Siervos Inútiles

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Por Charles H. Spurgeon sobre Salvación
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit

Traducción por Allan Aviles


“Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”. Mateo 25: 30.
“Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”. Lucas 17: 10.
“Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel”. Mateo 25: 21.

Hay un estrecho margen entre la indiferencia y la mórbida sensibilidad. Algunas personas no parecen sentir ninguna santa ansiedad: esconden el talento de su Señor en la tierra, lo dejan allí, y se quedan complacidas y sintiéndose a sus anchas sin experimentar la más mínima compunción. Otros profesan estar tan ansiosos de actuar correctamente que llegan a la conclusión de que nunca podrán lograrlo, y experimentan un horror de Dios y ven Su servicio como un trabajo fatigoso, y a Él mismo lo consideran un patrono duro, aunque tal vez nunca lo digan.

Entre estas dos líneas hay un sendero, estrecho como el filo de una navaja, que sólo podemos recorrer con la ayuda de la gracia; está libre de negligencia y de esclavitud a la vez, y consiste en un sentido de responsabilidad asumido valientemente con la ayuda del Espíritu Santo. El camino correcto transita usualmente entre dos extremos: es el angosto canal que corre entre la roca y el remolino. Hay una vía sagrada que circula entre la autoestima y el desánimo, una pista muy difícil de encontrar y muy difícil de seguir. Cuando estás consciente de que has hecho las cosas bien y de que estás sirviendo a Dios con todas tus fuerzas, estás expuesto a grandes peligros, pues podrías llegar a pensar que eres una persona merecedora, digna de contarse entre los príncipes de Israel. Difícilmente podría exagerarse el peligro de caer en el engreimiento: una cabeza mareada provoca pronto una caída.

Pero, por otro lado, igualmente ha de ser temido ese sentido de indignidad que paraliza todo esfuerzo y que te hace sentir que eres incapaz de hacer algo grande o bueno. Bajo este impulso, los hombres han evadido el servicio de Dios y se han refugiado en una vida de soledad; sintieron que no podían combatir valientemente en la batalla de la vida, y entonces huyeron del campo antes de que la batalla comenzara, y se convirtieron en monjes o eremitas, como si fuese posible cumplir con la perfecta voluntad de Dios sin hacer nada en absoluto, y desempeñar los deberes que les corresponden en la vida, llevando un modo de existencia antinatural.

Bienaventurado es el hombre que encuentra el estrecho y angosto sendero que corre entre los elevados pensamientos acerca de ‘yo’ y los duros pensamientos acerca de Dios, entre el pundonor y la tímida huída de todo esfuerzo.

Es mi deseo que el Espíritu de Dios guíe nuestras mentes hacia el dorado punto medio donde nuestras gracias se mezclan, y los vicios que contienden, igualmente naturales para nuestros malvados corazones, son todos excluidos. Que el Espíritu de Dios bendiga nuestros tres textos y los tres temas sugeridos por ellos, para que seamos enderezados, y luego, por la misericordia infinita, seamos guardados rectos hasta el gran día de la rendición de cuentas.

Leamos Mateo 25: 30.

“Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”.

En este primer texto, tenemos EL VEREDICTO DE LA JUSTICIA contra el hombre que no usó su talento. Ese hombre es descrito aquí como un “siervo inútil” porque era holgazán, inepto y despreciable. No le generó a su señor ningún interés por su dinero ni le prestó ningún servicio sincero. No respondió fielmente a la confianza depositada en él como lo hicieron sus consiervos.

Noten, primero, que esta persona inútil era un siervo. Nunca negó que fuera un siervo; de hecho, debido a su condición de siervo entró en posesión de su único talento, y nunca puso reparos a esa posesión. Si hubiese sido capaz de recibir más, no hay ninguna razón por la que no debería haber recibido dos talentos, o hasta cinco, pues la Escritura nos dice que el señor le dio a cada uno conforme a su capacidad. Reconoció la autoridad de su señor incluso en el acto de enterrar el talento y al comparecer ante él para rendirle cuentas. Esto hace que el tema nos lleve a ustedes y a mí a escudriñar más nuestros corazones pues nosotros también profesamos ser siervos, siervos del Señor nuestro Dios.

El juicio ha de comenzar por la casa de Dios, esto es, por quienes están en la casa del Señor como hijos y siervos. Por lo tanto, miremos bien nuestras salidas. Si el juicio comienza primero por nosotros, “¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?” “Y: si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el pecador?” Si nuestro texto trata del juicio de los siervos, ¿cuál será el juicio de los enemigos? Este hombre reconoció, incluso hasta el final, que era un siervo, y aunque fue lo bastante impudente e impertinente para expresar la más perversa y calumniosa opinión acerca de su señor, no negó su propia posición como siervo, ni el hecho de que el talento era de su señor, pues dijo: “Aquí tienes lo que es tuyo”. Al hablar así fue más allá de lo que hacen algunos cristianos profesantes, pues viven como si el cristianismo consistiera en comer grosuras y en beber vino dulce nada más y no en servir en absolutamente nada; como si la religión constara de muchos privilegios mas no de preceptos, y como si, cuando los hombres son salvados, se convirtieran en holgazanes para quienes es un asunto de honor magnificar la gracia inmerecida y hacerlo quedándose todo el día en la plaza desocupados.

