Cristianismo y Liberalismo/La Salvación

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English: Christianity and Liberalism/Salvation

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Por John Gresham Machen sobre Método Apologético
Capítulo 6 del Libro Cristianismo y Liberalismo

Traducción por Glorified Word Project


Hemos observado hasta ahora que el liberalismo difiere del cristianismo en cuanto a las presuposiciones del Evangelio (en cómo se ve a Dios y cómo se ve al hombre), en cuanto al Libro en el cual está contenido el Evangelio, y en cuanto a la Persona cuya obra es presentada por el Evangelio. No es de sorprender, por tanto, que difiera del cristianismo en su reporte del evangelio mismo; no es de sorprender que presente un reporte enteramente diferente de la manera en la cual la salvación se lleva a cabo. El liberalismo encuentra la salvación (si es que en algún momento está dispuesto a hablar de “salvación”) en el hombre; el cristianismo la encuentra en el actuar de Dios.

La diferencia en cuanto a la manera de la salvación tiene que ver, en primer lugar, con la base de la salvación en la obra redentora de Cristo. Según la creencia cristiana, Jesús es nuestro Salvador, no en virtud de lo que dijo, ni siquiera en virtud de lo que era, sino en virtud de lo que hizo. Él es nuestro Salvador, no porque nos haya dado la inspiración para vivir el mismo tipo de vida que Él vivió, sino porque Él puso sobre sí mismo la terrible culpa de nuestros pecados y cargó con ella por nosotros en la cruz. Tal es la concepción cristiana de la Cruz de Cristo. Se le ridiculiza llamándola una “sutil teoría de la propiciación.” En realidad, esta es la clara enseñanza de la palabra de Dios; en absoluto conocemos otra propiciación que no sea vicaria, pues es la única de la cual habla el Nuevo Testamento. Y esta doctrina bíblica no es complicada ni sutil. Por el contrario, aunque incluye misterios, es tan simple que hasta un niño podría entenderla. “Nosotros nos merecíamos muerte eterna, pero el Señor Jesús, porque nos amó, murió en la cruz en nuestro lugar”—claramente no hay nada complicado en eso. No es la doctrina bíblica de la propiciación la que es difícil de entender—los que son realmente incomprensibles son los elaborados esfuerzos modernos por deshacerse de la doctrina bíblica siguiendo el orgullo humano. [1]

Los predicadores liberales modernos sí hablan de vez en cuando de la “propiciación.” Pero lo hacen tan infrecuentemente como pueden, y se puede ver claramente que sus corazones están en cualquier otro lado que no sea a los pies de la Cruz. De hecho, en este punto, tal como en muchos otros, da la sensación de que el lenguaje tradicional está siendo distorsionado para convertirlo en la expresión de ideas totalmente ajenas. Y cuando la fraseología tradicional ha sido quitada, la esencia de la concepción moderna de la muerte de Cristo, aunque tal concepción se muestre de muchas maneras, queda bastante clara. La esencia es que la muerte de Cristo tuvo un efecto sólo en el hombre y no en Dios. A veces el efecto en el hombre se concibe de una manera muy simple; la muerte de Cristo termina siendo un mero ejemplo de abnegación que debemos emular. La particularidad de este ejemplo en especial, entonces, puede encontrarse sólo en el hecho de que el sentir cristiano, reunido en torno a él, lo ha convertido en un conveniente símbolo para todo sacrificio personal; este ejemplo pone en forma concreta lo que de otra forma tendría que ser expresado en términos generales más fríos. Otras veces el efecto de la muerte de Cristo sobre nosotros es entendido en formas más sutiles; la muerte de Cristo, se dice, muestra cuánto Dios odia el pecado—ya que este llevó incluso al Santo a la horrible cruz—y nosotros, por ende, debemos odiarlo, tal como Dios lo hace, y arrepentirnos. Aún más, a veces la muerte de Cristo es vista como una muestra del amor de Dios; exhibe al Hijo de Dios entregado por todos nosotros. No todas estas “teorías de la propiciación” modernas deber ser ubicadas en el mismo plano; la última de ellas, en particular, puede ser adjuntada a una concepción más alta de la Persona de Jesús. Pero todas ellas se equivocan en que ignoran la terrible realidad de la culpa, y hacen que lo único necesario para la salvación sea una mera persuasión de la voluntad humana. Todas ellas contienen un elemento de verdad: es cierto que la muerte de Cristo es un ejemplo de sacrificio personal que puede inspirar abnegación; es cierto que la muerte de Cristo muestra cuánto Dios odia el pecado; es cierto que la muerte de Cristo muestra el amor de Dios. Todas estas verdades se encuentran con claridad en el Nuevo Testamento. Pero todas ellas son absorbidas por una verdad mucho más grande—que Cristo murió en nuestro lugar para presentarnos libres del culpa ante el trono de Dios. Sin esa verdad central, todo lo demás pierde su significado real: un ejemplo de sacrificio personal es inútil para aquellos que están bajo la culpa y el dominio del pecado; el conocimiento del odio de Dios hacia el pecado sólo provoca desesperación; una exhibición del amor de Dios es una simple demostración a menos que exista una razón para el sacrificio. Si la Cruz ha de ser puesta en el lugar que le corresponde en la vida cristiana, tendremos que penetrar mucho más allá de las teorías modernas para llegar a Aquel que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros.

Los liberales modernos no dudan en descargar su odio y desprecio sobre la doctrina cristiana de la Cruz. Incluso en este punto, por cierto, no se abandona la esperanza de evitar una ofensa; todavía se usan las palabras “propiciación vicaria” y otras similares—en un sentido totalmente variante al significado cristiano, por supuesto. Pero a pesar del uso ocasional del lenguaje tradicional, los predicadores liberales no hacen nada más que revelar lo que está en sus mentes. Hablan con disgusto de aquellos que creen “que la sangre de nuestro Señor, vertida en muerte sustitutiva, apacigua a una Deidad hostil y hace que el pecador arrepentido pueda ser bienvenido.” [2] En contra de la doctrina de la Cruz usan caricaturizaciones y denigraciones. De esa forma derraman su desprecio sobre una cosa tan santa y preciosa que el corazón cristiano, en presencia de ella, se derrite en una gratitud demasiado profunda para expresarla en palabras. A los liberales nunca se les ocurre que al mofarse de la doctrina cristiana de la Cruz están pisoteando corazones humanos. Sin embargo, los ataques liberales modernos a la doctrina cristiana de la Cruz al menos pueden servir para mostrar lo que esta doctrina es realmente, y desde este punto de vista serán examinados ahora brevemente.

En primer lugar, se critica la forma cristiana de la salvación por medio de la Cruz de Cristo por depender de la Historia. A veces se trata de evadir esta crítica; se dice a veces que como cristianos podemos poner atención a lo que Cristo hace hoy por cada cristiano en vez de fijarnos en lo que hizo hace tiempo en Palestina. Pero tal evasión significa un abandono total de la fe cristiana. Si la obra salvadora de Cristo estuviera limitada a lo que Él hace hoy por los cristianos, no existiría tal cosa como el Evangelio cristiano—el evento que cambió la cara de la Historia. Lo que nos quedaría sería simplemente misticismo, y el misticismo es muy diferente al cristianismo. Precisamente, es la conexión de la experiencia presente del creyente con la real aparición histórica de Jesús en el mundo la que evita que nuestra religión sea misticismo y la que hace que sea cristianismo. Por lo tanto, ciertamente se debe admitir que el cristianismo depende de algo que sucedió; si Jesús no murió en propiciación por los pecados de los hombres en un momento particular de la Historia, nuestra religión debe ser abandonada por completo. El cristianismo por cierto depende de la Historia.

Si esto es así, inmediatamente aparece una objeción. ¿Debemos realmente depender de algo que pasó hace tanto tiempo para el bienestar de nuestras almas? ¿De verdad debemos esperar hasta que los historiadores terminen sus disputas sobre la validez de las fuentes y todo lo demás para tener paz con Dios? ¿No sería mejor tener una salvación que estuviera con nosotros aquí y ahora, una que sólo dependiera de lo que podemos ver y sentir?

Se debe observar en cuanto a esta objeción que, si la religión se hiciera independiente de la Historia, no se podría hablar de Evangelio. Porque “evangelio” significa “buenas noticias,” datos, información acerca de algo que ha sucedido. Un evangelio independiente de la Historia es una contradicción de términos. El Evangelio cristiano no es una presentación de algo que siempre ha sido, sino el anuncio de algo nuevo—algo que cambia totalmente el aspecto de la situación humana. Este estado de desesperación se debía al pecado; pero Dios ha cambiado la situación por medio de la muerte propiciatoria de Cristo—tal cosa no es un mero reflejo de lo pasado, sino el reporte de algo nuevo. Estamos encerrados en este mundo, como si estuviéramos asediados. Para resistir con valor, el predicador liberal nos ofrece su exhortación. Resígnense, nos dice, vean el lado bueno de la vida. Desafortunadamente, tal exhortación no cambia los hechos. En particular, no puede borrar la espantosa realidad del pecado. El mensaje del evangelista cristiano es muy diferente. Él no nos ofrece lo mismo de ayer sino algo nuevo, no una exhortación sino un Evangelio. [3]

Es verdad que el Evangelio cristiano es un relato, no de algo que ocurrió ayer, sino de algo que sucedió hace mucho tiempo; lo importante, sin embargo, es que realmente sucedió. Si realmente ocurrió, cuándo fue no es importante en realidad. Sin importar cuándo, si fue ayer o en el primer siglo, sigue siendo un Evangelio real, noticias verdaderas.

