La Obra del Espíritu Santo/Nota Introductoria

De Libros y Sermones Bíblicos

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Afortunadamente, ya no es necesario presentar formalmente al Dr. Kuyper al público religioso de Norteamérica. Muchos de sus destacados ensayos han aparecido en nuestros periódicos en los últimos años. Estos han llevado títulos tales como “Calvinism in Art,” “Calvinism the Source and Pledge of Our Constitutional Liberties,” “Calvinism and Confessional Revision,” “The Obliteration of Boundaries,” y “The Antithesis between Symbolism and Revelation”; y han aparecido en las páginas de publicaciones como Christian Thought, Bibliotheca Sacra, The Presbyterian and Reformed Review—no sin deleitar, por seguro, a sus lectores con la amplitud de su tratamiento y con la alta y penetrante calidad de su pensamiento. En el último año, las columnas de The Christian Intelligencer han sido adornadas de vez en cuando con ejemplos de las prácticas exposiciones del Dr. Kuyper de la verdad de la Escritura; y de vez en vez ha aparecido una breve pero iluminadora discusión acerca de un tema contingente en las columnas de The Independent. El apetito despertado por esta degustación de buena calidad ha sido satisfecho parcialmente por la publicación en inglés de dos tratados extendidos de su autoría—uno que discute de manera singularmente profunda los principios de “The Encyclopedia of Sacred Theology” (Charles Scribner’s Sons, 1898), y otro exponiendo con máxima envergadura y contundencia los principios fundamentales de “Calvinism” (The Fleming H. Revell Company, 1899). El volumen posterior consiste de cátedras presentadas en “The L. P. Stone Foundation,” en Princeton Theological Seminary en el otoño de 1898. La visita del Dr. Kuyper a Estados Unidos en esta ocasión lo reunió con muchos amantes de las ideas elevadas, y ha dejado la sensación de una relación personal con él en las mentes de los muchos que tuvieron la suerte de conocerle o de oír su voz en aquel momento. Para nosotros ya es imposible ver al Dr. Kuyper como un extraño, como alguien que necesita una presentación para que lo notemos con agrado la próxima vez que se presente ante nosotros; por el contrario, ahora lo vemos como uno de nuestros propios profetas, a cuyo mensaje tenemos cierto derecho, y a cuyo nuevo libro recibimos de su mano como el regalo de un querido amigo, cargado con una sensación de cuidado por nuestro bienestar. El libro que ahora se le ofrece al público norteamericano no llega a nuestras manos recién salido del horno. Ya ha estado al alcance de la audiencia danesa por más de una década (fue publicado en 1888). No obstante, el Dr. Kuyper ha llegado a ser parte de nosotros sólo recientemente, y la publicación de su libro en inglés, esperamos, es sólo otro paso en el proceso que hará gradualmente nuestro todo su mensaje.
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Ciertamente nadie avanzará por las páginas de este volumen—ni mucho menos, como nuestros amigos judíos dirían, “se hundirá en el libro”—sin darse cuenta de que es un regalo de alto valor que viene a nosotros de mano de nuestro nuevo maestro. Como se notará a primera vista, es un tratado exhaustivo acerca de la Obra del Espíritu Santo—un tema mucho más elevado que muchos de los que puedan ocupar a la mente del hombre cristiano, y aún así, un tema en el cual los tratados realmente exhaustivos son comparativamente escasos. Es fácil, ciertamente, exagerar la relevancia del hecho último. Por supuesto, nunca existió el tiempo en el cual los cristianos dejaron de confesar su fe en el Espíritu Santo; y nunca existió el tiempo en el cual no se hablaron unos a otros acerca de la obra del Bendito Espíritu, el Ejecutor de la Divinidad, no sólo en la creación y en la sustentación de los mundos y en la inspiración de los profetas y apóstoles, sino también en la regeneración y santificación del alma. Ni tampoco ha existido el momento en el que, al realizar la tarea de darse cuenta mentalmente de los tesoros de verdad que se han encargado en la revelación de la Escritura, la Iglesia no se haya dedicado a la investigación de los misterios de la Persona y la obra del Espíritu Santo; y en especial, nunca ha habido un momento desde ese majestuoso avivamiento de la religión que llamamos Reforma en el que la obra entera del Espíritu en la aplicación de la redención consumada por Cristo no haya sido un tema digno del estudio dedicado y apasionado por parte de hombres cristianos. De hecho, muy pocos tratados exhaustivos acerca de la obra del Espíritu han sido escritos en parte por causa de la misma intensidad del estudio enfocado en las actividades salvíficas del Espíritu. El asunto ha parecido tan inmenso, sus ramificaciones tan extensas, que pocos han tenido el valor de tomarlo como un todo. Los dogmáticos, ciertamente, se han sentido empujados a presentar el rango entero del asunto en el lugar que le corresponde dentro de sus sistemas completos. Sin embargo, cuando tales monografías llegaron a ser escritas, la tendido a concentrarse en un segmento particular del gran círculo; y así hemos tenido tratados acerca de, por ejemplo, la regeneración, la justificación, la santificación, o de la unción del Espíritu; o de la intercesión del Espíritu, o del sellado del Espíritu, pero no de la obra del Espíritu como un todo. Sería un gran error pensar que la doctrina del Espíritu Santo ha sido rechazada meramente porque haya sido presentada preferentemente bajo sus distintas rúbricas o partes en vez de en su totalidad. La facilidad de caer en tal error ha sido ilustrada por ciertas críticas que recientemente se le han hecho a la Confesión de Fe de Westminster—la cual es (como todo puritano estaba seguro de serlo) un tratado acerca de la obra del Espíritu—pues se le ha considerado deficiente por el hecho de no contar con un capítulo específicamente dedicado al “Espíritu Santo y Su Obra.” La única razón por la cual no le da un capítulo específico a este asunto es porque prefiere darle nueve capítulos; y cuando se hizo el intento de suplir esa supuesta omisión, se demostró que lo único que fue posible hacer fue presentar en el nuevo capítulo propuesto un escuálido resumen de los contenidos de esos nueve capítulos. De hecho, habría sido más plausible decir que, comparativamente, la Confesión de Westminster dejaba de lado la obra de Cristo, o incluso la obra de Dios Padre. De la misma manera, la falta de un gran número de tratados exhaustivos en nuestra literatura acerca de la obra del Espíritu Santo se debe en parte a la riqueza de nuestra literatura en tratados sobre porciones separadas de tal obra. Por tanto, la relevancia del libro del Dr. Kuyper viene dada sólo en parte por el hecho de que él ha tenido el valor para enfrentar y los dones para cumplir exitosamente la tarea que pocos se han atrevido a tomar sobre sí por miedo o por capacidades. Y es de no poca ganancia el ser capaz de observar el campo completo de la obra del Espíritu Santo en su unidad orgánica bajo la guía de tan fértil, sistemática y práctica mente. Si no lo podemos ver como algo nuevo, ni decir que es la única obra de este tipo desde Owen, por lo menos podemos que reúne el material acerca de este gran tema con un genio sistemático que es único, y que lo presenta con un entendimiento incisivo de su significado y con una compresión riquísima de sus relaciones que son excesivamente iluminadores.
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Se debe observar, sin embargo, que no hemos dicho sin reservas que la rareza comparativa de los tratados exhaustivos acerca de la obra del Espíritu Santo como la del Dr. Kuyper de deba simplemente a la grandeza y dificultad de la tarea. Hemos sido cuidadosos en decir que se debe a esto sólo en parte. A decir verdad, es sólo en los círculos a los cuales se presenta esta traducción en inglés que se puede aplicar este comentario. Para los cristianos reformados angloparlantes es un gozo ser los herederos de lo que debe llamar, justamente y con toda libertad, una gran obra literaria sobre este tema; se podría decir incluso, con algo de razón, que la peculiaridad de su labor teológica se debe a la diligencia de su estudio de este locus. Se debe recordar que es el gran “Discurso acerca del Espíritu Santo” de John Owen al que el Dr. Kuyper se refiere como tratado normativo, hasta ahora, en cuanto al tema. Pero el libro de John Owen no fue el único en su tiempo ni generación; más bien, fue una obra sintomática del engrosamiento del pensamiento teológico del círculo en el cual Owen fue de gran valor para la investigación de este asunto. El tratado de Thomas Goodwin “La Obra del Espíritu Santo en Nuestra Salvación” bien merece un lugar a su lado, y es simplemente la verdad decir que el pensamiento puritano se ocupaba casi enteramente al amante estudio de la obra del Espíritu Santo, y que tuvo su más alta expresión en las exposiciones dogmático-prácticas de los muchos aspectos de ella—de los cuales tratados tales como aquellos de Charnock y Swinnerton acerca de la regeneración son sólo los ejemplos más conocidos dentro de una multitud que han sido olvidados en el curso de los años. De hecho, este tema siguió siendo el eje de la teologización de los Inconformistas ingleses por ciento cincuenta años. Tampoco ha perdido su posición central en las mentes de aquellos que tienen el derecho a ser considerados los sucesores de los puritanos. Ha habido decaimiento en algunos cuarteles, ciertamente, en cuanto al entendimiento y precisión teológica en la presentación del tema; pero es posible que un número mayor de tratados prácticos sobre un elemento u otro de la doctrina del Espíritu siga siendo publicado anualmente por la imprenta inglesa más que en cualquier otra rama del estudio teológico. Entre estos, libros tales como “The Ministry of the Spirit” del Dr. A. J. Gordon, “Through the Eternal Spirit” del Dr. J. E. Cumming, “Veni Creator” del Rector H. C. G. Moule, “Vox Dei” del Dr. Redford, “The Holy Spirit, the Paraclete” del Dr. Robson, “The Gifts of the Holy Spirit” del Dr. Vaughan—por nombrar sólo algunos de los libros más recientes—alcanzan un alto nivel de claridad teológica y poder espiritual; mientras que, si se nos permite volver sólo unos pocos años, podemos encontrar “The Office and Work of the Holy Spirit” del Dr. James Buchanan, y en “The Doctrine of the Holy Spirit” del Dr. George Smeaton dos tratados ocupando todo el terreno—el primero con un espíritu más práctico, mientras que el segundo con uno más didáctico—de una manera digna de las mejores tradiciones de nuestros padres puritanos. Por tanto, siempre ha habido un fluir abundante de literatura acerca de la obra del Espíritu Santo entre las iglesias angloparlantes, por lo que el libro del Dr. Kuyper no aparece como algo completamente nuevo, sino como una presentación especialmente pensada y ejecutada con fineza acerca de un tema en el cual todos estamos meditando.