Ay, conozco a algunos que nunca mueven una mano por Cristo y, sin embargo, lo llaman Maestro y Señor. Les irá muy mal en Su venida. Muchos de nosotros reconocemos que somos siervos, que todo lo que tenemos le pertenece a nuestro Señor, y que estamos obligados a vivir para Él. Hasta aquí todo está bien; pero pudiéramos llegar tan lejos como eso, y, sin embargo, ser considerados siervos inútiles y ser echados en las tinieblas de afuera, donde será el lloro y el crujir de dientes. Pongamos mucho cuidado a ésto.

Aunque este hombre era un siervo, pensaba mal de su señor y le desagradaba estar a su servicio, pues le dijo: “Señor, te conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste”. Ciertos profesantes que han entrado a hurtadillas en la iglesia piensan lo mismo: no se atreven a decir que lamentan haberse unido a la iglesia, y, sin embargo, actúan de tal manera que todos pueden concluir que si éso pudiera revertirse, no harían lo mismo otra vez. No encuentran placer en el servicio de Dios, pero continúan cumpliendo con su rutina como un asunto de hábito o de una severa obligación. Adoptan el espíritu del hermano mayor, y dicen: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos”. Se sientan en el lado sombreado de la piedad, y nunca toman el sol que resplandece a plenitud en la piedad. Olvidan que el padre le dijo al hijo mayor: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”. Podía haber tenido tantos festejos, tantos corderos y cabritos como lo hubiera deseado, y no se le habría negado nada bueno. La presencia de su padre debió haber sido su gozo y su deleite, y ser algo muy superior a todas las juergas con sus amigos; y habría sido así si hubiera tenido el apropiado estado de corazón.

El hombre que escondió su talento había llevado el espíritu malo y petulante mucho más lejos que el hermano mayor, pero los gérmenes eran los mismos, y debemos asegurarnos de aplastarlos al comienzo.

Este siervo inútil miraba a su señor como alguien que segaba donde nunca había sembrado, y que solía recoger donde nunca había esparcido; quería decir que era una persona dura, exigente e injusta, a quien era difícil agradar. Juzgaba que su señor era alguien que esperaba más de sus siervos de lo que tenía el derecho de esperar, y tenía tal odio contra su injusta conducta que resolvió decirle en su cara lo que pensaba de él.

Este espíritu puede introducirse fácilmente en las mentes de las personas que profesan; me temo que es el espíritu que cobija a muchas personas incluso ahora, pues no están contentas con Cristo. Si necesitan experimentar placer van fuera de la iglesia para obtenerlo. Sus gozos no están dentro del círculo del cual Cristo es el centro. Su religión constituye su labor, mas no su deleite; su Dios es su terror, mas no su gozo. No se deleitan en el Señor, y por tanto, Él no les concede el deseo de su corazón y por consiguiente su descontento crece más y más. No podrían llamarlo: “Dios de mi alegría y de mi gozo”, y entonces resulta que Él es un terror para esas personas. La devoción es un monótono compromiso para ellas; desearían poder escapar de ese compromiso con una conciencia tranquila. No llegan al punto de decirle eso a su ‘yo’ secreto, pero puedes leer entre líneas estas palabras: “¡Oh, qué fastidio es esto!” No ha de sorprender que las cosas lleguen al punto de que una persona que profesa se convierta en un siervo inútil, pues, ¿quién puede hacer bien un trabajo que detesta? El servicio forzado no es deseable. Dios no necesita que unos esclavos honren Su trono. Un siervo que no esté contento con su situación sería mejor que se fuera; si no está contento con su Señor sería bueno que encontrara otro, pues su relación mutua será desagradable e inútil. Cuando se llega al punto de que ustedes y yo estemos descontentos con nuestro Dios, e insatisfechos con Su trabajo, sería mejor que buscáramos a otro señor, si nos fuera posible, pues ciertamente seremos inútiles para el Señor Jesús debido a nuestra falta de amor por Él.

A continuación, noten que aunque este hombre no estaba haciendo nada por su señor, no se consideraba un siervo inútil. No mostraba ningún sentimiento de indignidad, ninguna humillación, ninguna contrición. Estaba tan endurecido como un metal y le dijo descaradamente: “Aquí tienes lo que es tuyo”. Se presentó ante su señor sin presentar disculpas ni excusas. No se identificó con aquellos que, después de haber hecho todo lo que se les había ordenado, dijeron luego: “Siervos inútiles somos”, pues sentía que había tratado con su Señor como lo merecía la justicia del caso; ciertamente, en lugar de reconocer cualquier falta recurrió a acusar a su señor.

