No Contristéis al Espíritu Santo

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English: Grieve Not the Holy Spirit

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Por Charles H. Spurgeon sobre Espíritu Santo
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”. Efesios 4: 30.

El hecho de que el Espíritu Santo pueda ser contristado es una prueba muy clara de Su personalidad. Sería muy difícil imaginar que una influencia o que una mera emanación espiritual sean contristadas. Sólo se puede contristar a una persona, y ya que el Espíritu Santo puede ser contristado, vemos que Él es una subsistencia distinta en la sagrada Trinidad. No le roben nada de la gloria que le es debida, antes bien sean siempre diligentes en rendirle el homenaje. Además, nuestro texto nos revela la estrecha conexión que hay entre el Espíritu Santo y el creyente; Él ha de tener un interés tierno y afectuoso en nosotros, puesto que es contristado por nuestras imperfecciones y por nuestros pecados. No es un Dios que reine en solitario aislamiento, separado por un gran golfo, antes bien, el bendito Espíritu entra en un contacto tan íntimo con nosotros, hace observaciones tan minuciosas y tiene consideraciones tan tiernas que puede ser contristado por nuestras fallas e insensateces. Aunque la palabra “contristar” sea dolorosa, hay miel en la roca ya que es un pensamiento inexpresablemente deleitable que quien gobierna el cielo y la tierra y es el creador de todas las cosas, quien es el infinito y siempre bendito Dios, condescienda a entablar relaciones tan infinitas con Su pueblo que Su mente divina puede ser afectada por sus acciones.

¡Qué maravilla es que se diga que la Deidad se contrista por las faltas de seres tan completamente insignificantes como somos nosotros! Tal vez no debamos entender la expresión literalmente, como si el sagrado Espíritu pudiera ser afectado por una tristeza semejante a la tristeza humana, pero no debemos renunciar a la seguridad consoladora de que Él siente el mismo interés profundo por nosotros que el interés que siente un padre cariñoso por un amado hijo díscolo; ¿y no es ésto algo maravilloso? Que aquellos que lo no sientan, se queden inconmovibles, pero en cuanto a mí, no cesaré de asombrarme y de adorar.

I. El primer punto que vamos a considerar en esta mañana es EL PASMOSO HECHO de que el Espíritu Santo sea contristado. Ese Espíritu tierno y amoroso que, espontáneamente, se ha responsabilizado de revivirnos de nuestra muerte en el pecado, y de ser el educador de la nueva vida que ha implantado en nosotros; ese instructor divino, iluminador, consolador, recordador, a quien Jesús ha enviado para que sea nuestro guía y maestro permanente, puede ser contristado. Nosotros podemos contristar a ese Espíritu cuya energía divina es vida para nuestras almas, rocío para nuestras gracias, luz para nuestros entendimientos y consuelo para nuestros corazones. La paloma celestial puede ser turbada; el fuego celestial puede ser sofocado; el viento divino puede ser resistido; el bendito Paráclito puede ser tratado con desprecio.

La profunda pena amorosa del Espíritu Santo es atribuible a Su carácter santo y a Sus perfectos atributos. La naturaleza de un ser santo es susceptible de ser vejada por la impiedad. No puede haber concordia entre Dios y Belial. Un Espíritu inmaculadamente puro no puede menos que sentirse agraviado por la inmundicia, y especialmente tiene que sentirse contristado por la presencia del mal en aquellos objetos de Sus afectos. El pecado en cualquier parte tiene que ser desagradable para el Espíritu de santidad, pero el pecado de Su propio pueblo es aflictivo para Él en grado sumo. Él no odiará a Su pueblo, pero odia en verdad sus pecados y máxime cuando anidan en el pecho de Sus hijos. El Espíritu no sería el Espíritu de verdad si aprobara lo falso en nosotros: no sería puro si no lo contristara lo que es impuro en nosotros. No podríamos creer que fuera santo si mirara complacido nuestra impiedad; tampoco pensaríamos que fuera perfecto si nuestra imperfección fuera considerada por Él sin desagrado. No, como Él es lo que es: el Espíritu Santo y el Espíritu de santidad, entonces todo lo que en nosotros resulte ser deficiente en relación a Su propia naturaleza, tiene que contristarle: Él nos ayuda en nuestras debilidades pero se contrista por nuestros pecados.

Él se contrista con nosotros por nuestra propia causa, pues Él sabe cuánta miseria nos ocasionará el pecado. “¡Ah, oveja incauta” – parece decir- “conozco el oscuro monte sobre el que habrás de dar un traspié; veo las espinas que te desgarrarán, y las heridas que te horadarán! ¡Oh oveja descarriada, veo la vara que confeccionas para azotar tu propia espalda con tus insensateces! Yo sé, pobre descarriado, en qué mar de problemas te adentrarás por esa terca voluntad, esa irascibilidad, ese amor al yo y esa ardiente persecución de ganancias. Él se contrista por nosotros porque ve cuánta disciplina merecemos y cuánta comunión perdemos. Pudiendo estar sobre el monte de la comunión, nos encontramos suspirando en el calabozo del desánimo; y todo porque por motivos de comodidad carnal, preferimos ir por el ‘Prado de Circunvalación’, abandonando el camino indicado porque era áspero. El Espíritu se contrista porque nos adentramos así en las tinieblas de un aborrecible calabozo, y nos sometemos a los golpes del tolete de manzano silvestre del gigante Desesperación. Él mira anticipadamente cuán amargamente lamentaremos el día en que nos apartamos de Jesús y nos traspasamos con muchas aflicciones. Él ve anticipadamente que el rebelde de corazón será colmado de sus propios caminos, y se contrista porque mira desde antes la aflicción del rebelde.

