Un Reto Concreto para una Oración Concreta
De Libros y Sermones BÃblicos
Por Charles H. Spurgeon
sobre Oración
Una parte de la serie Metropolitan Tabernacle Pulpit
Traducción por Allan Aviles
“Respondiendo Jesús, le dijo: ¿Qué quieres que te haga?” Marcos 10:51
Los discípulos de nuestro Señor imaginaban sin duda que subía a Jerusalén para asumir el reino. Ellos esperaban ser partícipes de esa grandeza terrenal que habían concebido, ingenuamente, que refulgiría en torno a la persona del Hijo de David. Por tanto, cuando el ciego se aventuró a clamar, dando grandes voces, a quien consideraban que sería un grandioso Rey, estimaron ese hecho como una intrusión atrevida. ¿Quién era el hijo de Timeo para decir: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”? Todos ellos estaban ansiosos por acallar la voz de la miseria en presencia de tanta majestad. Pero nuestro Señor Jesucristo no rechazó la oración del ciego como molesta o impertinente. No estaba enojado con él. Ni siquiera prosiguió Su camino sin percatarse de él. Lo que hizo fue detenerse, y ordenar que le llevaran al hombre.
¿No podemos extraer consuelo del pensamiento de que nuestras oraciones no son nunca intrusiones? Cada vez que acudimos a Dios por estar sumidos en una gran angustia, Él está siempre dispuesto a oír nuestro clamor con atención. Sin importar el grandioso propósito o el proyecto trascendental que ocupe Su mente, Él ciertamente está atento a los anhelos de Sus menesterosos suplicantes. Aunque nuestro Señor Jesucristo sea en este momento Rey de reyes y Señor de señores, y sea inconcebiblemente glorioso, y aunque las huestes de los ángeles consideren como su más excelso deleite cumplir Sus órdenes, en el cielo, Él tiene el mismo corazón que tenía en la tierra para con los pecadores. En medio de los truenos de los sempiternos aleluyas, Él detecta los suspiros de los prisioneros, las quejas de los que sufren y los gemidos de los contritos. Él se detiene para prestar atención a las solicitudes de los ciegos mendigos y, en Su compasión, alivia su congoja. ¿Ésto, acaso, no debería animar a quienes lo están buscando? A pesar de lo que Satanás pudiera sugerirles en contrario, tomen este pasaje de la Palabra de Dios para motivar su ánimo. Él oyó el clamor del ciego cuando estaba en la tierra, y Él ciertamente los oye ahora desde el cielo. Y en cuanto a ti, hijo rebelde de Dios, por difícil que te resulte orar, si fueres capacitado para descargar tus penas, tus suspiros serán oídos, tus lágrimas serán vistas, y ciertamente gozarás de una audiencia ante Aquel que se deleita en la misericordia.
“Tal como estoy, sin ningún argumento,
Excepto que Su sangre fue derramada por mí.”
Cuando, reducido a la máxima mendicidad en cuanto a la gracia interna, me encuentro desnudo, y pobre y miserable, todavía puedo oír a Dios diciéndome: “Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte.” Aun en nuestro peor estado, la oración sigue siendo eficaz. Debemos orar mientras vivamos. Mientras no oigan los cerrojos de la perdición cerrados con firmeza sobre ustedes encerrándolos en el infierno, no duden del derecho de petición ni del predominio de su plegaria sincera. Hay un oído que oye en el cielo mientras haya un corazón que implore en la tierra.
Si esta primera impresión se graba en sus mentes, confío que estarán preparados para las tres reflexiones adicionales que deseo presentarles ahora. Nuestro Señor le preguntó al ciego, antes de sanarle: “¿Qué quieres que te haga?.” De aquí infiero que:
I. ES IMPORTANTE QUE EL PECADOR QUE BUSCA, SEPA QUÉ NECESITA REALMENTE Y, ALGUNAS VECES, CRISTO SE DEMORA EN OTORGAR LA SALVACIÓN PARA CONDUCIR A LOS HOMBRES A ENTENDER MÁS CLARAMENTE EL CONTENIDO DE ESA INESTIMABLE BENDICIÓN.
Una gran proporción de las personas que expresan un cierto deseo de ser salvadas, no tienen ni la menor idea bíblica de qué es la salvación. Me temo que muchas personas que profesan haber encontrado la salvación, son realmente víctimas de una excitación religiosa, siendo grandemente conmovidas por las exhortaciones que han oído, pero que han sido iluminadas en muy poco o en nada en lo tocante a las verdades fundamentales sobre las cuales está basada una buena esperanza.