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Pero no es el mismo caso para las todas partes del mundo cristiano. Si levantamos nuestros ojos desde nuestra condición especial y los hacemos ver la Iglesia panorámicamente, el espectáculo con el que se encuentran es muy diferente. A medida que ponemos la mirada en la historia de la Iglesia hacia el pasado, descubrimos que el tema de la obra del Espíritu Santo fue uno que emergió tardíamente en realidad como explícita materia de estudio entre hombres cristianos. Cuando ponemos los ojos sobre la toda la extensión de la iglesia moderna, descubrimos que es un tema que atrae con muy poca fuerza a grandes sectores de la iglesia. De hecho, la pobreza de la teología continental en este locus, después de todo lo que se ha dicho y hecho, es deprimente. Existen uno o dos libritos franceses, por E. Guers y G. Tophel,  y un par de estudios formales de la doctrina neotestamentaria del Espíritu por los escritores holandeses Stemler y Thoden Van Velzen, pedidos por la Sociedad Hague—y con eso tenemos ante nosotros a casi toda la lista de los viejos libros de nuestro siglo que pretenden cubrir toda el área. Tampoco se ha hecho mucho recientemente para suplir tal deficiencia. Ciertamente, la grandiosa actividad teológica alemana del último tiempo no ha sido capaz de ignorar por completo un tema importante, y por lo tanto sus eruditos nos han dado unos cuantos estudios científicos de secciones de material bíblico. De estos, los dos más relevantes aparecieron, de hecho, el mismo año que el libro del Dr. Kuyper—“Der heilige Geist in des Heilsverkündigung des Paulus” de Gloel, y “Die Wirkungen des heiligen Geistes nach d. populär. Anschauung der apostolischen Zeit and der Lehre d. A. Paulus” (2da ed.; 1899) de Gunkel; estos han sido seguidos en el mismo espíritu por Weienel en una obra llamada “Die Wirkungen des Geistes und der Geister im nachapostolischen Zeitalter" (1899); mientras que, un poco antes, el teólogo holandés Beversluis produjo un estudio más exhaustivo, "De Heilige Geest en zijne werkingen volgens de Schriften des Nieuwen Verbonds" (1896). No obstante, su investigación del material bíblico no solamente es muy formal, sino que también está dominada por imperfectas presuposiciones teológicas tales, que con mucha suerte la investigación podría ayudar al estudiante a dar un paso adelante. Algo mejor respecto a esto ha aparecido muy recientemente en libros tales como "Der heilige Geist und sein Wirken am einzelnen Menschen, mit besonderer Beziehung auf Luther" (1890, 12mo, pp. 228) de Th. Meinhold;  "Pneumatologie, oder die Lehre von der Person des reiligen Geistes" (1894, 8vo, pp. 368) de W. Kölling; "Die biblische Lehre vom heiligen Geiste" (1899, 8vo, pp. 307) de Karl von Lechler; y "Geschichte von der Lehre vom heiligen Geiste" (1899, 8vo, pp. 376) K. F. Nösgen—los cuales, se espera, sean el principio de un cuerpo variado de obras de eruditos alemanes, desde las cuales, después de un tiempo, surjan algunos exhaustivos y amplios tratados acerca del tema, tales como el que el Dr. Kuyper le ha dado a nuestros hermanos holandeses y del cual ahora tenemos una traducción en inglés. Pero ninguno de ellos provee el tratado deseado, y es relevante que ninguno siquiera profesa hacerlo. Incluso en donde el tratamiento es realmente temático, el autor es cuidadoso al dejar en claro que el propósito de su obra no es entregar un panorama compacto y sistemático del asunto—y esto lo hace incluyendo en el título algo como “una perspectiva histórica” o “exegética.”
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De hecho, sólo en una instancia en toda la historia de la literatura teológica alemana—o podríamos decir, antes del Dr. Kuyper, en toda la historia de la literatura teológica continental—alguien ha tenido el valor o sentido el impulso de enfrentar la tarea que el Dr. Kuyper ha completado de manera tan admirable. Nos referimos, por supuesto, a la grandiosa obra acerca de "Die Lehre vom heiligen Geiste,” escrita por ese gigante teológico, K. A. Kahnis, pero de la cual sólo fue publicada la primera parte—un delgado volumen de trescientas cincuenta y seis páginas en 1847. Indudablemente esto fue sintomático del estado anímico en Alemania en cuanto al tema, pues Kahnis, en su larga vida de búsquedas teológicas, nunca tuvo el tiempo ni el ánimo de completar su libro. Y, de hecho, en los círculos teológicos del tiempo, el libro causó un poco de risa: “¿Quién sería capaz de dedicar tanto tiempo y trabajo a este tema y esperar a que otros tuvieran el tiempo y la energía para leerlo?” decían. Se nos cuenta que un conocido teólogo, refiriéndose sarcásticamente a la obra, dijo que si las cosas se llevaran a cabo a tal escala, nadie podría esperar vivir los años suficientes como para leer la literatura acerca del tema; y se dice también que palabras similares fueron pronunciadas por C. Hase en el prefacio a la quinta edición de su “Dogmática,” aunque sin mencionar nombres, teniendo en mente el libro de Kahnis.<ref>Ver Holtzmann en el Theolog. Literaturzeitung de 1896, xxv., p. 646.</ref>  La importancia del intento único y sin éxito de Kahnis por darle al protestantismo alemán un tratado digno acerca de la doctrina del Espíritu Santo es tan grande que se nos recompensará si fijamos bien en nuestras mentes los hechos respecto a él. Y con este fin citamos el siguiente reporte de la introducción a la obra de Von Lechler que acabamos de mencionar (p. 22 sqq.)
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“Debemos indicar, en conclusión, otra circunstancia en la historia de nuestra doctrina, la cual es a su manera tan relevante para la actitud de la ciencia del tiempo presente hacia este tema, como lo fue el silencio del primer Concilio Ecuménico en cuanto a esto para el final de la primera época teológica. Esta es, la extraordinaria pobreza de monografías acerca del Espíritu Santo. Aunque hay algunos estudios, y en algunos casos importantes estudios acerca del tema, aun así su número es desproporcional a la grandeza y extensión de los problemas. Sin duda alguna, no deberíamos errar al asumir que el interés vital en una cuestión científica se expresará no meramente en exhaustivos manuales y compendios enciclopédicos—de los cuales los últimos están especialmente obligados a ver la totalidad de la lista de temas tratados—sino por necesidad en aquellas investigaciones independientes, en las cuales especialmente el fresco vigor de la juventud está acostumbrado a probar su utilidad para estudios mayores. ¡De cuán grande lacuna tendríamos que lamentarnos en otras ramas de la ciencia teológica si un rico desarrollo de literatura monográfica no se desplegara al lado de los compendios, abriendo nuevos caminos aquí y allá, instalando cimientos más profundos, supliendo material valioso para la completitud constructiva o decorativa de la estructura científica! No obstante, todo esto, en la instancia presente, apenas ha comenzado. El único tratado que ha sido proyectado sobre una profunda y amplia base de investigación—el “Lehre vom heiligen Geiste” de K. A. Kahmis (entonces en Breslau), 1847—quedó en pausa luego de su primera parte. Este celebrado teólogo, quien ciertamente poseía de manera sorprendente las cualidades que lo capacitaban para preparar el camino en el estudio de este tema tan desconocido y tan poco dignamente estudiado, se había propuesto la meta de investigar este, como el mismo lo llamaba, ‘extraordinariamente ignorado’ tema, en su aspecto bíblico, eclesiástico, histórico y dogmático, todo en conjunto. La historia de su libro es muy instructiva y sugerente con respecto al tema en sí. Kahmis encontró que el tema, a medida que lo veía más de cerca, era uno complicado en un grado muy especial, principalmente por la multiplicidad de su concepción. En un principio sus resultados eran cada vez más negativos. Una controversia con los ‘amigos de la luz’ de su tiempo le ayudó a avanzar. ''Testium nubes magis juvant, quam luciferorum virorum importuna lumina''. Pero Dios, dice, le guió a una mayor claridad: la doctrina de la Iglesia le aprobó. Sin embargo, no era su propósito establecer la doctrina bíblica en todos sus puntos, sino sólo exhibir el lugar que el Espíritu Santo ocupa en el desarrollo de la Palabra de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento. Vino sobre él un sentimiento de que estábamos en la víspera de un nuevo derramamiento del Espíritu. Pero el anhelado amanecer, dice, aún se hacía esperar. Su amplia investigación, más allá de su asunto especial, del domino completo de la ciencia en la vida corporativa de la Iglesia es característica no menos del asunto que del hombre. No obstante, no se le concedió ver el deseado derramamiento sobre los pastos secos. Su ‘cimiento’ exegético (caps. i-iii.) anda sobre los viejos rieles. Ya que esencialmente compartía el punto de vista subjetivo de Schleiermacher y le dejaba la decisión final en la determinación de las concepciones a la filosofía, a pesar de sus notables destellos de entendimiento de las Escrituras, se mantuvo pegado al modo ético-intelectualista de concebir al Espíritu Santo, aunque haya estado acompañado por muchos intentos de ir más allá de Schleiermacher, mas sin alcanzar una concepción unitaria y sin ningún esfuerzo por solucionar bíblicamente la alarmante cuestión de la personalidad o impersonalidad del Espíritu. El cuarto capítulo hace una comparación entre el Espíritu del cristianismo y el del paganismo. El segundo libro trata primero de la relación de la Iglesia con el Espíritu Santo en general, y luego entra en la historia del desarrollo de la doctrina, pero sólo en los primeros padres, y luego termina con un recuento de la escuálida cosecha que la primera época le dio a las siguientes, en las cuales tuvo lugar el desarrollo más rico de la doctrina. Aquí cierra el libro. . . .” <ref>  Comparar con las declaraciones del Dr. Smeaton, op. cit., ed. 2, p. 396.</ref>