El dolor de una madre por las acciones indebidas de su hijo pródigo no es tanto el sufrimiento que le ha sido causado directamente a ella, como la aflicción que ella sabe que su hijo atraerá sobre sí. David no lamentaba tanto su propia pérdida de su hijo, como lamentaba la muerte de Absalón, con todos sus terribles resultados para Absalón mismo. “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón!” Aquí vemos una profunda aflicción; pero la siguiente frase nos muestra que no era de ninguna manera egoísta, pues estaba anuente a experimentar un mayor dolor en sí mismo: “¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” Tal es el santo contristarse del Espíritu de Dios por aquellos en quienes mora: es por causa de ellos que está apesadumbrado.

Además, es sin duda por causa de Jesucristo que el Espíritu está contristado. Nosotros somos la compra hecha por la muerte de Jesús en el madero. Él nos ha comprado con un precio muy caro y debe poseernos enteramente para Sí; y si no nos posee por completo como Suyos, pueden concebir muy bien que el Espíritu de Dios esté contristado. Hemos de glorificar a Cristo en estos cuerpos mortales; el único fin y el propósito de nuestro deseo han de ser coronar con joyas esa cabeza que una vez fue coronada de espinas; es lamentable que fallemos tan frecuentemente en este servicio razonable. Jesús merece lo mejor nuestro: cada herida Suya nos reclama, y cada dolor que soportó y cada gemido que escapó de Sus labios es un renovado motivo para una perfecta santidad y una completa devoción a Su causa; y, debido a que el Espíritu Santo nos ve ser tan traidores al amor de Cristo, tan falsos para con esa sangre redentora, tan olvidadizos de nuestras solemnes obligaciones, Él se contrista por nosotros porque deshonramos a nuestro Señor.

¿Me equivocaría si dijera que se contrista por nosotros en razón de la Iglesia? ¡Cómo podrían ser útiles algunos de ustedes si sólo vivieran de conformidad con sus privilegios! ¡Ah, hermanos míos, cómo ha de contristarse seguramente el Consolador por nuestra causa -siendo ministros- cuando nos pone como atalayas pero no vigilamos y la Iglesia es invadida! ¡Cuando nos asigna la comisión de ser sembradores de la buena semilla, y nuestras manos están llenas a medias, o cuando esparcimos hierbas malas y cizaña en lugar de sembrar el buen trigo! ¡Cómo ha de contristarse por nosotros porque no tenemos esa ternura de corazón, ese derretimiento de amor, esa vehemencia de celo, esa entrega de alma que deberíamos exhibir! Cuando la iglesia de Dios sufre daño por causa nuestra -el Espíritu ama a la Iglesia y no puede soportar verla robada y despojada, ver que sus hijos anden descarriados, que sus hijos heridos no reciban socorro, y que sus corazones quebrantados no sean sanados- porque somos indiferentes a nuestro trabajo y descuidados en nuestra labor por la Iglesia, el Espíritu Santo está muy desasosegado.

Pero no es únicamente con los ministros, sino con todos ustedes, pues hay un nicho que cada uno de ustedes debe llenar, y si queda vacante, entonces la Iglesia pierde por culpa de ustedes, el reino de Cristo sufre daño, el ingreso que debía percibirse en Sion se agota, y el Espíritu Santo se contrista. Su falta de oración, su carencia de amor, su falta de generosidad, todas estas cosas podrían ser tristes lesiones para la Iglesia de Dios y, por tanto, el amoroso Espíritu de Dios se desasosiega.

Además, recuerden que el Espíritu de Dios deplora los defectos de los cristianos, en razón de los pecadores, pues el oficio del Espíritu es convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio; pero el rumbo de muchos creyentes es directamente contrario a esta obra del Espíritu. Sus vidas no convencen al mundo de pecado, antes bien tienden a consolar a los transgresores en su iniquidad. Hemos oído de las acciones de algunos profesantes que son citados por los mundanos como una excusa para sus pecados. Personas abiertamente profanas han dicho: “¡Miren a esos cristianos! Hacen esto y lo otro, y ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros?” No es bueno que Jerusalén consuele a Sodoma, ni que los crímenes de los paganos encuentren precedentes en los pecados de Israel.

La obra del Espíritu es convencer al mundo de justicia, pero muchos profesantes convencen al mundo de lo opuesto. “No” –dice el mundo- “no se puede tener mayor justicia en Cristo que en cualquier otra parte, pues, miren a quienes le siguen o pretenden hacerlo, y ¿dónde está su justicia? No es mayor que la de los escribas o de los fariseos”.

El Espíritu de verdad convence al mundo del juicio venidero; pero ¡cuán pocos de nosotros le ayudamos en esa grandiosa obra! Vivimos y actuamos y hablamos como si no hubiera un juicio venidero; trabajamos arduamente por obtener riquezas como si este mundo no se preocupara por las almas, como si el infierno fuera un sueño. Impasibles ante las realidades eternas, inconmovibles frente los terrores del Señor, indiferentes a la ruina de la humanidad, muchos profesantes viven como viven los mundanos, y están tan lejos de ser cristianos como lo están los infieles. Éste es un hecho indisputable, pero es un hecho que debe lamentarse con lágrimas de sangre.