La idea más común, por supuesto, es que ser salvado significa ser librado de descender al abismo y de soportar la sentencia de la eterna perdición. Concedemos que, en verdad, todo eso está incluido en la salvación, aunque está muy lejos de ser su único propósito. Eso es un resultado de la salvación, pero no es la esencia de la salvación, según lo descubren las almas de los redimidos. Los hombres son generalmente salvados, bendito sea Dios, muchos años antes del momento de la muerte, y están conscientes de haberlo sido. En algunos sentidos son tan entera y perfectamente salvos, como lo serán cuando lleguen al cielo. La salvación no es pospuesta hasta el día del juicio, al ser liberados del infierno; puede ser gozada aquí, en la tierra, cuando tus pecados son perdonados y eres redimido del presente siglo malo.
O pudiera ser que tengas una vaga impresión de que la salvación consiste en el perdón de tus pecados. Eso es cierto, pero no encierra toda la verdad. Cuando tú dices: “Quisiera que mis pecados fueran perdonados,” ¿sabes qué es el pecado? ¿Has tenido alguna vez una clara visión de lo que realmente significa eso? Nosotros usamos con frecuencia ciertos términos y palabras comunes, me temo, sin el pensamiento correspondiente en nuestras mentes.
Has de saber, entonces, que tú has quebrantado la ley de Dios, tanto por dejar de hacer aquello que debiste haber hecho, como por hacer aquello que no debiste haber hecho. Esos diez mandamientos que se encuentran en el capítulo veinte del Éxodo, son como otros tantos espejos en los que puedes ver lo que has hecho y lo que has dejado de hacer. ¡Los grandes crímenes que has cometido claman contra ti delante del trono del juicio de Dios, los cuales ciertamente te arrastrarán al infierno a menos que seas librado del terrible castigo!
Considera, también, el oneroso peso así como la aflictiva culpa del pecado. ¿Has sentido la carga y el peso del pecado? “Pesada es la piedra, y la arena pesa,” dice Salomón; pero, ¡ah!, ¿qué pesantez podría compararse con el pecado? Bien hace David en gemir bajo el peso de la carga: “Mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí.”
Todas las cargas que pudieran recaer sobre ti por medio de los pesados trabajos de la vida, de las calamidades del mundo o de las visitaciones de la Providencia, no pueden igualar a la carga del pecado, pues esa carga es un peso que oprime a la conciencia, que aplasta al corazón, y que paraliza a todas las facultades del alma. “El ánimo del hombre soportará su enfermedad; mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?” Una conciencia acongojada por un sentido de pecado interpreta prontamente ese ánimo angustiado que es insoportable para el hombre. Si esa terrible opresión habitara por largo tiempo en él, su espíritu zozobraría por completo delante del Señor. Si la misericordia no viniese rápidamente a su rescate, los hombres perderían rápidamente el juicio y se desesperarían; el desaliento los conduciría a la desesperación y la desesperación a la locura. ¡Oh, cuán tóxico es el veneno del pecado cuando las flechas se clavan con firmeza y se enconan!
¿Has sabido tú qué es el pecado? Si no fuera así, me temo que tu oración está desprovista de significado, como aquella oración de Santiago y de Juan, a quienes les fue dicho: “No sabéis lo que pedís.” ¿Has tenido la más mínima idea, cuando estás pidiendo el perdón del pecado, de qué es lo que el pecado realmente merece y qué tipo de recompensa reclama justamente? Hemos de recordar siempre que cada pecado que hemos cometido nos expone a la ira de Dios, una ira que es representada por medio de terribles cuadros en la Palabra de Dios, tales como una llama que nunca se apaga o como un fuego que nunca cesa de arder.
Para librarnos de ese castigo, fue absolutamente necesario que alguien más soportara el castigo en lugar nuestro. No creo que nosotros pidamos inteligentemente el perdón del pecado a menos que tengamos alguna vislumbre del Salvador crucificado, del Cordero inmolado que ocupó nuestro lugar y nuestra posición, y que quitó el pecado por el sacrificio de Sí mismo.
