Tú no eres tú dolor

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English: You Are Not Your Pain

© Desiring God

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Por Kaitlin Miller sobre Sufrimiento

Traducción por Ana M Burger


El dolor es real, es difícil, y nos está garantizado en esta vida. Nuestro Señor mismo luchó en angustia (Lucas 22:44), suspiró de tristeza (Marcos 7:34) y lloró de dolor (Juan 11:35).

Algunos de estos dolores nos han herido tan profundamente que la sanidad aún está en progreso. Tomará tiempo para que el bálsamo de la comodidad alivie nuestras heridas, para que los vendajes de la verdad nos vuelvan a unir y para que la medicina de la fe nos restaure la salud. Deseamos desesperadamente ser sanados, y estamos en el proceso de recibirlo diariamente.

Pero también podemos enfrentar otro tipo de herida persistente, la clase de herida que nos pone del otro lado de la misma pregunta que Jesús le hizo al invalido en Bethesda: "¿Quieres ser sanado?" (Juan 5: 6).

Y para nuestro propio asombro, podemos descubrir honestamente que nuestra respuesta aún no es un esperado Sí con sinceridad. Quizás nuestras heridas se hayan enredado tanto con la identidad que ahora afirmamos que entregarlas requeriría también entregar a quien erróneamente creemos ser.

Los esquemas del enemigo

Nuestro enemigo anhela robar, matar y destruir nuestra verdadera identidad en Cristo al convencernos de que nuestro dolor siempre definirá nuestro pasado, menospreciará nuestro presente y oscurecerá nuestro futuro.

Al poner nuestros ojos continuamente en nuestros errores y nuestro sufrimiento, el gran engañador busca aprisionarnos con arrepentimiento y remordimiento, para asumir limitaciones y llegar a la desesperación. Él nos dice que nuestras heridas nos marcarán para siempre sin esperanza de ser sanados.

Y a medida que estos dolores usurpan el trono del poder y autoridad en nuestras vidas destinadas solo a Dios, podemos comenzar a encontrar nuestra identidad más en nuestro propio sufrimiento que en Aquel que sufrió por nosotros.

Reclamar nuestra identidad verdadera

Nuestra sociedad nos urge a identificarnos por lo que percibimos con nuestros ojos y sentimos con nuestra carne, incluso cuando esa identidad malinterpreta la realidad e ignora las definiciones escritas por el mismo Autor de la Vida (Hechos 3:15).

Pero cuando miramos hacia arriba desde nuestras circunstancias visibles y temporales y luego miramos hacia nuestro Creador invisible y eterno, vemos quiénes fuimos verdaderamente creados para estar en relación con él. Y no somos nuestro dolor.

Es posible que un amigo te haya abandonado, pero no estás abandonado. Es posible que hayas tenido un cónyuge que te abandono, pero no estás abandonado. Puedes haber fallado, pero no eres un fracaso. Puede que nunca hayas conocido a tu padre, pero no eres un huérfano. La vida puede ser aplastante, pero no estás aplastado.

La única forma de recuperar nuestra identidad verdadera, dada por Dios, con una confianza inquebrantable, es mirar a Aquel que nos da nuestra identidad en primer lugar.

Para aquellos de nosotros que estamos en Cristo Jesús, podemos estar seguros de que, debido a que Él es amor, nosotros somos amados.

Porque él es el Rey, somos herederos del reino.
Porque él es misericordioso, se nos muestra misericordia.
Porque él es el Defensor, estamos defendidos.
Porque él es un buen padre, somos hijos de Dios.
Porque él es libertad, somos libres.
Porque él siempre está con nosotros, siempre estamos con él.
Porque él mantiene todas las cosas juntas, nos mantenemos unidos en él.
Y porque él nos llama suyos, somos suyos.

Con los ojos cuya venda nos la retiro Jesús, nos alejamos del oscuro retrato pintado por el padre de las mentiras (Juan 8:44) para contemplar la gloria del Señor, poniendo nuestra fe y esperanza en la promesa de que estamos siendo transformados a su misma imagen (2 Corintios 3:18). Solo entonces desearemos ser sinceramente sanados.

Por sus llagas somos sanos

En este mundo, lloraremos, pero no como aquellos sin esperanza (1 Tesalonicenses 4:13). Estaremos tristes, pero no estaremos sin una razón para regocijarnos (2 Corintios 6:10). Tendremos pruebas de muchas clases (Santiago 1: 2), pero siempre podemos animarnos, porque él ha vencido al mundo (Juan 16:33).

Incluso hoy, mientras estamos ante Aquel que solo puede curarnos, nos ofrece la misma invitación que le ofreció al hombre en Bethesda: dejar nuestra identidad como inválidos, levantarnos de la parálisis de nuestro dolor, enrollar el tapete de una derrota sin esperanza, y caminar hacia nuestra verdadera identidad como nuevas creaciones en Cristo.

Cuando miramos el dolor de nuestras heridas, nos vemos como heridos. Pero cuando miramos el dolor de la cruz, vemos las heridas de Jesús (Isaías 53: 5), por las cuales nuestro Sanador nos dice que somos sanados para siempre en él.



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