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Así, el único digno intento que la teología alemana ha hecho por producir un tratado exhaustivo acerca de la obra del Espíritu Santo sigue siendo un torso ignorado aun hoy.
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Si reuniéramos los hechos en los cuales hemos puesto nuestra atención un tanto desganadamente para formular una tesis, nos encontraríamos obligados a reconocer que la doctrina del Espíritu Santo fue traída a la consciencia explícita de la Iglesia sólo lentamente, y que aun hoy sólo se ha aferrado firmemente a la mente y a la consciencia de una pequeña parte de la Iglesia. Para ser más específicos, deberíamos notar que la Iglesia primitiva se dedicó a la investigación dentro de los límites de este ''locus'' de sólo la doctrina de la persona del Espíritu Santo—Su deidad y personalidad—y de su función como inspirador de los profetas y apóstoles, mientras que toda la doctrina y obra del Espíritu en su totalidad es un regalo que la Iglesia recibió de manos de la Reforma; <ref>  Para el carácter que hace de la Reforma el punto que separa dos épocas distintas en la historia de esta doctrina cf. También Nösgen, op. cit., p. 2. “Por su desarrollo, es simple decir que sólo la Reforma provee una línea divisoria, y esto se debe meramente a que en ese tiempo la atención se dirigía de manera intensa solamente al modo correcto de aplicación de la salvación. Así, los problemas acerca de la operación especialmente salvífica del Espíritu Santo y de la manera de Su obrar en la congregación de los creyentes se hicieron los temas centrales de discusión, y el tratamiento teológico de esta doctrina se hizo cada vez más importante para la Iglesia de Cristo,” etc.</ref> y deberíamos agregar que desde su formulación por medio de los reformadores, esta doctrina ha plantado una raíz más profunda y entregado su entero fruto sólo en las iglesias reformadas, y entre ellas en exacta proporción a la lealtad de su adherencia a los principios fundamentales de la teología reformada, y a las riquezas del desarrollo de estos. Dicho de manera más aguda, esto es igual a decir que la desarrollada doctrina de la obra del Espíritu Santo es una doctrina exclusivamente de la Reforma, y particularmente una doctrina reformada, y más particularmente aun, una doctrina puritana. Donde sea que los principios fundamentales de la doctrina reformada hayan ido, esta ha ido con ellos, pero sólo se ha expresado con todas sus letras entre las iglesias reformadas; y entre ellas, sólo en donde lo que nos hemos acostumbrado a llamar “la Segunda Reforma” ha profundizado la vida espiritual de las iglesias y ha dejado al cristiano atónito con una especial intensidad de la gracia de Dios como la única fuente de su salvación de los bienes para esta vida y para la venidera. De hecho, es posible ser más precisos aun. La doctrina de la obra del Espíritu Santo es un regalo de Juan Calvino a la Iglesia de Cristo. Por supuesto que él no la inventó. El todo de ella se encuentra esparcido por las páginas de la Escritura con tal claridad y denuedo que uno podría estar seguro de que incluso aquel que hojeó la Escritura lo vio; y tan ciertamente como lo vio, así también ha alimentado el alma del verdadero creyente en todas las épocas. Hay destellos de su entendimiento repartidos por toda la literatura cristiana, y en particular los gérmenes de la doctrina se encuentran por en todas las páginas de Agustín. Lutero no falló en aferrarse a ellos; Zwinglio muestra una y otra vez que su mente rebosaba de ellos; pues estos constituyeron, en verdad, una de las bases del movimiento reformador o, más bien, fueron lo que le dieron el aliento de vida. Pero fue Calvino el que le dio por primera vez una expresión sistemática o adecuada, y es a través de él y desde él que estos principios han llegado a ser una segura posesión de la Iglesia de Cristo. No existe fenómeno más sorprendente en la historia doctrinal que el de las contribuciones hechas por Calvino al desarrollo de la doctrina cristiana. Actualmente se piensa en él como padre de doctrinas tales como la predestinación y la reprobación, de las cuales fue simplemente un heredero, tomándolas enteramente de las manos de su gran maestro Agustín. Mientras tanto, sus contribuciones realmente personales se olvidan completamente. Estas son del tipo más alto y no pueden ser enumeradas aquí. Pero corresponde a nuestro tema presente notar que primeros en la lista se encuentran tres regalos de sumo valor para el pensamiento y vida de la Iglesia, los cuales por ningún motivo debemos dejar de recordar agradecidamente. Es a Juan Calvino a quien le debemos la amplia concepción de la obra de Cristo expresada en la doctrina de su oficio triple: Profeta, Sacerdote, y Rey; él fue el primero en presentar la obra de Cristo bajo este schema, y desde él ha llegado a ser parte de la propiedad común cristiana. Es a Juan Calvino a quien le debemos la entera concepción de una ciencia de “Ética Cristiana”; él fue el primero en esbozar su idea y desarrollar sus principios y contenidos, y siguió siendo un peculium para sus seguidores por un siglo. Y es a Juan Calvino a quien le debemos la primera formulación de la doctrina de la obra del Espíritu Santo; él mismo le dio un lugar muy importante, desarrollándola especialmente en los amplias ramas de la “Gracia Común,” “Regeneración,” y del “Testimonio del Espíritu”; y es, como hemos visto, sólo entre sus descendientes espirituales que al día de hoy ha recibido atención adecuada en las iglesias. Debemos cuidarnos, por supuesto, de exagerar en el asunto; los hechos en sí, presentados sin pausar en los detalles oscuros, suenan como una exageración.  Pero es simplemente cierto que estos grandes temas recibieron su primera formulación por manos de Juan Calvino; y de él la Iglesia los ha derivado y a él le debe las gracias por ellos.
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Y si nos detenemos a pensar por qué la formulación de la doctrina de la obra del Espíritu esperó hasta la Reforma y hasta Calvino, y por qué el desarrollo avanzado de los detalles de esta doctrina y su enriquecimiento por medio del estudio profundo de mentes cristianas y la meditación de corazones cristianos llegó sólo de Calvino a los puritanos, y de los puritanos a sus descendientes espirituales como los maestros de la era disruptiva de la Iglesia Libre y los contendientes holandeses de los tesoros de la religión reformada de nuestros propios días, las razones son fáciles de encontrar. En primer lugar, hay un orden regular en la adquisición de la verdad doctrinal, inherente en la naturaleza del caso, la cual, por lo tanto, la Iglesia estuvo obligada a seguir en su comprensión gradual del depósito de verdad dado a ella en las Escrituras; y en virtud de esto, la Iglesia no podía comenzar la tarea de asimilar y formular la doctrina de la obra del Espíritu hasta que los cimientos estuviesen afirmados en un claro entendimiento de otras doctrinas aun más fundamentales. Y hay, en segundo lugar, ciertas formas de construcción doctrinal que no dejan espacio, o quizás sólo un espacio exiguo, para la obra del Espíritu Santo personal en el corazón; y en presencia de estas construcciones, esta doctrina, incluso en donde es entendida y reconocida en parte, languidece y queda fuera del interés de los hombres. La operación de la última causa pospuso el desarrollo de la doctrina de la obra del Espíritu hasta que el camino estuvo preparado para ello; y esta preparación se completó sólo en la Reforma. La operación de la segunda se ha retrasado en donde no sido capaz de superar la asimilación propia de la doctrina en muchas partes de la Iglesia, hasta hoy.
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Para ser más específicos, el desarrollo del sistema doctrinal del cristianismo en la comprensión de la Iglesia ha seguido—como debería haberlo hecho en teoría—un curso regular y lógico. Primero, la atención fue absorbida en la contemplación de los elementos objetivos del depósito cristiano y sólo después los elementos subjetivos fueron tomados en consideración más seriamente. Antes que todo, fue la doctrina cristiana de Dios que se forzó a sí misma hacia la atención de los hombres, y no fue sino hasta que la doctrina de la Trinidad había sido exhaustivamente asimilada que la atención fue atraída vigorosamente hacia la doctrina cristiana del Dios-hombre; y nuevamente, no fue sino hasta que la doctrina de la Persona de Cristo fue exhaustivamente asimilada que la atención fue atraída emotivamente a la doctrina cristiana del pecado—la necesidad e impotencia del hombre; y solamente después de que eso fue forjado completamente, la atención se pudo enfocar en la provisión objetiva para suplir las necesidades del hombre en la obra de Cristo; y, otra vez, sólo después de eso, hacia la provisión subjetiva para suplir las necesidades del hombre en la obra del Espíritu. Este es el orden lógico del desarrollo, y es verdaderamente el orden en el cual la Iglesia, lentamente y en medio de tropiezos y todo tipo de conflictos—con el mundo y con su propia lentitud para creer todo lo que los profetas han escrito—, se hizo camino hacia toda la verdad revelada a ella en la Palabra. El orden es, debe señalarse, Teología, Cristología, Antropología (Harmatiología), Impetración de Redención, Aplicación de Redención; y en la naturaleza del caso, los temas que caen bajo la rúbrica de la aplicación de la redención no podían ser