¡Ah, alma que buscas!, si tú conocieras el peso del pecado y supieras que Cristo lo cargó, entonces podrías decir: “Señor, quiero que mis pecados sean perdonados,” en respuesta a la pregunta: “¿Qué quieres que te haga?”
Y, sin embargo, la salvación incluye algo más que la liberación del infierno y el perdón gratuito, pues emancipa al alma del poder dominante del pecado. Aquéllos que hemos sido salvados de la culpa del pecado, estamos abundantemente conscientes de que no hemos sido liberados plenamente del poder del pecado en nuestro propio pecho. Los seres amados que han pasado más allá de las estrellas, y ven el rostro de Dios sin ningún velo intermedio, están salvados, están completamente salvados del pecado que mora en el interior, pero, aquí abajo, ninguno de nosotros goza de esa bendita emancipación, aunque haya algunos que se jactan de una perfección que sería muy difícil comprobar; pero, ¡ay!, por ese orgullo, perjudican ligeramente su profesión. La salvación del poder despótico del pecado tiene que ser alcanzada todavía, y tiene que ser obtenida en un elevado grado por todos los creyentes o no verán nunca el rostro de Dios con Su aceptación.
Hermanos, nuestros pecados reinantes deben ser subyugados. ¿No saben que ningún borracho, o fornicario, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el Reino de Dios? Esos pecados tienen que ser totalmente erradicados; tienen que ser liquidados y derrotados. Y en lo que respecta a todos los demás pecados, tampoco pueden continuar siendo ciudadanos del corazón. Deben ser considerados como intrusos y forasteros que tienen que ser echados fuera, así como los cananeos debían ser echados fuera de la tierra prometida. Entonces, mortifiquen sus miembros, subyuguen sus lascivias, derroten a sus corrupciones.
“Pero”—el hombre pregunta—“¿cómo puedo hacer eso?” ¡Es una pregunta sumamente apropiada! Tú no podrías hacerlo, pero Cristo dice: “¿Qué quieres que te haga?” Su poder es más que adecuado para cada emergencia. No hay ningún pecado que sea demasiado grave para Cristo. Durante Su vida en la tierra, no hubo ningún demonio que no pudiera echar fuera y, de igual manera, ahora no hay ningún pecado que no pueda expulsar y erradicar. Una legión de demonios huyó ante el ‘fiat’ (hágase) de nuestro Señor. No alberguen dudas de que las legiones de furiosas lascivias y de fieros temperamentos no pudieran ser derrotadas por la fe que argumenta Su nombre siempre prevaleciente.
Hermanos, nunca debemos contentarnos con pequeños grados de santificación. No razonen con ustedes mismos como si no pudieran sobrepasar su presente estatura enana. Ha habido hombres mucho más distinguidos que nosotros por la piedad, y por la humildad y por toda gracia. Los logros a los que el Maestro los condujo a ellos están disponibles para todos los santos, bajo la misma guía y por medio del mismo poder divino.
Aspiremos a la santidad. Persigámosla con renovado ardor. Que no les baste con vivir simplemente, sino busquen crecer; no se contenten con permanecer siendo bebés, tomando su porción de leche, antes bien, procuren ser hombres fuertes que gozan del alimento sólido de la Palabra de Dios.
Ahora, yo creo que hay cientos de personas que no tienen ningún deseo de ser salvadas, y que preferirían no ser salvadas, si es éste el significado de la salvación. Vamos, hombre, si tú eres salvo, serás salvado de esos placenteros pecados en los que acostumbras deleitarte ahora. Cuando cuentan con un día libre y obedeciendo a las inclinaciones de un corazón corrupto y de un gusto depravado, algunos de ustedes acuden precipitadamente a los lugares donde se congregan las personas de su misma calaña. Si ustedes fueran salvos, buscarían una sociedad muy diferente.
Entonces odiarías la compañía que amas ahora, y los placeres que ahora tanto disfrutas se volverían tan detestables como antes fueron deleitables para ti. Cuando dices: “Señor, sálvame,” ¿quieres decir: “Señor, sálvame de ser lo que soy; Señor, he sido un borracho, hazme sobrio; he sido lascivo, hazme puro; he sido deshonesto, hazme recto; he sido engañador, haz que le diga la verdad a mi vecino; he estado violando tus estatutos, hazme consciente de tu Palabra; he sido tu enemigo, Señor, hazme tu amigo; he hecho de mi estómago un dios, ahora sé Tú mi Dios; yo deseo ser reconciliado contigo, de tal forma que Tu voluntad sea mi voluntad, que Tu servicio sea mi deleite, y que Tu camino sea el sendero que yo elija”? ¿Quieres decir eso? Si alguien dice honestamente: “yo en verdad deseo ser salvado del pecado,” no creo que ese deseo permanezca insatisfecho por largo tiempo, antes bien, el Señor Jesús le dirá: “Tu fe te ha salvado.” Él puede y quiere salvarte, si eso es lo que quieres decir.
