La disciplina que Dios rechaza

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English: The Discipline That God Despises

© Desiring God

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Por Marshall Segal sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por María Fernanda Trapani


La mayoría de nosotros disfruta de la disciplina y quiere tener aún más. Pero también sabemos que es difícil desarrollarla y sostenerla. A menudo queremos ser disciplinados, pero sin hacer sacrificios en el día a día.

Piense en las metas que se proponga para cumplir dentro de un mes. Casi todas ellos involucran algún tipo de disciplina. Algunos de nosotros hemos pensado en nuestros últimos fracasos durante el mes de febrero o marzo (o antes): adelgazar, mejorar las relaciones, romper malas estructuras, sostener hábitos de amabilidad.

Sin embargo, mientras buscamos la disciplina, debemos tener cuidado. Nuestro Señor dice de algunos: «Entonces me invocarán, pero no responderé; me buscarán con diligencia, pero no me hallarán» (Proverbios 1:28). La disciplina, incluso en la búsqueda de Dios, lo ofende. «Existe una disciplina mal intencionada», el trabajo duro, la tenacidad, el esfuerzo y el compromiso que lo aleja más, en lugar de invitarlo a acercarse. Mientras nos separamos cada vez más de Dios y de su gracia aparentamos estar ocupados, ser fructíferos e incluso espirituales.


Dios rechaza cierto tipo de diligencia, va en busca de otra clase de persona: «Amo a los que me aman, y los que me buscan con diligencia me hallarán» (Proverbios 8:17). Mientras buscamos y cultivamos disciplina, debemos aprender la diferencia entre la diligencia con la que Dios se deleita y la que desprecia.

Contenido

Disciplinado y expulsado

Cuando Dios dice: «Me buscarán con diligencia pero no me encontrarán», su advertencia es aún más devastadora y aterradora. Dios le dice al diligente mal intencionado: «también yo me reiré de vuestra calamidad, me burlaré cuando sobrevenga lo que teméis» (Proverbios 1:26). Esto no es indiferencia divina sino algo mucho peor; es hostilidad del Todopoderoso. Estas personas buscan a Dios con diligencia pero con la intención de que los ayude y rescate, diligentemente, desesperados por ayuda y rescate, y él se ríe.

El juicio es grave, pero no arbitrario. ¿Por qué huele tan mal esta clase de disciplina ante Dios? «Porque habéis desatendido todo consejo mío, y no habéis deseado mi reprensión» (Proverbios 1:25, 29–30). Porque ignoraron y desobedecieron a Dios, hasta que llegó la crisis y no tuvieron a quién más recurrir. Por lo tanto, cuando finalmente lo buscaron, su arrepentimiento no era del corazón, sino que se apoyaba en sus propios intereses por lo que no podían encontrar al Dios que está en todas partes.

Jesús advierte a sus discípulos: «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Jamás os conocí; apartaos de mí, los que practicáis la iniquidad» (Mateo 7: 22-23). Lo hicimos. Lo hicimos. Lo hicimos. Jesús dice: «Apártate de mí». Levantaron a Babel y el Señor arrasó con todo.

La disciplina puede convertirse hoy en una amante que nos deja ingenuos y orgullosos, y con las manos vacías ante el Señor el último día. El camino al infierno está lleno de tanta disciplina como el camino al cielo.

Disciplinado en rebeldía

Dios desprecia cierta diligencia porque lo deshonra. Si solo lo buscamos cuando atravesamos alguna tragedia o crisis, después de meses o años de ignorarlo y abandonarlo, no aparecerá de pronto como lo mejor del universo ni la fuente de toda sabiduría y fortaleza. Aparecerá como si fuera el último recurso para la supervivencia. Este tipo de diligencia es a menudo impaciente, le exige a Dios de manera atrevida que actúe en nuestro tiempo y que haga lo que queremos; de manera egoísta centra las plegarias en nosotros mismos; y además dejamos de rezar cuando se solucionan los problemas.