investigados sólidamente hasta que la base se hubiese fijado para ellas en la asimilación de los temas anteriores. Hemos conectado los grandes nombres de Atanasio y sus dignos sucesores que lucharon en las disputas cristológicas, de Agustín y Anselmo, con las etapas precedentes de este desarrollo. Los líderes de la Reforma fueron llamados a poner la piedra final a la estructura al procesar los hechos referentes a la aplicación de la redención al alma del hombre a través del Espíritu Santo. Algunos elementos de la doctrina del Espíritu están implicados, de hecho, en previas discusiones. Por ejemplo, la deidad y personalidad del Espíritu—toda la doctrina de Su Persona—era una parte de la doctrina de la Trinidad, y por lo tanto esta se transformó en un tema de debate en los primeros siglos, y la literatura de los padres es rica en discusiones acerca de ella. La autoridad de la Escritura era fundamenta a la entera discusión doctrinal, y la doctrina de la inspiración de los profetas y apóstoles por medio del Espíritu fue afirmada, por tanto, desde el principio con mucho énfasis. En la determinación de la necesidad del hombre en la controversia pelagiana, mucho se determinó en cuanto a la “Gracia,”—su necesidad, su proveniencia, su eficacia, su indefectibilidad—, y en esto mucho se anticipó de lo que fue más adelante desarrollado con más orden en la doctrina de la obra interior del Espíritu; y, por ende, hay tanto en Agustín que prefigura la determinación de los tiempos que vinieron después. Pero incluso en Agustín existe una vaguedad e incertidumbre en el tratamiento de estos temas, el cual nos advierte que aunque los hechos relativos al hombre y sus necesidades y los métodos del obrar de Dios en él para la salvación están firmemente entendidos, los mismos hechos relativos a las actividades personales del Espíritu aún esperan su completa asimilación. Otro paso adelante debía darse; la Iglesia tuvo que esperar a Anselmo para fijar finalmente la determinación de la doctrina del la propiciación vicaria; y sólo cuando se dio tiempo para su asimilación, por fin las mentes de los hombres estuvieron capacitadas para dar el paso final. Entonces lutero se levantó para proclamar la justificación por la fe, y Calvino para establecer con su maravilloso balance la doctrina completa de la obra de Espíritu en la aplicación de la salvación al alma. En esta materia, también, hubo que esperar hasta que llegara el tiempo indicado; y cuando el tiempo llegó, los hombres estuvieron listos para la tarea y la Iglesia estuvo lista para su obra. Y aquí encontramos una parte del secreto de la inmensa agitación de la Reforma.
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No obstante, desafortunadamente la Iglesia no estaba igualmente lista en todas partes para dar el nuevo paso en el desarrollo doctrinal. Esto se encontraba, por supuesto, en la naturaleza del caso: pues el desarrollo de la doctrina ocurre naturalmente en una matriz de viejas y endurecidas concepciones parciales, y se hace camino sólo por medio de un conflicto de opiniones. No todos los arrianos desaparecieron inmediatamente después del Concilio de Nicea; por el contrario, parecieron estar destinados a gobernar la iglesia por toda una época. El decreto de Calcedonia no terminó con el debate cristológico ni terminó con todo error al respecto. Hubo restos de pelagianismo que siguieron existiendo luego de Agustín; y de hecho, comenzaron a ganar terreno contra la verdad después del Sínodo de Orange. La construcción de la propiciación por parte de Anselmo sólo pudo entrar en los corazones de los hombres lentamente. Y así, cuando por primera vez Calvino había formulado una doctrina más completa y precisa de la obra del Espíritu, ya existían en el mundo fuerzas antagonistas que se amotinaban en contra de ella, que limitaban su influencia y obstruían su avance en la comprensión de los hombres. En general, se habla de dos fuerzas: por un lado, la tendencia sacerdotal, y por el otro, la tendencia libertaria. La tendencia sacerdotal se encontraba atrincherada en la Iglesia antigua, de la cual los Reformadores fueron excluidos, de hecho, por la fuerza misma de la nueva levadura del individualismo de su vida espiritual. Por lo tanto, tal Iglesia era hermética a la doctrina formulada recientemente acerca de la obra del Espíritu. Para ella, la Iglesia era el depósito de la gracia, los sacramentos su vehiculo indispensable, y su administración estaba en las manos de agentes humanos. Donde sea que fuere este sacramentarianismo, por pequeña que haya sido su medida, tendía a distraer la atención de los hombres en el Espíritu de Dios y a enfocarla en los medios de su obra; y en donde se ha atrincherado, el estudio acerca de la obra del Espíritu ha languidecido en ese lugar. En verdad es fácil decir que el Espíritu está detrás de los sacramentos y que se encuentra operativo en ellos; de hecho, en todos esos casos, los sacramentos tienden a absorber toda la atención, y las explicaciones teóricas de su eficacia vestida de la energía del Espíritu tienden a dejar durmiendo el interés vívido de los hombres. Por el otro lado, la tendencia libertaria fue el nervio del antiguo semi-pelagianismo en el cual el tomismo y el tridentinismo se convirtieron en una forma modificada de la doctrina de la Iglesia de Roma; y pronto comenzó a filtrarse en varias formas y a provocar problemas en las iglesias de la Reforma—primero en la Luterana y luego en la Reformada también. En esto, la voluntad del hombre era el mayor o menor factor decisivo en la recepción subjetiva de la salvación; y según estaba más o menos desarrollada o más o menos completamente aplicada, el interés en la doctrina de la obra subjetiva del Espíritu languidecía, y también en estos círculos las mentes de los hombres fueron distraídas del estudio de la doctrina de la obra del Espíritu y tendieron a enfocarse en la autocracia de la voluntad humana y en su habilidad natural o renovada para obedecer a Dios y buscar y encontrar comunión con Él. Sin duda que aquí también es fácil apuntar a la función que aún se le permite al Espíritu, en por lo menos la mayoría de las construcciones teológicas sobre esta base. Pero el efecto práctico ha seguido a la proporción en que se ha enfatizado la autocracia del hombre en la salvación, y el interés en la obra interna del Espíritu ha dependido de ello. Cuando consideremos la amplia influencia que estas dos tendencias antagonistas han alcanzado en el mundo protestante, dejaremos de preguntarnos el por qué la doctrina de la obra del Espíritu ha recibido tanto rechazo. Y habremos ahorrado mucho tiempo en nuestra búsqueda si nos damos cuenta cómo estos hechos explican el fenómeno ante nosotros: que es completamente cierto que el interés en la doctrina de la obra del Espíritu ha fracasado justamente en aquellas regiones y justamente en aquellas épocas dominadas por el sacramentarismo o por opiniones libertarias; y que es verdad que el compromiso con esta doctrina ha sido intenso sólo a orillas de ese delgado arroyo de vida religiosa y pensamiento del cual el soli Deo gloria, en totalidad de su significado, ha sido el motor fundamental. Teniendo esta clave, se resuelven para nosotros los misterios de la historia de esta doctrina en la Iglesia.
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Por lo tanto, uno de los puntos principales en el libro del Dr. Kuyper se encuentra enraizado en el hecho de que es producto de un gran movimiento religioso en las iglesias holandesas. Este no es el lugar para contar la historia de tal movimiento. Todos lo hemos visto con el mayor interés, desde el surgimiento de las Iglesias Libres hasta la unión a ellas del nuevo elemento de los Doleantie. No necesitamos más pruebas para comprobar que fue un movimiento de profundidad espiritual excepcional; pero si la llegáramos a necesitar, sería suplida desde su mismo corazón por la aparición de este libro. Cuando los hombres se están dedicando a las santas y felices meditaciones en el Espíritu Santo y Su obra, es seguro decir que se están plantando los cimientos de una verdadera vida espiritual, y que se está levantando la estructura de una rica vida espiritual. El mero hecho de que un libro de este carácter se ofrezca a sí mismo como uno de los productos de este movimiento, nos hace sentirnos atraídos—ilumina las esperanzas para el futuro de las iglesias en las cuales ha nacido. Sólo una Iglesia con una mente espiritual es capaz de proveer el terreno en el cual puede crecer una literatura del Espíritu. Algunos extrañarán en el libro lo que ellos llaman carácter “científico”; <ref>  Así, por ejemplo, Beversluis, op. cit. se refiere al voluminoso libro del Dr. Kuyper diciendo que “no tiene valor científico,” aunque en realidad está lleno de finos pasajes y trata el asunto en todos sus aspectos.</ref> ciertamente no le hace falta ninguna exactitud científica en su concepción, y si pareciera necesitar alguna forma “científica,” ciertamente tiene una cualidad mejor que cualquier forma “científica” podría darle—es un libro religioso. Es el producto de un corazón religioso, y conduce al lector a una contemplación religiosa de los grandiosos hechos del obrar del Espíritu. Que traiga a todos aquellos, en cuyas manos se hace camino en el fresco vehículo de un nuevo lenguaje, un permanente y feliz sentimiento de reposo en Dios el Espíritu Santo y sobre Él, el Autor y Señor de toda vida, a quien desde el corazón de nuestros corazones oramos:
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<blockquote>“Veni, Creator Spiritus,<br>
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Spiritus recreator,<br>
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Tu deus, tu datus coelitus,<br>
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Tu donum, tu donator."<br><br>
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Princeton Theological Seminary,<br>
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23 de abril de 1900.</blockquote>
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'''Notas'''
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<references />