Varones hermanos, no me atrevo a pensar cuánto de la ruina del mundo ha de ser puesto a la puerta de la Iglesia, pero me atrevo a decir ésto: que aunque los propósitos divinos serán cumplidos y Dios no perderá a ninguno de Sus elegidos, el hecho de que nuestra ciudad de Londres sea ahora una ciudad más bien pagana que cristiana, no puede ser puesto a la puerta de nadie sino a la puerta de la Iglesia profesante de Dios y a la de sus ministros. ¿Adónde más podría estar? ¿Está la ciudad envuelta en tinieblas? No tendría que haber sido así. Si hubiéramos sido fieles, no habría sido así: si somos fieles en el futuro, no permanecerá siendo así por largo tiempo. No puedo imaginar a una iglesia apostólica, establecida en medio de Londres y llena del ardor de los primeros discípulos, que permanezca por largo tiempo sin testimoniar sensiblemente a las masas. Yo sé que el incremento de nuestra población es inmenso; yo sé que estamos agregando cada año un nuevo poblado a esta ciudad agigantada; pero no voy a aceptar la idea –no me atrevo- de que el celo de la Iglesia de Dios, si estuviera en su nivel correcto, fuera demasiado débil para adaptarse al caso. Es más, hay suficiente riqueza entre nosotros, si fuera consagrada, para construir tantas casas de oración como fueran necesarias. Hay suficiente habilidad entre nosotros, si fuera dedicada al ministerio de la Palabra, para producir una suficiencia de predicadores de la cruz. Tenemos todo el vigor mental y pecuniario que se requiere. El punto en que fallamos es éste: somos limitados en poder espiritual, somos miserables en gracia, tibios en celo, magros en devoción, tambaleantes en fe. No estamos estrechos en nuestro Dios; estamos estrechos en nuestras entrañas.

Hermanos, yo creo que el Espíritu de Dios es grandemente contristado por muchas iglesias en razón de los pecadores en sus congregaciones que reciben escasos cuidados, escasas oraciones, y ninguna lágrima. ¡Quisiera que este pensamiento nos moviera a nosotros y a nuestros hermanos a enmendar nuestros caminos!

II. En segundo lugar, hemos de referirnos a LAS CAUSAS DEPLORABLES que motivan que el Espíritu Santo se contriste.

El contexto nos sirve de ayuda. Aprendemos que los pecados de la carne, la inmundicia y la maledicencia de cualquier tipo, lo contristan. Noten el versículo precedente: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca”. Cuando un cristiano cae en el hábito de hablar de una manera inmoral y poco comedida, cuando se deleita en cosas que son indecorosas aunque no se sumergiera en la comisión de alguna inmundicia externa, el Espíritu de Dios no se agrada de él.

El Espíritu Santo descendió sobre nuestro Señor como paloma, y una paloma se deleita en los ríos de agua pura, pero rehuye todo tipo de inmundicia. En los días de Noé, la paloma no halló donde sentar la planta de su pie por todos los cadáveres que flotaban en los desperdicios; y de igual manera, la paloma celestial no encuentra reposo en las cosas muertas y corruptas de la carne. Si vivimos en el Espíritu, no obedeceremos los deseos de la carne; quienes caminan en pos de la carne no saben nada del Espíritu.

Según el versículo treinta y tres, nos da la impresión de que el Espíritu Santo es contristado si albergamos amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Si en la Iglesia cristiana hay disensiones y divisiones, si un hermano habla mal de su hermano, y si la hermana habla mal de su hermana, el amor está ausente y el Espíritu de amor no estará presente por largo tiempo. La paloma es el emblema de la paz. Uno de los tempranos frutos del Espíritu es la paz.

Mis queridos amigos, yo espero que, como una Iglesia, si hubiera algún sentimiento maligno y secreto entre nosotros, si hubiera alguna raíz oculta de amargura aunque todavía no hubiere brotado para turbarnos, puede ser quitada y destruida de inmediato. Yo no tengo conocimiento de una cosa así de abominable, y me siento feliz de poder decirlo; confío en que caminamos juntos en santa unidad y concordia de corazón; y si alguien está consciente de alguna amargura, aunque fuera en un medida muy pequeña, ha de deshacerse de ella, para que el Espíritu de Dios no sea contristado por su culpa, y contristado por la Iglesia de Dios debido a esa persona.

No tengo ninguna duda de que el Espíritu se contrista grandemente cuando ve en los creyentes algún grado de amor al mundo. Su celo celestial es provocado por ese tipo de amor impío. Si una madre viera que su hijo está encariñado con otra persona que no es ella, si supiera que es más feliz en la compañía de un extraño que en la suya propia, consideraría eso una pena muy dura de sobrellevar. Ahora bien, el Espíritu de Dios nos da a nosotros, los creyentes, gozos y consuelos abundantes; y si nos ve que damos la espalda a todas esas cosas para unirnos a la compañía mundana, para alimentarnos ávidamente de los mismos vanos gozos que satisfacen a los mundanos, siendo un Dios celoso, consideraría eso como un gran desprecio contra Él. ¡Cómo! ¿Acaso el Buen Pastor adereza la mesa con las exquisiteces mismas del cielo y nosotros preferimos devorar las algarrobas que comen los cerdos? Cuando pienso en un cristiano que trata de encontrar su gozo allí donde los mundanos más viles encuentran los suyos, difícilmente puedo imaginar que sea cristiano, o, si lo fuera, seguramente contrista grandemente al Espíritu de Dios.

