Aquel que cargó con nuestra iniquidad

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English: The Bearer of Iniquity

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Por Joseph A. Pipa sobre La Muerte de Cristo
Una parte de la serie Tabletalk

Traducción por Micaela Ozores


Dios siempre se ha relacionado con el género humano mediante un representante del pacto entre ambas partes. Adán nos representó en el huerto del Edén. Si hubiera sido obediente, habría ganado por mérito propio la vida para sí y para toda su descendencia (por haber sido designado el representante de la humanidad en el pacto). Al rebelarse, se sumió en un cenagal de pecado, culpa y condenación, y nos arrastró a nosotros consigo. A pesar de que Adán quebrantó el pacto de las obras, las inexorables demandas que este impone y la rigurosa aplicación del castigo por quebrantarlo siguen vigentes. Jesucristo vendría al mundo como un segundo Adán para hacer lo que el primer Adán no hizo: obedecer a la perfección y recibir el castigo por los pecados de Su pueblo. El propósito eterno de Dios fue salvarnos de ese modo; la forma de llevarlo a cabo fue una transacción eterna entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo con miras a la encarnación del Hijo. Así se establecieron los términos y condiciones a los que Cristo habría de atenerse para adquirir la salvación de Su pueblo.

Podríamos resumir la totalidad de la obra de Cristo bajo el concepto de la obediencia. Dios se hizo hombre en Cristo para cumplir con la tarea que se le encomendó desde la eternidad: sujetarse a los términos del pacto y satisfacer la demanda de un castigo por el quebrantamiento del pacto. La teología tradicionalmente hace una distinción entre la obediencia activa y pasiva de Cristo. La obediencia activa de Cristo consiste en el cumplimiento de las obligaciones acordadas en el pacto por medio de la obediencia perfecta a Dios, lo que fue indispensable en Su rol de mediador de un nuevo pacto. Pablo sintetiza la importancia de la obediencia de Cristo y la relaciona con nuestra justificación en Romanos 5:19.

La obediencia pasiva se refiere a los padecimientos de Cristo por los pecados de Su pueblo. El uso de la palabra “pasiva” no significa que Él fue pasivo en Su obediencia. Él ofreció, de forma activa, cuerpo y alma en sacrificio por los pecados de Su pueblo. El término expiación describe la obediencia pasiva de Cristo. Examinaremos cuatro aspectos que componen la naturaleza de la expiación: la ofrenda por el pecado, la propiciación, la reconciliación y la redención.

La ofrenda por el pecado concierne la obra de Cristo en términos de un sacrificio sustitutivo por medio del cual Él nos limpia de la culpa y la corrupción del pecado. Juan lo llama “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29, 36; véase también Ap. 5:9). Esta terminología dirige nuestra atención hacia el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento. Los sacrificios del Antiguo Testamento son tipos que prefiguran la obra expiatoria de Cristo. Los dos componentes esenciales del sistema de sacrificios son la representación y la imputación.

La representación se ve ilustrada en los sacrificios que se ofrecían el Día de la Expiación. Todos los años ese día, el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo con ofrendas por sus pecados y los de toda la congregación de Israel (Lv. 16:11,15). En esta ceremonia, el sacerdote y el pueblo confesaban que eran ellos quienes merecían morir; los animales eran degollados en su lugar.

La imputación también puede observarse en el Día de la Expiación. El sacerdote ponía sus manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo y confesaba los pecados del pueblo. Luego, el macho cabrío era enviado al desierto (Lv. 16:20-22). Por medio de este ritual, los pecados del pueblo le eran imputados al macho cabrío, que era enviado a tierras inhabitadas como símbolo de que la culpa por el pecado había sido quitada del pueblo y estaba tan lejos de ellos “como está de lejos el oriente del occidente” (Sal. 103:12).

Ahora bien, para que alguien pueda ser el sustituto adecuado, debe haber una relación apropiada entre el sustituto y aquel que es sustituido. La sangre de becerros y machos cabríos no podía expiar los pecados de un hombre: el sustituto de un ser humano debía ser un hombre. Por esta razón, el Hijo de Dios se hizo hombre. Jesucristo, por ser hombre, es el sustituto adecuado. Además, Él también es el único sustituto suficiente, ya que la muerte de un simple hombre no habría podido expiar una culpa eterna e infinita. Por lo tanto, siendo Dios hecho hombre, Él alcanzó la satisfacción eterna e infinita por el pecado del hombre (véase El Catecismo Mayor de Westminster, preguntas 38-40). En su condición de Salvador, Cristo fue Aquel a quien el Padre escogió para ser el sacrificio vicario de Su pueblo. Él tomó nuestro lugar: fue nuestro representante. Asimismo, Dios imputó la culpa de nuestro pecado al Señor Jesucristo. Él fue declarado culpable en lugar nuestro.

Hoy en día, muchos liberales y evangélicos rechazan la noción del sacrificio sustitutivo. Los liberales la niegan porque se rehúsan a aceptar el Evangelio; los evangélicos, porque acarrea el concepto de la redención particular. Ambos grupos presentan su oposición por medio de una cantidad de teorías. Dos de las más populares son la “teoría de la influencia moral” y la “teoría gubernamental”. La primera establece que la muerte de Cristo no fue en ofrenda por el pecado, sino que Cristo padeció por la humanidad para poner de manifiesto el amor de Dios. El pecador, conmovido por el amor de Dios, se vería motivado a amar a Dios. Desde luego, esta teoría no trata con la culpa por el pecado y, por lo tanto, no expresa cuán grande es en realidad el amor de Dios.