Además, en este caso, lo que pasó hace tiempo se confirma en la experiencia presente. Primero, el hombre cristiano recibe el relato que el Nuevo Testamento da sobre la muerte propiciatoria de Cristo. Tal relato es Historia. Si es veraz, tiene efectos en el presente, y por sus efectos puede ser probado. El hombre cristiano pone en juicio el mensaje cristiano, y al juzgarlo lo encuentra verdadero. La experiencia no sustituye la evidencia documentada, pero sí la confirma. La palabra de la Cruz ya no parece algo meramente lejano, un asunto que sólo los teólogos entrenados deben discutir. Por el contrario, el mensaje es recibido en lo más profundo del alma del cristiano, y cada momento de su vida confirma nuevamente su veracidad.

En segundo lugar, se critica a la doctrina cristiana de la salvación por medio de la muerte de Cristo en base a su exclusividad. La doctrina limita la salvación al nombre de Jesús, y hay muchos hombres en el mundo que jamás han escuchado de forma efectiva acerca de Jesús. Lo que realmente se necesita, se nos dice, es una salvación que salve a todos los hombres dondequiera que se encuentren, hayan o no escuchado acerca de Jesús, sin importar en qué contexto hayan crecido. Un nuevo credo, se dice, no satisfará la necesidad universal del mundo; lo que se necesita es un mecanismo para hacer efectivo en la práctica cualquier credo que los hombres puedan tener.

Esta segunda objeción, tal como la primera, es muchas veces evadida. Se dice a veces que aunque una manera de ser salvo es por medio de aceptar el Evangelio, podría haber otras. Pero este método de satisfacer la objeción deja de lado una de las características más obvias del mensaje cristiano—a saber, su exclusividad. Lo que más escandalizó a los primeros oyentes del mensaje cristiano no fue meramente el hecho de que la salvación se ofreciera por medio del Evangelio cristiano, sino que se rechazara todas las otras formas. Los primeros misioneros cristianos exigían una devoción absolutamente exclusiva a Cristo. Tal exclusividad iba directamente en contra del sincretismo imperante de la época helenística. En ese tiempo, las muchas religiones ofrecían muchos salvadores a los hombres; sin embargo, tales religiones paganas podían coexistir en perfecta armonía; cuando un hombre se hacía devoto de un dios, no le era necesario dejar a los demás. Pero el cristianismo no tenía nada que ver con estas “poligamias parciales del alma;” [4] exigía una devoción absolutamente exclusiva; insistía en que todos los demás salvadores debían ser reemplazados por el único Señor. La salvación, en otras palabras, no era meramente a través de Cristo, sino únicamente a través de Cristo. La pequeña palabra “sólo” contenía toda la ofensa. Sin esa palabra, no habría existido persecución alguna; probablemente los hombres cultos de la época habrían estado dispuestos a darle un lugar a Jesús, y uno honorable, en medio de los salvadores de la humanidad. Sin esta exclusividad, el mensaje cristiano no habría ofendido a los hombres de ese tiempo. De la misma manera, el liberalismo moderno, al poner a Jesús al lado de los otros benefactores de la humanidad, es perfectamente inerme al mundo moderno. Todos hablan bien de él. Es enteramente inofensivo. Pero también es enteramente inútil. Así se quita la ofensa de la Cruz, y junto con ella, la gloria y el poder.

Se debe admitir, por tanto, que el cristianismo sí limita la salvación al nombre de Cristo. Aquí no se debe discutir si es que los beneficios de la muerte de Cristo se aplican a aquellos que, siendo capaces de juzgar por sí mismos, no han escuchado o aceptado el mensaje del evangelio. Ciertamente, el Nuevo Testamento no ofrece una esperanza clara en este asunto. En la base misma de la obra de la Iglesia apostólica se encuentra la consciencia de una gigantesca responsabilidad. El único mensaje de vida y salvación se les había encargado a los hombres; tal mensaje debía ser proclamado sin importar los riesgos mientras todavía hubiera tiempo. La objeción en cuanto a la exclusividad de la salvación del cristianismo, entonces, no debe ser esquivada sino respondida.

Como respuesta a la objeción se puede decir simplemente que la salvación según el cristianismo es exclusiva siempre y cuando la Iglesia elija que esta permanezca exclusiva. El nombre de Jesús curiosamente se adapta a hombres de toda raza y nivel educacional. Y la Iglesia posee abundantes medios, por la promesa del Espíritu de Dios, para llevar el nombre de Jesús a todos. Por ende, si esta manera de salvación no es ofrecida al hombre, no es culpa de la forma de salvación en sí misma, sino de los hombres que fallan al usar los medios que Dios ha puesto en sus manos.

Sin embargo, puede decirse, que esta tremenda responsabilidad no debería ser encargada a hombres débiles y pecadores. ¿Acaso no sería mejor que Dios ofreciera salvación a todos sin pedirles que acepten un nuevo mensaje, evitando así hacerse dependiente de la fidelidad de tales mensajeros? La respuesta a esta objeción es clara. Es verdad que la manera cristiana de la salvación deposita una grandísima responsabilidad sobre los hombres. Pero a simple vista se puede observar que tal responsabilidad es la que, de hecho, Dios da a los hombres. Es como la responsabilidad, por ejemplo, del padre hacia el hijo. El padre tiene todo el poder para arruinar tanto el alma como el cuerpo de su hijo. La responsabilidad es inmensa; no obstante, es una responsabilidad incuestionablemente real. La responsabilidad que tiene la Iglesia de hacer conocido el nombre de Jesús a toda la humanidad es similar. Es una responsabilidad enorme; pero es real, tal como la responsabilidad que Dios ha depositado en el hombre en los otros tratados que ha hecho él.

Pero el liberalismo moderno tiene objeciones aún más específicas en cuanto a la doctrina cristiana de la Cruz. Se pregunta cómo es posible que una persona sufra por los pecados de otra. Lo que se nos dice es absurdo. La culpa, se dice, es personal; si dejo que otro hombre sufra por mi falta, mi culpa no disminuye en lo más mínimo.

A veces se puede responder a esta objeción con ejemplos de la vida cotidiana en donde una persona sufre a causa del pecado de otra. En la guerra, por ejemplo, muchos hombres mueren libremente por el bienestar de otros. Aquí, se dice, tenemos algo análogo al sacrificio de Cristo.

Se debe confesar, no obstante, que la analogía es bastante débil, pues esta no responde al punto específico en cuestión. La muerte de un soldado voluntario en la guerra es como la muerte de Cristo en que es un ejemplo supremo de sacrificio personal. Pero lo que se consigue con tal abnegación es completamente diferente a lo que se consigue en el Calvario. La muerte de aquellos que se sacrifican en la guerra trae paz y protección a sus seres queridos, pero jamás podrá ser un medio efectivo para borrar la culpa del pecado.

La respuesta real a la objeción se debe encontrar en la profunda diferencia existente entre la muerte de Cristo y los otros ejemplos de sacrificio personal, y no en la similitud. [5] ¿Por qué los hombres ya no están dispuestos a confiar—para su propia salvación y para la esperanza del mundo—en la obra hecha tiempo atrás por un solo Hombre? ¿Por qué será que prefieren confiar en millones de actos de abnegación hechos por millones de hombres a través de los siglos y en nuestro propio tiempo? La respuesta es simple. Es porque los hombres han perdido de vista la majestad de la Persona de Jesús. Piensan en Él como un hombre tal como ellos mismos; y si Él fue un hombre tal como ellos, Su muerte se convierte simplemente en un ejemplo de sacrificio personal. Existen millones de ejemplos gente que ha dado su vida. ¿Por qué deberíamos poner nuestra atención exclusivamente en el ejemplo de este palestino de hace tanto tiempo? Refiriéndose a Jesús, los hombres solían decir, “Ningún otro bien podría haber pagado el precio del pecado.” Ya no lo dicen. Por el contrario, hoy se dice que cualquier hombre es suficiente para pagar por el precio el pecado si es que, en paz o en guerra, está realmente dispuesto a dar su vida valientemente por una causa noble.

Es absolutamente cierto que ningún hombre común y corriente podría pagar la pena del pecado de otro hombre. Esto no implica que Jesús no sería capaz de hacerlo; Jesús no era un hombre ordinario, sino el eterno Hijo de Dios. Jesús tiene la autoridad en los secretos más profundos del mundo moral. Él ha hecho lo que ningún otro podría hacer; Él ha cargado con nuestro pecado.

La doctrina cristiana de la obra de Cristo por tanto, está directamente basada en la doctrina cristiana de la deidad de Cristo. La realidad de la propiciación por el pecado depende derechamente de la presentación que hace el Nuevo Testamento acerca de la Persona de Cristo. Incluso los himnos que cantamos en la Iglesia acerca de la Cruz pueden ser ordenados en una escala ascendente según su alta o baja concepción de la Persona de Jesús. El conocido himno a continuación se encuentra en la parte más baja de la escala:

¡Más cerca de ti, mi Dios,
Más cerca de ti!
Aunque sea una cruz
La que a ti me acerque.

