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Por Charles H. Spurgeon sobre Santificación y Crecimiento
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Lávame, y seré más blanco que la nieve”. Salmo 51: 7.

Me aventuro a decir que la mayoría de ustedes ya se ha enterado de un librito que un viejo teólogo usaba constantemente para estudiar, y cuando sus amigos se preguntaron qué contendría ese libro, él les dijo que esperaba que todos lo conocieran y lo entendieran, pero que no contenía ni una sola palabra. Cuando lo revisaron, descubrieron que sólo constaba de tres hojas: la primera era negra, la segunda era roja y la tercera era completamente blanca. El viejo ministro solía contemplar fijamente la hoja negra para recordarse a sí mismo su condición pecadora por naturaleza; luego contemplaba la hoja roja para traer a su memoria la sangre preciosa de Cristo; y después miraba la hoja blanca para representarse la perfecta justicia que Dios ha dado a los creyentes, mediante el sacrificio expiatorio de Jesucristo Su Hijo.

Queridos amigos, quiero que ustedes lean ese libro esta noche, y yo mismo deseo también leerlo. ¡Que Dios el Espíritu Santo, misericordiosamente, nos ayude a hacerlo para nuestro provecho!

I. Primero, CONTEMPLEMOS LA HOJA NEGRA.

Hay algo sobre ésto en el texto, pues la persona que utilizó esta oración dijo: “Lávame”; entonces, estaba negro, y necesitaba ser lavado; y la negrura era de un tipo tan peculiar, que se necesitaba un milagro para limpiarla, de manera que alguien que había estado negro se volviera blanco, y lo fuera de tal manera que quedara “más blanco que la nieve”.

Si consideramos el caso de David, cuando escribió este Salmo, veremos que estaba muy negro. Había cometido el horrible pecado de adulterio, que es un pecado tan vergonzoso que sólo podemos aludir a él conteniendo la respiración. Es un pecado que involucra mucha infelicidad para otros seres, además de las personas que lo cometen. Es un pecado que, aunque los culpables se arrepientan, no puede revertirse. Es por completo un crimen sumamente repugnante y atroz contra Dios y contra el hombre, y quienes lo han cometido en verdad necesitan ser lavados.

Pero el pecado de David era aún mucho más grave, debido a las circunstancias en las que se encontraba colocado. Él era como el propietario de un gran rebaño, que no tenía ninguna necesidad de tomar la única corderita de su vecino, ya que tenía muchas ovejas propias. En su caso, el pecado era enteramente inexcusable, pues David sabía muy bien cuán grande mal era ese. Era un hombre que se había deleitado en la ley de Dios, y meditaba en ella de día y de noche. Por tanto, conocía el mandamiento que expresamente prohibía ese pecado; así que, cuando pecó de esta manera, pecó como quien toma un trago de veneno, no por error, sino sabiendo bien cuáles serían las consecuencias al beberlo. Se trataba de una maldad intencionada de parte de David, para la cual no podía haber ni el más mínimo atenuante.

Hay todavía algo peor; David no sólo conocía la naturaleza del pecado, sino que también conocía la dulzura de la comunión con Dios, y debe de haber tenido un claro sentido de lo que significaría para él perderla. Su comunión con el Altísimo había sido tan estrecha, que era llamado “un varón conforme al propio corazón de Dios”. Cuán dulcemente ha cantado acerca de su deleite en el Señor. Ustedes saben que, en sus momentos más felices, cuando quieren alabar al Señor con todo su corazón, no pueden hallar expresiones mejores que las que David les dejó en sus Salmos. ¡Cuán horrible es que el hombre que había estado en el tercer cielo de comunión con Dios, haya pecado de esta repugnante manera!

Además, David había recibido de manos del Señor muchas misericordias providenciales. No era sino un pastor mozalbete que alimentaba el rebaño de su padre, cuando Dios lo tomó y lo hizo rey sobre Israel. El Señor también lo libró de las garras del león y de las garras del oso; lo capacitó para vencer y matar al gigante Goliat, y para escapar de la maldad de Saúl, cuando le daba caza como a una perdiz en los montes. El Señor lo preservó de muchos peligros, y al final lo estableció firmemente sobre el trono; sin embargo, después de todas estas liberaciones y misericordias, este hombre tan grandemente favorecido por Dios, cayó en este vil pecado.