La “teoría gubernamental” sostiene que el gobierno moral de Dios exigía que Cristo muriese para demostrar hasta qué punto el pecado desagrada a Dios; y que a pesar de que Cristo no sufrió el castigo impuesto por la Ley, Dios aceptó Su sacrificio como un sustituto de ese castigo. Esta teoría tampoco resuelve el problema de la culpa por el pecado ni logra mostrar que el gobierno moral de Dios queda reivindicado por la muerte de Cristo, quien no tenía culpa por haber pecado Él mismo.

El segundo aspecto de la expiación es la propiciación. Propiciar a alguien es aplacar su enojo satisfaciendo su justicia. Este concepto tiene una relación estrecha con la obra expiatoria de Cristo al presentarse a sí mismo como ofrenda por el pecado, pero tiene en vista una finalidad distinta. Mientras que la ofrenda de expiación limpia del pecado y de la culpa, la propiciación satisface la ira y la justicia de Dios. A muchos les desagrada la idea de la propiciación, ya que los hace pensar en un Dios de una ira incontrolable y creen que esto es inconsistente en relación con el amor de Dios.

Sin embargo, la ira de Dios no es una furia descontrolada: es una predisposición santa e invariable hacia los pecadores: Su justicia demanda la muerte de los pecadores. Siendo ellos objetos de ira, Dios aborrece tanto a Sus enemigos como al pecado. Además, no hay contradicción entre el amor y la propiciación. Juan escribe: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). De tal manera amó Dios a los hijos de ira (Ef. 2:3) que dio a Su propio Hijo en sacrificio por sus pecados.

El tercer aspecto de la expiación es la reconciliación. El significado de este concepto se acerca a la noción bíblica de la propiciación. El pecador está distante de Dios y es a Sus ojos un enemigo (Is. 59:2). La reconciliación es la provisión de Dios para acabar con esta distancia y reestablecer la paz, la amistad y la comunión con el ser humano.

Pablo explica en qué consiste la reconciliación en 2 Corintios 5:18-19: “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; a saber, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones”. Pablo considera que la reconciliación fue posible por medio de la obra completa de Cristo.

Gracias a esta obra, Dios no tiene en cuenta las transgresiones de aquellos que han sido reconciliados con Él. El punto principal de la reconciliación es que la enemistad de Dios hacia nosotros quedó anulada. Más allá de que tenemos el mandamiento de reconciliarnos con Dios, esta expresión siempre hace referencia al hecho de que ya no hay enemistad por parte de Aquel con quien hemos de reconciliarnos. Observemos, por ejemplo, el uso que Cristo hace del término en Mateo 5:23-24. Aquí podemos ver que aquel con quien el adorador ha de reconciliarse es la parte ofendida. Por lo tanto, la obra de la reconciliación no tiene por fin lidiar con nuestra enemistad hacia Dios sino con la enemistad de Dios hacia nosotros. Cada vez que celebramos la Cena del Señor, Dios declara que el Señor Jesucristo obtuvo la reconciliación completa.

El cuarto aspecto de la expiación es la redención. La redención es la expiación desde el punto de vista del precio que Cristo pagó a Dios. Redención significa rescate o liberación por medio de un pago. Jesús dice en Mateo 20:28 que Él vino para dar Su vida en rescate por muchos y Pablo en Hechos 20:28 explicita lo hizo para redimir a la iglesia.

En el Antiguo Testamento, hay dos ideas ligadas al concepto de la redención. La primera es la liberación del castigo. Según Éxodo 21:30, el hombre que había permitido en un descuido que su buey matara a alguien acorneándolo podía salvarse de la condena a muerte pagando el precio de rescate por su vida. Pablo aplica este mismo proceso a Cristo en Gálatas 3:13: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros (porque escrito está: Maldito todo el que cuelga de un madero)”.

Cristo pagó el rescate a Dios. Orígenes, quien fue uno de los padres de la Iglesia Primitiva, desarrolló la teoría de que Cristo pagó el rescate a Satanás, por lo que se la llama “teoría del rescate”: Cristo logró satisfacer las demandas que Satanás tenía contra los pecadores. No obstante, Juan aclara en Apocalipsis que Cristo pagó el rescate a Dios: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (Ap. 5:9).

La segunda idea respecto de la redención es la restauración de la herencia. Según Levítico 25:25, un hombre podía redimir a un pariente por medio de pago de la deuda de la familia y así recuperar su tierra y proveerle un heredero (que es, por ejemplo, lo que Booz hizo por Rut). En Gálatas, Pablo explica que la redención es el medio para obtener nuestra adopción: “A fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos” (Gá. 4:5,7). Adán no solo nos sumió en un cenagal de culpa y corrupción, sino que también perdió la posesión terrenal de su familia. Él dilapidó la herencia que teníamos en nuestra condición de hijos de Dios; Cristo pagó la deuda de nuestro pecado para que Dios pudiera restaurar nuestros derechos y privilegios mediante la adopción.

Por consiguiente, Cristo, por Su obediencia activa y pasiva, cumplió los mandamientos del Padre. Por medio de su obra expiatoria, pagó el precio de nuestra culpa y obtuvo para nosotros propiciación, reconciliación y redención. Su obra pagó por la salvación en todo sentido.

No nos queda más que adorar a Dios por la salvación completa y maravillarnos en el sabio amor con que llevó a cabo su plan. ¡Cuán grande amor aquel que Dios nos obsequia por la eternidad: el sufrimiento y la muerte de nuestro Salvador! ¡Cuán insondable su conocimiento! Solo la sabiduría divina podría haber tramado un plan para la salvación de los pecadores que permitiera que Dios fuera justo a la vez que justifica a los pecadores (Ro. 3:24-26).


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