Este es un himno muy bueno. Quiere decir que nuestras pruebas pueden ser una disciplina que nos acerque más a Dios. La idea no se opone al cristianismo; es una idea que se encuentra en el Nuevo Testamento. No obstante, debido a la mención de la palabra “cruz,” muchas personas quedan con la impresión de que hay algo específicamente cristiano en el himno, y que algo tiene que ver con el Evangelio. Tal impresión es completamente falsa. En realidad, la cruz de la cual se habla no es la Cruz de Cristo sino nuestra propia cruz; el verso simplemente habla de que nuestras propias cruces o pruebas pueden ser un medio que nos acerque a Dios. Es una idea perfectamente buena, pero ciertamente no es el Evangelio. ¡Que lástima que la gente que murió en el Titanic no encontrara un mejor himno para cantar en la solemne última hora de sus vidas! Pero hay otro himno en el himnario:

Mi gloria está en la cruz de Cristo
Que al tiempo y a sus naufragios mira;
Toda la luz de la sagrada historia
En torno a su sublime cabecera se reúne.

Este es mucho mejor. No se habla aquí de nuestras cruces sino de la Cruz de Cristo, el evento concreto que ocurrió en el Calvario; el evento es celebrado como el centro de toda la historia. El cristiano puede cantar este himno, por cierto. Pero aún así se pierde el sentido completo del significado de la Cruz; la Cruz es celebrada, mas no entendida.

Que bueno, entonces, que haya otro himno más en nuestro himnario:

Cuando contemplo la maravillosa cruz
En donde el Príncipe de Gloria murió,
Mi más grande ganancia como pérdida cuento
Y mi orgullo olvido todo.

Aquí se escucha en totalidad el énfasis del sentimiento cristiano—“la maravillosa cruz en donde el Príncipe de gloria murió.” Sólo cuando seamos capaces de ver que no fue un hombre cualquiera el que sufrió en el Calvario sino el Señor de la Gloria, entonces estaremos dispuestos a decir que una gota de la preciosa sangre de Jesús tiene mucho más valor, para nuestra salvación y para la esperanza de la sociedad, que todos los ríos de sangre que han sido derramados sobre los campos de batalla de la Historia.

Así desaparece totalmente la objeción al sacrificio vicario de Cristo ante tremendo significado cristiano acerca de la majestad de la Persona de Jesús. Está totalmente claro que el Cristo reconstruido de la era moderna naturalista jamás podría haber sufrido por los pecados de otros; pero es un caso completamente diferente el del Señor de la Gloria. Y si la noción de la obra vicaria de la cruz es tan absurda como la oposición moderna nos quiere hacer creer, ¿qué se debe decir de la experiencia cristiana que en ella se basa? A la iglesia liberal moderna le encanta apelar a la experiencia. Pero, ¿dónde se encontrará la verdadera experiencia cristiana sino en la bendita paz que viene del Calvario? Esa paz sólo viene cuando un hombre reconoce que todos sus esfuerzos por estar en buenos términos con Dios y que todo su febril esfuerzo por guardar la Ley para así ser salvo están demás, y que el Señor Jesús ha quitado los cargos que lo declaraban culpable al morir en sustituyéndolo en la Cruz. ¿Quién puede medir la profundidad de la paz y del gozo que viene con este bendito conocimiento? ¿Es esto una simple “teoría de la propiciación,” un invento de la imaginación del hombre? ¿O es la pura verdad de Dios?

Sin embargo, aún queda una objeción a la doctrina cristiana de la Cruz. Esta tiene que ver con el carácter de Dios. ¡Cuán degradada imagen de Dios se da, reclama el liberal moderno, cuando a Dios se le muestra como si estuviera “alienado” del nombre, como si fríamente estuviera esperando hasta que un precio se pague para dar salvación! En realidad, se nos dice, Dios está más dispuesto a perdonar el pecado que nosotros a ser perdonados; la reconciliación, entonces, sólo tiene que ver con el hombre; todo depende de nosotros; Dios nos aceptará en el instante que nosotros decidamos.

La objeción depende, claro está, del concepto liberal del pecado. Si el pecado es una cosa tan poca como la iglesia liberal supone, entonces claro que la maldición de la ley de Dios se puede tomar livianamente, y claro que Dios fácilmente puede decir que lo hecho, hecho está.

Este asunto de ‘lo hecho, hecho está’ tiene un sonido placentero. Pero en realidad es lo más lo más cruel que puede haber. Ni siquiera sirve en el caso de los pecados cometidos en contra de nuestros pares humanos. Sin decir nada con respecto al pecado en contra de Dios, ¿qué se debe hacer en cuanto al daño causado a nuestro prójimo? Muchas veces, sin duda, el daño puede ser reparado. Si hemos defraudado a nuestro prójimo con cierta suma de dinero, es posible pagarla de vuelta con un porcentaje de interés. Pero en el caso de daños mayores, tal cosa es simplemente imposible. Los daños más serios causados a los hombres no son los que han recibido en sus cuerpos sino en sus almas. ¿Y quién puede pensar complacientemente en sus pecados de este tipo? ¿Quién puede soportar, por ejemplo, pensar en el daño que ha causado a otros más jóvenes por medio de su mala conducta? ¿Y qué hay de esas tristes palabras dichas a quienes amamos, las cuales han dejado marcas que el tiempo no puede borrar? Frente a tales pensamientos, el predicador moderno simplemente nos dice que lo hecho, hecho está. ¡Cuán cruel es ese arrepentimiento! Nos escondemos detrás de vidas de calidad, más felices y más respetables. ¿Pero qué hay de aquellos a quienes nosotros, por medio de nuestros ejemplos y palabras, hemos ayudado a arrastrar hasta la orilla del infierno? ¡Nos olvidamos de ellos, porque lo hecho, hecho está!

Ese tipo de arrepentimiento nunca quitará la culpa del pecado—ni siquiera de aquellos cometidos en contra de nuestros pares humanos, sin decir nada de nuestros pecados en contra de Dios. El hombre verdaderamente arrepentido desea profundamente borrar los efectos del pecado, y no solamente olvidarlo. Pero, ¿quién puede borrar los efectos del pecado? Otros están sufriendo a causa de nuestros pecados pasados; y no podemos tener paz realmente hasta que sufrimos en su lugar. Deseamos volver al caos de nuestra vida y arreglar lo que está mal—por lo menos sufrir lo que a otros hemos causado sufrir. Y algo similar hizo Cristo cuando murió por nosotros en la cruz; el cargó con nuestros pecados.

El dolor por los pecados cometidos contra los semejantes ciertamente permanece en el corazón del cristiano. Él buscará todos los medios que se encuentren a su alcance para reparar el daño que ha provocado. No obstante, ya se ha hecho propiciación por ellos—se ha hecho verdaderamente, tal como si el pecador mismo hubiese sufrido juntamente y por aquellos a los cuales ha causado mal. Por el misterio de la gracia, el pecador mismo es puesto en buenos términos con Dios. Todo pecado es, en el fondo, un pecado contra Dios. “Contra ti, contra ti sólo he pecado” es el clamor de un penitente verdadero. ¡Cuán terrible es el pecado en contra de Dios! ¿Quién puede traer de vuelta los momentos desperdiciados, los años desperdiciados? Se han ido, nunca volverán; adiós al corto período de vida; adiós al corto día de trabajo del hombre. ¿Quién puede medir la culpa irrevocable de una vida desperdiciada? Incluso para esa culpa Dios ha provisto una fuente que limpia; esto, en la preciosa sangre de Cristo. Dios nos ha ataviado con la justicia de Cristo como vestimenta; en Cristo nos presentamos sin mancha frente al trono del Juez.

Negar, por lo tanto, la necesidad de propiciación es negar la existencia de un orden moral real. Y es muy extraño ver cómo aquellos que la niegan se refieren a sí mismos como discípulos de Jesús; porque si hay algo claro en el registro de la vida de Jesús es que él hizo una separación entre la justicia y el amor de Dios. Dios es amor, dijo Jesús, pero Dios no es sólo amor. Con palabras terribles Jesús se refirió al pecado que nunca será perdonado en esta vida ni en la que vendrá. Jesús claramente reconoció la existencia de una justicia retributiva; Jesús estaba muy lejos de aceptar el ligero concepto moderno acerca del pecado.

Pero aparece otra objeción: ¿qué pasa con el amor de Dios? Incluso si se admite que la justicia requiere que el pecado sea castigado, dirá el teólogo liberal, ¿qué pasa con la doctrina cristiana que afirma que la gracia sobrepasa a la justicia? Si se representa a Dios como alguien que espera que el precio del pecado sea cancelado para luego perdonar, quizás Su justicia es preservada, pero ¿qué hay de Su amor?

Los maestros liberales modernos no se cansan de emplear nuevos métodos sobre esta objeción. Con horror se refieren a la doctrina de un Dios “alienado” o “furioso.” Para responder a esta objeción es fácil apuntar al Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento habla claramente acerca de la ira de Dios y de la ira de Jesús mismo; además, toda la enseñanza de Jesús presupone una indignación divina hacia el pecado. Entonces, ¿con qué derecho aquellos que rechazan este elemento vital en la enseñanza y vida de Jesús se hacen llamar verdaderos seguidores de Él? Lo cierto es que el rechazo moderno de la doctrina de la ira de Dios proviene de un entendimiento liviano del pecado, el cual difiere totalmente de la enseñanza de todo el Nuevo Testamento y de Jesús mismo. Si un hombre ha sido verdaderamente convencido de pecado una vez, no tendrá gran dificultad al enfrentar la doctrina de la Cruz.