Luego, también, constituía una agravación adicional que el pecado de David hubiera sido cometido en contra de Urías. Si leen la lista de los valientes de David, encontrarán al final, el nombre de Urías heteo; él había estado con David cuando fue proscrito por Saúl y había acompañado a su líder en sus correrías y había participado en sus peligros y privaciones. Así que fue una vergonzosa retribución de parte del rey, que le robara la esposa a su fiel seguidor, que estaba, en aquel preciso momento, combatiendo contra los enemigos del rey. Escudriñando a lo largo de toda la Escritura, o por lo menos en todo el Antiguo Testamento, no sé dónde tengamos algún registro de un peor pecado cometido por alguien que fuera, no obstante, un verdadero hijo de Dios. Así que David tenía una buena razón para implorarle al Señor: “Lávame”, pues en verdad estaba negro con una negrura especial y peculiar.

Pero ahora, dejemos a David, y consideremos nuestra propia negrura a los ojos de Dios. ¿Acaso no hay, querido amigo mío, alguna negrura peculiar en torno a tu caso como pecador delante de Dios? Yo no podría esbozarla, pero te pido que hagas memoria ahora para que tu alma pueda ser humillada debido a ella. Tal vez tú seas hijo de unos padres cristianos, o hayas sido objeto de tempranas impresiones religiosas, o pudiera ser que hayas sido favorecido especialmente por Dios de otras maneras. Sin embargo, has pecado contra Él, has pecado contra la luz y el conocimiento, has pecado contra las lágrimas de una madre y las oraciones de un padre, y contra las amonestaciones y las advertencias de un pastor. Una vez estuviste muy enfermo, y pensaste que ibas a morir, pero el Señor perdonó tu vida, y te restauró la salud y el vigor; pero tú volviste otra vez a tu pecado, como el perro vuelve a su vómito, o la puerca lavada a revolcarse en el cieno. Posiblemente te haya alarmado un súbito sentido de culpa, de tal manera que no pudiste disfrutar tu pecado, y sin embargo, no pudiste romper con él. Gastaste tu dinero en aquello que no era pan, y gastaste tu labor en lo que no te satisfizo, y sin embargo, proseguiste desperdiciando tu dinero en una vida desenfrenada hasta llegar a la mendicidad, pero incluso esa condición no te destetó del pecado. En la casa de Dios recibiste muchas solemnes advertencias, y regresaste a tu hogar resuelto a arrepentirte una y otra vez, pero tus resoluciones se desvanecieron pronto, como la nube mañanera y el rocío del alba, dejándote más endurecido que nunca.

Yo recuerdo a John B. Gough, en Exeter Hall, describiéndose en sus días de embriaguez, como si montara un caballo salvaje que lo llevaba apresuradamente hacia su destrucción, hasta que una mano más poderosa que la suya tomó las riendas, hizo sentar al caballo sobre sus ancas, y rescató al temerario jinete. Era un cuadro terrible, pero era una representación fiel de la conversión de algunos de nosotros. ¡Cómo espoleábamos a ese caballo salvaje y lo apremiábamos a una mayor velocidad en su loca carrera hasta parecer como si fuésemos a cabalgar por encima de ese Ser clemente que había resuelto salvarnos! Eso era pecado, en verdad, no meramente contra los dictados de una conciencia iluminada, y contra las advertencias que nos eran dadas continuamente, sino que era lo que el apóstol llama: pisotear al Hijo de Dios, considerar la sangre del pacto como una cosa profana, y despreciar al Espíritu de gracia.

Hermanos, antes de que pase esta página negra, permítanme exhortarlos a que la estudien diligentemente, y que traten de comprender la negrura de sus corazones y la depravación de sus vidas. Esa falsa paz que resulta de considerar con ligereza el pecado, es la obra de Satanás; desháganse de ella de inmediato si la ha infundido en ustedes. No tengan miedo de mirar a sus pecados; no cierren sus ojos ante ellos, pues ocultar su rostro para no verlos, podría ser su ruina, pero que Dios oculte Su rostro de ellos, será su salvación. Miren a sus pecados y mediten en ellos hasta que los conduzcan inclusive a desesperar.