Revisión de 15:47 22 mar 2010

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English: The Work of the Holy Spirit/Introductory Note

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Por Benjamin B. Warfield sobre Espíritu Santo
Capítulo 3 del Libro La Obra del Espíritu Santo

Traducción por Glorified Word Project


Afortunadamente, ya no es necesario presentar formalmente al Dr. Kuyper al público religioso de Norteamérica. Muchos de sus destacados ensayos han aparecido en nuestros periódicos en los últimos años. Estos han llevado títulos tales como “Calvinism in Art,” “Calvinism the Source and Pledge of Our Constitutional Liberties,” “Calvinism and Confessional Revision,” “The Obliteration of Boundaries,” y “The Antithesis between Symbolism and Revelation”; y han aparecido en las páginas de publicaciones como Christian Thought, Bibliotheca Sacra, The Presbyterian and Reformed Review—no sin deleitar, por seguro, a sus lectores con la amplitud de su tratamiento y con la alta y penetrante calidad de su pensamiento. En el último año, las columnas de The Christian Intelligencer han sido adornadas de vez en cuando con ejemplos de las prácticas exposiciones del Dr. Kuyper de la verdad de la Escritura; y de vez en vez ha aparecido una breve pero iluminadora discusión acerca de un tema contingente en las columnas de The Independent. El apetito despertado por esta degustación de buena calidad ha sido satisfecho parcialmente por la publicación en inglés de dos tratados extendidos de su autoría—uno que discute de manera singularmente profunda los principios de “The Encyclopedia of Sacred Theology” (Charles Scribner’s Sons, 1898), y otro exponiendo con máxima envergadura y contundencia los principios fundamentales de “Calvinism” (The Fleming H. Revell Company, 1899). El volumen posterior consiste de cátedras presentadas en “The L. P. Stone Foundation,” en Princeton Theological Seminary en el otoño de 1898. La visita del Dr. Kuyper a Estados Unidos en esta ocasión lo reunió con muchos amantes de las ideas elevadas, y ha dejado la sensación de una relación personal con él en las mentes de los muchos que tuvieron la suerte de conocerle o de oír su voz en aquel momento. Para nosotros ya es imposible ver al Dr. Kuyper como un extraño, como alguien que necesita una presentación para que lo notemos con agrado la próxima vez que se presente ante nosotros; por el contrario, ahora lo vemos como uno de nuestros propios profetas, a cuyo mensaje tenemos cierto derecho, y a cuyo nuevo libro recibimos de su mano como el regalo de un querido amigo, cargado con una sensación de cuidado por nuestro bienestar. El libro que ahora se le ofrece al público norteamericano no llega a nuestras manos recién salido del horno. Ya ha estado al alcance de la audiencia danesa por más de una década (fue publicado en 1888). No obstante, el Dr. Kuyper ha llegado a ser parte de nosotros sólo recientemente, y la publicación de su libro en inglés, esperamos, es sólo otro paso en el proceso que hará gradualmente nuestro todo su mensaje.

Ciertamente nadie avanzará por las páginas de este volumen—ni mucho menos, como nuestros amigos judíos dirían, “se hundirá en el libro”—sin darse cuenta de que es un regalo de alto valor que viene a nosotros de mano de nuestro nuevo maestro. Como se notará a primera vista, es un tratado exhaustivo acerca de la Obra del Espíritu Santo—un tema mucho más elevado que muchos de los que puedan ocupar a la mente del hombre cristiano, y aún así, un tema en el cual los tratados realmente exhaustivos son comparativamente escasos. Es fácil, ciertamente, exagerar la relevancia del hecho último. Por supuesto, nunca existió el tiempo en el cual los cristianos dejaron de confesar su fe en el Espíritu Santo; y nunca existió el tiempo en el cual no se hablaron unos a otros acerca de la obra del Bendito Espíritu, el Ejecutor de la Divinidad, no sólo en la creación y en la sustentación de los mundos y en la inspiración de los profetas y apóstoles, sino también en la regeneración y santificación del alma. Ni tampoco ha existido el momento en el que, al realizar la tarea de darse cuenta mentalmente de los tesoros de verdad que se han encargado en la revelación de la Escritura, la Iglesia no se haya dedicado a la investigación de los misterios de la Persona y la obra del Espíritu Santo; y en especial, nunca ha habido un momento desde ese majestuoso avivamiento de la religión que llamamos Reforma en el que la obra entera del Espíritu en la aplicación de la redención consumada por Cristo no haya sido un tema digno del estudio dedicado y apasionado por parte de hombres cristianos. De hecho, muy pocos tratados exhaustivos acerca de la obra del Espíritu han sido escritos en parte por causa de la misma intensidad del estudio enfocado en las actividades salvíficas del Espíritu. El asunto ha parecido tan inmenso, sus ramificaciones tan extensas, que pocos han tenido el valor de tomarlo como un todo. Los dogmáticos, ciertamente, se han sentido empujados a presentar el rango entero del asunto en el lugar que le corresponde dentro de sus sistemas completos. Sin embargo, cuando tales monografías llegaron a ser escritas, la tendido a concentrarse en un segmento particular del gran círculo; y así hemos tenido tratados acerca de, por ejemplo, la regeneración, la justificación, la santificación, o de la unción del Espíritu; o de la intercesión del Espíritu, o del sellado del Espíritu, pero no de la obra del Espíritu como un todo. Sería un gran error pensar que la doctrina del Espíritu Santo ha sido rechazada meramente porque haya sido presentada preferentemente bajo sus distintas rúbricas o partes en vez de en su totalidad. La facilidad de caer en tal error ha sido ilustrada por ciertas críticas que recientemente se le han hecho a la Confesión de Fe de Westminster—la cual es (como todo puritano estaba seguro de serlo) un tratado acerca de la obra del Espíritu—pues se le ha considerado deficiente por el hecho de no contar con un capítulo específicamente dedicado al “Espíritu Santo y Su Obra.” La única razón por la cual no le da un capítulo específico a este asunto es porque prefiere darle nueve capítulos; y cuando se hizo el intento de suplir esa supuesta omisión, se demostró que lo único que fue posible hacer fue presentar en el nuevo capítulo propuesto un escuálido resumen de los contenidos de esos nueve capítulos. De hecho, habría sido más plausible decir que, comparativamente, la Confesión de Westminster dejaba de lado la obra de Cristo, o incluso la obra de Dios Padre. De la misma manera, la falta de un gran número de tratados exhaustivos en nuestra literatura acerca de la obra del Espíritu Santo se debe en parte a la riqueza de nuestra literatura en tratados sobre porciones separadas de tal obra. Por tanto, la relevancia del libro del Dr. Kuyper viene dada sólo en parte por el hecho de que él ha tenido el valor para enfrentar y los dones para cumplir exitosamente la tarea que pocos se han atrevido a tomar sobre sí por miedo o por capacidades. Y es de no poca ganancia el ser capaz de observar el campo completo de la obra del Espíritu Santo en su unidad orgánica bajo la guía de tan fértil, sistemática y práctica mente. Si no lo podemos ver como algo nuevo, ni decir que es la única obra de este tipo desde Owen, por lo menos podemos que reúne el material acerca de este gran tema con un genio sistemático que es único, y que lo presenta con un entendimiento incisivo de su significado y con una compresión riquísima de sus relaciones que son excesivamente iluminadores.

Se debe observar, sin embargo, que no hemos dicho sin reservas que la rareza comparativa de los tratados exhaustivos acerca de la obra del Espíritu Santo como la del Dr. Kuyper de deba simplemente a la grandeza y dificultad de la tarea. Hemos sido cuidadosos en decir que se debe a esto sólo en parte. A decir verdad, es sólo en los círculos a los cuales se presenta esta traducción en inglés que se puede aplicar este comentario. Para los cristianos reformados angloparlantes es un gozo ser los herederos de lo que debe llamar, justamente y con toda libertad, una gran obra literaria sobre este tema; se podría decir incluso, con algo de razón, que la peculiaridad de su labor teológica se debe a la diligencia de su estudio de este locus. Se debe recordar que es el gran “Discurso acerca del Espíritu Santo” de John Owen al que el Dr. Kuyper se refiere como tratado normativo, hasta ahora, en cuanto al tema. Pero el libro de John Owen no fue el único en su tiempo ni generación; más bien, fue una obra sintomática del engrosamiento del pensamiento teológico del círculo en el cual Owen fue de gran valor para la investigación de este asunto. El tratado de Thomas Goodwin “La Obra del Espíritu Santo en Nuestra Salvación” bien merece un lugar a su lado, y es simplemente la verdad decir que el pensamiento puritano se ocupaba casi enteramente al amante estudio de la obra del Espíritu Santo, y que tuvo su más alta expresión en las exposiciones dogmático-prácticas de los muchos aspectos de ella—de los cuales tratados tales como aquellos de Charnock y Swinnerton acerca de la regeneración son sólo los ejemplos más conocidos dentro de una multitud que han sido olvidados en el curso de los años. De hecho, este tema siguió siendo el eje de la teologización de los Inconformistas ingleses por ciento cincuenta años. Tampoco ha perdido su posición central en las mentes de aquellos que tienen el derecho a ser considerados los sucesores de los puritanos. Ha habido decaimiento en algunos cuarteles, ciertamente, en cuanto al entendimiento y precisión teológica en la presentación del tema; pero es posible que un número mayor de tratados prácticos sobre un elemento u otro de la doctrina del Espíritu siga siendo publicado anualmente por la imprenta inglesa más que en cualquier otra rama del estudio teológico. Entre estos, libros tales como “The Ministry of the Spirit” del Dr. A. J. Gordon, “Through the Eternal Spirit” del Dr. J. E. Cumming, “Veni Creator” del Rector H. C. G. Moule, “Vox Dei” del Dr. Redford, “The Holy Spirit, the Paraclete” del Dr. Robson, “The Gifts of the Holy Spirit” del Dr. Vaughan—por nombrar sólo algunos de los libros más recientes—alcanzan un alto nivel de claridad teológica y poder espiritual; mientras que, si se nos permite volver sólo unos pocos años, podemos encontrar “The Office and Work of the Holy Spirit” del Dr. James Buchanan, y en “The Doctrine of the Holy Spirit” del Dr. George Smeaton dos tratados ocupando todo el terreno—el primero con un espíritu más práctico, mientras que el segundo con uno más didáctico—de una manera digna de las mejores tradiciones de nuestros padres puritanos. Por tanto, siempre ha habido un fluir abundante de literatura acerca de la obra del Espíritu Santo entre las iglesias angloparlantes, por lo que el libro del Dr. Kuyper no aparece como algo completamente nuevo, sino como una presentación especialmente pensada y ejecutada con fineza acerca de un tema en el cual todos estamos meditando.