En cuanto a ustedes, buena gente cristiana, que están buscando la conversión de los pecadores, procuren hacerlo a la manera de Cristo. Es correcto que los exhorten a creer en Cristo. Me gusta oírlos cantar—
“Hay vida en una mirada al Crucificado.”
Pero, por favor, recuerden que un hombre debe poseer algún entendimiento, tanto de lo que es el pecado como de lo que es el Salvador, antes de que pueda creer, pues “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios.” Esfuércense, por tanto, en instruir a las personas en el Evangelio. Simplemente exhortarlos a creer, clamar simplemente: “¡Crean, crean, crean!,” tiene muy poco valor sin importar cuán denodado sea el hombre cuando eleva ese clamor, pues el pecador pregunta naturalmente: “¿Qué es lo que debo creer? ¿En quién debo creer? ¿Por cuál razón debo creer? ¿Por qué necesito creer?”
Entonces, ocúpense de su labor de salvar almas en el poder del Espíritu Santo. Ocúpense de ello inteligentemente, entendiendo que, así como Jesucristo no abriría los ojos del ciego mientras no le hiciera expresar— no como información para Cristo, sino para la propia comprensión del hombre—qué era lo que necesitaba, y le hiciera decir: “Maestro, que recobre la vista,” así deben procurar ustedes, al declarar el Evangelio, no dar simplemente las reconvenciones, las admoniciones y las exhortaciones del Evangelio, sino que deben dar también sus instrucciones. De lo contrario, ustedes les pedirían acudir, pero no hay ningún festín; los invitarían a las aguas, pero sin decirles dónde están las aguas. A partir de ahora, adopten el hábito de instruir a los pecadores en el camino del Señor. Como dice David: “Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti.” Dejamos esta primera homilía, y proseguiremos a una segunda. Nuestro texto nos indica claramente a todos nosotros:
II. LA GRAN NECESIDAD DE ORAR CON UN OBJETIVO ESPECÍFICO.
No se le permitió a ese pobre hombre hacer una petición general. “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”; era una oración muy apropiada y una oración muy bendita, pero, ciertamente, era una oración muy general. Así que fue conducido a ser más específico en su petición. “¿Qué quieres que te haga? Pides misericordia; ¿qué forma de misericordia necesitas? ¿De qué manera particular te ha de otorgar misericordia la mano generosa?” El ciego responde de inmediato: “Maestro, que recobre la vista.” Da con precisión en el blanco. Necesita la vista y es por su vista que implora. Esa es la manera correcta de orar de los creyentes.
Yo quisiera que practicáramos más ese tipo de oración en nuestras reuniones de oración; no es que ponga reparos, pues hemos tenido una bendita temporada de oración aquí; pero tengan la seguridad de que las oraciones que van directamente al objetivo son las mejores oraciones en todos los sentidos, siempre y cuando sean veraces y sinceras. Ustedes saben que hay una forma de orar en el aposento y una forma de orar en familia, en las que no se pide nada. Se mencionan muchísimas cosas buenas, se citan experiencias personales, se repasan las doctrinas de la gracia muy concienzudamente, pero no se pide por nada en particular. Esas oraciones resultan ser siempre insípidas para quienes las oyen, y pienso que deben ser algo tediosas para quienes las ofrecen.
A un hombre de color que era notable por su gran vehemencia en la oración, se le preguntó por qué razón siempre que oraba parecía ser tan denodado, y él respondió: “Porque cuando acudo al Rey, siempre llevo una encomienda; siempre llevo una encomienda conmigo; acudo a Él sabiendo que necesito algo, y yo se lo pido, y no me detengo hasta que me lo conceda; y si no me lo da, se lo pido una y otra vez, pues sé qué es lo que pretendo.”