Lo mismo sucede con los falsos profesantes. No tienen la menor idea de que son hipócritas, y ese pensamiento no se cruza por sus mentes. No tienen ninguna noción de que son infieles. Si llegaras a sugerírselo, verías cómo se defienden. Si no viven como deberían hacerlo, exigen que se apiaden de ellos antes de que se les culpe; la culpa la tiene la Providencia; la culpa la tienen las circunstancias; la culpa es de alguien más y no de ellos. No han hecho nada, y sin embargo se sienten más tranquilos que quienes han hecho todo lo que debían hacer. Se han tomado la molestia de cavar en la tierra y enterrar su talento y, prácticamente, preguntan: ¿qué más quieres? ¿Es tan exigente Dios como para esperar que yo le traiga más de lo que Él me dio? Soy tan agradecido y devoto como Dios me hace; ¿qué más habría de requerir? No vemos que se incline en el polvo con un sentido de imperfección, sino que le echa arrogantemente toda la culpa a Dios; y ¡hace eso, también, bajo la pretensión de honrar Su gracia soberana! ¡Caramba! Que los hombres sean capaces de torturar la verdad para convertirla en una falsedad tan presuntuosa.

Fíjense bien que el veredicto final de la justicia podría resultar muy opuesto al veredicto que pronunciamos sobre nosotros mismos. Quien orgullosamente se considera útil será encontrado inútil, y quien modestamente se juzga inútil podría llegar a oír al final que su Señor le dice: “Bien, buen siervo y fiel”. Debido a los defectos de nuestra conciencia somos tan poco capaces de formarnos un recto juicio sobre nosotros, que frecuentemente nos consideramos ricos y nos hemos enriquecido y que no tenemos necesidad de nada, cuando, en verdad, estamos desnudos, y somos pobres y miserables. Tal era el caso de este siervo infiel: se había envuelto en la noción altiva de que él era más justo que su señor, y esgrimía un argumento que él pensaba que le exoneraría de toda culpa.

Deberíamos escudriñar mucho nuestro corazón cuando notamos lo que hizo este siervo inútil, o, más bien, lo que no hizo. Depositó cuidadosamente su capital donde nadie fuera capaz de encontrarlo y robarlo; y allí terminó su servicio. Debemos observar que no gastó el talento en algo para él mismo, ni lo usó en negocios para su propio beneficio. No era un ladrón, ni se había apropiado indebidamente de dineros puestos bajo su cargo. En ésto sobrepasa a muchos que profesan ser siervos de Dios y, sin embargo, viven únicamente para ellos mismos. El escaso talento que tienen lo usan en sus propios negocios y nunca en los asuntos del Señor. Tienen el poder de obtener dinero, pero su dinero no es ganado para Cristo; nunca se les ocurre una idea de tal naturaleza. Todos sus esfuerzos están encaminados a fines egoístas, o –usando otras palabras que expresan lo mismo- para sus familias.

Por allá tenemos a un hombre que tiene el don de un discurso elocuente, y lo usa, no para Cristo, sino para sí mismo, para ganar popularidad y poder alcanzar una respetable posición; el único propósito y el objetivo de su más denodada perorata es llevar más grano a su propio molino, y mayores ganancias para su propio peculio. Puede verse por doquier entre los profesantes de la religión, que viven para ellos mismos: no son adúlteros ni borrachos; están muy lejos de serlo; tampoco son ladrones ni derrochadores; son personas decentes, ordenadas y apacibles; pero aún así, comienzan y terminan con su ‘ego’. ¿Qué es esto sino ser un siervo inútil? ¿De qué me serviría un siervo que trabajara duro para sí mismo y no hiciera nada para mí? Un cristiano profesante podría trabajar duramente hasta volverse un hombre rico, un regidor en la ciudad de Londres, un alcalde, un miembro del Parlamento, un millonario; pero, ¿qué probaría eso? Pues bien, probaría que podía trabajar y que en efecto trabajó bien para su propio provecho; y si hizo todo eso mientras hacía poco o nada por Cristo, su propio éxito lo condena todavía más; si hubiera trabajado para su Señor como trabajó para su propio interés, ¿qué no habría podido lograr? El siervo inútil de la parábola no era tan malo como eso; y sin embargo, fue echado en las tinieblas de afuera. Entonces, ¿qué sucederá con algunos de ustedes?

Además, el siervo malvado no fue y malgastó su talento: no lo gastó en complacencias egoístas ni en perversidades, como lo hizo el hijo pródigo, que gastó sus posesiones en una vida desenfrenada. Oh, no; era un hombre mucho mejor que eso. No desperdiciaría ni medio centavo; estaba completamente a favor del ahorro y de evitar riesgos. El talento estaba tal como lo había recibido; sólo lo había envuelto en un pañuelo y lo había escondido en la tierra; de hecho lo había depositado en un banco, pero era un banco que no pagaba intereses. Nunca tocó un centavo de eso para gastarlo en juergas o en parrandas, y por eso no podía ser acusado de ser un derrochador del dinero de su señor; y en todo eso fue superior a aquellos que rinden su fortaleza al pecado, y que usan sus habilidades para gratificar las culpables pasiones suyas y de otros.

Me aflige agregar que algunos individuos que se llaman a sí mismos: siervos de Cristo, disponen su fuerza para socavar el evangelio que profesan enseñar; hablan contra el santo nombre por el cual son llamados, y usan así su talento en contra de su Señor.

Este hombre no hizo eso; tenía un corazón lo suficientemente malo para cualquier cosa, pero nunca se había convertido abiertamente en un traidor tan vil. Nunca empleó el conocimiento para presentar dudas innecesarias, o para resistir a las claras doctrinas de la palabra de Dios; ésto ha sido reservado para los teólogos de estos últimos días, días que producen monstruos desconocidos para épocas de menor educación.