Pero no es el mismo caso para las todas partes del mundo cristiano. Si levantamos nuestros ojos desde nuestra condición especial y los hacemos ver la Iglesia panorámicamente, el espectáculo con el que se encuentran es muy diferente. A medida que ponemos la mirada en la historia de la Iglesia hacia el pasado, descubrimos que el tema de la obra del Espíritu Santo fue uno que emergió tardíamente en realidad como explícita materia de estudio entre hombres cristianos. Cuando ponemos los ojos sobre la toda la extensión de la iglesia moderna, descubrimos que es un tema que atrae con muy poca fuerza a grandes sectores de la iglesia. De hecho, la pobreza de la teología continental en este locus, después de todo lo que se ha dicho y hecho, es deprimente. Existen uno o dos libritos franceses, por E. Guers y G. Tophel, y un par de estudios formales de la doctrina neotestamentaria del Espíritu por los escritores holandeses Stemler y Thoden Van Velzen, pedidos por la Sociedad Hague—y con eso tenemos ante nosotros a casi toda la lista de los viejos libros de nuestro siglo que pretenden cubrir toda el área. Tampoco se ha hecho mucho recientemente para suplir tal deficiencia. Ciertamente, la grandiosa actividad teológica alemana del último tiempo no ha sido capaz de ignorar por completo un tema importante, y por lo tanto sus eruditos nos han dado unos cuantos estudios científicos de secciones de material bíblico. De estos, los dos más relevantes aparecieron, de hecho, el mismo año que el libro del Dr. Kuyper—“Der heilige Geist in des Heilsverkündigung des Paulus” de Gloel, y “Die Wirkungen des heiligen Geistes nach d. populär. Anschauung der apostolischen Zeit and der Lehre d. A. Paulus” (2da ed.; 1899) de Gunkel; estos han sido seguidos en el mismo espíritu por Weienel en una obra llamada “Die Wirkungen des Geistes und der Geister im nachapostolischen Zeitalter" (1899); mientras que, un poco antes, el teólogo holandés Beversluis produjo un estudio más exhaustivo, "De Heilige Geest en zijne werkingen volgens de Schriften des Nieuwen Verbonds" (1896). No obstante, su investigación del material bíblico no solamente es muy formal, sino que también está dominada por imperfectas presuposiciones teológicas tales, que con mucha suerte la investigación podría ayudar al estudiante a dar un paso adelante. Algo mejor respecto a esto ha aparecido muy recientemente en libros tales como "Der heilige Geist und sein Wirken am einzelnen Menschen, mit besonderer Beziehung auf Luther" (1890, 12mo, pp. 228) de Th. Meinhold; "Pneumatologie, oder die Lehre von der Person des reiligen Geistes" (1894, 8vo, pp. 368) de W. Kölling; "Die biblische Lehre vom heiligen Geiste" (1899, 8vo, pp. 307) de Karl von Lechler; y "Geschichte von der Lehre vom heiligen Geiste" (1899, 8vo, pp. 376) K. F. Nösgen—los cuales, se espera, sean el principio de un cuerpo variado de obras de eruditos alemanes, desde las cuales, después de un tiempo, surjan algunos exhaustivos y amplios tratados acerca del tema, tales como el que el Dr. Kuyper le ha dado a nuestros hermanos holandeses y del cual ahora tenemos una traducción en inglés. Pero ninguno de ellos provee el tratado deseado, y es relevante que ninguno siquiera profesa hacerlo. Incluso en donde el tratamiento es realmente temático, el autor es cuidadoso al dejar en claro que el propósito de su obra no es entregar un panorama compacto y sistemático del asunto—y esto lo hace incluyendo en el título algo como “una perspectiva histórica” o “exegética.”

De hecho, sólo en una instancia en toda la historia de la literatura teológica alemana—o podríamos decir, antes del Dr. Kuyper, en toda la historia de la literatura teológica continental—alguien ha tenido el valor o sentido el impulso de enfrentar la tarea que el Dr. Kuyper ha completado de manera tan admirable. Nos referimos, por supuesto, a la grandiosa obra acerca de "Die Lehre vom heiligen Geiste,” escrita por ese gigante teológico, K. A. Kahnis, pero de la cual sólo fue publicada la primera parte—un delgado volumen de trescientas cincuenta y seis páginas en 1847. Indudablemente esto fue sintomático del estado anímico en Alemania en cuanto al tema, pues Kahnis, en su larga vida de búsquedas teológicas, nunca tuvo el tiempo ni el ánimo de completar su libro. Y, de hecho, en los círculos teológicos del tiempo, el libro causó un poco de risa: “¿Quién sería capaz de dedicar tanto tiempo y trabajo a este tema y esperar a que otros tuvieran el tiempo y la energía para leerlo?” decían. Se nos cuenta que un conocido teólogo, refiriéndose sarcásticamente a la obra, dijo que si las cosas se llevaran a cabo a tal escala, nadie podría esperar vivir los años suficientes como para leer la literatura acerca del tema; y se dice también que palabras similares fueron pronunciadas por C. Hase en el prefacio a la quinta edición de su “Dogmática,” aunque sin mencionar nombres, teniendo en mente el libro de Kahnis.[1] La importancia del intento único y sin éxito de Kahnis por darle al protestantismo alemán un tratado digno acerca de la doctrina del Espíritu Santo es tan grande que se nos recompensará si fijamos bien en nuestras mentes los hechos respecto a él. Y con este fin citamos el siguiente reporte de la introducción a la obra de Von Lechler que acabamos de mencionar (p. 22 sqq.)

“Debemos indicar, en conclusión, otra circunstancia en la historia de nuestra doctrina, la cual es a su manera tan relevante para la actitud de la ciencia del tiempo presente hacia este tema, como lo fue el silencio del primer Concilio Ecuménico en cuanto a esto para el final de la primera época teológica. Esta es, la extraordinaria pobreza de monografías acerca del Espíritu Santo. Aunque hay algunos estudios, y en algunos casos importantes estudios acerca del tema, aun así su número es desproporcional a la grandeza y extensión de los problemas. Sin duda alguna, no deberíamos errar al asumir que el interés vital en una cuestión científica se expresará no meramente en exhaustivos manuales y compendios enciclopédicos—de los cuales los últimos están especialmente obligados a ver la totalidad de la lista de temas tratados—sino por necesidad en aquellas investigaciones independientes, en las cuales especialmente el fresco vigor de la juventud está acostumbrado a probar su utilidad para estudios mayores. ¡De cuán grande lacuna tendríamos que lamentarnos en otras ramas de la ciencia teológica si un rico desarrollo de literatura monográfica no se desplegara al lado de los compendios, abriendo nuevos caminos aquí y allá, instalando cimientos más profundos, supliendo material valioso para la completitud constructiva o decorativa de la estructura científica! No obstante, todo esto, en la instancia presente, apenas ha comenzado. El único tratado que ha sido proyectado sobre una profunda y amplia base de investigación—el “Lehre vom heiligen Geiste” de K. A. Kahmis (entonces en Breslau), 1847—quedó en pausa luego de su primera parte. Este celebrado teólogo, quien ciertamente poseía de manera sorprendente las cualidades que lo capacitaban para preparar el camino en el estudio de este tema tan desconocido y tan poco dignamente estudiado, se había propuesto la meta de investigar este, como el mismo lo llamaba, ‘extraordinariamente ignorado’ tema, en su aspecto bíblico, eclesiástico, histórico y dogmático, todo en conjunto. La historia de su libro es muy instructiva y sugerente con respecto al tema en sí. Kahmis encontró que el tema, a medida que lo veía más de cerca, era uno complicado en un grado muy especial, principalmente por la multiplicidad de su concepción. En un principio sus resultados eran cada vez más negativos. Una controversia con los ‘amigos de la luz’ de su tiempo le ayudó a avanzar. Testium nubes magis juvant, quam luciferorum virorum importuna lumina. Pero Dios, dice, le guió a una mayor claridad: la doctrina de la Iglesia le aprobó. Sin embargo, no era su propósito establecer la doctrina bíblica en todos sus puntos, sino sólo exhibir el lugar que el Espíritu Santo ocupa en el desarrollo de la Palabra de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento. Vino sobre él un sentimiento de que estábamos en la víspera de un nuevo derramamiento del Espíritu. Pero el anhelado amanecer, dice, aún se hacía esperar. Su amplia investigación, más allá de su asunto especial, del domino completo de la ciencia en la vida corporativa de la Iglesia es característica no menos del asunto que del hombre. No obstante, no se le concedió ver el deseado derramamiento sobre los pastos secos. Su ‘cimiento’ exegético (caps. i-iii.) anda sobre los viejos rieles. Ya que esencialmente compartía el punto de vista subjetivo de Schleiermacher y le dejaba la decisión final en la determinación de las concepciones a la filosofía, a pesar de sus notables destellos de entendimiento de las Escrituras, se mantuvo pegado al modo ético-intelectualista de concebir al Espíritu Santo, aunque haya estado acompañado por muchos intentos de ir más allá de Schleiermacher, mas sin alcanzar una concepción unitaria y sin ningún esfuerzo por solucionar bíblicamente la alarmante cuestión de la personalidad o impersonalidad del Espíritu. El cuarto capítulo hace una comparación entre el Espíritu del cristianismo y el del paganismo. El segundo libro trata primero de la relación de la Iglesia con el Espíritu Santo en general, y luego entra en la historia del desarrollo de la doctrina, pero sólo en los primeros padres, y luego termina con un recuento de la escuálida cosecha que la primera época le dio a las siguientes, en las cuales tuvo lugar el desarrollo más rico de la doctrina. Aquí cierra el libro. . . .” [2]

Así, el único digno intento que la teología alemana ha hecho por producir un tratado exhaustivo acerca de la obra del Espíritu Santo sigue siendo un torso ignorado aun hoy.