“¡Cómo!”, -dice alguien- “¿hasta que me conduzcan a desesperar?” Sí; yo no me refiero a esa desesperación que brota de la incredulidad, sino a esa desesperación que es casi semejante a la confianza en Cristo. Entre más los capacite Dios para ver su vacío, más ávidos estarán de valerse de la plenitud de Cristo. Yo siempre he comprobado que, conforme ha crecido mi confianza en el yo, mi confianza en Cristo ha disminuido; y conforme mi confianza en el yo ha disminuido, mi confianza en Cristo ha crecido. Entonces yo los exhorto a que tengan una visión honesta de su propia negrura de corazón y de vida, pues eso hará que oren con David: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”. Pésense en las balanzas del santuario que nunca yerran ni en el más mínimo grado. No necesitan exagerar ni un solo elemento de su culpa, pues tal como son, encontrarán demasiado pecado dentro de ustedes si el Espíritu Santo los capacitara para verse como son en la realidad.

II. Pero ahora hemos de pasar a la segunda hoja, LA HOJA DE COLOR ROJO SANGRE DEL LIBRO SIN PALABRAS, que trae a nuestra memoria la preciosa sangre de Cristo.

Cuando el pecador clama: “Lávame”, tiene que haber alguna fuente de limpieza donde pueda ser lavado y quedar “más blanco que la nieve”. Y sí la hay, pero es sólo la sangre carmín de Jesús la que puede lavar la mancha carmesí del pecado. ¿Qué es lo que hay acerca de Jesús que le hace capaz de salvar a todos los que vienen a Dios por Él? Éste es un asunto sobre el cual los cristianos tienen que meditar mucho y deben hacerlo con frecuencia.

Traten de entender, queridos amigos, la grandeza de la expiación. Vivan mucho bajo la sombra de la cruz. Aprendan a:

“Contemplar el fluir
De la preciosa sangre del Salvador,
Sabiendo por divina seguridad
Que Él ha hecho su paz con Dios”.

Sientan que la sangre de Cristo fue derramada por ustedes, incluso por ustedes. No estén satisfechos nunca hasta que aprendan el misterio de las cinco llagas; no estén contentos nunca mientras no “sean plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento…”

El poder de Jesucristo para limpiar del pecado reside, primero, en la grandeza de Su persona. No es concebible que los sufrimientos de un simple hombre, sin importar cuán santo o grande pudiera haber sido, expiara los pecados de la multitud entera del pueblo escogido del Señor. Fue debido a que Jesucristo era una de las personas de la Divina Trinidad, fue debido a que el Hijo de María era nada menos que el Hijo de Dios, fue debido a que Aquel que vivió, y trabajó, y sufrió, y murió, era el grandioso Creador, sin quien nada de lo que ha sido hecho, fue hecho, que Su sangre tiene tal eficacia que puede lavar y dejar tan limpios a los más negros pecadores, que quedan “más blancos que la nieve”. La muerte del mejor hombre que haya existido jamás no podría hacer una expiación ni siquiera por sus propios pecados, y mucho menos podría expiar la culpa de otros; pero cuando Dios mismo “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”, y “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, no se le puede poner ningún límite al valor de la expiación hecha por Él.

Nosotros sostenemos de manera sumamente firme la doctrina de la redención particular: que ‘Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella’; pero nosotros no sostenemos la doctrina del valor limitado de Su preciosa sangre. No puede haber ningún límite para la Deidad; tiene que haber un valor infinito en la expiación que fue ofrecida por Aquel que es divino. El único límite de la expiación está en su designio, y ese designio fue que Cristo diera vida a todos cuantos le fueron dados del Padre; pero, en sí misma, la expiación sería suficiente para la salvación del mundo entero, y si la raza entera de la humanidad fuere conducida a creer en Jesús, hay suficiente eficacia en Su sangre preciosa para limpiar a todo aquel nacido de mujer, de todo pecado que todo el conjunto de ellos hubiere cometido jamás.