El talento de este hombre no había sido desperdiciado en su mano: estaba tal como lo había recibido, y por tanto, consideraba que había sido fiel. ¡Ah!, pero quedarnos exactamente donde estamos no es lo que Cristo llama fidelidad. Si piensas que tienes gracia y sólo guardas la que tienes, sin obtener más, equivaldría a esconder tu talento en la tierra y convertirlo en algo estéril. No basta con retener; es preciso avanzar. El capital podría estar allí, pero ¿dónde está el interés? Estar viviendo sin objetivo ni propósito más allá del objetivo de mantener tu posición equivale a ser un siervo malo y negligente, ya condenado. Mientras meditamos sobre este tema, que cada uno se diga a sí mismo: “¿Soy yo, Señor?”

Su señor llamó a este siervo: “malo”. ¿Es entonces algo malo ser inútil? Seguramente ‘maldad’ querrá decir alguna acción positiva. No. No hacer lo recto es ser malo; no vivir para Cristo es ser malo; no ser útil en el mundo es ser malo; no dar gloria al nombre del Señor es ser malo; ser negligente es ser malo. Es claro que hay muchas personas malas en el mundo a quienes no les gustaría ser llamadas así. “Malo y negligente” son las dos palabras que fueron juntadas por el Señor Jesús, cuyo discurso es siempre sabio.

Un maestro le preguntó a uno de sus estudiantes: “¿Qué estás haciendo, Juan?” Fue llamado y creyó salir bien librado al responder: “No estaba haciendo nada, señor”; pero su maestro le dijo: “Ésa es precisamente la razón por la que te llamé, pues debías haber estado estudiando la lección que te asigné”.

Al final, no será ninguna excusa que clames: “¡No estaba haciendo nada, señor!” ¿No se les ordenó, a los que habían sido puestos a la izquierda, que se apartaran con una maldición contra ellos porque no habían hecho nada? ¿Acaso no está escrito: “Maldecid a Meroz, dijo el ángel de Jehová; maldecid severamente a sus moradores, porque no vinieron al socorro de Jehová, al socorro de Jehová contra los fuertes”? El que no hace nada es un “Siervo malo y negligente”.

Este hombre fue condenado a ser echado en las tinieblas de afuera. Noten ésto: fue condenado a ser como era, pues el infierno, bajo cierta luz, puede ser descrito según el dicho del grandioso Capitán: “como eras”. “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía”. En el otro mundo hay una permanencia del carácter: la permanente santidad es el cielo; el mal continuo es el infierno. Este hombre estaba fuera de la familia de su señor. Consideraba a su patrón como un señor severo, y así demostraba que no sentía ningún amor por él, y que realmente no era un miembro de la casa. Estaba afuera en el corazón, y entonces su señor le dijo: “Permanece afuera”.

Además de eso, él estaba en las tinieblas. Tenía conceptos equivocados sobre su patrón, pues su señor no era un hombre austero ni severo, no recogía donde no había esparcido ni segaba donde no había sembrado. Por tanto, su señor le dijo: “Tú estás deliberadamente en las tinieblas; permanece allí en las tinieblas de afuera”.

Este hombre era envidioso: no podía tolerar la prosperidad de su señor; crujía sus dientes al pensar en eso. Fue sentenciado a que continuara en ese estado mental, y así a crujir sus dientes por siempre. Esta es una terrible idea del castigo eterno, esta permanencia de carácter en un espíritu inmortal: “El que es injusto, sea injusto todavía”. Al mismo tiempo que el carácter del impío será permanente, también será desarrollado más y más siguiendo el sentido de su naturaleza: los puntos malos se tornarán peores, y, sin nada que lo restrinja, lo malo será todavía más vil. En el mundo venidero, donde no hay obstáculos provenientes de la existencia de una iglesia y un Evangelio, el hombre progresará hacia una más espantosa madurez de enemistad contra Dios y a un grado más horrible de una consiguiente miseria. La aflicción está vinculada con la condición pecaminosa; al permanecer en su pecaminosidad, un hombre necesariamente ha de permanecer en la desgracia, pues el malvado es semejante al mar encrespado que no puede descansar, cuyas aguas arrojan lodo y suciedad. ¡Qué será estar para siempre fuera de la familia de Dios! ¡No ser nunca hijo de Dios! ¡Estar por siempre en medio de tinieblas! ¡No ver nunca la luz del santo conocimiento, y la pureza y la esperanza! ¡Crujir para siempre los dientes con un doloroso desprecio y aborrecimiento hacia Dios, y que odiarlo sea el infierno! Que nos conceda la gracia de ser conducidos a amarlo, pues amarlo es el cielo. El siervo inútil tenía que recibir una terrible paga cuando su señor hizo cuentas con él, pero ¿quién podría decir que no la tenía bien ganada? Tenía la debida recompensa por sus actos. ¡Oh Dios nuestro, concédenos que ésa no sea la suerte de ninguno de nosotros!

Debo solicitar ahora su atención al segundo texto:

“Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”.

Este es EL VEREDICTO DEL RECONOCIMIENTO DE LA PROPIA BAJEZA, salido del corazón de los siervos que han cumplido laboriosamente el trabajo completo del día. Esta es una parte de una parábola que se propone censurar todas las ideas de la importancia de la persona y del mérito humano.