De hecho, la objeción moderna a la doctrina de la propiciación en cuanto a que tal doctrina es contraria al amor de Dios, está basada en la más abismal incomprensión de la doctrina misma. Los maestros liberales modernos persisten en hablar del sacrificio de Cristo como si fuera un sacrificio hecho por alguien aparte de Dios mismo. Hablan de él como si Dios estuviera esperando fríamente hasta que se pague un precio y para así finalmente poder perdonar el pecado. En realidad, no tiene nada que ver con eso; la objeción ignora lo que es absolutamente fundamental en la doctrina cristiana de la Cruz. Lo fundamental es que Dios mismo, y no otro, hace el sacrificio por el pecado—Dios mismo en la persona del Hijo quien asumió nuestra naturaleza y murió por nosotros, Dios mismo en la Persona del Padre quien no escatimó a su Hijo sino que lo entregó por todos nosotros. La salvación es tan gratis como el aire que respiramos; Suyo fue el horrible costo, nuestra la ganancia. “De tal manera amó Dios al mundo que dio a su único Hijo.” Tal amor es muy diferente a la complacencia del Dios de la predicación moderna; este amor es amor a todo precio; este amor es amor de verdad.

Este amor, y sólo este amor, produce verdadero gozo en los hombres. Ciertamente la iglesia liberal moderna busca gozo. Pero lo busca de falsas maneras. ¿Cómo podrá tener gozo la comunión con Dios? Obviamente, se nos dice, al enfatizar los atributos de Dios que nos hacen sentir cómodos—Su sufrida paciencia, Su amor. Dirijámonos a él, se nos anima, no como a un Déspota malhumorado, no como a un Juez justo y severo, sino como a un Padre amoroso. ¡Adiós a los horrores de la vieja teología! Adoremos a un Dios en el cual podamos regocijarnos.

Dos interrogantes surgen en cuanto a este método de hacer que la religión tenga más gozo. En primer lugar, ¿funciona? Y en segundo lugar, ¿es verdad?

¿Funciona? Tiene que funcionar, ciertamente. ¿Quién no estaría feliz de que el soberano del universo fuera declarado como el Padre amante de todos los hombres, el cual jamás infringiría dolor a Sus hijos? ¿Dónde queda el aguijón del remordimiento si todo el pecado necesariamente será perdonado? Aun así, los hombres curiosamente son desagradecidos. Después de que el predicador moderno ha hecho su parte con toda diligencia—después que todo lo desagradable acerca de la idea de Dios ha sido cuidadosamente eliminado, después de que su amor ilimitado ha sido celebrado con la elocuencia que merece—por alguna razón la congregación firmemente se rehúsa a estallar en el éxtasis del gozo. Lo cierto es que el Dios de la predicación moderna, a pesar de ser muy bondadoso, es poco atractivo. Nada es tan insípido como el buen humor indiscriminado. ¿Es realmente amor algo que cuesta tan poco? Si Dios necesariamente nos perdonará sin importar lo que hagamos, ¿por qué deberíamos interesarnos en Él? Un Dios así quizás nos quite el miedo al infierno. Pero Su cielo, si es que tiene uno, rebosa de pecado.

La otra objeción a la animante idea de Dios es que no es verdadera. ¿Cómo puedes saber que Dios es sólo amor y bondad? No por la naturaleza, claro está, pues está llena de horrores. El sufrimiento humano puede ser desagradable, pero es real, y Dios tiene que tener algo que ver con él. Con seguridad, tampoco es algo sacado de la Biblia. Porque de la Biblia los viejos teólogos sacaron la idea de Dios que tú consideras pesimista. “El Señor tu Dios,” dice la Biblia, “es fuego consumidor.” O quizás sólo aceptas la autoridad de Jesús. No quedas en una posición mejor. Pues fue Jesús quien habló de la oscuridad de afuera y del fuego que no se apaga, del pecado que no será perdonado en esta era ni en la que vendrá. ¿O recurres acaso, para tu cómoda idea de Dios, a una revelación dada sólo a ti en el siglo veinte? Me temo que no convencerás a nadie, excepto a ti mismo.

La religión no se puede hacer más alegre al enfocarse en la parte agradable de Dios. Un Dios parcial no es un Dios real, y es sólo el Dios real el que puede satisfacer el deseo de tu alma. Dios es amor; pero, ¿es sólo amor? Dios es amor; pero, ¿es el amor Dios? Busca sólo gozo, entonces, gozo a cualquier precio, y no lo encontrarás. ¿Cómo se puede alcanzar, entonces?

La búsqueda del gozo en la religión parece haber terminado desastrosamente. Dios se encuentra envuelto en un misterio impenetrable, en una justicia abrumadora; el hombre se encuentra confinado a la prisión del mundo, tratando de sacar lo mejor de su condición, decorando las paredes de su prisión con guirnaldas, pero aún así insatisfecho con su cautiverio, insatisfecho con una bondad relativa que en realidad no es bondad, insatisfecho en compañía de sus semejantes pecaminosos, incapaz de olvidar tanto su destino como su deber celestial, deseando tener comunión con el Dios Santo. Al parecer no hay esperanza; Dios se encuentra lejos de los pecadores; no hay espacio para el gozo, sino sólo la cierta y temerosa espera de juicio y de una ardiente indignación.

Sin embargo, tal Dios tiene al menos una ventaja sobre el cómodo Dios de la predicación moderna—tal Dios está vivo. Él es soberano; no está sometido a Su creación ni a Sus criaturas. Él puede hacer maravillas. ¿Podría salvarnos si quisiera? Nos ha salvado—ese es el mensaje del Evangelio. No podría haber sido predicho; menos podría haber sido predicha la manera en que ocurriría. Ese Nacimiento, esa Vida, esa Muerte. ¿Por qué fue así, en ese entonces, en ese lugar? Todo parece tan regional, tan particular, tan poco filosófico, tan diferente a lo que uno esperaría. “¿No son mejores nuestros métodos de salvación?” dicen los hombres. “Abana y Farfar, ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel?” Pero, ¿y si fuera cierto? “Quien manifiesta todo poder, a su vez, manifiesta todo amor.” — ¡El Hijo de Dios entregado por todos nosotros, la libertad del mundo, buscado por los filósofos de todas las épocas, ofrecido ahora libremente a toda alma simple, las cosas escondidas a los sabios y juicios han sido reveladas a niños, la larga lucha ha terminado, se ha alcanzado lo imposible, el misterio de la gracia ha vencido el pecado, plena comunión con el Dios Santo, nuestro Padre que está en el cielo!

Con seguridad esto, y sólo esto, es gozo. No obstante, es un gozo similar al temor. Caer en las manos del Dios vivo es algo de temer. ¿No estaríamos más seguros con un Dios inventado por nosotros mismos—amor y sólo amor, un Padre y nada más, frente al cual podamos presentarnos sin miedo en base a nuestros propios méritos? El que quiera podrá estar satisfecho con un Dios así. Pero nosotros, ¡gracias a Dios!—tan pecadores como somos, nosotros veremos a Jehová. Desesperados, con esperanza, temblando, con una mitad dudando y con la otra creyendo, dejándoselo todo a Jesús, nos acercamos a la presencia de Dios mismo. Y en su presencia vivimos.

Sólo la muerte propiciatoria de Cristo presenta a pecadores como justos frente a los ojos de Dios; el Señor Jesús ha pagado condenación por sus pecados, y los ha vestido con Su perfecta justicia delante del trono de Dios el Juez. Pero Cristo ha hecho mucho más que eso por los cristianos. No sólo les ha dado una nueva y correcta relación con Dios, sino una nueva vida en la presencia de Dios para siempre. Los ha salvado tanto del poder como de la culpa del pecado. El Nuevo Testamento no termina con la muerte de Cristo; no termina con las triunfantes palabras de Jesús, “Consumado es.” La resurrección siguió a la muerte, y tal como la muerte, la resurrección fue para nuestro beneficio. Jesús se levantó de entre los muertos a una nueva vida de gloria y poder, y es a esa vida a la cual Él trae a aquellos por quienes Él murió. En base a la obra redentora de Cristo, el cristiano no sólo ha muerto al pecado, sino que también vive para Dios.

Así fue completada la obra redentora de Cristo—la obra por la cual vino al mundo. El relato de tal obra es el “evangelio,” las “buenas noticias.” No podría haber sido de esperar, ya que el pecado no merece nada más que muerte eterna. Pero Dios triunfó sobre el pecado a través de la gracia de nuestro Señor Jesucristo.

Pero, ¿cómo se aplica la obra redentora de Cristo cada hombre cristiano? La respuesta del Nuevo Testamento es clara. Según el Nuevo Testamento, la obra de Cristo se aplica al hombre cristiano por medio del Espíritu Santo. Y esta obra del Espíritu Santo es parte de la obra creadora de Dios. No es una obra efectuada por medios ordinarios; no se efectúa meramente usando lo bueno que está en el hombre. Por el contrario, es algo nuevo. No es una influencia en la vida sino el principio de una vida nueva; no es el desarrollo de lo que ya teníamos, sino un nuevo nacimiento. En el centro del cristianismo se encuentran las palabras, “Tú debes nacer de nuevo.”

