La santidad comienza con una intimidad con Jesús

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English: Holiness Begins in Intimacy with Jesus

© Desiring God

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Por Scott Hubbard sobre Santificación y Crecimiento

Traducción por Adriana Blasi


Mientras lidio contra el pecado y lucho por la fe, muchas veces deseo que la búsqueda de la santidad fuese acompañada por algún tipo de ecuación.

([X minutos de la Biblia] + [Y minutos de oración] x [Z días por semana] = santidad

Si aún quisiéramos ser más santos, podríamos añadir alguna forma de gestión de responsabilidad, participación en grupos pequeños, en evangelismo y ayuno. En cualquier caso, esto quedaría claro y sería previsible. Esto haría que la santidad fuese viable. Esto nos da el control.

Luego recordé a un hombre que se acercó a Jesús con un deseo semejante al mío: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Marcos 10:17) La ecuación de este hombre estaba casi completa: no al homicidio, no al adulterio, no a robar, no a mentir (Marcos 10:19-20). ¿Qué variable le faltaba? Aquí llega la contestación que dispersa todo sueño de perseguir una santidad predecible. «Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme» (Marcos 10:21).

Ven, deja lo predecible atrás y sígueme. Quedate cerca mío. Comulga conmigo Vive para ver mi gloria.

Esto es impredecible. Esto no se puede manejar ni controlar. Y este es el único camino a la santidad.

Contenido

La “Santidad” sin Cristo.

La tracción que siento respecto a la santidad es realmente una versión de una tentación común: tratar de vivir la vida cristiana sin Cristo. Reemplazar el discipulado con técnicas, alabar con bombo emocional, comulgar con una lista de reglas o prácticas espirituales. Es un hecho sorprendente, que nos podemos volver expertos en la vida cristiana sin acercarnos a Cristo.

Los de mente religiosa siempre se han visto atraídos a una “santidad” sin Cristo. Podemos ver esto en los fariseos, esas tumbas vivientes, semejantes a sepulcros blanqueados, mientras que por dentro lleno de huesos de muertos (Mateo 23:27). Vemos en los falsos maestros en Colosas, que se jactaban de “una religión autorrealizada y un ascetismo y una severidad respecto al cuerpo” mientras que la carne disfrutaba de una fiesta (Colosenses 2:23) Y muchos vemos vestigios de ello en nosotros mismos.

Mi propensión de perseguir una vida sin Cristo se vio expuesta recientemente al preguntarme (a través de la guía de un santo sabio), «¿cuántos libros has leído acerca de la santidad y la vida cristiana?». Y justo en ese momento, mientras mentalmente estaba contando con mis dedos, «¿cuántos libros has leído acerca de Jesús?». Sin duda, los mejores libros acerca de la santidad y la vida cristiana dicen mucho respecto a Jesús. Pero la comparación plantea una pregunta sobre la cual vale la pena detenerse. ¿Estamos más fascinados por las prácticas de la vida cristiana o por la Persona de la vida cristiana?

Ineficacia de la auto santificación

Desde luego, la santidad basada solo en meras tácticas y disciplinas no es santidad en lo más mínimo, no importa cuan brillante aparenta por fuera. La auto santificación es un término mejor para esta búsqueda, y para aquellos cuya resistencia espiritual no se ha extinguido, es tan miserable como inútil.

En la mayor parte del tiempo, los auto santificadores simplemente caen en los mismos viejas prácticas una y otra vez. Sin poder, al igual que una rama que se ha cortado de la viña (Juan 14:4-5). Ellos no pueden resistir el encanto de una segunda mirada, un tercer episodio, un cuarto trago. Ellos son paralíticos que se imponen a sí mismos caminar. Muchos de nosotros aún podemos sentir el dolor de las repetidas caídas y accidentadas decisiones. De hecho, hay una cosa que es peor que caer en la auto santificación: triunfar.

Pablo nos da un vívido retrato de los auto santificados “exitosos” en Colosenses 2:16-23. Con una voluntad de hierro, mantuvieron su lista de normas, mucha de ella voluntarias: «No tomes en tus manos, no pruebes, no toques» (Colosenses 2:21). Tratan con severidad a sus cuerpos para flagelar sus lujurias y convertirlas en sumisión (Colosenses 2:23). En apariencia son espirituales, hasta místicos, hablando de ángeles y “hacen alarde de lo que no han visto” (Colosenses 2:18).