¿De qué serviría entrar y salir durante todo el día de la oficina del banquero, si no se tuviese ningún negocio que tramitar ni nada que recibir? Pero es muy diferente cuando se acercan a la ventanilla con su cheque y reciben a cambio los soberanos de oro. Sería algo sin mayor interés esperar a Su Majestad (la reina) cada mañana y cada tarde con un mensaje que simplemente le expresara: “soy el súbdito más leal y más afectuoso de Su Majestad,” pero sin pedirle nunca nada.
Sin embargo, cuánta oración de ese tipo se eleva al cielo. Es una oración que es como un relámpago difuso, pero la oración que cumple con su cometido es como el rayo zigzagueante. La oración sin objetivo equivale a dispararle flechas a la luna, en vez de imitar a David cuando dijo: “En la mañana dirigiré mi oración a ti” (1). David miraba el objetivo, se concentraba en el pequeño círculo del centro del blanco, y luego disparaba la flecha; y después de haber disparado la flecha, agrega: “Y miraré a lo alto,” como para ver si la flecha realmente daba en el blanco, si la oración tenía buen éxito con Dios de tal manera que le sería concedida una respuesta misericordiosa.
Cuando nos encontramos solos y estamos a punto de orar, ¿no deberíamos algunas veces detenernos un poco para considerar lo que estamos a punto de pedir? ¿No oraríamos mejor si recordáramos que la preparación del corazón en el hombre así como la respuesta de la lengua, son del Señor, y que la preparación del corazón precede a la respuesta de la lengua? Al ofrecer nuestros sacrificios a Dios, no nos conviene andarnos con rodeos. No deberíamos acudir a Su presencia con paso atolondrado. El decoro que es debido a la corte de un rey podría advertirnos de la reverencia debida al Rey de reyes. Aunque gocemos de la privilegiada familiaridad que nos permite decir: “Padre nuestro” como amados hijos del Señor de cielos y tierra, no olvidemos nunca la humildad que se requiere y la profunda obediencia que debemos rendirle como súbditos que somos del grandioso Rey. “¿Qué quieres que te haga?” Él pregunta tiernamente; debemos responderle devotamente.
Ahora, queridos amigos, permítanme hacerles una clara pregunta que debe motivar una clara respuesta. Estando sentados aquí, en esta casa, ¿cuál es su deseo delante del Señor? Dejen que su conciencia responda de tal manera que, cuando regresen a casa y cuando eleven su oración al finalizar el día, puedan acercarse al Señor de manera inteligente, pidiéndole lo que necesitan. ¿Cuál es el deseo cimero de su alma? Tal vez, para algunos sea que algún pecado asediante sea derrotado.
“¡Oh—dices tú—“qué no daría yo si pudiera deshacerme de mi mal carácter! Es mi cruz cotidiana, y no quiero albergarlo.” “¡Ah!—dice otro— “yo soy tan incrédulo que cualquier pequeño problema me abate pronto; ¡oh, que pudiera deshacerme de mi incredulidad!”
Bien, muy probablemente, queridos amigos, el pecado contra el cual tienen que pedir ayuda es uno contra el cual están luchando ahora. Si yo me acercara a ustedes por el pasillo y los tomara por la solapa y les dijera cuál es su principal pecado, se sentirían muy vejados por mí, pues somos propensos a resentir la fidelidad de aquellos que nos dicen nuestras faltas. Tocar el lugar sensible hace que los nervios se resientan y pareciera constituir una deliberada tortura. Cuando alguien se queja de algo que nuestra conciencia no endosa, lo tomamos amablemente, y aceptamos sus buenas intenciones, pensando que si nos conocieran mejor nos habrían estimado más altamente; pero si tocan realmente las llagas allí donde más nos arden, no admiramos el tratamiento que se nos da. El sonrojo que sentimos es un rubor que estaríamos dispuestos a ocultar. Sin embargo, no encubran ahora el vicio que un Dios Omnisciente puede discernir. Dejen que este sea el momento de escudriñar el corazón. Digan ahora: “Señor, ¿es mi pecado la avaricia?” Ese es un pecado que hasta ahora no he oído que nadie confiese.
Un sacerdote católico, que había oído la confesión de algunas dos mil personas, comentó que había oído que los hombres confesaban aborrecibles iniquidades de todo tipo, incluyendo asesinatos y adulterios, pero que nunca había oído a nadie confesar su codicia. Ese es un crimen que bautizan y llaman por otro nombre. Un hombre codicioso piensa que es prudente; él simplemente está reservando un poco de dinero para un día lluvioso. Su ambición, les dice, no es para gratificarse a sí mismo, sino que es un generoso impulso para proveer a su familia; nos quieren hacer creer que derrochan su fuerza y marchitan sus almas por sus esposas y por sus hijos.