Hoy estas palabras son miradas con desprecio. Involucran fenómenos sobrenaturales, y el hombre moderno se opone a lo sobrenatural tanto en la experiencia del individuo como en el ámbito de la Historia. Una doctrina cardinal del liberalismo moderno es que la maldad del mundo puede superarse por medio de la bondad del mundo; no se necesita ayuda del mundo exterior.

Esta doctrina es divulgada de varias maneras. Corre a través de toda la literatura popular de nuestra era. Domina la literatura religiosa, e incluso aparece al centro de la pista. Hace algunos años esta doctrina alcanzó gran popularidad por medio de una obra de teatro. La obra comenzaba con una escena en una residencial de Londres. Una escena bastante desalentadora. Las personas en tal residencial claramente no eran criminales desesperados, aunque a uno le hubiese gustado que lo fueran—habrían sido mucho más interesantes. Los personajes eran simplemente sórdidos, egoístas, ladrando y mordiéndose acerca de la comida y las comodidades—el tipo de personas del cual dan ganas de decir que no tienen alma. La escena expresaba lo horrendo de lo común y corriente. Hasta que en un momento entró el misterioso desconocido del “tercer piso” y todo cambió. No profesaba ningún credo ni religión. Simplemente conversaba con todos en la residencial y descubría lo bueno en cada una de sus vidas. En alguna parte de sus vidas se podía encontrar algo bueno—algún afecto verdaderamente humano, alguna noble ambición. Por largo tiempo había estado escondido detrás de una gruesa capa de sordidez y egoísmo; su mera existencia había sido olvidada. Pero ahí estaba, y al ser sacado a la luz, toda la vida fue transformada. De esa forma, el mal que estaba dentro del hombre fue superado por el bien que ya estaba ahí dentro.

La misma cosa se enseña en maneras más prácticas. Por ejemplo, están aquellos que lo aplican a los presos en nuestras cárceles. Los reclusos en cárceles y penitenciarías obviamente no son material muy prometedor. Pero es un gran error—se nos enseña—decirles que son malos, insistir en su pecado y así desalentarlos. Por el contrario—se nos dice—lo que debemos hacer es buscar lo bueno en ellos y empezar a construir sobre esa base; debemos apuntar a algún sentido de honor latente que demuestre que incluso los criminales poseen vestigios de nuestra naturaleza humana común. Así, nuevamente, el mal que existe en el hombre debe ser superado por el bien que el hombre posee, no por medio de un bien externo.

Hay un gran elemento de verdad en este principio moderno, ciertamente. Ese elemento de verdad está en la Biblia. La Biblia ciertamente enseña que el bien ya presente en el hombre debe ser fomentado para así controlar el mal. Todo lo verdadero, lo puro, lo admirable—en tales cosas debemos pensar. Superar el mal del mundo con el bien ya presente en el mundo es un muy buen principio. Los teólogos de antaño reconocieron esto en su totalidad en la doctrina de “la gracia común.” Incluso fuera del cristianismo hay algo en el mundo que detiene las peores manifestaciones del mal. Y ese algo debe ser utilizado. Sin usarlo, no se podría vivir en este mundo por un día siquiera. El uso de tal principio es muy bueno en verdad; ciertamente hará muchas cosas útiles.

No obstante, hay una cosa que no podrá hacer. No acabará con la enfermedad del pecado. En efecto mitigará los síntomas de la enfermedad; cambiará la forma de la enfermedad. Hay veces en que la enfermedad se esconde, y existen aquellos quienes piensan que la enfermedad ha sido curada totalmente. Pero luego estalla de alguna manera diferente y sorprende al mundo, como en 1914. Lo que se necesita no es un ungüento que mitigue los síntomas del pecado, sino un remedio que ataque la enfermedad desde la raíz.

En realidad, el ejemplo de la enfermedad puede confundir. El único ejemplo—si es que en realidad puede ser llamado un mero ejemplo—es el que la Biblia usa. El hombre no está simplemente enfermo; el hombre está muerto en sus delitos y pecados; lo que en realidad necesita es una vida nueva. Esa es la vida que el Espíritu Santo da en la “regeneración” o en el nuevo nacimiento.

La Palabra de Dios enseña de muchas formas y en muchos pasajes la doctrina central del nuevo nacimiento. Uno de los mejores pasajes es Gálatas 2:20: “Con Cristo he sido juntamente crucificado; ya no soy yo quien vive, mas Cristo vive en mí.” Bengel llama a este pasaje la médula del cristianismo. Y con toda razón lo llama así. El pasaje se refiere a la base objetiva de la obra redentora de Cristo, y al mismo tiempo contiene lo sobrenatural de la experiencia cristiana. “Ya no soy yo quien vive, mas Cristo vive en mí”—son palabras extraordinarias. Pablo está diciendo, “Si miras a los cristianos puedes ver muchas manifestaciones de la vida de Cristo.” Si las palabras de Gálatas 2:20 fueran tomadas fuera de contexto, sin duda se les podría interpretar en un sentido místico o panteísta; podrían ser tomadas como si se incluyera un traspaso de la personalidad del cristiano a la personalidad de Cristo. No obstante, Pablo no tenía por qué temer tal tergiversación; en toda su enseñanza Pablo se había protegido de esta interpretación. La nueva relación del cristiano con Cristo, según Pablo, no incluye una pérdida de personalidad por parte del cristiano; por el contrario, esta es intensamente personal por dondequiera que se le mire; no es meramente una relación mística con el Todo ni el Absoluto, sino una relación de amor entre una persona y otra. Ya que Pablo se había protegido de tal tergiversación, no temía ser tan extremamente audaz en su lenguaje. “Ya no soy yo quien vive, mas Cristo vive en mí”—estas palabras tienen un concepto tremendo del cambio que se produce en la vida de un hombre cuando se convierte a Cristo. Es casi como si tal hombre fuese una nueva persona—así de grandioso es el cambio. Estas palabras no fueron escritas por un hombre que consideraba al cristianismo simplemente como un nuevo elemento en la vida; Pablo creía con toda su mente y todo su corazón en la doctrina de la nueva creación, del nuevo nacimiento.

La doctrina representa un aspecto de la salvación que fue hecha por Cristo y que es aplicada por Su Espíritu. Pero hay otro aspecto de la misma salvación. La regeneración significa una nueva vida; pero también hay una nueva relación en la cual el creyente está frente a Dios. Esa nueva relación se constituye por la “justificación”—el acto de Dios por medio del cual un pecador es declarado justo ante Sus ojos gracias a la muerte propiciatoria de Cristo. No es necesario preguntar si la justificación viene antes de la regeneración o viceversa; en realidad, son dos aspectos de la misma salvación. Y ambas se encuentran al principio de la vida cristiana. El cristiano no tiene solamente la promesa de una vida nueva, sino que ya tiene una vida nueva. Y no sólo tiene la promesa de ser declarado justo frente a Dios (aunque la feliz declaración será confirmada en el día del juicio), sino que ya ha sido declarado justo aquí y ahora. En el principio de cada vida cristiana se encuentra, no un proceso, sino una acción definitiva de Dios.

Eso no quiere decir que todo cristiano sabe exactamente en qué momento fue justificado y nacido de nuevo. Algunos cristianos, por cierto, son capaces de decir el día y la hora de su conversión. Es un pecado lamentable que ridiculice la experiencia de tales hombres. A veces, ciertamente, tienen la inclinación a ignorar los pasos que Dios en Su providencia les preparó para el gran cambio. Pero están bien en el punto central. Ellos saben que en tal día, estando aún en sus pecados, se arrodillaron y oraron, y que cuando se levantaron eran hijos de Dios, que jamás serían separados de Él. Tal experiencia es algo muy santo. Pero, por otro lado, es un error pedir que sea una experiencia universal. Hay cristianos que pueden decir la hora y el día de su conversión, pero la gran mayoría no sabe con exactitud en qué momento fueron salvos. Los efectos de la obra son evidentes, pero la obra en sí fue hecha en la quietud de Dios. Comúnmente, esa es la experiencia de los hijos de padres cristianos. No es necesario que todos pasen por agonías del alma antes de ser salvos; están aquellos cuya fe viene pacífica y fácilmente a través de la crianza de hogares cristianos.

Sea como sea manifestado, el principio de la vida cristiana es un acto de Dios. Es un acto de Dios y no un acto del hombre.

Sin embargo, eso no significa que en el principio de la vida cristiana Dios trata con nosotros como si fuéramos palos o piedras, incapaces de entender lo que se está haciendo. Por el contrario, Dios obra en nosotros como personas; la salvación tiene un lugar en la vida consciente del hombre; en nuestra salvación, Dios usa un acto consciente del alma humana—un acto que, a pesar de ser en sí una obra del Espíritu de Dios, es al mismo tiempo un acto del hombre. El acto del hombre que Dios produce y emplea en la salvación es la fe. La doctrina de la “justificación por la fe” se encuentra en el centro del cristianismo.

Al poner en alto la fe, no nos estamos ubicando directamente en contradicción al pensamiento moderno. De hecho, los hombres más modernos ponen a la fe muy en alto. Pero, ¿qué tipo de fe? Es ahí donde emerge la diferencia de opinión.