Vamos, antepones al mundo, que profesas haber encontrado vacío, y vano y engañoso, antepones éso a las cosas más escogidas del reino de la gracia; y aunque profesas que te “hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”, todavía te revuelcas en el polvo como lo hacen los demás. ¿Qué dice el mundo? “¡Ah, ah” –dice- “aquí está uno de esos cristianos que viene en pos de un poco de felicidad! ¡Pobre alma! Su religión no le proporciona ningún gozo y, por tanto, busca un poco de dicha en otra parte. Denle un espacio, pobre tipo, pues se la pasa mal los domingos”. Entonces se corre la voz de que los cristianos no tienen gozo en Cristo; que nos tenemos que negar a nosotros mismos toda verdadera felicidad, y que sólo podemos lograr un poco de deleite a hurtadillas, cuando hacemos lo mismo que hacen los demás. ¡Qué calumnia es ésa! Y sin embargo, ¡cuántos profesantes son responsables por ello! Si viviéramos en comunión con Jesús no apeteceríamos lo que el mundo ofrece; despreciaríamos su júbilo y hollaríamos sus tesoros. La mundanalidad, en cualquiera de sus versiones, tiene que ser muy aflictiva para el Espíritu de Dios: no solamente el amor del placer, sino el amor de las ganancias. La mundanalidad de los hombres y mujeres cristianos al imitar al mundo en el vestido, la mundanalidad en el lujo o en la conversación, tiene que desagradar al Espíritu de Dios, porque Él nos define como un pueblo peculiar, y nos dice: “Salid de en medio de ellos, y apartaos… y no toquéis lo inmundo”; y luego nos promete: “Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas”; pero si no queremos apartarnos, ¿cómo podríamos esperar que no sea contristado? Israel fue constreñido a dejar Egipto para ir al desierto, y Dios dice: “Me he acordado de ti… del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto”. Pareciera amar mucho la temprana separación de Israel para Sí; y así, yo creo que el Señor se deleita en ver a Su pueblo rompiendo vínculos afectivos, renunciando a los placeres carnales y saliendo del campamento para llevar el vituperio de Cristo. El corazón de Jesús se embelesa cuando ve que Su iglesia abandona el mundo. Aquí tenemos Sus propias palabras para Su esposa: “Oye, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre; y deseará el rey tu hermosura”. Le encanta que Sus santos sean enteramente para Él. Él es un Salvador celoso, y de aquí que Pablo diga que laboraba para “presentar a la Iglesia como una virgen pura a Cristo”. Jesús quiere que nuestra castidad para Él sea guardada más allá de toda sospecha, para que lo escojamos como nuestra única posesión y dejemos las cosas ruines de la tierra a quienes las aman. Hermanos míos, eviten contristar al Espíritu Santo en razón de la mundanalidad.

Además, el Espíritu de Dios es contristado grandemente por la incredulidad. Querido amigo, ¿qué podría contristarte más que tu hijo sospechara de tu veracidad? “¡Ay!”, -da voces el padre- “¿podríamos haber llegado al punto de que mi propio hijo no me crea?” ¿Ha de ser mi promesa rechazada en mi cara y me ha de decir mi propio hijo: ‘padre mío, no puedo confiar en ti’? Ninguno de nosotros, como padres, ha llegado todavía a ese punto, y sin embargo, ¿habrá llegado a ese punto nuestro Dios? ¡Ay!, ha sucedido; hemos despreciado al Espíritu de verdad al dudar de la promesa y desconfiar de la fidelidad de Dios. De todos los pecados, seguramente éste ha de ser uno de los más provocadores. Si permaneciera en algo el virus de la culpa diabólica, ha de ser en la incredulidad, no en la de los pecadores, sino en la del propio pueblo de Dios, pues los pecadores no han visto nunca lo que los santos han visto; no han sentido nunca lo que nosotros hemos sentido, no han sabido nunca lo que hemos sabido; y, por tanto, si dudan, no pecan contra tal luz, ni desprecian a tales argumentos invencibles a favor de la confianza, como lo hacemos nosotros. Que Dios perdone nuestra incredulidad, y que nunca más contristemos a Su Espíritu.

Adicionalmente, el Espíritu es contristado sin duda por nuestra ingratitud. Cuando Jesús nos revela Su amor, si abandonáramos la cámara de comunión para hablar con ligereza y olvidar ese amor; o si, cuando hemos sido levantados del lecho de la enfermedad, no estuviéramos más consagrados que antes; o si, cuando nuestro pan nos es dado, y nuestra agua es segura, nuestro corazón nunca agradeciera al dador generoso; o si, siendo preservados en medio de la tentación, falláramos en magnificar al Señor, seguramente, en cada caso, ésto sería un pecado que provoca a Dios.