Cuando un siervo ha estado arando o alimentando al ganado, su señor no le dice: “Siéntate, y yo te serviré, pues estoy profundamente endeudado contigo”. No, su señor le ordena que prepare la cena y que le sirva. Sus servicios son obligatorios y, por tanto, su señor no le alaba como si fuera un portento y un héroe. Si persevera desde el amanecer hasta el ocaso, no hace sino cumplir con su deber, y no espera de ninguna manera que su trabajo sea altamente admirado o recompensado con una paga extra y con humildes gracias. Nosotros tampoco hemos de jactarnos por nuestros servicios, sino que hemos de tener una baja opinión de ellos, confesando que somos siervos inútiles.

Cualquier dolor que pudiera haber sido causado por la primera parte del discurso, yo confío que únicamente nos preparará para adentrarnos más profundamente en el espíritu de nuestro segundo texto. Estos dos textos están grabados en mi corazón como con una pluma de hierro, por una herida inmisericorde infligida cuando yo estaba muy débil para soportarla. Cuando estaba sumamente enfermo en el sur de Francia, y profundamente deprimido en espíritu –tan profundamente deprimido y tan enfermo e indispuesto que escasamente sabía cómo vivir- una de esas personas maliciosas que comúnmente cazan a los hombres públicos, y especialmente a los ministros, me envió anónimamente una carta, dirigida abiertamente a “Ese siervo inútil llamado C. H. Spurgeon”. Esta carta contenía trozos dirigidos a los enemigos del Señor Jesús, con pasajes marcados y subrayados y con notas con las que los aplicaba a mi persona. ¡Cuántos ‘Rabsaces’ me han escrito en su día! Ordinariamente leo las cartas con la paciencia que llega con el uso, y pasan a avivar el fuego. No busco ninguna exención para esta molestia, ni la siento usualmente difícil de sobrellevar, pero en la hora en que mi ánimo estaba deprimido, y yo sentía un gran dolor, esta carta injuriosa me hería en lo más vivo. Me daba vueltas en la cama y me preguntaba: ¿soy, entonces, un siervo inútil? Me afligía grandemente, y no podía levantar mi cabeza, o encontrar descanso. Revisaba mi vida, y veía sus debilidades e imperfecciones, pero no sabía cómo expresar mi caso hasta que este segundo texto vino en mi ayuda, y respondió como el veredicto de mi corazón herido. Me dije: “Espero no ser un siervo inútil en el sentido en que esta persona pretende llamarme así; pero seguramente lo soy en otro sentido”. Me confié a mi Señor y Maestro una vez más, con un sentido más profundo del significado del texto de lo que había sentido antes: Su sacrificio expiatorio me revivió, y en humilde fe encontré el descanso.

A propósito, me asombra que algún ser humano encuentre placer en tratar de infligir dolor sobre quienes están enfermos y deprimidos; sin embargo, hay personas que se deleitan en hacerlo. En verdad, aunque no hubiera espíritus malignos allá abajo, hay algunos aquí arriba, y los siervos del Señor Jesús reciben dolorosas pruebas de su actividad.

Entonces, si han sentido algún dolor por causa del primer texto, permítanme conducirlos al punto que llegué personalmente cuando pude dar gracias a Dios por fin por esa carta, y sentir que era una saludable medicina para mi espíritu.

Ésto que es puesto en nuestras bocas como una confesión de que somos siervos inútiles, tiene el propósito de reprendernos cuando pensamos que somos alguien y que hemos hecho algo digno de alabanza. Nuestro texto tiene el propósito de censurarnos si pensamos que hemos hecho lo suficiente, que hemos soportado la carga y el calor del día por largo tiempo, y que nos han conservado en nuestro puesto más allá de nuestro propio turno. Si concluimos que hemos logrado una excelente jornada de siega, y que deberían invitarnos a ir a casa para descansar, el texto nos censura. Si sintiéramos una ambición desordenada de confort, y deseáramos que el Señor nos diera alguna recompensa inmediata e impactante por lo que hemos hecho, el texto nos hace avergonzarnos. Es un espíritu altivo que no tiene nada de infantil ni de servicial y ha de ser reprimido con una mano firme.

En primer lugar, ¿de qué manera habríamos podido traer provecho a Dios? Elifaz lo ha dicho muy bien: “¿Traerá el hombre provecho a Dios? Al contrario, para sí mismo es provechoso el hombre sabio. ¿Tiene contentamiento el Omnipotente en que tú seas justificado, o provecho de que tú hagas perfectos tus caminos?” Si le hemos dado a Dios de nuestras riquezas, ¿es acaso nuestro deudor? ¿De qué manera lo hemos enriquecido a Él, a quien le pertenecen toda la plata y el oro? Si hemos entregado nuestras vidas a Su causa con la devoción de los mártires y de los misioneros, ¿qué es eso para Él, cuya gloria llena los cielos y la tierra? ¿Cómo podemos imaginar que lleguemos a hacer que el Eterno esté en deuda con nosotros? El espíritu recto dice con David: “Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti. Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia”. ¿Cómo podría un hombre poner a su Hacedor bajo obligación para con él? No hemos de desvariar tan blasfemamente.