La fe es puesta tan en alto hoy en día que los hombres quedan satisfechos con cualquier tipo de fe, con tal de que sea fe. No importa qué es lo que se crea—se nos dice—con tal de que exista la bendita actitud de fe. La fe no dogmática—se dice—es mejor que la dogmática, pero es una fe más pura—es una fe menos debilitada por la adulteración del conocimiento.

Ahora, queda perfectamente claro que tal empleo de la fe meramente como un benéfico estado del alma tiene algunos resultados. La fe en las cosas más absurdas a veces produce los mejores resultados y de más largo alcance. Pero lo perturbador es que toda fe tiene un objeto. El observador científico puede pensar que no es el objeto el que hace el trabajo; desde su aventajado punto de vista puede ver claramente que es la fe, considerada simplemente como un fenómeno psicológico, lo que es realmente importante, y que cualquier otro objeto habría respondido de la misma manera. Pero aquel que cree siempre está convencido precisamente de que no es la fe lo que ayuda, sino el objeto de tal fe. En el instante que se convence de que es la fe meramente la que le está ayudando, la fe desaparece; pues la fe siempre involucra la convicción acerca de la verdad objetiva o fiabilidad del objeto. Si en realidad el objeto no es confiable, la fe es una fe falsa. Es verdad que esa fe falsa puede ayudar de vez en cuando a un hombre. Las cosas falsas lograrán muchas cosas útiles en el mundo. Si tomo una moneda falsa y con ella compro una cena, la cena no deja de ser buena, a pesar de que la moneda haya sido falsa. ¡Y sí que es útil una cena! Pero justo cuando me dirijo a comprar una cena para un hombre pobre, aparece un experto y me dice que mi moneda es falsa. ¡O miserable y cruel experto! Mientras que él habla y habla de los aburridos y sabiondos detalles acerca de la historia primitiva de esa moneda, un hombre pobre se muere de hambre sin pan. Lo mismo pasa con la fe. La fe es tan útil—nos dicen—que no debemos examinar su base a la luz de la verdad. Pero el gran problema es que el evadir tal examinación significa destruir la fe. Pues la fe es esencialmente dogmática. A pesar de todo lo que puedas hacer, no puedes quitar el elemento de asentimiento intelectual que tiene la fe. La fe es creer que alguien hará algo por ti. Si esa persona hace algo por ti, entonces la fe es verdadera. Si no lo hace, entonces la fe es falsa. En el último caso, todos los beneficios del mundo no podrán hacer que la fe sea verdadera. Aunque haya llevado al mundo de las tinieblas a la luz, aunque haya producido miles de vidas gloriosamente sanas, sigue siendo un fenómeno patológico. Es falsa, y tarde o temprano se descubrirá que es falsa.

Tales falsificaciones deben ser eliminadas, no por amor a la destrucción, sino para dar lugar al oro puro cuya existencia queda implícita en la presencia de las falsificaciones. A menudo la fe se basa en el error, pero la fe no existiría si no se basara algunas veces en la verdad. Pero si la fe cristiana está basada en la verdad, entonces no es la fe la que salva al cristiano sino el objeto de la fe. Y el objeto de la fe es Cristo. La fe, por lo tanto, según la perspectiva cristiana, es simplemente la recepción de un regalo. Tener fe en Cristo significa cesar lo intentos por ganar el favor de Dios en base al carácter propio; el hombre que cree en Cristo simplemente acepta el sacrificio que Cristo hizo en el Calvario. El resultado de tal fe es una vida nueva y buenas obras; pero la salvación en sí es un regalo absolutamente gratuito por parte de Dios.

El concepto de fe que prevalece en la iglesia liberal es muy diferente. Según el liberalismo moderno, la fe es esencialmente lo mismo que “hacer a Cristo el Maestro” de la vida propia; al menos es hacer a Cristo el Maestro en la vida en la que se busca el bienestar del hombre. Sin embargo, ese pensamiento puramente significa que la salvación se obtiene por nuestra obediencia a los mandatos de Cristo. Tal enseñanza es simplemente una forma sublimada de legalismo. La base de la esperanza, desde esta perspectiva, no es el sacrificio de Cristo sino nuestra obediencia a la ley de Dios.

De esta manera, se ha abandonado todo el logro de la Reforma, y se ha vuelto a religión de la Edad Media. A principios del siglo dieciséis, Dios levantó a un hombre que comenzó a leer la Epístola a los Gálatas con sus propios ojos. El resultado fue el redescubrimiento de la doctrina de la justificación por la fe. Sobre tal redescubrimiento se ha basado toda nuestra libertad evangélica. Como Lutero y Calvino lo expusieron, la Epístola a los Gálatas se convirtió en la “Carta Magna de la libertad cristiana.” Pero el liberalismo moderno ha vuelto a la vieja interpretación de Gálatas contra la cual lucharon tanto los reformadores. Por esa razón el elaborado comentario de la Epístola por el profesor Burton, a pesar de su extremadamente valiosa erudición moderna, es un libro medieval; ha vuelto a la exégesis de la anti-Reforma, por medio de la cual se cree que Pablo en su Epístola parece estar atacando detalle tras detalle la moralidad de los fariseos. Lo que a Pablo le interesa en realidad no es la religión espiritual contra el ceremonialismo, sino la gracia gratuita de Dios contra el mérito humano.

Piecemeal

La gracia de Dios es rechazada por el liberalismo moderno. Y el resultado es esclavitud—la esclavitud a la ley, la miserable cautividad por la cual el hombre toma la tarea imposible de establecer su propia justicia como base de aceptación frente a Dios. Puede resultar extraño a primera vista que el “liberalismo,” cuyo nombre mismo significa libertad, sea en realidad una esclavitud miserable. Pero el fenómeno en realidad no es tan extraño. La emancipación desde la voluntad de Dios siempre involucra la esclavitud a un malvado capataz.

Entonces, de la iglesia liberal se puede decir, tal como de la Jerusalén del tiempo de Pablo, que “está en esclavitud junto con sus hijos.” ¡Que Dios le conceda volver a la libertad del Evangelio de Cristo!

La libertad del Evangelio depende del don de Dios por medio del cual comienza la vida cristiana—un don que involucra justificación, es decir, la remoción de la culpa del pecado, y el establecimiento de una relación correcta entre el creyente y Dios; y la regeneración, es decir, el nuevo nacimiento, el cual hace al cristiano una nueva criatura.

Sin embargo, existe una objeción obvia a esta gran doctrina, y tal objeción lleva a una mejor comprensión de la salvación según el cristianismo. La objeción obvia a la doctrina de la nueva creación es que no parece estar en línea con los factores observados. ¿Son los cristianos nuevas criaturas? Ciertamente, no lo parecen. Están sometidos a las condiciones antiguas de la vida, tal como lo estaban antes; si los miras, no puedes notar en ellos un cambio evidente. Tienen las mismas debilidades y, desafortunadamente, a veces tienen los mismos pecados. La nueva creación, si en realidad es nueva, no parece ser suficientemente perfecta; difícilmente Dios podría mirarla y decir, como dijo en la primera creación, que todo es muy bueno.

Esta es una objeción muy real. Pero Pablo responde a ella gloriosamente en el mismo verso ya mencionado, en el cual la doctrina de la nueva creación es proclamada tan vigorosamente. “Ya no soy yo quien vive, mas Cristo vive en mí”—esa es la doctrina de la nueva creación. “Y lo que ahora vivo en la carne,” continúa, “lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” “Lo que ahora vivo en la carne”—ahí está el reconocimiento. Pablo admite que el cristiano vive una vida en la carne, sometido a las mismas condiciones terrenales y en una continua batalla con el pecado. “Pero,” dice Pablo (y aquí responde a la objeción), “lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” La vida cristiana se vive por fe y no por vista; el gran cambio no ha llegado en total realización aún; el pecado no ha sido completamente vencido aún; el principio de la vida cristiana es un nuevo nacimiento, no la creación inmediata de un hombre adulto. Pero aunque la nueva vida no ha llegado en su plenitud, el cristiano sabe que la plenitud no fallará; tiene la seguridad de que el Dios que empezó la buena obra en él la completará en el día de Cristo; sabe que el Cristo que lo amó y se entregó a sí mismo por él no lo decepcionará, sino que a través del Espíritu Santo lo hará un hombre perfecto. Eso es lo que Pablo quiere decir con la vida cristiana vivida por fe.

Así, aunque la vida cristiana comienza con un acto de Dios en un momento particular, continúa en un proceso. En otras palabras—para usar lenguaje teológico—la justificación y la regeneración son seguidas por la santificación. En principio la vida cristiana ya está libre del presente mundo malvado, pero en la práctica la libertad aún debe ser conseguida. Así, la vida cristiana no es una vida de holgazanería, sino una batalla.