Pero luego llega la devastadora conclusión: todos sus discípulos y el auto control “carecen de valor para frenar los apetitos de la naturaleza pecaminosa” (Colosenses 2:23). La auto santificación simplemente negocia los pecados visibles por los pecados invisibles: pornografía por orgullo, glotonería por codicia, arrebatos de ira por un desdén silencioso.

Y, ¿por qué? Porque en todo su fervor por la pureza moral, los auto santificadores no obstante rechazan “[mantenerse] firmes unidos a la Cabeza”, es decir, ellos se rechazan confiar y amar a Jesús (Colosenses 2:19). El maquillaje de las virtudes externas, esconden una desagradable verdad: los auto santificadores no tiene vida, como un miembro que se ha amputado.

La santidad desplegada

Cuando separamos la santidad del mismo Cristo, la búsqueda de la santidad inevitablemente se vuelve mecánica o individualista - la solución a una ecuación espiritual o al resultado de mi voluntad bruta. Pero la santidad genuina no es ni mecánica ni individualista: es, en primer lugar, relacional.

Así que, cuando Pablo se traslada de Colosenses 2 a Colosenses 3, desplaza nuestros ojos de lo inútil de la auto santificación y posarla en su Santidad.

Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios… Pues ustedes han muerto y sus vidas están escondidas con Cristo en Dios (Colosenses 3:1, 3).

Vuestra vida - vuestra verdadera vida - está escondida en Cristo, el Santo. Vuestra unión con él los convierte en santos (Colosenses 3:12). Pero para poder llevar a cabo esa santidad aquí, debes “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo” (Colosenses 3:1). En otras palabras, la santidad es la flor de nuestra unión con Cristo, y se revela a través de nuestra comunión con Cristo.

Entonces, solo entonces, es cuando Pablo ordena a los colosenses a dar muerte a pecados específicos (Colosenses 3: 5-11), haciendo referencia que las únicas personas que pueden realmente matar sus pecados (y no solo reemplazarlos por otros) son aquellos que están ocupados con Jesús. Leprosos que somos limpios solo cuando él coloca sus manos sobre nosotros, paralíticos que nos levantamos solo cuando nos ordena, ciegos que vemos solo cuando él toca nuestros ojos.

J.I. Packer llega a la siguiente conclusión: “Los cristianos más santos no son los más preocupados acerca de la santidad como tal, pero aquellos cuyas mentes y corazones y objetivos y propósitos y amor y esperanza están completamente enfocados en nuestro Señor Jesucristo” (Keep in Step with the Spirit, 134).

“Tiempo de citas”

¿Cómo, entonces, podemos impedir que la búsqueda de la santidad se convierta un escudo inteligente que nos aleje de Cristo? En el fondo, tenemos una enorme necesidad del Espíritu Santo que habita en nosotros para acercarnos diariamente a Cristo (Juan 16:14). Sin embargo, ten en cuenta una propuesta modesta para acoger su ministerio permanente: cuando te sientas a leer, rezar, o escuchar a la palabra de Dios, no te conformes con nada que no sea una comunión con el Cristo viviente.

Robert Murray McCheyne podría ser de utilidad para nosotros en este punto. Más que llamar estas actividades disciplinas espirituales o bien estados de gracia (ambos ayudan a su manera), a él le gusta llamarlos tiempo de citas. Una cita, desde luego, es un encuentro entre amantes. Así que, McCheyne escribe:

En la lectura diaria de la Palabra, Cristo visita nuestra alma diariamente. En la oración, Cristo se revela a los suyos de manera diferente a la que hace al mundo. En la casa de Dios Cristo viene a los suyos, y dice: «¡La Paz sea con vosotros!» Y en el sacramento se da a conocer en el partimiento del pan, y luego ellos gritan: «¡Es el Señor!» Estas son los tiempos de cita, cuando el Salvador visita a los suyos. (Una comunidad de Amor)

Aquí no hay una ecuación. Sino algo mucho mejor. Un Salvador que siempre está preparado para visitarnos, estar en comunión con nosotros y mostrarnos su gloria. Y, al hacer esto, hacernos santos como él es santo.


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