Amados hermanos, debemos recordar que cualquiera que hubiere sido el servicio que fuimos capaces de prestar, ha sido un asunto de deuda. Espero que nuestra moralidad no haya caído tan bajo que recibamos crédito para nosotros mismos por pagar nuestras deudas. No encuentro que los hombres de negocios se enorgullezcan y digan: “Esta mañana le pagué mil libras a Fulano de Tal”. “Bien, ¿se las diste?” “Oh, no; todo se lo debía”. ¿Es eso algo grande? ¿Hemos caído a un nivel tan bajo de moral espiritual que pensamos que hemos hecho un gran trato cuando le damos a Dios lo que le es debido? “Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos”. Jesucristo nos ha comprado: “No somos nuestros”, pues “hemos sido comprados por precio”. Hemos entrado también en un pacto con Él, y nos hemos entregado a Él voluntariamente. ¿No fuimos bautizados en Su nombre y en Su muerte? Cualquier cosa que hagamos es sólo aquello que Él tiene el derecho de reclamar de nuestras manos por nuestra creación, redención y nuestra profesada entrega a Él. Cuando hayamos perseverado en la dura tarea de arar hasta que no quede ningún campo sin arar, cuando hayamos cumplido la tarea más placentera de alimentar a las ovejas y cuando hayamos terminado de poner la mesa de la comunión para nuestro Señor: cuando hayamos hecho todo eso no habríamos hecho más de lo que era nuestro deber haber hecho. ¿Por qué nos jactamos, entonces, o por qué clamamos pidiendo que seamos dados de baja, o esperamos que se nos dé las gracias?

Además de esto, está esta triste reflexión, ay, que en todo lo que hemos hecho, hemos sido inútiles, debido a que hemos sido imperfectos. Al arar ha habido obstáculos, al alimentar el ganado ha habido rudezas y olvidos, en la preparación de la mesa las viandas han sido indignas de un Señor como el que servimos. Cómo le debe parecer nuestro trabajo a Él, de quien leemos: “He aquí, en sus siervos no confía, y notó necedad en sus ángeles”. ¿Puede alguno de ustedes mirar en retrospectiva el servicio prestado a su Señor con satisfacción? Si puedes, no podría decir que te envidio, pues no me identifico contigo en el más mínimo grado, antes bien, tiemblo por tu seguridad.

En cuanto a mí, me veo forzado a decir con solemne veracidad que no estoy contento con nada de lo que he hecho jamás. He deseado a medias vivir mi vida de nuevo, pero ahora lamento que mi altivo corazón me permitiera desear eso, ya que las probabilidades son de que lo haría peor la segunda vez. Yo reconozco con profunda gratitud todo lo que la gracia ha hecho por mí, pero pido perdón por todo aquello que he hecho por mí mismo. Le pido a Dios que perdone mis oraciones, pues han estado llenas de faltas; le suplico incluso que perdone esta confesión, pues no es tan humilde como debería serlo; le imploro que lave mis lágrimas y que purgue mis devociones, y que me bautice en un verdadero entierro con mi Salvador, para que sea completamente olvidado en mí, y sólo sea recordado en Él. Ah, Señor, Tú sabes cuánto nos quedamos cortos de la humildad que deberíamos sentir. Perdónanos por ésto. Todos nosotros somos siervos inútiles, y si nos juzgaras por la ley, deberíamos ser echados fuera.

Además, nosotros no podemos congratularnos en absoluto, incluso si hemos gozado de éxito en la obra de nuestro Señor, ya que estamos endeudados con la abundante gracia de nuestro Señor por todo lo que hemos hecho. Si hubiéramos cumplido con todo nuestro deber, no habríamos hecho nada si Su gracia no nos hubiera capacitado para hacerlo. Si nuestro celo no conoce respiro, es Él quien mantiene ardiendo la llama. Si fluyen nuestras lágrimas de arrepentimiento, es Él quien golpea la roca y saca agua de ella. Si hay alguna virtud, si hay alguna alabanza, si hay alguna fe, si hay algún ardor, si hay alguna semejanza a Cristo, nosotros somos el producto de Su trabajo, creados por Él, y por tanto, no nos atrevemos a recibir ni una sola partícula de alabanza para nosotros mismos. ¡De lo recibido de Tus manos te damos, grandioso Dios! Todo lo que hasta este momento ha sido digno de Tu aceptación, era Tuyo de antemano. De aquí que los mejores sean todavía siervos inútiles.

Si tenemos una causa especial por la que lamentarnos debido a algún error evidente, seríamos sabios si vamos con un espíritu humillado y confesamos la falta, y luego proseguimos haciendo la obra con un espíritu esperanzado y perseverante cada día. Siempre que estés angustiado porque no puedes hacer lo que quisieras, siempre que veas las deficiencias de tu propio servicio, y te condenes por ello, lo mejor es ir y hacer algo más en la fortaleza del Señor. Si no has servido bien a Jesús hasta este momento, anda y hazlo mejor. Si cometes un error garrafal no se lo digas a todo el mundo, agregando que nunca lo intentarás de nuevo, antes bien haz dos cosas buenas para compensar la falla. Di: “Mi bendito Señor y Maestro no será más un perdedor por mi culpa en la medida que pueda evitarlo. No me angustiaré tanto por el pasado como por enmendar el presente y despertar al futuro”.