Pero el poder de la sangre limpiadora de Jesús radica también en los intensos sufrimientos que soportó al hacer expiación por Su pueblo. No hubo nunca un caso como el de nuestro precioso Salvador. En lo que atañe a Sus sufrimientos físicos, pueden haber existido algunos que hayan soportado tanto como Él, pues el cuerpo humano es capaz sólo de una cierta cantidad de dolor y agonía, y otras personas junto a nuestro Señor han alcanzado ese límite; pero hubo un elemento en Sus sufrimientos que nunca estuvo presente en ningún otro caso. El hecho de que Su muerte fuera en el lugar, en la posición y en sustitución de Su pueblo, el único gran sacrificio por la totalidad de Sus redimidos, hace que Su muerte sea enteramente única, de tal manera que ni siquiera los más nobles dentro del noble ejército de mártires, pueden participar de la gloria con Él. Sus sufrimientos mentales también constituyeron una parte muy vital de la expiación: los sufrimientos de Su alma fueron el alma misma de Sus sufrimientos. Si tú puedes comprender la amargura de la traición que sufrió por uno que había sido Su seguidor y amigo, y el abandono que experimentó por todos Sus discípulos, la acusación formal por sedición y blasfemia ante criaturas que Él mismo había hecho; si pudieran comprender lo que fue para Él, que no cometió pecado, ser hecho pecado por nosotros, y que fuera puesta sobre Él la iniquidad de todos nosotros; si pudieran formarse una idea de cuánto aborrecía el pecado y rehuía de él, podrían formarse una ligera idea de lo que tiene que haber sufrido Su naturaleza pura por culpa nuestra.

Nosotros no rehuimos el pecado como lo hacía Cristo, porque estamos acostumbrados a él; una vez fue el elemento en el que vivíamos, y nos movíamos, y teníamos nuestro ser; pero Su naturaleza santa rehuía el mal así como una planta sensible se aparta cuando se la toca. Pero Sus peores sufrimientos deben de haber sido cuando la ira de Su Padre fue derramada sobre Él, al soportar lo que Su pueblo merecía soportar, pero que ahora no tendrá que soportar nunca.

“Las olas de creciente dolor
Se estrellaban contra Su pecho,
Y montañas de ira omnipotente
Pesaban sobre Su alma”.

El hecho que Su Padre haya escondido Su rostro de Él de tal manera que clamara en Su agonía: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, debe de haber sido un auténtico infierno para Él. Éste fue el tremendo trago de ira que nuestro Salvador bebió por nosotros hasta sus últimos sedimentos, para que nuestra copa no pudiera contener ni una gota de ira jamás. Tiene que haber sido una gran expiación, esa que fue comprada a un precio tan grande.

Podemos pensar en la grandeza de la expiación de Cristo de otra manera. Tiene que haber sido una gran expiación la que ha transportado en forma segura a tantas multitudes de pecadores al cielo, y que ha salvado a tantos grandes pecadores y los ha transformado en santos refulgentes. Tiene que ser una gran expiación la que ha de llevar todavía a innumerables miríadas a la unidad de la fe y a la gloria de la iglesia de los primogénitos, que están inscritos en el cielo.

Es una expiación tan grande, pecador, que si confías en ella, serás salvo por ella sin importar cuántos y cuán graves pudieran haber sido tus pecados. ¿Tienes miedo de que la sangre de Cristo no sea lo suficientemente potente para limpiarte? ¿Acaso temes que Su expiación no pueda soportar el peso de un pecador como tú?

Me enteré, el otro día, acerca de una necia mujer de Plymouth, quien, durante un buen tiempo, no quería pasar sobre el Puente Saltash porque no lo consideraba seguro. Cuando, a la larga, después de ver el enorme tráfico que pasaba con seguridad sobre el puente, fue inducida a tener confianza en el puente, temblaba grandemente todo el tiempo, y no tuvo tranquilidad mental hasta que lo dejó atrás. Por supuesto que todo el mundo se rió de ella por pensar que esa estructura tan sólida no pudiera soportar su liviano peso.

Pudiera haber algún pecador en este edificio que tenga miedo de que el gran puente que la eterna misericordia ha construido a un costo infinito, a través del golfo que nos separa de Dios, no sea lo suficientemente fuerte para soportar su peso. Si es así, debe permitirme que le asegure que a través de ese puente del sacrificio expiatorio de Cristo, han cruzado millones de pecadores tan viles y corruptos como él, y el puente ni siquiera ha temblado bajo su peso, y ninguna de sus partes se ha torcido o desplazado jamás.

Mi pobre amigo temeroso, tu ansiedad de que el gran puente de la misericordia no sea capaz de soportar tu peso, me recuerda la fábula del zancudo que se posó sobre la oreja de un toro, y luego estaba preocupado porque la potente bestia podría incomodarse por su ‘enorme’ peso. Es bueno que tengas una vívida comprensión del peso de tus pecados, pero al mismo tiempo debes también entender que Jesucristo, en virtud de Su gran expiación, no sólo es capaz de soportar el peso de tus pecados, sino que también puede llevar, y en verdad ha llevado ya sobre Sus hombros, los pecados de todos los que han de creer en Él hasta el propio final del tiempo; y los ha transportado a la tierra del olvido, donde no serán recordados o recuperados jamás. La sangre del pacto eterno es tan eficaz que incluso tú, así de negro como estás, puedes orar con David: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.