Sin embargo, su fortuna es su falacia. Su deseo mientras viven es empuñar y asir, tener y sostener, y lo abandonan hasta muy tarde, antes de legar a sus seres queridos las posesiones que ya no pueden retener más. ¡Ay!, con frecuencia somos lo bastante perversos para tratar de convertir nuestro afecto en una excusa para nuestra avaricia.
Vayamos honestamente al punto. Cuando estamos tratando con nuestro pecado, debemos confesarlo con toda su iniquidad y su atrocidad. No disimulen, reconociendo en público sólo una pequeña parte. Cuando necesitaba una plena absolución, David dijo: “Líbrame de homicidios.” Reconocía la atrocidad cuando buscó la expiación: “Perdona mis homicidios,” dijo, como alguien que veía su crimen a la luz de sus consecuencias, no como alguien que intentaba paliarlo con excusas vanas. “¿Qué quieres que te haga en cuanto a ese asunto?”
Si no tienes ningún pecado particular que confesar—si esa no fuera tu máxima ansiedad en este momento—¿cuál es tu petición, entonces? ¿Qué necesidad tienes que requiera ser subsanada? ¿Es alguna gran necesidad? ¿Tienes numerosas necesidades pequeñas? Todas puedes contárselas a Dios. Ten una clara idea de qué es lo que necesitas que Él haga por ti realmente, sabiendo que, sin importar cuáles sean tus necesidades, tienes una promesa, “Mi Dios… suplirá todo lo que os falta,” no solamente en parte, sino “todo lo que os falta”; no dice que podría hacer lo, sino que lo hará; no dice que lo tendrán que suplir ustedes mismos, sino que Él lo suplirá; “Mi Dios…suplirá todo lo que os falta.”
Considera, entonces, cuál es tu necesidad, y luego acude a Dios. ¿Deseas alguna selecta bendición? Obtén una clara idea de esa bendición antes de que la pidas. ¿Qué forma de bendición deseas recibir? ¡Oh!, si yo pudiera elegir, sería: una orientación a lo celestial. ¡Oh!, si un hombre alcanzara sólo eso, no necesitaría darle importancia alguna al lugar donde vive, ni qué come, ni cuánto duerme, ni cuánto sufre, pues una mente celestial es el cielo. La mente hace su propio cielo aquí abajo, y allá arriba. Aunque, sin duda, el cielo tiene una ubicación, sin embargo, es mucho más un estado que un lugar. ¡Oh, que hubiera más mentes orientadas al cielo! ¿Qué es lo que quisieras tener? ¿Comunión con Cristo? ¿Amor por las almas? ¿Un corazón quebrantado? ¿Verdadera humildad? Yo podría decir de todas esas cosas: “La tierra está delante de ti; sube y toma posesión de ella; pide lo que quieras y te será concedido.”
¿Qué promesa hay que tú quisieras ver cumplida esta noche? Es un excelente ejercicio sentarse antes de la oración vespertina y buscar la promesa que parezca más apropiada, o pedirle al Señor que la busque para ti y la aplique a tu alma. Considera esta promesa, en caso de que hubiere enfermedad en la casa vecina: “Señor, Tú has dicho: ‘Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará.’ Señor, cumple esa promesa ahora.” Si eres sorprendido por un ruido a altas horas de la noche, cita entonces esta promesa: “No temerás el terror nocturno.” Tal vez lo que te turbe sea una escasez de provisiones. Entonces aquí tienes otra promesa: “Se te dará tu pan, y tus aguas serán seguras.”
Cuando perdiste una llave el otro día y no podías abrir el cajón, ¿qué hiciste? Mandaste llamar a un cerrajero, y vino con todo un manojo de viejas llaves oxidadas. ¿Para qué? Pues bien, buscó una que se ajustara a la cerradura de tu cajón, y lo abrió de inmediato.