Hermanos, procuren ser más útiles, y pidan más gracia. El oficio del siervo no es esconderse en un rincón del campo y llorar, sino seguir arando; no es balar con las ovejas, sino alimentarlas, y así demostrar su amor a Jesús. No has de ponerte de pie en la cabecera de la mesa para decir: “No he preparado la mesa para mi Señor tan bien como podría haberlo deseado”. No, anda y prepárala mejor. Ten valor; no estás sirviendo a un severo Señor después de todo; y, aunque tú, muy apropiadamente, te llamas un siervo inútil, ten buen ánimo, pues, en breve, un veredicto más moderado será pronunciado en cuanto a ti. Tú no eres tu propio juez ni para bien ni para mal; otro juez está a la puerta, y cuando venga tendrá una mejor opinión de ti de la que tú mismo tienes gracias a la conciencia de tu humillación; te juzgará por la regla de la gracia y no por la de la ley, y acabará con todo ese terror que viene de un espíritu legal y que revolotea sobre ti con alas de vampiro.

Así los he conducido al tercer texto:

“Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel”. Mateo 25: 21.

No voy a tratar de predicar acerca de esa palabra alentadora, mas sólo diré una palabra o dos al respecto. Es un texto demasiado grande para ser tratado al final de un sermón. Encontramos al Señor diciéndoles a quienes habían usado sus talentos diligentemente: “Bien, buen siervo y fiel”. Este es EL VEREDICTO DE LA GRACIA. Bienaventurado es el hombre que se reconozca ser un siervo infiel; y bienaventurado es el hombre a quien su Señor le diga: “Buen siervo y fiel”.

Observen aquí que la expresión: “Bien” del Señor es dada a la fidelidad. No es: “Bien, buen siervo y brillante”; pues, tal vez, el hombre nunca brilló del todo ante los ojos de quienes aprecian el resplandor y el brillo. No es: “Bien, gran siervo y distinguido”, pues es posible que nunca fuera conocido más allá de su aldea nativa. Él concienzudamente hizo lo mejor que pudo “sobre poco”, y nunca desperdició ninguna oportunidad de hacer el bien, y así demostró que era fiel.

La misma alabanza le fue dada al hombre con dos talentos que la que recibió su consiervo que tenía cinco talentos. Sus esferas de acción eran muy diferentes; pero su recompensa fue la misma. “Bien, buen siervo y fiel”, es lo que fue ganado y disfrutado por cada uno de ellos. ¿No es muy dulce pensar que aunque yo pueda tener sólo un talento, no por eso seré privado de la alabanza de mi Señor? Él fijará Sus ojos sobre mi fidelidad, y no sobre el número de mis talentos. Podría haber cometido muchos errores, y haber confesado mis faltas con gran dolor; pero Él me encomiará como encomió a la mujer de quien dijo: “Esta ha hecho lo que podía”. Es mejor ser fiel en la escuela de párvulos que ser infiel en una clase noble de jóvenes. Es mejor ser fiel en un caserío sobre cuarenta o sesenta personas, que ser infiel en una parroquia de una gran ciudad, con miles de personas pereciendo en consecuencia. Es mejor ser fiel en una reunión de una pequeña casa, y hablar de Cristo crucificado a cincuenta aldeanos, que ser infiel en un gran edificio donde se congregan miles de personas. Yo ruego que ustedes sean fieles en entregar todo lo que son y todo lo que tienen para Dios. En tanto que vivan, por muchas faltas que tengan, no sean tibios ni indecisos, sino sean fieles en intención y en deseo. Este es el punto de la alabanza del Juez: la fidelidad del siervo.

Este veredicto fue dado por la gracia soberana. La recompensa no fue de acuerdo al trabajo, pues el siervo había sido “fiel sobre poco”, pero “fue puesto sobre mucho”. El veredicto mismo no es conforme a la regla de las obras, sino conforme a la ley de la gracia. Nuestras buenas obras son evidencias de gracia en nosotros; nuestra fidelidad como siervos, por tanto, será la evidencia de que tenemos un espíritu amoroso hacia nuestro Señor, evidencia, por tanto, de que nuestro corazón ha sido cambiado, y que hemos sido conducidos a amar a Aquel por quien antes no sentíamos ningún afecto. Nuestras obras son la prueba de nuestro amor, y por eso quedan como evidencia de la gracia de Dios. Dios nos da gracia primero, y luego nos recompensa por ello. Él obra en nosotros, y luego considera el fruto como obra nuestra. Nosotros nos ocupamos en nuestra salvación, porque “Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad”. Si Él dice alguna vez: “Bien”, tanto a ustedes como a mí, será por causa de Su propia gracia abundante, y no por causa de nuestros méritos. Y, en verdad, allí es donde todos tenemos que ir y donde nos debemos quedar; pues la idea de que tenemos algún mérito personal pronto nos llevará a encontrar fallas en nuestro Señor, y en Su servicio, como alguien duro y severo.