Cuando agregamos altivez a la ingratitud, entonces contristamos gravemente al Espíritu bendito. Cuando un pecador salvado se vuelve altivo, insulta a la sabiduría del Espíritu de Dios por su necedad; pues, ¿qué podría haber en nosotros para estar orgullosos? El orgullo es una hierba mala que crece en cualquier tipo de suelo. ¡Orgullosos de las misericordias de Dios! ¡Es como si estuvieras orgulloso de estar endeudado! Vamos, algunos de nosotros somos tan insensatos que Dios no puede exaltarnos, pues si lo hiciera, pronto sufriríamos de mareos en el cerebro y caeríamos irremediablemente. Si el Señor pusiera aunque fuera una pieza de oro del consuelo en nuestros bolsillos, nos consideraríamos tan ricos que estableceríamos nuestro negocio por cuenta propia, y cesaríamos de depender de Él. No puede consentirnos con un pequeño gozo: tiene que guardarnos como el padre de la parábola guardó al hermano mayor, que se quejaba: “Nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos”. ¡Oh!, es triste que seamos tan necios como para volvernos orgullosos de nuestras gracias. Ésto contrista grandemente al Espíritu en una persona individual, y con mayor razón cuando se convierte en la falta de una iglesia entera. Si ustedes, como iglesia, se jactaran de que son numerosos, o generosos, o ricos, todo habría terminado para ustedes. Dios abate a quienes se exaltan. Si su alma se jactara en el Señor, pueden jactarse tanto como quieran; pero si se gloriaran en cualquier otra cosa, Dios escondería su rostro, y serían turbados aunque su monte hubiera estado firme alguna vez, de tal forma que soñaron que no podía ser conmovido.

Yo no podría darles una lista completa de todos los males que contristan al Espíritu de Dios, pero permítanme mencionarles aquí, particularmente, a uno: la falta de oración. ¿No se aplica ésto a algunos? ¡Cuán poco oramos algunos de nosotros! Que cada conciencia sea ahora su propio acusador.

Mi querido hermano, ¿qué hay en cuanto al propiciatorio? ¿Qué hay en cuanto al aposento y a la secreta comunión con Dios? ¿Qué hay en cuanto a la lucha pidiendo por tus hijos? ¿Qué hay en cuanto a suplicar por el pastor? ¿Has sido renuente a interceder por la conversión de tu vecino? ¿Podrías leer la historia de la intercesión de Abraham por Sodoma y decir que tú has intercedido por Londres de la misma manera? ¿Podrías leer sobre Jacob en el arroyo de Jaboc, y decir que tú pasaste, ya no digamos una noche, sino una hora luchando con el ángel alguna vez? La falta de oración de esta época es uno de sus peores signos, y la falta de oración de algunas de nuestras iglesias cristianas hace pensar como si Dios estuviera a punto de retirarse de la tierra, pues en muchas iglesias -según me informan- experimentan dificultades para lograr que un suficiente número de hombres asista a las reuniones de oración para siquiera continuarlas. Sé de algunas iglesias –“No lo anunciéis en Gat, ni deis las nuevas en las plazas de Ascalón”- sé de algunas iglesias que han renunciado a las reuniones de oración porque nadie asiste. ¡Ah!, si éste fuera un caso solitario, debería ser lamentado cotidianamente, pero hay muchísimas iglesias en una condición semejante; que el Señor tenga misericordia de ellas y de la tierra en la que moran tales iglesias.

Para resumir muchas cosas que podrían ser dichas, pienso que el Espíritu Santo será contristado por cualquiera de nosotros si nos entregáramos a cualquier pecado conocido, sea cual sea; y voy a agregar a eso que también será contristado, si alguno de nosotros descuida cualquier deber conocido, sea cual sea. No puedo imaginar que el Espíritu de Dios se agrade con un hermano que conoce la voluntad de su Maestro y no la hace: yo sé que la Palabra dice que recibirá muchos azotes. Seguramente, dar azotes ha de ser el resultado de la pesadumbre de parte de la mano que administra tales azotes. Si alguna persona o alguna iglesia conocen el bien y no lo hace, para ella o para la iglesia constituirá un pecado; y aquello que podría no ser pecado en el ignorante, se convertirá en pecado para los que son bendecidos con la luz. Tan pronto como tu conciencia es iluminada y conoces la senda del deber, no necesitas decir: “Otros deben hacerlo” (deben hacerlo, pero se sostendrán o caerán ante su propio Señor). Si tu juicio es iluminado, apresúrate y no te demores en guardar los mandamientos de Dios.

John Owen, en su tratado sobre el Espíritu Santo, hace un comentario diciendo que él cree que el Espíritu de Dios fue grandemente contristado en Inglaterra debido a la declaración pública hecha en los artículos de la doctrina, en el sentido de que la Iglesia de Dios tiene el poder para decretar ritos y ceremonias por ella misma. La Palabra de Dios es la única regla de la Iglesia de Dios: en la medida en que la Iglesia de Inglaterra, así llamada, reclama ser su propio legislador, contrista al Espíritu. Cuando una iglesia reclama para sí el derecho de juzgar cuáles han de ser sus propias ordenanzas, en lugar de reconocer voluntaria y obedientemente que no tiene ningún derecho de elección de ningún tipo, sino que está obligada a obedecer la voluntad revelada de su Grandiosa Cabeza, peca terriblemente. El deber de todos los cristianos es escudriñar la Palabra para conocer cuáles son las ordenanzas que Dios ha establecido y mandado, y una vez estando claros de la regla de la Palabra, nos corresponde obedecerla. Si vieran el bautismo infantil en la Palabra, no lo descuiden; si no estuviere allí, no lo consideren.