Ahora, las Biblias de muchas personas son justamente como ese manojo de llaves oxidadas. Siempre hay una llave en la Biblia que se ajusta a la cerradura de sus necesidades, siempre y cuando buscaran hasta encontrarla. Pero algunas veces estamos sumidos en la angustia, como estaban Cristiano y Esperanzado en el Castillo de la Duda, y tenemos que decir como dijo Cristiano: “¡Qué tonto soy al estar pudriéndome en este maloliente calabozo teniendo una llave en mi pecho que estoy persuadido de que abriría todas las cerraduras del Castillo de la Duda!” Escudriñen las promesas, entonces, y acudan delante de Dios con una clara respuesta a la pregunta: “¿Qué quieres que te haga?” “Señor, necesito que esa promesa sea cumplida, o que esa gracia sea otorgada, o que esa necesidad sea suplida, o que ese pecado sea perdonado.”
Entonces, queridos amigos, para mantener nuestro propio interés en la oración intercesora, yo creo que es muy necesario que tengamos objetivos claros. No me parece que yo pueda orar de manera tan ferviente por toda la humanidad, como puedo hacerlo por mis propios hijos. No me parece que pueda orar tan bien por la nación, como puedo hacerlo por Londres. Cuando oro por Londres, intento hacerlo de todo corazón. De conformidad con la Escritura, nos incumbe orar por todos los hombres. Debemos incluir en nuestras plegarias a todo tipo de hombres. Debo confesar, sin embargo, que cuando oro por esta congregación soy más ferviente en mi oración, y eso es porque tengo un vívido pensamiento de este pueblo y una idea muy clara de sus requerimientos presentes. Si ustedes necesitan orar por alguna persona en particular, o por algún objetivo en especial, entre más entiendan el caso que tienen entre manos, más cálida y más viva será su plegaria.
En esta capilla hay gente que me ha pedido que ore por ella. Bien, he procurado hacerlo, y espero que el Señor haya oído mi oración. Pero desde que he conocido más acerca de esas personas, y he descubierto dónde viven, y quiénes son, puedo orar por ellas con más libertad de lo que podía hacerlo antes. En una época eran una especie de abstracción para mí; ahora las conozco de manera más definida.
Cuán fácilmente se recuerda cualquier cosa que esté ligada con algo más, o que esté vinculada por asociación con algún otro lugar. Así, tú recuerdas una transacción que tuvo lugar en el centro financiero de Londres. Cada vez que pasas por el banco, en algún lugar específico, piensas: “Me encontré aquí a Fulano de Tal precisamente un día antes de su muerte.” No lo olvidarías nunca, pero piensas especialmente en eso cada vez que pasas por allí. O tal vez, en una curva de una carretera en el campo, justo junto a una señal, tal y tal cosa te ocurrió, y el pedazo de tierra evoca aquella circunstancia. Así, en la oración recordamos a nuestros amigos cuando sabemos algo de ellos y los ponemos ante el ojo de nuestra mente, y tejemos, por así decirlo, sus secretos intereses con lo que hemos visto al hablar con ellos y al interesarnos en sus tribulaciones.
Algunas buenas personas han orado por otros por su nombre. Bien, no podrías hacer eso si tuvieras una larga lista y fueras un hombre ocupado; aun así, es bueno orar por otros por su nombre, siempre que se pueda. Me gustan esas oraciones, incluso en público, en que los hombres oran por otros con alguna claridad. ¡Oh, cuánto tiempo gastamos cuando nos andamos por las ramas! Conocemos individuos que oran por su ministro con una circunlocución que distrae al oyente. Viajan dando vueltas y vueltas en círculos en lugar de ir directo al grano. A un hombre le cuesta mucho decir: “Señor, salva a mi esposa.” Prefiere hablar acerca de “aquellos que son nuestros seres queridos por lazos de consanguinidad, y de quien es la compañera de nuestro ser.” Sí, eso suena bonito, en verdad muy bonito, pero sería igualmente bueno que dijeras de inmediato: “Señor, convierte a mi esposa.” Hay un hermano aquí que ora de esa manera en las reuniones de oración, y usa esas precisas palabras. Cuando imploremos a Dios, vayamos directamente al objetivo, sabiendo qué es lo que pretendemos, y, por tanto, expresando nuestro caso con claridad, en respuesta a la pregunta: “¿Qué quieres que te haga?” ¡Que el Señor nos enseñe a orar de manera específica! El tiempo se nos acaba; por tanto, sólo mencionaremos un tercer punto. Nuestro Señor Jesucristo, al hacerle esta pregunta al ciego, no hace:
III. NINGUNA EXCEPCIÓN, SINO QUE ABRE PLENAMENTE LA PLENITUD DE SU CORAZÓN, Y LA INFINITUD DE SU PODER.
“¿Qué quieres que te haga?,” equivale a decir: “Yo haré lo que sea; lo puedo hacer. Sólo dime qué necesitas.” No hay límites para la habilidad del Salvador. Tampoco le pone límites al permiso del suplicante para pedir el favor que desea. Entonces no le correspondía al ciego decir: “Señor, si quieres.” Él tiene la oportunidad de conseguir cualquier bendición que solicite. Fíjense bien, hermanos, que no se cuestiona el “poder” en relación a Cristo; la pregunta es: ¿qué deseas?
Ahora, pecador, observa que el Señor Jesucristo no se detuvo a inquirir acerca de la ceguera de este hombre, por ejemplo, si había sido ciego de nacimiento, o si había sido afectado por catarata o amaurosis, o por cualquier otro tipo de enfermedad ocular. Él sólo dijo: “¿Qué quieres que te haga?” Ninguna especie de oftalmia podría desconcertarlo. Sin importar su forma o su etapa de desarrollo, para Él era posible curarle esa enfermedad.
El Señor Jesucristo te habla a ti. Él te dice hoy: “El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.” Él no dice nada en cuanto a si has sido moral o inmoral, si has sido profano o religioso, sino simplemente: “¿Qué quieres que te haga?” Tus pecados más negros desaparecerán al momento de ser tocados por la sangre escarlata. Tus crímenes más sucios se derretirán como la nieve cuando comienza el deshielo. No podrías haber pecado más allá del alcance del largo brazo de Cristo, ni tampoco el peso de tu pecado podría ser demasiado pesado para la espalda de Cristo, el grandioso Cargador del pecado, para que no pudiera soportarlo. Cualesquiera que sean tus iniquidades, aunque sean de color rojo escarlata, serán como lana; aunque sean como el carmesí, se volverán más blancas que la nieve. Algunos de nosotros no tendríamos ninguna esperanza si no supiéramos que Cristo salva al primero de los pecadores. Habríamos caído desde hace tiempo en el remordimiento y en la desesperación si no hubiéramos visto escrito con letras de oro: “Al que a mí viene, no le echo fuera.”
Ustedes conocen la sugerencia de John Bunyan acerca de este texto. Él dice: “¿Quién es este hombre? ¿Quién es este: ‘al que viene’? Bien, todo aquel ‘que viene’ en todo el mundo, sea quien sea, de ninguna manera, bajo ningún pretexto, por ninguna razón y de ninguna forma, Él le echará fuera jamás.” Si tú vienes a Cristo, Él mantendrá Su palabra. No puede mentir. Él ha de respaldar Su propia declaración. Si tú vienes a Él, no te echará fuera. ¿Qué quieres que haga por ti?
¡Oh, creyente, si tienes un deseo en tu alma, si tienes un anhelo en tu corazón, entonces Cristo no dice que te dará esta misericordia si le fuera posible, sino que Él es capaz de hacer por ti las cosas mucho más abundantemente de lo que pidas o entiendas! Oigo que el siguiente texto es citado todavía por algunos de mis hermanos: “Mucho más abundantemente de lo que podamos pedir o incluso entender.” Les pido que me disculpen, pero esa no es una cita fiel de la Escritura. Dice: “Mucho más de lo que pedimos o entendemos,” mucho más de lo que efectivamente pedimos. Dios puede abrir la boca de un hombre tan ampliamente como Sus misericordias, y puede hacernos pedir cualquier cosa, pero Él generalmente hace por nosotros mucho más de lo que pedimos o entendemos. No mantengas cerrada tu boca nunca por pensar que la misericordia es demasiado grande. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” No te limites a ti mismo. Ensancha tu deseo. Abre ampliamente tu boca, y Él la llenará. Él te da carte blanche (carta blanca); pide lo que quieras. Lo pone delante de ti: “Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.” Que así sea para nosotros, de conformidad a nuestra fe, y Suya será la gloria. Amén.
Nota del traductor:
(1) La versión King James en inglés de la Biblia dice: “In the morning will I direct my prayer unto thee.” Las diferentes versiones en español que revisé, no presentan una traducción equivalente. Por tanto, lo expresado es una traducción literal y directa.
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