Algunas veces he admirado cómo algunos hombres que han negado la doctrina de la salvación por gracia, como un asunto de teología, la han admitido en sus devociones. Han entrado en controversias en su contra, y, sin embargo, inconscientemente, han creído en ella. Un caso extremo es el del Cardenal Belarmino, que era uno de los enemigos más inveterados de la Reforma, y un renombrado antagonista de la enseñanza de Martín Lutero. Voy a citar de una de sus obras (Inst. De Justificatione, Lib. v., c. 1). Dice, en resumen: “Sobre la base de la naturaleza incierta de nuestras propias obras y del peligro de la vanagloria, el camino más seguro es poner nuestra confianza total en la misericordia y en la gracia de Dios”. Has dicho lo correcto, oh Cardenal; y puesto que el curso más seguro es ése, el mismo que nosotros elegiríamos, pondremos toda nuestra confianza en la misericordia y la gracia de Dios. Se reporta, y yo creo que sobre la base de una excelente autoridad, que este gran hombre, que toda su vida había estado proclamando la salvación por obras, al morir, pronunció una oración en latín, cuya traducción sería algo así como: “Yo imploro a Dios, que no valora nuestros méritos, antes bien que gratuitamente perdona nuestras ofensas, que se digne recibirme entre Sus santos y Sus elegidos”. ¿Saúl también entre los profetas?

¿Acaso ora Belarmino al final como un calvinista? Un caso como éste lo hace a uno esperar que muchos otros pudieran ser salvados en una iglesia apóstata. Gracias a Dios, muchos de ellos son mucho mejores que su credo, y creen en sus corazones aquello que niegan como teólogos polémicos. Sea como sea, yo sé que si soy salvado o recompensado, ha de ser sólo por gracia, pues no puedo tener ninguna otra esperanza. En cuanto a quienes han hecho mucho por la iglesia, sabemos que renunciarán a toda alabanza diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?” Todos los fieles siervos del Señor cantarán: “Non nobis domine”. No a nosotros. No a nosotros.

Por último, hermanos, con qué infinito deleite Jesús llenará nuestros corazones si, por medio de la gracia divina, somos lo suficientemente dichosos de oírle decir: “Bien, buen siervo y fiel”. Oh, si perseveramos hasta el fin a pesar de las tentaciones de Satanás, y de la debilidad de nuestra naturaleza, y de todos los enredos del mundo, y conservamos nuestros vestidos sin ser manchados por el mundo, predicando a Cristo según la medida de nuestra habilidad, y ganando almas para Él, ¡cuán grande honor será! Qué bienaventuranza será para él que se diga: “Bien”. La música de esta palabra contendrá el cielo para nosotros. Cuán diferente será del veredicto de nuestros semejantes, que siempre están encontrando fallas en ésto y en lo otro, aunque hagamos nuestro mejor esfuerzo. Nunca pudimos agradarles, pero hemos agradado al Señor. Los hombres siempre estaban malinterpretando nuestras palabras y juzgando mal nuestros motivos, pero Él lo endereza todo diciendo: “¡Bien!” Poco importará entonces lo que todos los demás hayan dicho: ni las palabras lisonjeras de amigos ni las severas condenaciones de los enemigos tendrán peso alguno para nosotros cuando Él diga: “¡Bien!” No sin orgullo hemos de recibir ese elogio, pues consideraremos incluso entonces que hemos sido siervos inútiles; pero, oh, cómo le amaremos por establecer tal valoración sobre los vasos de agua fría que les dimos a Sus discípulos, y el pobre servicio imperfecto que procuramos rendirle. ¡Qué condescendencia designar como ‘bien hecho’ aquello que sentimos que fue muy mal hecho!

Yo les ruego a los siervos de Dios aquí presentes que comenzaron esta mañana a escudriñarse, y que luego prosiguieron a confesar sus imperfecciones, que ahora concluyan regocijándose en el hecho de que, si somos creyentes en Cristo Jesús y estamos consagrados realmente a Él, hemos de concluir esta vida y comenzar la vida venidera con ese bendito veredicto de “¡Bien!” Asegúrense, empero, de ser de aquéllos que están haciendo todo y que son fieles. Oigo a algunas personas hablar contra la justicia propia, a quienes yo les diría: “No necesitas decir mucho acerca de ese asunto, pues no te concierne, pues no tienes ninguna justicia de la que debas estar orgulloso”. Oigo a ciertas personas hablar en contra de la salvación por buenas obras que no corren ningún peligro de caer en ese error, ya que las buenas obras y sus vidas han roto relaciones desde hace tiempo. Lo que realmente admiro es ver a un hombre como Pablo, que vivió para Jesús, y que estaba dispuesto a morir por Él, pero que no obstante al final de su vida dijo: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe”.

Sigan adelante, hermanos, y no piensen en descansar mientras no haya terminado su día laboral. Sirvan a Dios con todas sus fuerzas. Hagan más que los fariseos que esperan ser salvados por su celo. Hagan más de lo que sus hermanos esperan de ustedes, y luego, cuando hayan hecho todo, pónganlo a los pies de su Redentor con esta confesión: “Siervo inútil soy”. Es a quienes mezclan la fidelidad con la humildad y el ardor con la conciencia de su propia indignidad que Jesús les dirá: “Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu señor”.

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Mateo 25: 14-46.


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