Esto es lo que Pablo quiere decir cuando habla de la fe que obra por el amor (Gálatas 5:6). La fe a la cual se refiere como el medio de la salvación no es una fe ociosa, como la fe que se condena en la Epístola de Santiago, sino una fe que trabaja. El trabajo que ejerce es el amor, y Pablo explica qué es el amor en la última sección de la Epístola a los Gálatas. El amor, en el sentido cristiano, no es meramente una emoción, sino algo muy práctico que incluye todas las áreas de la vida. Involucra nada menos que cumplir toda la ley de Dios. “Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Aún así, los resultados de la fe no implican que la fe en sí sea una obra. Es significativo que en la última sección de Gálatas, la sección “práctica,” Pablo no diga que la fe produce la vida de amor; Pablo dice que esta es producida por el Espíritu de Dios. En esa sección, entonces, el Espíritu es representado como quien hace exactamente lo que se le atribuye en palabras cargadas de contenido a “la fe que obra por el amor.” La contradicción aparente simplemente lleva a la verdadera concepción de la fe. La fe verdadera no hace nada. Cuando se dice que la fe hace algo (por ejemplo, cuando decimos que puede mover montañas), es sólo para decirlo de manera breve. La fe es exactamente lo opuesto a las obras; la fe no da, sino recibe. Entonces cuando Pablo dice que hacemos algo por fe, es simplemente otra forma de decir que nosotros no hacemos nada; cuando se dice que la fe obra por medio del amor, eso significa que por medio de la fe la base necesaria para toda obra cristiana ha sido obtenida en la remoción de la culpa y en el nacimiento del nuevo hombre, y que el Espíritu de Dios ha sido recibido—el Espíritu que obra junto con y a través del hombre cristiano para una vida santa. La fuerza que entra a la vida cristiana por medio de la fe y que obra a través del amor es el poder del Espíritu de Dios.

Sin embargo, la vida cristiana no se vive sólo por fe; también se vive en esperanza. El cristiano se encuentra en medio de una dolorosa batalla. Sólo el corazón desalmado e indolente podría estar satisfecho con la condición general del mundo. Es totalmente cierto que la creación entera da gritos de dolores hasta el día de hoy. Incluso en la vida cristiana hay cosas que nos gustaría que acabaran; hay miedos interiores como también luchas exteriores; incluso en la vida cristiana hay tristes evidencias del pecado. No obstante, según la esperanza que Cristo nos ha dado, finalmente habrá victoria, y luego del sufrimiento en este mundo vendrán las glorias del cielo. Esta es una esperanza en toda la vida cristiana; el cristianismo no es absorbido por este mundo transitorio, sino que mide todas las cosas según una perspectiva eterna.

En este punto frecuentemente aparece una objeción. Se objeta la idea del “otro mundo” del cristianismo como una forma de egoísmo. Se dice que el cristiano hace lo correcto por su esperanza en un cielo, pero ¡cuánto más noble es el hombre que, en nombre del deber, camina valientemente hacia la oscura aniquilación!

La objeción tendría algún peso si en la creencia cristiana el cielo fuera meramente diversión. Pero, de hecho, el cielo es la comunión con Dios y con Su Cristo. Reverentemente puede decirse que el cristiano desea estar en el cielo no sólo para sí mismo, sino también para Dios. Hoy nuestro amor es tan frío, nuestro servicio tan débil; pero un día lo amaremos y serviremos como Él se lo merece. Es perfectamente cierto que el cristiano está insatisfecho con el mundo presente, pero tal insatisfacción es santa; tal es el hambre y sed de justicia que nuestro Salvador bendijo. Ahora estamos separados de nuestro Salvador por el velo de nuestros sentidos y por los efectos del pecado, y no es egoísta querer verlo cara a cara. Dejar tal deseo de lado no es negarse a sí mismo; es como dejar padre y madre, esposa e hijos y no sentir dolor en el corazón. No es egoísta desear a Aquel amamos sin haber visto.

Tal es la vida cristiana—una vida de conflicto pero al mismo tiempo una vida de esperanza. El cristiano ve esta vida desde la perspectiva de la eternidad; este mundo pasará, y todo deberá ser presentado frente al trono de Cristo en Su juicio.

El “programa” de la iglesia liberal moderna es muy diferente. En tal programa, el cielo ocupa una pequeña parte; en realidad, este mundo lo es todo. No siempre el rechazo a la esperanza cristiana es definitivo o consciente; a veces el predicador moderno trata de conservar la creencia en la inmortalidad del alma. Pero la base real de la creencia en la inmortalidad ha sido removida junto con el rechazo de la resurrección de Cristo encontrada en el Nuevo Testamento.

En realidad, el predicador liberal tiene muy poco que decir en cuanto al otro mundo. Este mundo es el centro de todos sus pensamientos; la religión en sí, e incluso Dios mismo, son meramente un medio para el mejoramiento de las condiciones de este mundo.

De esa forma, la religión se ha convertido en una simple función de la comunidad o del estado. Así es considerada por los hombres de hoy. Incluso los testarudos hombres de negocios y políticos se han convencido de que la religión es necesaria. Pero es concebida como necesaria meramente como el medio para conseguir un objetivo. Hemos tratado de vivir sin religión—se dice—pero el experimento ha sido un fracaso; debemos hacer que vuelva y nos ayude.

Por ejemplo, hay un problema con los inmigrantes; grandes grupos de personas han encontrado lugar en nuestro país; ellos no hablan nuestro idioma y no conocen nuestras costumbres; y no sabemos qué hacer con ellos. Los hemos atacado con opresivas legislaciones y propuestas de ley, pero tales medidas no han sido completamente efectivas. Por alguna razón estas personas tienen una obstinada adhesión al lenguaje que aprendieron en el seno de su madre. Puede parecer extraño que un hombre tenga que amar tal lenguaje, pero esta gente sí que lo ama, y nosotros quedamos perplejos en nuestros esfuerzos por crear un pueblo norteamericano unido. Se pide ayuda a la religión, entonces; ahora estamos inclinados a acercarnos a los inmigrantes con una Biblia en una mano y con un pub en la otra, ofreciéndoles así los beneficios de la libertad. Eso es lo que se entiende muchas veces por la “americanización cristiana.”

Otro problema sin solución es el de las relaciones industriales. Se ha apelado al interés propio; empleadores y empleados han destacado las ventajas comerciales de un acuerdo. Pero no ha dado resultado. La lucha de clases continúa en la destructiva batalla industrial. Y a veces la falsa doctrina da la base para una falsa práctica; siempre se puede sentir el peligro del bolchevismo en el aire. Medidas represivas se han aplicado aquí otra vez, sin resultado; la libertad de expresión y de prensa ha sido censurada radicalmente. Pero la legislación represiva parece incapaz de mantener bajo control el surgimiento de ideas. Quizás, entonces, incluso en estos asuntos, necesitamos la ayuda de la religión.

Un problema más enfrenta el mundo moderno—el problema de la paz internacional. También este problema pareció estar solucionado una vez; el interés propio parecía ser suficiente; hubo muchos que pensaron que los banqueros serían capaces de prevenir una guerra en Europa. Todas esas esperanzas fueron destrozadas cruelmente en 1914, y no hay una pizca de evidencia que tales esperanzas tengan más fundamento hoy que en ese entonces. Otra vez, entonces, el interés propio es insuficiente; se debe pedir ayuda a la religión.

Tales reflexiones han llevado a un renovado interés público en el tema de la religión; después de todo, la religión parece tener algo de utilidad. El problema es que, al mismo tiempo en que es utilizada, la religión es degradada y destruida. Cada vez más se piensa de la religión como un simple medio para un fin mayor. El cambio se detecta con especial claridad en la forma en que los misioneros se refieren a su causa. Cincuenta años atrás, los misioneros hacían su llamado en vistas de la eternidad. “Millones de hombres,” decían normalmente, “se están yendo a la destrucción eterna; Jesús puede salvarlos, Él es suficiente; envíennos con el mensaje de salvación, entonces, mientras que aún haya tiempo.” Gracias a Dios, algunos misioneros todavía hablan así. Pero muchos otros hacen un llamado muy diferente. “Vamos como misioneros a India,” dicen. “India está en peligro; el bolchevismo está asechando; envíennos a India para que pongamos la amenaza bajo control.” O también dicen: “Vamos como misioneros a Japón; Japón será dominado por el militarismo a menos que los principios de Jesús ejerzan influencia; envíennos, entonces, para prevenir la guerra.”

El mismo cambio radical aparece en la vida de la comunidad. Se ha formado, digamos, una nueva comunidad. Tiene muchas cosas que pertenecen naturalmente a una comunidad bien organizada; tiene una farmacia, un club de campo y una escuela. “Pero hay una cosa,” se dicen a sí mismos los habitantes, “hay una cosa que falta; nos hace falta una iglesia. Una iglesia es una parte reconocidamente necesaria de toda comunidad saludable. Por lo tanto, necesitamos una iglesia.” Entonces se llama un experto en construcción de iglesias para que tome las medidas necesarias. Las personas que hablan de esta manera usualmente tienen poco interés en la religión misma; jamás se les ha ocurrido entrar en el lugar secreto de comunión con el Dios Santo. Se piensa que la religión es necesaria para tener una comunidad sana; y, por lo tanto, por el bien de la comunidad, estamos dispuestos a tener una iglesia.