Esta disciplina se basa en el miedo a las consecuencias, no en la alegría en Dios. Lo tratamos como alguien que viene a darnos una respuesta a una inquietud personal. Sin embargo, él es el Creador del mundo, el que sustenta a todo ser viviente, el gobernante de cada nación, el autor de toda la historia. Dios odia aquella disciplina en la que comemos y bebemos, oramos y leemos, servimos e incluso nos sacrificamos para la propia gloria y no la de Dios. Cuando Dios mira las fibras de nuestro esfuerzo, planificación y sudoración, quiere ver cuán grande y bueno es él, no lo fuertes que somos nosotros.

La diligencia que Dios adora

Pero la disciplina también puede servir como un camino firme y dorado hacia Dios: más misericordia, más seguridad, más alegría. El Señor, personificado como sabiduría en Proverbios 8, se lo ve fuerte y hermoso en la cima de una montaña alta y llama a cualquiera que esté dispuesto a trepar con esfuerzo hacia él,

«Mío es el consejo y la prudencia,
yo soy la inteligencia, el poder es mío.
Amo a los que me aman,
y los que me buscan con diligencia me hallarán» (Proverbios 8:14, 17).

Él no busca seguidores poco entusiastas e indiferentes. Busca verdaderos adoradores (Juan 4:23), hombres y mujeres que lo siguen con todo su corazón, alma, mente y fuerza, porque lo quieren a él, no solo su ayuda, su perdón o sus dones.

Dios adora nuestra diligencia cuando revela su valor para el mundo. Este tipo de diligencia es paciente, sabe que mil años es como un día para el Todopoderoso; donde el sacrificio, las ansias de esforzarse, de sufrir e incluso morir por su gloria; firme, sin vacilar bajo las olas de la vida y perseverar hasta la eternidad; y feliz, haber sembrado las semillas de la disciplina para cosechar la riqueza de conocer a Cristo Jesús (Filipenses 3: 8) y de encontrarlo.

Hacer todo lo posible

En su primera carta, el apóstol Pedro ensaya que hemos escapado de la corrupción del pecado y que hemos sido traídos a la vida, después de haber recibido las preciosas y muy grandes promesas de Dios, así como su poder para vivir como Cristo. «Por esta razón también», escribe,

«Obre con toda diligencia, añadid a vuestra fe, virtud, y a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio, al dominio propio, perseverancia, piedad, a la piedad, fraternidad y a la fraternidad, amor»…«sed aún más diligentes para hacer firme vuestro llamado y elección de parte de Dios; porque mientras hagáis estas cosas nunca tropezaréis» (2 Pedro 1: 5–7, 10).

El cristianismo no es el enemigo del esfuerzo. ¡Lejos de eso! Cristo, y solo Cristo, hizo su trabajo en la cruz para limpiarnos de nuestros pecados y darnos el perdón. Pero cuando dijo: «¡Consumado es!» (Juan 19:30), no crucificó nuestro esfuerzo y nuestra disciplina. Nos dio el perdón para seguirlo y para que abandonáramos nuestras vidas. Arrancó nuestro esfuerzo de la tumba y encendió otro dulce regalo de gracia: su Espíritu. Si está realmente vivo en nosotros, inspirará una diligencia más profunda, más dulce y más rigurosa.

Deleítate con diligencia

El peligro de la mala disciplina consiste en gastar mucho de nosotros mismos en la dirección equivocada, solo para descubrir que, después de todo el esfuerzo, la ansiedad y el arduo trabajo, quedamos vacíos, más desesperados y más lejos de Dios.

La disciplina divina está anclada en nuestro gozo en Dios, no en el temor al castigo, en el anhelo de una curación o alivio terrenal, o en la presión para conformarnos o impresionar. Escuche al Señor decir: «Escuchadme atentamente, y comed lo que es bueno, y se deleitará vuestra alma en la abundancia» (Isaías 55: 2). Sé disciplinado en el deleite, disfruta de Dios.

Cuando lo busquemos, esperando que satisfaga nuestras almas, en los días mejores y en los más difíciles, en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, «me hallarán» (Proverbios 8:17). Y en él, encontraremos todo lo que necesitamos y más de lo que podemos imaginar.


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