Si reuniéramos los hechos en los cuales hemos puesto nuestra atención un tanto desganadamente para formular una tesis, nos encontraríamos obligados a reconocer que la doctrina del Espíritu Santo fue traída a la consciencia explícita de la Iglesia sólo lentamente, y que aun hoy sólo se ha aferrado firmemente a la mente y a la consciencia de una pequeña parte de la Iglesia. Para ser más específicos, deberíamos notar que la Iglesia primitiva se dedicó a la investigación dentro de los límites de este locus de sólo la doctrina de la persona del Espíritu Santo—Su deidad y personalidad—y de su función como inspirador de los profetas y apóstoles, mientras que toda la doctrina y obra del Espíritu en su totalidad es un regalo que la Iglesia recibió de manos de la Reforma; [3] y deberíamos agregar que desde su formulación por medio de los reformadores, esta doctrina ha plantado una raíz más profunda y entregado su entero fruto sólo en las iglesias reformadas, y entre ellas en exacta proporción a la lealtad de su adherencia a los principios fundamentales de la teología reformada, y a las riquezas del desarrollo de estos. Dicho de manera más aguda, esto es igual a decir que la desarrollada doctrina de la obra del Espíritu Santo es una doctrina exclusivamente de la Reforma, y particularmente una doctrina reformada, y más particularmente aun, una doctrina puritana. Donde sea que los principios fundamentales de la doctrina reformada hayan ido, esta ha ido con ellos, pero sólo se ha expresado con todas sus letras entre las iglesias reformadas; y entre ellas, sólo en donde lo que nos hemos acostumbrado a llamar “la Segunda Reforma” ha profundizado la vida espiritual de las iglesias y ha dejado al cristiano atónito con una especial intensidad de la gracia de Dios como la única fuente de su salvación de los bienes para esta vida y para la venidera. De hecho, es posible ser más precisos aun. La doctrina de la obra del Espíritu Santo es un regalo de Juan Calvino a la Iglesia de Cristo. Por supuesto que él no la inventó. El todo de ella se encuentra esparcido por las páginas de la Escritura con tal claridad y denuedo que uno podría estar seguro de que incluso aquel que hojeó la Escritura lo vio; y tan ciertamente como lo vio, así también ha alimentado el alma del verdadero creyente en todas las épocas. Hay destellos de su entendimiento repartidos por toda la literatura cristiana, y en particular los gérmenes de la doctrina se encuentran por en todas las páginas de Agustín. Lutero no falló en aferrarse a ellos; Zwinglio muestra una y otra vez que su mente rebosaba de ellos; pues estos constituyeron, en verdad, una de las bases del movimiento reformador o, más bien, fueron lo que le dieron el aliento de vida. Pero fue Calvino el que le dio por primera vez una expresión sistemática o adecuada, y es a través de él y desde él que estos principios han llegado a ser una segura posesión de la Iglesia de Cristo. No existe fenómeno más sorprendente en la historia doctrinal que el de las contribuciones hechas por Calvino al desarrollo de la doctrina cristiana. Actualmente se piensa en él como padre de doctrinas tales como la predestinación y la reprobación, de las cuales fue simplemente un heredero, tomándolas enteramente de las manos de su gran maestro Agustín. Mientras tanto, sus contribuciones realmente personales se olvidan completamente. Estas son del tipo más alto y no pueden ser enumeradas aquí. Pero corresponde a nuestro tema presente notar que primeros en la lista se encuentran tres regalos de sumo valor para el pensamiento y vida de la Iglesia, los cuales por ningún motivo debemos dejar de recordar agradecidamente. Es a Juan Calvino a quien le debemos la amplia concepción de la obra de Cristo expresada en la doctrina de su oficio triple: Profeta, Sacerdote, y Rey; él fue el primero en presentar la obra de Cristo bajo este schema, y desde él ha llegado a ser parte de la propiedad común cristiana. Es a Juan Calvino a quien le debemos la entera concepción de una ciencia de “Ética Cristiana”; él fue el primero en esbozar su idea y desarrollar sus principios y contenidos, y siguió siendo un peculium para sus seguidores por un siglo. Y es a Juan Calvino a quien le debemos la primera formulación de la doctrina de la obra del Espíritu Santo; él mismo le dio un lugar muy importante, desarrollándola especialmente en los amplias ramas de la “Gracia Común,” “Regeneración,” y del “Testimonio del Espíritu”; y es, como hemos visto, sólo entre sus descendientes espirituales que al día de hoy ha recibido atención adecuada en las iglesias. Debemos cuidarnos, por supuesto, de exagerar en el asunto; los hechos en sí, presentados sin pausar en los detalles oscuros, suenan como una exageración. Pero es simplemente cierto que estos grandes temas recibieron su primera formulación por manos de Juan Calvino; y de él la Iglesia los ha derivado y a él le debe las gracias por ellos.

Y si nos detenemos a pensar por qué la formulación de la doctrina de la obra del Espíritu esperó hasta la Reforma y hasta Calvino, y por qué el desarrollo avanzado de los detalles de esta doctrina y su enriquecimiento por medio del estudio profundo de mentes cristianas y la meditación de corazones cristianos llegó sólo de Calvino a los puritanos, y de los puritanos a sus descendientes espirituales como los maestros de la era disruptiva de la Iglesia Libre y los contendientes holandeses de los tesoros de la religión reformada de nuestros propios días, las razones son fáciles de encontrar. En primer lugar, hay un orden regular en la adquisición de la verdad doctrinal, inherente en la naturaleza del caso, la cual, por lo tanto, la Iglesia estuvo obligada a seguir en su comprensión gradual del depósito de verdad dado a ella en las Escrituras; y en virtud de esto, la Iglesia no podía comenzar la tarea de asimilar y formular la doctrina de la obra del Espíritu hasta que los cimientos estuviesen afirmados en un claro entendimiento de otras doctrinas aun más fundamentales. Y hay, en segundo lugar, ciertas formas de construcción doctrinal que no dejan espacio, o quizás sólo un espacio exiguo, para la obra del Espíritu Santo personal en el corazón; y en presencia de estas construcciones, esta doctrina, incluso en donde es entendida y reconocida en parte, languidece y queda fuera del interés de los hombres. La operación de la última causa pospuso el desarrollo de la doctrina de la obra del Espíritu hasta que el camino estuvo preparado para ello; y esta preparación se completó sólo en la Reforma. La operación de la segunda se ha retrasado en donde no sido capaz de superar la asimilación propia de la doctrina en muchas partes de la Iglesia, hasta hoy.