Aquí he de expresar un pensamiento que me ha perseguido por largo tiempo. Tal vez la triste condición presente de la iglesia cristiana, y el predominio del dogma de la “regeneración bautismal” puedan ser rastreados al descuido que reina casi universalmente en la Iglesia, en relación a la grandiosa ordenanza cristiana del bautismo de los creyentes. Los hombres se ríen de cualquier plática con respecto a ésto, como si el tema no tuviera ninguna importancia; pero me permito decir que independientemente de cuál sea la verdad sobre esa ordenanza, vale la pena que cada creyente la descubra. Me reúno constantemente con personas que no tienen ningún tipo de fe en el bautismo infantil, y han renunciado a él desde hace mucho tiempo; y sin embargo, aunque admiten que deberían ser bautizados como creyentes, descuidan el deber como si fuera algo sin importancia. Ahora observen que cuando el gran día revele todas las cosas, estoy persuadido de que revelará ésto: que la suplantación que ha hecho la iglesia del bautismo de los creyentes por el bautismo de los infantes, no solamente fue un gran instrumento en el establecimiento original del Papado, sino que el mantenimiento de esa perversa ordenanza en nuestra iglesia protestante es la raíz principal y la causa del presente avivamiento del Papado en esta tierra. Si quisiéramos poner el hacha a las raíces del sacramentalismo, debemos regresar al viejo método escritural de dar ordenanzas solamente a los creyentes: ordenanzas que vienen después de la fe, no antes de la fe. Hemos de renunciar a bautizar para regenerar, y hemos de administrar el bautismo solamente a quienes profesan ser ya regenerados. Cuando todos lleguemos a éso, no oiremos más acerca de la “regeneración bautismal”, y otras mil doctrinas falsas desaparecerían. Si establecieran la regla de que los incrédulos no tienen ningún derecho a la ordenanza de la iglesia, entonces le estarían quitando a los hombres el poder de establecer la profana institución de una iglesia del estado; pues, fíjense, no sería posible ninguna ‘iglesia nacional’ sobre el principio del bautismo de los creyentes, un principio que es demasiado exclusivo para adecuarse a la mezclada multitud de una nación entera. Una iglesia del estado tiene que aferrarse al bautismo infantil; necesariamente tiene que recibir a todos los miembros del Estado en sus números; tiene que hacerlo o de lo contrario no podría esperar la paga del Estado. Hagan de la Iglesia un cuerpo que conste únicamente de hombres que profesan ser creyentes en el Señor Jesús, y que la Iglesia diga a todos los demás: “ustedes no tienen arte ni parte en este asunto mientras no sean convertidos”, y entonces habría un término a la alianza profana entre la Iglesia y el mundo, que es ahora una plaga que marchita a nuestra tierra. Los errores de doctrina, de práctica y de gobierno podrían provocar que no caiga el rocío del cielo. Ustedes dirán: “Esos errores no impidieron los avivamientos en otros días”. Tal vez no, pero Dios no siempre pasa por alto nuestra ignorancia. En estos días nadie necesita ser ignorante acerca del misterio del “bautismo infantil”; el error ha evolucionado hasta su pleno desarrollo, y ha alcanzado tal clímax que cada cristiano debe darle su más sincera consideración. La culpa se apoderará de nosotros si no somos sinceros en buscar las raíces de un mal que es la causa de un daño tan letal en la tierra. Si, como iglesia, somos claros en nuestro testimonio sobre este punto, les imploro que verifiquen si hay algún otro error del que pudieran ser acusados. ¿Hay alguna parte de la Escritura que no hayamos atendido? ¿Hay alguna verdad que hayamos descuidado? Hemos de estar dispuestos a renunciar a nuestras más preciadas opiniones al mandato de la Escritura, cualesquiera que pudieran ser. Les digo lo mismo que digo a los demás: que si la forma de gobierno de nuestra iglesia, si la manera de nuestra administración de las ordenanzas cristianas, si las doctrinas que sostenemos no son justificadas por la Palabra de Dios, debemos ser fieles a nuestras conciencias y a la Palabra, y estar dispuestos a cambiar según la luz que hemos recibido. Debemos renunciar a la idea de estereotipar cualquier cosa; debemos estar listos en cualquier momento y en todo momento, a hacer justo aquello que el Espíritu de Dios quiere que hagamos, pues, si no lo hacemos, no podemos esperar que el Espíritu de Dios permanezca en nosotros.

¡Oh, que tengamos un corazón que sirva a Dios perfectamente! ¡Oh, que un corazón así sea dado a todo Su pueblo, de tal manera que esté dispuesto a renunciar a toda autoridad, antigüedad, gusto y opinión, y a inclinarse únicamente ante del Espíritu Santo! ¡Que la Iglesia camine todavía según la simple regla del Libro de Dios y de conformidad con la luz del Espíritu de Dios, y entonces cesaremos de contristar al Espíritu Santo!

III. En tercer lugar, y muy brevemente –demasiado brevementeveremos EL LAMENTABLE RESULTADO de que el Espíritu Santo sea contristado.

Estando en el hijo de Dios, eso no conducirá a su entera destrucción, pues ningún heredero del cielo puede perecer; tampoco le será retirado completamente el Espíritu Santo, pues el Espíritu de Dios nos es dado para que permanezca con nosotros para siempre. Pero los efectos nocivos son, sin embargo, sumamente terribles.