III. Ésto me lleva a LA PÁGINA BLANCA DEL LIBRO SIN PALABRAS, que está tan llena de instrucción como la hoja negra o la roja: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.

¡Cuán hermoso espectáculo fue, esta mañana, cuando miramos hacia fuera, y vimos el terreno todo cubierto de nieve! Todos los árboles estaban vestidos de plata; sin embargo, es casi un insulto para la nieve compararla con la plata, pues la plata en su nivel más brillante no es digna de ser comparada con el maravilloso esplendor que se podía ver en cualquier lugar en que los árboles aparecían adornados con hermosos festones, sobre la tierra que estaba vestida con su puro manto blanco. Si hubiéramos tomado un pedazo de lo que llamamos: papel blanco, y lo hubiéramos colocado sobre la superficie de la nieve recién caída, se habría visto cubierto de suciedad al compararlo con la nieve inmaculada. La escena de esta mañana trajo de inmediato a mi mente el texto: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.

Oh negro pecador, si tú crees en Jesús, no sólo serás lavado en Su sangre preciosa hasta convertirte en alguien tolerablemente limpio, sino que quedarás blanco, sí, tú serás: “más blanco que la nieve”.

Cuando hemos contemplado la pura blancura de la nieve antes de que se ensucie, nos ha parecido como si no pudiera haber nada más blanco. Yo sé que cuando he estado en medio de los Alpes, y he contemplado durante horas la deslumbrante blancura de la nieve, casi he sido enceguecido por ella. Si la nieve se quedara largo tiempo sobre el terreno, y si toda la tierra se cubriera de ella, pronto nos quedaríamos ciegos todos nosotros. Los ojos del hombre han sufrido con su alma a través del pecado, y tal como nuestra alma sería incapaz de soportar una visión de la pureza de Dios al descubierto, así nuestros ojos no podrían soportar contemplar la portentosa pureza de la nieve. Sin embargo, el pecador, negro por causa del pecado, al ser llevado bajo el poder limpiador de la sangre de Jesús, se vuelve “más blanco que la nieve”.

Ahora, ¿cómo puede un pecador ser lavado para quedar “más blanco que la nieve”? Bien, antes que nada, hay una permanencia en la blancura de un pecador lavado con sangre, que no existe en cuanto a la nieve. Mucha de la nieve que cayó esta mañana no tenía nada de blancura esta tarde. Allí donde la nieve había comenzado a derretirse, se miraba amarilla, incluso en los lugares donde ningún pie de hombre había pisado sobre ella; y en cuanto a la nieve de las calles de Londres, ustedes saben cuán pronto desaparece su blancura. Pero no hay temor de que la blancura que Dios da a un pecador desaparezca nunca de él; el vestido de la justicia de Cristo que es colocado sobre él, es permanentemente blanco.

“Este vestido sin mancha se ve igual,
Cuando la naturaleza deteriorada se cubre de años;
Ninguna edad puede cambiar su gloriosa tonalidad;
El manto de Cristo es por siempre nuevo”.

Siempre es “más blanco que la nieve”. Algunos de ustedes tienen que vivir en Londres, un lugar humoso y mugriento, pero el humo y la mugre no pueden descolorar el vestido inmaculado de la justicia de Cristo. Ustedes mismos están manchados por el pecado; pero cuando están vestidos con la justicia de Cristo delante de Dios, las manchas del pecado desaparecen. David, en sí mismo, estaba negro y sucio cuando elevó la oración de nuestro texto, pero vestido en la justicia de Cristo, estaba blanco y limpio. El creyente en Cristo es tan puro a los ojos de Dios en un momento, como también lo es en otro momento. Él no mira la pureza variante de nuestra santificación como nuestra base de aceptación con Él; antes bien, mira la pureza inmutable e incomparable de la persona y obra del Señor Jesucristo, y nos acepta en Cristo, y no por lo que somos en nosotros mismos. Por esta razón, una vez que somos aceptos en Él, somos “más blancos que la nieve”.

Además, la blancura de la nieve es, después de todo, sólo una blancura creada. Es algo que Dios ha hecho, pero no tiene la pureza que pertenece a Dios mismo; pero la justicia que Dios da al creyente, es una justicia divina, como dice Pablo: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Y recuerden que ésto es cierto en lo tocante al propio pecador que antes estaba tan negro que tenía que clamar a Dios: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”.