Para ser más específicos, el desarrollo del sistema doctrinal del cristianismo en la comprensión de la Iglesia ha seguido—como debería haberlo hecho en teoría—un curso regular y lógico. Primero, la atención fue absorbida en la contemplación de los elementos objetivos del depósito cristiano y sólo después los elementos subjetivos fueron tomados en consideración más seriamente. Antes que todo, fue la doctrina cristiana de Dios que se forzó a sí misma hacia la atención de los hombres, y no fue sino hasta que la doctrina de la Trinidad había sido exhaustivamente asimilada que la atención fue atraída vigorosamente hacia la doctrina cristiana del Dios-hombre; y nuevamente, no fue sino hasta que la doctrina de la Persona de Cristo fue exhaustivamente asimilada que la atención fue atraída emotivamente a la doctrina cristiana del pecado—la necesidad e impotencia del hombre; y solamente después de que eso fue forjado completamente, la atención se pudo enfocar en la provisión objetiva para suplir las necesidades del hombre en la obra de Cristo; y, otra vez, sólo después de eso, hacia la provisión subjetiva para suplir las necesidades del hombre en la obra del Espíritu. Este es el orden lógico del desarrollo, y es verdaderamente el orden en el cual la Iglesia, lentamente y en medio de tropiezos y todo tipo de conflictos—con el mundo y con su propia lentitud para creer todo lo que los profetas han escrito—, se hizo camino hacia toda la verdad revelada a ella en la Palabra. El orden es, debe señalarse, Teología, Cristología, Antropología (Harmatiología), Impetración de Redención, Aplicación de Redención; y en la naturaleza del caso, los temas que caen bajo la rúbrica de la aplicación de la redención no podían ser investigados sólidamente hasta que la base se hubiese fijado para ellas en la asimilación de los temas anteriores. Hemos conectado los grandes nombres de Atanasio y sus dignos sucesores que lucharon en las disputas cristológicas, de Agustín y Anselmo, con las etapas precedentes de este desarrollo. Los líderes de la Reforma fueron llamados a poner la piedra final a la estructura al procesar los hechos referentes a la aplicación de la redención al alma del hombre a través del Espíritu Santo. Algunos elementos de la doctrina del Espíritu están implicados, de hecho, en previas discusiones. Por ejemplo, la deidad y personalidad del Espíritu—toda la doctrina de Su Persona—era una parte de la doctrina de la Trinidad, y por lo tanto esta se transformó en un tema de debate en los primeros siglos, y la literatura de los padres es rica en discusiones acerca de ella. La autoridad de la Escritura era fundamenta a la entera discusión doctrinal, y la doctrina de la inspiración de los profetas y apóstoles por medio del Espíritu fue afirmada, por tanto, desde el principio con mucho énfasis. En la determinación de la necesidad del hombre en la controversia pelagiana, mucho se determinó en cuanto a la “Gracia,”—su necesidad, su proveniencia, su eficacia, su indefectibilidad—, y en esto mucho se anticipó de lo que fue más adelante desarrollado con más orden en la doctrina de la obra interior del Espíritu; y, por ende, hay tanto en Agustín que prefigura la determinación de los tiempos que vinieron después. Pero incluso en Agustín existe una vaguedad e incertidumbre en el tratamiento de estos temas, el cual nos advierte que aunque los hechos relativos al hombre y sus necesidades y los métodos del obrar de Dios en él para la salvación están firmemente entendidos, los mismos hechos relativos a las actividades personales del Espíritu aún esperan su completa asimilación. Otro paso adelante debía darse; la Iglesia tuvo que esperar a Anselmo para fijar finalmente la determinación de la doctrina del la propiciación vicaria; y sólo cuando se dio tiempo para su asimilación, por fin las mentes de los hombres estuvieron capacitadas para dar el paso final. Entonces lutero se levantó para proclamar la justificación por la fe, y Calvino para establecer con su maravilloso balance la doctrina completa de la obra de Espíritu en la aplicación de la salvación al alma. En esta materia, también, hubo que esperar hasta que llegara el tiempo indicado; y cuando el tiempo llegó, los hombres estuvieron listos para la tarea y la Iglesia estuvo lista para su obra. Y aquí encontramos una parte del secreto de la inmensa agitación de la Reforma.

No obstante, desafortunadamente la Iglesia no estaba igualmente lista en todas partes para dar el nuevo paso en el desarrollo doctrinal. Esto se encontraba, por supuesto, en la naturaleza del caso: pues el desarrollo de la doctrina ocurre naturalmente en una matriz de viejas y endurecidas concepciones parciales, y se hace camino sólo por medio de un conflicto de opiniones. No todos los arrianos desaparecieron inmediatamente después del Concilio de Nicea; por el contrario, parecieron estar destinados a gobernar la iglesia por toda una época. El decreto de Calcedonia no terminó con el debate cristológico ni terminó con todo error al respecto. Hubo restos de pelagianismo que siguieron existiendo luego de Agustín; y de hecho, comenzaron a ganar terreno contra la verdad después del Sínodo de Orange. La construcción de la propiciación por parte de Anselmo sólo pudo entrar en los corazones de los hombres lentamente. Y así, cuando por primera vez Calvino había formulado una doctrina más completa y precisa de la obra del Espíritu, ya existían en el mundo fuerzas antagonistas que se amotinaban en contra de ella, que limitaban su influencia y obstruían su avance en la comprensión de los hombres. En general, se habla de dos fuerzas: por un lado, la tendencia sacerdotal, y por el otro, la tendencia libertaria. La tendencia sacerdotal se encontraba atrincherada en la Iglesia antigua, de la cual los Reformadores fueron excluidos, de hecho, por la fuerza misma de la nueva levadura del individualismo de su vida espiritual. Por lo tanto, tal Iglesia era hermética a la doctrina formulada recientemente acerca de la obra del Espíritu. Para ella, la Iglesia era el depósito de la gracia, los sacramentos su vehiculo indispensable, y su administración estaba en las manos de agentes humanos. Donde sea que fuere este sacramentarianismo, por pequeña que haya sido su medida, tendía a distraer la atención de los hombres en el Espíritu de Dios y a enfocarla en los medios de su obra; y en donde se ha atrincherado, el estudio acerca de la obra del Espíritu ha languidecido en ese lugar. En verdad es fácil decir que el Espíritu está detrás de los sacramentos y que se encuentra operativo en ellos; de hecho, en todos esos casos, los sacramentos tienden a absorber toda la atención, y las explicaciones teóricas de su eficacia vestida de la energía del Espíritu tienden a dejar durmiendo el interés vívido de los hombres. Por el otro lado, la tendencia libertaria fue el nervio del antiguo semi-pelagianismo en el cual el tomismo y el tridentinismo se convirtieron en una forma modificada de la doctrina de la Iglesia de Roma; y pronto comenzó a filtrarse en varias formas y a provocar problemas en las iglesias de la Reforma—primero en la Luterana y luego en la Reformada también. En esto, la voluntad del hombre era el mayor o menor factor decisivo en la recepción subjetiva de la salvación; y según estaba más o menos desarrollada o más o menos completamente aplicada, el interés en la doctrina de la obra subjetiva del Espíritu languidecía, y también en estos círculos las mentes de los hombres fueron distraídas del estudio de la doctrina de la obra del Espíritu y tendieron a enfocarse en la autocracia de la voluntad humana y en su habilidad natural o renovada para obedecer a Dios y buscar y encontrar comunión con Él. Sin duda que aquí también es fácil apuntar a la función que aún se le permite al Espíritu, en por lo menos la mayoría de las construcciones teológicas sobre esta base. Pero el efecto práctico ha seguido a la proporción en que se ha enfatizado la autocracia del hombre en la salvación, y el interés en la obra interna del Espíritu ha dependido de ello. Cuando consideremos la amplia influencia que estas dos tendencias antagonistas han alcanzado en el mundo protestante, dejaremos de preguntarnos el por qué la doctrina de la obra del Espíritu ha recibido tanto rechazo. Y habremos ahorrado mucho tiempo en nuestra búsqueda si nos damos cuenta cómo estos hechos explican el fenómeno ante nosotros: que es completamente cierto que el interés en la doctrina de la obra del Espíritu ha fracasado justamente en aquellas regiones y justamente en aquellas épocas dominadas por el sacramentarismo o por opiniones libertarias; y que es verdad que el compromiso con esta doctrina ha sido intenso sólo a orillas de ese delgado arroyo de vida religiosa y pensamiento del cual el soli Deo gloria, en totalidad de su significado, ha sido el motor fundamental. Teniendo esta clave, se resuelven para nosotros los misterios de la historia de esta doctrina en la Iglesia.

Por lo tanto, uno de los puntos principales en el libro del Dr. Kuyper se encuentra enraizado en el hecho de que es producto de un gran movimiento religioso en las iglesias holandesas. Este no es el lugar para contar la historia de tal movimiento. Todos lo hemos visto con el mayor interés, desde el surgimiento de las Iglesias Libres hasta la unión a ellas del nuevo elemento de los Doleantie. No necesitamos más pruebas para comprobar que fue un movimiento de profundidad espiritual excepcional; pero si la llegáramos a necesitar, sería suplida desde su mismo corazón por la aparición de este libro. Cuando los hombres se están dedicando a las santas y felices meditaciones en el Espíritu Santo y Su obra, es seguro decir que se están plantando los cimientos de una verdadera vida espiritual, y que se está levantando la estructura de una rica vida espiritual. El mero hecho de que un libro de este carácter se ofrezca a sí mismo como uno de los productos de este movimiento, nos hace sentirnos atraídos—ilumina las esperanzas para el futuro de las iglesias en las cuales ha nacido. Sólo una Iglesia con una mente espiritual es capaz de proveer el terreno en el cual puede crecer una literatura del Espíritu. Algunos extrañarán en el libro lo que ellos llaman carácter “científico”; [4] ciertamente no le hace falta ninguna exactitud científica en su concepción, y si pareciera necesitar alguna forma “científica,” ciertamente tiene una cualidad mejor que cualquier forma “científica” podría darle—es un libro religioso. Es el producto de un corazón religioso, y conduce al lector a una contemplación religiosa de los grandiosos hechos del obrar del Espíritu. Que traiga a todos aquellos, en cuyas manos se hace camino en el fresco vehículo de un nuevo lenguaje, un permanente y feliz sentimiento de reposo en Dios el Espíritu Santo y sobre Él, el Autor y Señor de toda vida, a quien desde el corazón de nuestros corazones oramos:

“Veni, Creator Spiritus,
Spiritus recreator,
Tu deus, tu datus coelitus,
Tu donum, tu donator."

Princeton Theological Seminary,
23 de abril de 1900.


Notas

  1. Ver Holtzmann en el Theolog. Literaturzeitung de 1896, xxv., p. 646.
  2. Comparar con las declaraciones del Dr. Smeaton, op. cit., ed. 2, p. 396.
  3. Para el carácter que hace de la Reforma el punto que separa dos épocas distintas en la historia de esta doctrina cf. También Nösgen, op. cit., p. 2. “Por su desarrollo, es simple decir que sólo la Reforma provee una línea divisoria, y esto se debe meramente a que en ese tiempo la atención se dirigía de manera intensa solamente al modo correcto de aplicación de la salvación. Así, los problemas acerca de la operación especialmente salvífica del Espíritu Santo y de la manera de Su obrar en la congregación de los creyentes se hicieron los temas centrales de discusión, y el tratamiento teológico de esta doctrina se hizo cada vez más importante para la Iglesia de Cristo,” etc.
  4. Así, por ejemplo, Beversluis, op. cit. se refiere al voluminoso libro del Dr. Kuyper diciendo que “no tiene valor científico,” aunque en realidad está lleno de finos pasajes y trata el asunto en todos sus aspectos.

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