidad última es la gloria del Señor. Al menos, eso es lo que cree. Pero está equivocado. El ‘yo’ todavía está ahí. Es como un resorte comprimido por un tiempo, pero listo para rebotar con la fuerza acumulada. Y lo que fue llamado auto-negación, no es realmente nada más que un cuidarse a sí mismo. Y esto es lo peor de él, porque el ‘yo’ es peligrosamente astuto. El corazón del hombre es “engañoso más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?”

Cuando estamos inclinados al pecado, el ‘yo’ deja su escondite y con todo su poder trabaja duro para hacernos pecar. Pero cuando el Espíritu Santo nos corteja y constriñe, librándonos del pecado, entonces, acurrucado en una esquina, se esconde, reclamándonos por el engaño que dejó de ser. Es entonces cuando, con evidente satisfacción, la ingenua piedad pregunta si es que la negación del yo no se ha completado.

Pero el verdadero santo se reconoce por esto: mientras que el ingenuo se satisface con estas artimañas espirituales, él no. Él descubre la artimaña. Entonces se reprocha a sí mismo. Saca al yo de su lugar de escondite. Reprende y maldice al ser maligno que siempre se interpone entre él y su Dios. Y con gruñidos suplica, “Todopoderoso, misericordioso y bondadoso Dios, ten piedad de mí.”

La negación de uno mismo no es un acto externo, sino un acto hacia el interior de nuestro ser. Como el barco a vapor que se maneja por el timón, que es a su vez girado por medio de una rueda, hay también dentro de nosotros un timón, o como quiera que se le llame, que se manipula desde un mando, y a medida que giramos la embarcación completa, ya sea a babor o estribor, negamos nuestro yo o a Dios.

En un sentido más profundo, siempre negamos a uno o al otro. Cuando nos encontramos bien negamos al yo; en todos los otros casos negamos a Dios. Y el mando interno por el cual giramos toda la embarcación de nuestro ego es nuestra intención. El timón determina la dirección del barco; no sus aparejos y carga; no el carácter de la tripulación, sino su dirección, el destino del viaje, el puerto final; por consiguiente, cuando vemos que nuestra embarcación se aleja de Dios, giramos el timón en el otro sentido y lo obligamos a volverse hacia Dios.

Note los aparejos y la carga. El primero puede ser magnífico: excelente talento, mente superior, un rico estado de gracia. La última puede ser preciosa: un tesoro de conocimiento, de poder moral, de amor consagrado, de conmovedora y adorable piedad. Y sin embargo, con esos excelentes aparejos y preciosa carga, podemos manejar nuestra embarcación lejos de Dios y apuntar a nosotros mismos. Sólo entonces hay auto-negación; cuando, sin importar los aparejos y el cargamento, el hombre hace que su embarcación se dirija directamente a la gloria de Dios.

La intención lo es todo. Y es esta misma intención la que nos puede engañar amargamente. El pequeño mando de nuestras intenciones es tan increíblemente sensible que un mero toque del dedo puede revertir su acción. Es por esto que estamos tan dispuestos a creer en la bondad y belleza de nuestras intenciones.

De ahí la necesidad de un profundo, correcto e íntimo conocimiento de sí mismo. ¿Y quién posee esto? Y ya por Su luz, el Espíritu Santo constantemente redefine y escarmienta nuestro conocimiento propio, ¿no es perfectamente natural que mientras hoy día nos imaginamos estar muy avanzados en la auto-negación, la próxima semana descubrimos cuán amargamente equivocados estábamos?

Para buscar y mirar nuestra mejor y eterna salvación, no en toda criatura sino en Dios; para usar los regalos espirituales y materiales, no para nosotros mismos sino para Su gloria; para apreciar todas las cosas perecibles como sin valor comparadas con lo eterno; no deseando ser nuestro propio dueño, sino sirvientes de Dios y ser parte de Su empresa; no para poseer más cosas preciosas, como el dinero o tesoros, o incluso nuestros propios niños, como si fueran de uno mismo; para conocerse como el camarero asignado del Señor; para no tener más cuidado o pensamientos ansiosos; para renunciar a toda confianza y cuidado en el hombre, en el capital o en un ingreso fijo, o en cualquier otra criatura; para confiar sólo y completamente en el Dios fiel; para estar en paz con nuestro propio grupo y con la voluntad de Dios; y, finalmente, para dirigir todas las intenciones y emociones fuera de uno mismo, hacia el bien Amado y Glorioso—¿no es esto ir demasiado lejos? ¿Y puede nuestro propio progreso respecto a ello llegar alguna vez a satisfacernos?

Y sin embargo, se requiere tal negación de uno mismo para dar cuenta de nuestras obras, buenas obras por cierto, en las cuales los ángeles puedan regocijarse.

De este modo, las cosas que el Espíritu Santo tomó de Cristo para darlas a nosotros, retornan a nuestro Garante; porque es evidente que ni una sola de nuestras buenas obras puede nunca ser completa en ese sentido. Nuestra negación personal nunca es perfecta. De ahí el triste clamor que “nuestras mejores obras están siempre contaminadas delante de Dios”; y también la oración para que nuestras buenas obras sean limpiadas.

Y esto debe ser así; ha sido divinamente ordenado que los hijos de Dios nunca deban dejar a Cristo. Si ellos hubieran realmente obtenido la perfección, perderían de vista a su Garante; pero el hecho que aun sus mejores esfuerzos son profanos los lleva a Cristo, para propiciación y limpieza por Su sangre. La negación de uno mismo es fruto de la propiciación hecha perfecta sólo por la propiciación. Y así, en el crecimiento y la maduración del fruto espiritual, Dios usa nuestros pensamientos, palabras y hechos como instrumentos de santificación.

Porque, ¿no es el ejercicio frecuente de la auto-negación y la subsiguiente entrega del fruto de justicia bajo la bondadosa operación del Espíritu, el que crea hábitos santos en nuestra alma? ¿No es esta la manera natural de doblar nuestro corazón transfiriéndolo de Satán a Dios? Y cuando el Espíritu Santo hace que estos hábitos santos, este doblarse del corazón hacia la santidad, una permanente disposición, entonces nos hemos convertido en co-trabajadores con Dios de nuestra propia santificación. No es como si Él hiciera una parte y nosotros otra, sino que Él usa nuestro trabajo como un cincel para esculpir nuestra propia alma.

Y por este motivo, los fieles ministros de la Palabra debieran persuadir, incitar y constreñir a los creyentes para que sean siempre abundantes en las obras del Señor. La santificación debe predicarse como si fuera con la más fuerte trompeta. La Iglesia de Cristo lo requiere imperativamente. La Palabra que declara que Dios es un Dios que justifica a los impíos no debe ser separada de esa otra palabra “Sed santos, porque Yo soy santo” (Levítico xx. 7; 1 Pedro i.16). Las operaciones de la Palabra y del Espíritu Santo fluyen juntas. Por consiguiente, todo joven discípulo de Cristo no sólo debe confesar Su nombre y vivir acorde a los deseos de su corazón, sino que debe arrancar de las lujurias del mundo, para caminar santamente y sinceramente delante de Dios.

Los ministros de la Palabra deben ser cuidadosos en no ocultar la majestad del Señor Jehová detrás de la Cruz de Cristo. La responsabilidad debe ser aterradora, si es que alguna vez pareciera que nuestra predicación de la Cruz de Cristo, en vez de sofocar el pecado, apagase la vida santa.


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