Puede haber una persona que entrara a este edificio negro como la noche, debido al pecado; pero si es capacitado ahora por la gracia a confiar en Jesús, Su sangre preciosa lo limpiará de inmediato, tan completamente, que será “más blanco que la nieve”. La justificación no es una obra que va por grados; no progresa de una etapa a otra, sino que es la obra de un momento, y es completada instantáneamente. El grandioso don de Dios de la vida eterna, es concedido en un momento, y podrías ser incapaz de discernir el momento exacto en que es concedido. Sin embargo, podrías saber inclusive eso, pues, tan pronto como crees en el Señor Jesucristo, eres nacido de Dios y has pasado de muerte a vida; eres salvo, y salvo para toda la eternidad. El acto de fe es algo muy simple, pero es el acto que más glorifica a Dios que pueda ser llevado a cabo por un hombre. Aunque no hay ningún mérito en la fe, la fe es una gracia sumamente ennoblecedora, y Cristo le asigna un alto honor cuando dice: “Tu fe te ha salvado, vé en paz”. Cristo pone la corona de la salvación sobre la cabeza de la fe; sin embargo, la fe misma nunca llevará esa corona, sino que la pone a los pies de Jesús, y le da a Él todo el honor y la gloria.

Podría haber alguna persona en este lugar que tenga miedo de pensar que Cristo la salvará. Mi querido amigo, hazle a mi Maestro el honor de creer que no hay profundidades de pecado en los que pudieras haber caído, que estén más allá de Su alcance. Debes creer que no hay pecado que sea demasiado negro para que no pueda ser limpiado completamente por la sangre preciosa de Cristo, pues Él ha dicho: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres”, y “Todo pecado”, tiene que incluir el tuyo. La propia grandeza de la misericordia de Dios es la que a veces deja perplejo a un pecador.

Permítanme usar un símil casero para ilustrar lo que quiero decir. Supongan que están sentados a la mesa de su casa, trinchando un trozo de carne para cenar, y supongan que su perro está debajo de la mesa, esperando obtener un hueso o un trozo de cartílago como su porción. Ahora, si fueran a colocar el plato con todo el trozo de carne sobre el suelo, probablemente el perro tendría miedo de tocarlo porque podría recibir unos azotes; sabría que un perro no merece una comida como ésa; y ésa es justamente tu dificultad, pobre pecador. Tú sabes que no mereces esa gracia que Dios se deleita en darte. Pero el hecho de que sea de gracia, deja fuera por completo el tema del mérito. “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios”. Los dones de Dios son como Él mismo: inmensurablemente grandes.

Tal vez algunos de ustedes piensen que estarían contentos con migajas o huesos de la mesa de Dios. Bien, si Él me fuera a dar unas cuantas migajas o un poco de carne en trozos, yo estaría agradecido inclusive por eso, pero no me satisfaría; pero cuando Él me dice: “Tú eres mi hijo. Yo te he adoptado y has entrado en mi familia, y ya no saldrás fuera jamás”, yo no estoy de acuerdo contigo en que sea demasiado bueno para ser cierto. Podría ser demasiado bueno para ti, pero no es demasiado bueno para Dios; Él da como sólo Él puede dar. Si yo tuviera una gran necesidad, y obtuviera acceso a la Reina, y después de exponer mi caso ante ella, me dijera: “Siento un profundo interés en su caso; aquí tiene un centavo para usted”, yo estaría muy seguro de que no vi a la Reina, sino que alguna doncella o sirvienta de alguna dama me estaba poniendo en ridículo. ¡Oh, no!, la Reina da como una reina, y Dios da como Dios; de tal manera que la grandeza de Su don, en vez de dejarnos atónitos, sólo debería asegurarnos de que es genuino, y que proviene de Dios.

Richard Baxter dijo sabiamente; “¡Oh Señor, tiene que ser una gran misericordia o ninguna misericordia, pues poca misericordia no me sirve de nada!”. Entonces, pecador, acude al gran Dios con tu gran pecado y pide una gran misericordia para que seas lavado en la gran fuente llena con la sangre del gran sacrificio, y recibirás una gran salvación que Cristo ha obtenido, y por ello atribuirás una gran alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por siempre y para siempre. ¡Que Dios nos conceda que así sea, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.


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