Mis queridos amigos, ustedes perderían todo sentido de la presencia del Espíritu Santo: Él se ocultaría de ustedes, y no habría rayos de consuelo, ni palabras de paz, ni pensamientos de amor; habría lo que Cowper llama: “un doloroso vacío que el mundo no puede llenar jamás”. Si contristaran al Espíritu Santo perderían todo gozo cristiano; la luz les sería retirada, y tropezarían en la oscuridad; los propios medios de la gracia que una vez fueron un deleite, no tendrían ninguna música para su oído. Su alma no sería más como un huerto regado, sino como un aullante páramo. Si contristaran al Espíritu Santo, perderían todo poder; si oraran, sería una oración muy débil y no prevalecerían con Dios. Cuando leyeran las Escrituras, no serían capaces de descorrer el pestillo y forzar su paso para adentrarse en los misterios de la verdad. Cuando subieren a la casa de Dios no experimentarían nada de ese devoto alborozo, de ese correr sin cansarse, de ese caminar sin desfallecer. Se sentirían como se sintió Sansón cuando perdió su cabello: débil, cautivo y ciego. Si el Espíritu Santo se apartara, y la seguridad se fuera, se presentarían las dudas, y surgirían los cuestionamientos y las sospechas.

“¿Amo al Señor o no?
¿Soy Suyo o no lo soy?

Si contristaran al Espíritu de Dios, la utilidad cesaría: el ministerio no rendiría ningún fruto; su trabajo en la escuela dominical sería estéril; hablarles a otros y trabajar para otras almas sería como sembrar en el viento. Si una iglesia contrista al Espíritu de Dios, ¡oh, las plagas vendrán y marchitarán su hermoso jardín! Entonces sus días de solemne asamblea no tendrían ninguna aceptación en el cielo; sus hijos, aunque todos ellos fueran ordenados como sacerdotes para Dios, no ofrecerían ningún incienso aceptable. Si la iglesia contrista al Espíritu, no podría bendecir a la época en que vive; no proyectaría ninguna luz en las tinieblas circundantes; ningún pecador sería salvado por su medio; habría solamente unas cuantas adiciones a su número; sus misioneros cesarían de partir a otros lugares; no habría desposorios de comunión en su casa; tinieblas y muerte reinarían donde todo era gozo y vida. Hermanos, amados en el Señor, que el Señor evite que como iglesia contristemos a Su Espíritu, y haga que seamos denodados, celosos, veraces, unidos y santos, de tal forma que podamos retener entre nosotros a este huésped celestial que nos abandonaría si lo contristamos.

IV. Por último, el texto usa un ARGUMENTO PERSONAL para prohibirnos que contristemos al Espíritu: “Con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.

¿Qué significa éso? Hay muchos significados atribuidos por diferentes comentaristas: nos contentaremos con los siguientes: Se pone un sello sobre algo para atestiguar su autenticidad y autoridad. ¿Por qué medio puedo saber si soy realmente lo que profeso ser? Soy un cristiano por profesión. ¿Cómo sé si realmente soy un cristiano o no? Dios pone un sello sobre cada santo genuino: ¿cuál es? Es la posesión del Espíritu Santo. Si tienes al Espíritu Santo, mi querido amigo, ése es el sello que Dios ha puesto sobre ti para indicar que tú eres Su hijo. ¿No ves, entonces, que si contristaras al Espíritu, perderías tu sello y serías como una comisión con el sello suprimido; serías como una nota escrita a mano sin una firma? Tu evidencia de ser hijo de Dios es el Espíritu, pues “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. Si no tienes en ti al Espíritu, ésa sería para ti una evidencia decisiva de que no perteneces a Cristo, pues carecerías del cimiento de la verdadera seguridad, que es la presencia permanente, el poder y el gozo del Espíritu.

Además, he dicho que el sello se usa para testificación; y eso es lo que es, no sólo para ti, sino para los demás. Le dices al mundo que te rodea: “yo soy un hijo de Dios”. ¿Cómo habrían de saberlo? Ellos sólo pueden juzgar como tú te debes juzgar, es decir, mirando el sello. Si posees el Espíritu de Dios, pronto verán que eres un cristiano; y si no lo tienes, sin importar qué otra cosa tengas, pronto se descubriría que eres una falsificación, pues carecerías del sello.

Amados, toda la historia de la Iglesia demuestra ésto: que cuando la Iglesia cristiana ha sido llena del Espíritu de Dios, el mundo ha confesado su linaje porque no podía evitar hacerlo; pero cuando la Iglesia ha perdido su entusiasmo y fervor porque ha perdido su fuego celestial, entonces el mundo se ha preguntado: “¿Qué más es esta iglesia cristiana que una sinagoga de los judíos o que la compañía de Mahoma?” El mundo conoce el sello de Dios; y si no lo ve, pronto desprecia a esa sociedad que pretende ser la Iglesia de Dios, pero que no tiene ni la marca ni la prueba de ello. La misma verdad es válida en todos los casos; por ejemplo, en el tema del ministerio cristiano.

Cuando vine a Londres por primera vez, hubo algunas pláticas acerca de mi ordenación al ministerio. “Si soy ordenado por Dios, no necesito la ordenación de los hombres; y, por otro lado, si Dios no me ha llamado a la obra, ningún hombre o conjunto de hombres podría hacerlo”. Pero se me dijo: “¡Tiene que haber un servicio de reconocimiento, para que otros puedan expresar su aprobación!” “No” –dije- “si Dios está conmigo, me reconocerán lo suficientemente rápido como un hombre de Dios; y si me es negada la presencia del Señor, la aprobación humana es de poco valor”.