Lo que sea que se piense de esta actitud hacia la religión, es totalmente evidente que no se puede tratar a la religión cristiana de tal manera. En el instante que así se trata, deja de ser cristiana. Porque si algo claro hay, es que el cristianismo se rehúsa a ser tratado como el medio para un fin mayor. [6] Nuestro Señor lo dejó perfectamente claro cuando dijo: “Si alguno viene a mí, y no aborrece su padre, y madre… no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26). Lo que sea que tales grandiosas palabras signifiquen, ciertamente significan que la relación con Cristo tiene mucha más importancia que todas las otras, incluso que las relaciones más santas que existen entre marido y mujer, padre e hijo. Esas relaciones existen para el bien del cristianismo, no el cristianismo para el bien de ellas. El cristianismo ciertamente logrará muchas cosas útiles en este mundo, pero si es aceptado sólo para conseguir tales cosas, deja de ser cristianismo. El cristianismo luchará contra el bolchevismo; pero si se acepta sólo para combatir el bolchevismo, ya no es cristianismo: el cristianismo producirá una nación unida, de manera lenta pero satisfactoria; pero si es aceptado sólo para que produzca una nación unida, ya no es cristianismo: el cristianismo producirá una comunidad saludable; pero si es aceptado sólo para producir una comunidad saludable, ya no es cristianismo: el cristianismo buscará la paz internacional; pero si es aceptado sólo para buscar la paz internacional, ya no es cristianismo. Nuestro Señor dijo: “Buscad primero el Reino de Dios y Su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” Pero si buscas primero el Reino de Dios y Su justicia para conseguir esas otras cosas que te serán añadidas, perderás ambas, las cosas añadidas y el Reino de Dios.

Pero si el cristianismo estuviera dirigido hacia otro mundo; si fuera una manera por medio de la cual los individuos pudieran escapar de la presente era malvada hacia un mejor lugar, ¿qué pasaría con el “evangelio social”? En este punto se detecta una de las líneas más obvias de escisión entre el cristianismo y la iglesia liberal. El evangelismo antiguo—dice el predicador liberal moderno—buscaba salvar a los individuos, mientras que el nuevo evangelismo busca transformar el organismo entero de la sociedad: el evangelio antiguo era individual; el evangelismo nuevo es social.

Esta formulación del asunto no es enteramente correcta, aunque contiene un elemento de verdad. Es cierto que el cristianismo histórico está en conflicto con muchos puntos del colectivismo de hoy; contra los reclamos de la sociedad, sí hace énfasis en el valor del alma individual. El cristianismo da al individuo un refugio para las corrientes fluctuantes de la opinión humana, un escondite de meditación en donde un nombre puede entrar personalmente a la presencia de Dios. Da al hombre el valor para enfrentar al mundo, si es necesario; firmemente se rehúsa a hacer del individuo un simple medio para un fin más alto, un simple elemento en la composición de la sociedad. Rechaza completamente cualquier medio de salvación que tome a los hombres en masa; trae al individuo cara a cara con su Dios. En ese sentido, es cierto que el cristianismo es individualista y no social.

Pero aunque sea individualista, no es sólo individualista. El cristianismo entrega todo lo necesario para las necesidades sociales del hombre.

En primer lugar, incluso la comunión del hombre individual con Dios no es realmente individualista, sino social. Un nombre no está aislado cuando está en comunión con Dios; sólo alguien que ha olvidado la real existencia de la Persona suprema puede decir que el hombre se encuentra aislado. Otra vez aquí, como en muchos otros lugares, la línea de escisión entre el liberalismo y el cristianismo realmente se reduce a una profunda diferencia en la concepción de Dios. El cristianismo es sinceramente teísta; con mucha suerte, el liberalismo también lo es, pero sólo parcialmente. Si un hombre alguna vez llega a creer en un Dios personal, entonces su adoración hacia Él no será descrita como un aislamiento egoísta, sino como el fin mayor del hombre. Eso no significa que la adoración a Dios desde la perspectiva cristiana se debe empujar hasta negar el servicio que se debe entregar a los semejantes—“aquel que no ama a su hermano a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto”—pero sí significa que la adoración a Dios tiene valor por sí misma. Muy diferente es la doctrina prevaleciente del liberalismo moderno. Según la creencia cristiana, el hombre existe para Dios; según la iglesia liberal, en la práctica y probablemente en la teoría, Dios existe para el hombre.

Pero el elemento social del cristianismo no se encuentra sólo en la comunión del hombre y Dios, sino también en la comunión del hombre con el hombre. Tal comunión aparece incluso en instituciones que no son específicamente cristianas.

La más importante de tales instituciones, según la enseñanza cristiana, es la familia. Y tal institución cada vez es más relegada. Es relegada por la ocupación indebida de la comunidad y del estado. La vida moderna tiende más y más hacia la contracción de la esfera de control e influencia de los padres. La selección de escuelas se está dejando en poder del estado; la “comunidad” está tomando control sobre las actividades sociales y de recreación. Se podría preguntar cuán responsables son estas actividades comunitarias de la ruptura moderna del hogar; es muy probable que estén simplemente tratando de llenar el vacío que existe incluso desde antes. En cualquier caso, el resultado es evidente—las vidas de los niños ya no están rodeadas por la cariñosa atmósfera del hogar cristiano, sino por el utilitarismo del estado. Un avivamiento de la religión cristiana incuestionablemente traerá una inversión al proceso; la familia, contra todas las otras instituciones sociales, volverá a su lugar correcto.

Pero, incluso siendo reducido a sus límites apropiados, el estado tiene un lugar importante en la vida humana, y es apoyado por el cristianismo en la posesión de tal lugar. Más aún, el apoyo es independiente del carácter cristiano o no-cristiano del estado; fue en el Imperio Romano bajo la autoridad de Nerón que Pablo dijo: “no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas.” Por lo tanto, el cristianismo no asume una actitud negativa hacia el estado, sino que reconoce, bajo ciertas condiciones, la necesidad de un gobierno.

El caso es similar con respecto a aquellos aspectos amplios de la vida humana que están asociados al industrialismo. La idea del “otro mundo” del cristianismo no involucra un escape de la batalla de este mundo; nuestro mismo Señor, en Su grandiosa misión, vivió en medio del alboroto y la presión de la vida. Claramente, entonces, el cristiano no debe simplificar su problema al salirse del ajetreo del mundo, sino que debe aprender a aplicar los principios de Jesús incluso en los complejos problemas de la vida industrial moderna. En este punto la enseñanza cristiana está en completo acuerdo con la iglesia liberal moderna; el cristiano evangélico no es fiel a su profesión de fe si se quita su cristianismo el lunes por la mañana. Por el contrario, toda la vida, incluyendo los negocios y todas las otras relaciones sociales, deben obedecer a la ley del amor. El hombre cristiano ciertamente debe mostrar interés por el “cristianismo aplicado.”

Sólo el hombre cristiano—y aquí surge una enorme diferencia de opinión—cree que no puede existir un cristianismo aplicado a menos que exista un “cristianismo a ser aplicado.” [7] Es ahí donde el cristiano difiere del liberal moderno. El liberal cree que el cristianismo aplicado es todo lo que hay de cristianismo, entendiendo el cristianismo simplemente como una manera de vivir; el hombre cristiano cree que el cristianismo aplicado es el resultado de un acto inicial de Dios. Entonces hay una enorme diferencia entre el liberal moderno y el cristiano en cuanto a las instituciones humanas como la comunidad y el estado, y con respecto a los esfuerzos de aplicar la Regla de Oro en las relaciones industriales. El liberal moderno ve estas instituciones con optimismo; el cristiano ve estas instituciones con pesimismo a menos que sean dirigidas por hombres cristianos. El liberal moderno cree que la naturaleza humana tal como está hoy en día puede ser moldeada por los principios de Jesús; el hombre cristiano cree que el mal sólo puede ser controlado—mas no destruido—por las instituciones humanas, y que debe haber una transformación del material humano antes de construir cualquier otra cosa. Esta no es una diferencia en teoría meramente, pues se hace sentir en todo ámbito del mundo práctico. Es particularmente evidente en el campo de las misiones. El misionero del liberalismo busca desplegar las bendiciones de la civilización cristiana (cualesquiera sean), sin estar particularmente interesado en llevar a los individuos a cambiar sus creencias paganas. Por el contrario, el misionero cristiano, más que el beneficio, ve el peligro de la satisfacción con la mera influencia de la civilización cristiana; él cree que su tarea principal es salvar almas, y que las almas no son salvas sólo por los principios éticos de Jesús sino por medio de su obra redentora. El misionero cristiano, en otras palabras, y el obrero cristiano en casa tanto como en el extranjero, a diferencia del apóstol del liberalismo, predica a todos los hombres en todas partes: “La bondad humana nada puede hacer por las almas perdidas; ustedes deben nacer de nuevo.”

Referencias

  1. Ver “The Second Declaration of the Council on Organic Union,” The Presbyterian, 17 de Marzo, 1921, p. 8.
  2. Fosdick, Shall the Fundamentalists Win?, estenográficamente escrito por Margaret Renton, 1922, p. 5.
  3. Comparar con History and Faith 1915, pp. 1-3.
  4. Phillimore, en la introducción a su traducción de Philostratus, In Honour of Apollonius of Tyana, 1912, vol. i, p. iii.
  5. Para lo que sigue, comparar con “The Church in the War,” en The Presbyterian, 29 de mayo, 1919, pp. 10s.
  6. Para una crítica incisiva a esta tendencia, especialmente en cuanto a que traerá como resultado el control de la educación religiosa por parte de la comunidad, y para una elocuente defensa de la postura contraria, la cual hace al cristianismo un fin en sí mismo, ver Harold McA. Robinson, “Democracy and Christianity,” en The Christian Educator Vol. No. 1, octubre, 1920, pp. 3-5.
  7. Francis S. Downs, “Christianity and Today,” en Princeton Theological Review, xx, 1922 p. 287. Ver también el artículo completo, ibid.

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