Hermanos, si profesan ser llamados a cualquier forma de ministerio, su única manera de demostrar su llamamiento sería mostrando el sello de Espíritu; cuando ese sello está estampado en sus labores, no requerirán de ningún otro reconocimiento. El campamento de Dan pronto reconoció a Sansón cuando el Espíritu vino sobre él; y cuando fue entre los enemigos –los filisteos- con la quijada de un asno, pronto lo reconocieron cuando lo vieron amontonando a los muertos unos sobre otros.

Así es como el cristiano o el ministro han de forzar el reconocimiento de su status y llamamiento. Los caballeros de la cruz tienen que ganar sus reconocimientos en el campo de batalla. La única manera en que un cristiano puede ser identificado como cristiano, o en que la iglesia puede manifestarse como una iglesia de Dios, es teniendo el Espíritu de Dios, y en el nombre del Espíritu de Dios hacer proezas para Dios, y dar gloria a Su santo nombre.

Además, se usa también un sello para preservar, así como para atestiguar. El oriental sella sus bolsas de dinero para asegurar el oro que va dentro, y nosotros sellamos nuestras cartas para guardar su contenido. El sello es puesto para seguridad. Ahora, amados, como la única manera por la que pueden ser reconocidos como cristianos es por poseer realmente el poder sobrenatural del Espíritu Santo, así, también, la única manera por la que pueden ser preservados siendo cristianos, y preservados de regresar al mundo, es por continuar poseyendo el mismo Santo Espíritu. ¿Qué serían ustedes si el Espíritu de Dios se fuera? La sal que ha perdido su sabor, ¿con qué será salada? “Árboles dos veces muertos y desarraigados… estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas”.

El Espíritu Santo no es un lujo para ustedes, sino una necesidad: tienen que poseerlo, o morirán; tienen que poseerlo, o están condenados, sí, y con una doble condenación. Aquí interviene esa promesa escogida que el Señor no los dejará ni los abandonará; pero si los dejara para siempre, no quedaría ningún sacrificio más por el pecado; sería imposible renovarlos otra vez para arrepentimiento, viendo que habrían crucificado al Señor de nuevo, y lo habrían puesto en una visible vergüenza.

No contristes, entonces, a ese Espíritu de quien eres tan dependiente: Él es tu credencial como cristiano; Él es tu vida como creyente. Valóralo más allá de todo precio; habla de Él con tu cabeza inclinada, con asombro reverente; descansa en Él con una confianza amorosa e infantil; obedece Sus amonestaciones más delicadas; no descuides Sus susurros interiores; no te apartes de Sus enseñanzas contenidas en la Palabra, o de las dadas por medio de Sus ministros; y has de estar tan presto a sentir Su poder como las olas del mar están dispuestas a ser movidas por el viento, o una pluma a ser transportada por la brisa. Has de estar listo a cumplir Sus órdenes. Así como los ojos de la criada están atentos a su ama, así tus ojos han de estar atentos a Él. Cuando conozcas Su voluntad, no hagas preguntas, no cuentes los costos, enfrenta todos los peligros, desafía todas las circunstancias. La voluntad del Espíritu ha de ser tu ley absoluta, independientemente de ganancia o pérdida, independientemente de tu propio juicio o de tu propio gusto. Una vez que percibas claramente la voluntad del Espíritu, has de obedecer instantáneamente, y has de tratar de seguir percibiendo esa voluntad. No cierres intencionalmente tus ojos a un deber desagradable, ni cierres tu entendimiento a una verdad que no es bien recibida. No te apoyes en tu propio entendimiento; considera que sólo el Espíritu Santo puede enseñarte, y que aquellos que no quieren ser enseñados por Él, han de permanecer siendo necios irremediablemente.

¡Oh!, que viviera para ver que la Iglesia de Dios reconoce el poder del Espíritu Santo; que pudiera verla hacer a un lado la mortaja que ha persistido en llevar durante tan largo tiempo; que pudiera ver que no pone ninguna confianza en el Estado o en el poder, que no confía más en la elocuencia y en el conocimiento; que pudiera verla depender del Espíritu Santo, aunque sus ministros fueran de nuevo pescadores, y sus seguidores fueran de nuevo “lo vil del mundo y lo que no es”; aunque tenga que ser bautizada en sangre; aunque el hijo varón provoque la ira del dragón, y arroje agua como un río contra ella, no obstante, el día de su victoria final habrá de amanecer. Si sólo obedeciera al Espíritu, si sus directrices, credos y reglas, sus libros de oración, rúbricas y cánones fueran lanzados a los vientos, y el Espíritu libre del Dios vivo gobernara por doquier; si, en vez de los decretos de sus concilios, y la servidumbre esclavizada del sacerdocio y del ritual, sólo abrazara la libertad con la que Cristo la ha hecho libre, y caminara según Su Palabra y según las enseñanzas del Maestro celestial, entonces podríamos oír el grito del Rey en nuestro medio, ¡y las almenas del error caerían! ¡Que Dios lo envíe, y que lo envíe en nuestro tiempo, y Suya será la alabanza!

Me temo que hay algunos aquí que nocontristan al Espíritu, pero hacen algo peor que eso; ellos apagan al Espíritu, ellos resisten al Espíritu. ¡Que el Señor les conceda el perdón de este grave pecado, y que sean conducidos a la cruz de Cristo para encontrar el perdón para cada pecado! En la cruz, y únicamente allí, puede ser encontrada la vida eterna. Que Dios los bendiga, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.


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